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  Prueba de cámara
Andrés Di Tella

262 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2025
ISBN: 978-987-1768-89-9
   
     
   
     
 

«Un poco autobiografía y otro poco novela, este libro híbrido y extraordinario encierra un enigma. En medio del maelstrom que significa crecer, una figura se recorta del fondo: el mejor amigo de la infancia, que reaparece años después transformado en alguien extraño, irreconocible, acaso siniestro. Pero, ¿quién fue en verdad Georges-Henri? ¿Y cuánto hay de aquel Andrés Di Tella en este que ahora anota sus recuerdos?

Maestro en el arte de llevar a la pantalla el registro de las vidas privadas, Di Tella logra en Prueba de cámara trasponer mágicamente ese don a la palabra escrita. Así, mientras desgrana una topografía personal hecha de ciudades, de barrios, de casas –Londres, Buenos Aires, Montpellier, Oxford, el barrio de Belgrano, Hampstead, la calle Sucre, Redington Road–, va superponiendo preguntas y revelaciones sobre su vida temprana entre los swinging sixties y los tormentosos años setenta, a uno y otro lado del Atlántico.

La familia y sus avatares, los viajes, las pasiones tempranas –fútbol, cine, literatura, televisión– que se revelarán permanentes, los primeros amores y los amigos circulan por estas páginas íntimas e irresistibles, como si Di Tella hiciera suya la idea borgeana según la cual sólo aquello que se ha ido nos pertenece. El arcano que es toda vida, incluso –o en especial– la propia, sostiene en vilo la lectura, sin importar que cualquier intento por hacer hablar al pasado se demuestre tan evanescente como un sueño.»

Mercedes Güiraldes

Contratapa
     
   

Me fui de Inglaterra poco después de cumplir los catorce. Regresaría unos cuatro años después, al final de la adolescencia.

Dos recuerdos televisivos encierran, a modo de punto inicial y punto final, el período que pasé en la Argentina entre medio. Viajamos de Londres a Buenos Aires unos días antes del 25 de mayo de 1973; es decir, de la asunción de Héctor Cámpora, el primer peronista en ocupar la presidencia desde el derrocamiento en 1955 de Juan Domingo Perón. Me pasé ese día entero pegado a la televisión, primero desayunando copitos con leche, y después con un sándwich de jamón y queso por almuerzo, contemplando estupefacto las imágenes de la multitud en la Plaza de Mayo.

En la pantalla relumbraba, blanco y negro, un océano de miles de personas, enarbolando enormes pancartas, con siglas y nombres para mí incomprensibles: uocra, cgt, Montoneros. Todavía puedo oír los cantitos de la gente:

“¡El pueblo unido / jamás será vencido!”

“¡Perón! ¡Evita! / ¡La patria socialista!”

Otro, que nadie más parece recordar:

“¡Chile! ¡Cuba! / ¡El pueblo te saluda!”

Estaban en la asunción el presidente de Cuba, Osvaldo Dorticós, y, más importante, el presidente socialista de Chile, Salvador Allende, que sería depuesto tres o cuatro meses más tarde. Nunca había visto un espectáculo semejante. En Inglaterra, la mayor manifestación política a la que había asistido, también por televisión, fue una protesta en contra de la empresa de bebidas Schweppes. La compañía había introducido en el mercado inglés, por primera vez, la botella no retornable. Un grupo ecologista precoz llamado Friends of the Earth, realizó una campaña para llenarle de botellas no retornables la puerta de la casa al ceo de la empresa. El cuadro era de cientos, miles de botellas cubriendo toda la vereda y las escalinatas de una mansión londinense. Una protesta bastante sutil, muy de primer mundo, pienso ahora. Esto era diferente: una verdadera revolución, con el pueblo en las calles. Me resultaba todo bastante ajeno y, a la vez, me ilusionaba pertenecer a un país donde pasaran estas cosas. Hubiera querido estar ahí con la multitud.

El segundo hito fue de apenas tres años más adelante. El 24 de marzo de 1976 me desperté tarde, era día de semana pero no sé si todavía no habían empezado las clases. En un horario inusual, por la mañana, transmitían un amistoso de la selección argentina en Polonia. En medio del partido, mamá interrumpió de golpe para decirme que acababan de detener a papá. Dijo que no había que preocuparse, era una formalidad, ya estaba el abogado buscando una solución, se me olvidan sus palabras. En sus ojos vi un miedo, frío, que no había visto nunca. Le seguí la corriente pero no pude volver a meterme en el partido.

Me quedaron estampadas las imágenes casi irreales de un partido en medio de una tormenta de nieve, la cancha toda blanca, y de Hugo Orlando Gatti, el arquero, con pantalones largos, guantes, y gorro de lana. Ahora compruebo que, en realidad, estoy confundiendo el partido contra Polonia del 24 de marzo con uno anterior, en Rusia, cuatro días antes. Pero las imágenes de la nieve son las que quedaron; quizá porque representan con mayor fidelidad el sentimiento de la hora.

Papá contó la historia más de una vez, con distintas variantes y omisiones. Me enteré de (casi) todos los detalles recién unos años más tarde. Esa mañana, la mañana del golpe de Estado de 1976, había caminado unas cuadras hasta la casa de su hermano Guido, que era funcionario del gobierno peronista depuesto, para preguntarle qué pensaba de la situación. La casa de Guido, sobre la calle Arribeños, era muy llamativa, de diseño brutalista en grandes bloques, obra del arquitecto Clorindo Testa. Nosotros, por su aspecto exterior, la llamábamos “el búnker”. En la puerta, le abrieron dos soldados con armas largas. Papá se identificó:

–Soy Torcuato Di Tella, hermano del dueño de casa.

–¡A usted también lo andábamos buscando!

Al entrar, vio a Guido esposado, con la cara pálida. Nelly y mis primos estaban encerrados en el cuarto de servicio, bajo vigilancia. Los militares interrogaron a los hermanos por separado, en distintas habitaciones. El oficial le preguntó a papá por su relación con la guerrilla y por su “ideología”. Papá contestó, casi como el invitado de una entrevista absurda:

–Soy socialista.

–¿Es socialista y lo admite como si nada?

–No es delito.

–¿Viven en una mansión y son zurdos?

–Se puede ser rico y ser de izquierda.

La conversación cambió de tono bruscamente cuando se escuchó un disparo dentro de la casa. Papá me dijo que después supo que lo estaban amenazando a Guido, para sacarle dinero. Su interrogador le había mostrado el revólver en la cara, para luego efectuar un disparo. La bala se incrustó en la pared, a centímetros del rostro de Guido.

–¿Dónde están los dólares? –se escuchó el grito.

El debate ideológico había terminado.

Como no había dinero en la casa, según papá, Guido ofreció acompañarlos a la oficina, donde guardaban títulos al portador por millones de pesos. Metieron a los hermanos, encapuchados y maniatados, en la caja cubierta de una pick-up, y los condujeron hasta la oficina de la empresa familiar, que no quedaba lejos, en la calle Virrey del Pino, del mismo barrio de Belgrano.

–Yo... eh... no sé la combinación –dijo papá una vez dentro de la oficina, mostrando las palmas de las manos hasta donde se lo permitían las esposas.

Guido lo miró, como fastidiado. Él mismo no estaba seguro de recordarla. Un soldado le quitó las esposas, mientras el otro vigilaba con la ametralladora. Guido fue a abrir la caja fuerte pero se demoraba sin dar con la combinación. Le dirigió una mirada de ayuda a papá, pero él apenas respondió con otra expresión de impotencia. Los soldados y el oficial aguardaban impacientes, en silencio.

–En ese momento me pregunté si Guido realmente no recordaba los números o si estaba tratando de ganar tiempo –me contó papá.

La puerta de la caja finalmente se abrió y papá suspiró. Guido le entregó los papeles al oficial, que los estudió con desconfianza. Los soldados igual dieron vuelta toda la oficina, buscando algo más o para sacarse los nervios. A continuación, los volvieron a meter a los empujones en la caja de la pick-up, con capucha y las manos esposadas, y arrancaron con rumbo incierto.

Fueron a parar, supimos después, a un buque de la Marina estacionado en el puerto, donde habían sido llevados funcionarios del gobierno depuesto y dirigentes sindicales. Lorenzo Miguel, alias “El Loro”, líder de la Confederación General del Trabajo, al ver a papá, a modo de chiste de bienvenida a la cárcel, le lanzó:

–¿Qué hacés vos acá en este barco? ¡Este es el barco peronista y vos sos gorila!

El chiste un poco lo tranquilizó.

Un amigo de mi padre, Augusto Conte, que era asimismo abogado del Instituto Di Tella, había sido compañero de colegio de José Alfredo Martínez de Hoz, recién nombrado ministro de Economía del nuevo gobierno militar. Por su intercesión, se consiguió a los dos días la libertad de papá y de Guido, también detenido en el barco. Guido se fue inmediatamente al exilio, según le aconsejó Conte. Papá no lo creyó tan imperativo, no era el primer golpe militar que le tocaba. Estaba convencido de que había sido secuestrado casi por error. Le gustaba, incluso, contar todo el episodio con humor.

Muchos años después, me enteré, a través de mi hijo Rocco, de que papá realmente tuvo miedo. En un momento, al subir al barco, le sacaron las esposas y le ataron las manos por la espalda, con una soga. Según le contó papá a Rocco, ahí pensó que lo iban a matar y arrojar al agua. Entendió que no querían que el cadáver apareciera en la orilla con las esposas del Ejército Argentino; por eso la soga. No sé por qué a mí nunca me contó ese detalle.

En los meses que siguieron a la detención y liberación de papá, las cosas se oscurecieron muy rápido. Primero fue detenido el hijo del propio Augusto Conte, el abogado, que se había quedado tranquilo por sus contactos en las altas esferas y porque el chico estaba haciendo el servicio militar. Igual fue detenido y llevado a un lugar secreto con el uniforme de soldado puesto. Martínez de Hoz, esta vez, no pudo hacer nada. Ante la insistencia de Conte, dejó de atender el teléfono. Unas semanas después fue secuestrado Martín Beláustegui, ex compañero de primaria de Víctor.

Una noche de octubre, a las dos de la mañana, un comando policial se llevó de su casa a un amigo mío, Pablo Fernández Meijide, de apenas diecisiete años. La madre alcanzó a darle una campera por si refrescaba en la madrugada. El padre quiso tranquilizarlo: a la mañana siguiente irían a buscarlo a la comisaría del barrio, después de cumplida la “averiguación de antecedentes” que anunciaron los policías. Para no asustarlo, la madre no se animó a darle un último abrazo. Tal como le ocurrió a Conte, nunca volvieron a ver a su hijo. Los padres de Pablo recorrieron hasta la desesperación oficinas gubernamentales, comisarías y cuarteles, apelaron a un obispo, pagaron por información, agotaron todos los recursos posibles. Pero Pablo no apareció por ningún lado. Durante meses, cada día, no hicieron otra cosa que buscarlo. El padre incluso dejó de trabajar, hasta que se le empezaron a acabar los ahorros.

Nunca se supo exactamente cómo fue la muerte de Pablo. Años después, un sobreviviente declaró haberlo visto y haber escuchado su nombre en el centro clandestino de detención de Campo de Mayo, en el mismo mes de octubre de 1976. Es probable que haya terminado ahogado en el Río de la Plata, como de algún modo presintió papá en el barco, cuando le ataron las manos con una soga. Cientos de prisioneros, maniatados y drogados, fueron arrojados en medio del río desde un avión. Los primeros cadáveres aparecieron de ese modo, arrastrados por la corriente, en la costa uruguaya.

En uno de mis cuadernos del colegio, Pablo había escrito, sin que yo lo viera, una frase repetida: Sandra, te amo. Y al pie de la hoja: Firmado: Andrés. Se estaba burlando de un amor platónico por una compañera que yo había tenido la mala idea de confesarle. Su idea, imagino, era que un día en clase ella lo descubriera de casualidad. Me habría muerto de bochorno. No sé si lo escribió para hacerme pasar por el mal trago o, al revés, para que ella simplemente lo supiera. Pablo no dejaba pasar la oportunidad para la burla o el chiste. Puedo verlo ahora riéndose a los gritos, con la boca bien abierta, como una caricatura de villano. A veces daban ganas de acogotarlo. Pero también me hizo la pata más de una vez, llevándome de prepo a una fiesta a la que no había sido invitado, o eligiéndome primero para su equipo en el fútbol, cuando yo no era de los mejores. Tonterías que, a esa edad, significan algo. Del mismo modo, yo lo dejaba copiarse en las pruebas, porque nunca estudiaba. Jamás imaginé que Pablo fuera lector, pero un día me confundió su aparente conocimiento de vida y obra de Antonin Artaud. A lo mejor le preguntó a la madre, que era profesora de literatura, sólo con la intención de bajarme los humos. Puede ser que yo fuera un poco presumido con mis lecturas. Pero también es posible que Pablo leyera poesía a mis espaldas. En el último año lo vi poco. Se había cambiado de colegio, de la escuela privada de Belgrano donde nos conocimos a una escuela pública en Vicente López. También, sentí, había cambiado de amigos. La noche en que se lo llevaron de la casa, fueron detenidos otros tres compañeros de su mismo colegio. ¿Sus nuevos amigos?

Por suerte descubrí el mensaje que Pablo había escrito en mi cuaderno antes de que llegara a ojos de la chica que me gustaba. Arranqué la hoja con bronca, hice un bollo y la tiré a la basura. Después, cuando nos enteramos del secuestro, creo que me dio algo de culpa haber tirado ese papel con la letra manuscrita de Pablo, como si hubiera desechado una prueba de su existencia.

En ese contexto, empezamos a hablar con papá de la posibilidad de que yo me fuera del país y volviera a Inglaterra.

Fragmento
     
   

Autor

 

Foto:
Ary Kaplan Nakamura
 
                     

Andrés Di Tella es cineasta y escritor. Publicó los libros Cuadernos (2020) y Una película es todo el cine (2025). Dirigió las películas Montoneros, una historia (1995), Macedonio Fernández (1995), Prohibido (1997), La televisión y yo (2002), Fotografías (2007), El país del diablo (2008), Hachazos (2011), ¡Volveremos a las montañas! (2012), Máquina de sueños (2013), El ojo en el cielo (2013), 327 cuadernos (2015), Ficción privada (2019), Diarios (2022) y Mixtape La Pampa (2023). Su obra también incluye instalaciones, performances y piezas de videoarte. Como curador, participó de la fundación del BAFICI y del Princeton Documentary Festival. Fue distinguido con la Beca Guggenheim.

 


   

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