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Niño enterrado
Edgardo Cozarinsky
91 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2016
ISBN: 978-987-1768-31-8

       
       
           
           
           
 

“¿Quién, de los niños que yacen en la tumba de una carne adulta, de una voz madura, pudo alguna vez volver atrás? ¿Quién pudo? ¿Quién?”
Anna Maria Ortese
 
“Decide vivir los años de vida que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer. De ese niño solo espera que le devuelva una mirada que descubra el mundo, aunque solo fuera el mundo estrecho y mezquino en que creció.”
Edgardo Cozarinsky

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Fragmento

Rastros

Una noche, hará un par de años, soñó que estaba en Entre
Ríos. Su padre había nacido en Entre Ríos. Él nunca estuvo
allí. Nació en Buenos Aires, vivió muchos años en París, demasiados tal vez, viajó bastante por el mundo, pero nunca
había estado en Entre Ríos.

No cree, como algunos, que los sueños sean premonitorios
pero a la mañana siguiente se despertó con un proyecto de film: ir a Entre Ríos, a buscar huellas de la infancia de su padre. De su infancia: a los dieciocho años se había ido del
campo y se hizo marino. Nunca volvió.

¿Qué sabía él de esa infancia? Poco o nada. Su padre era hijo de lo que Gerchunoff bautizó "gauchos judíos". Once
hermanos, más uno del que iba a enterarse que también era
hijo de su abuelo, nacido fuera del matrimonio pero criado
con toda la familia. Ese hijo se había quedado en el campo; los demás, con una sola excepción, se habían dispersado entre
Buenos Aires y Mendoza: profesionales, empresarios, casadas
las mujeres con hombres de ciudad.

Su padre murió cuando él tenía veinte años y padecía
una adolescencia demorada. Hablaba poco con él, aun menos
con su madre, vivía refugiado en la lectura y el cine, en
un mundo imaginario que le prometía cosas distintas de la
vida cotidiana, irremediablemente gris, de una familia porteña
de clase media.

Las preguntas que entonces no le interesaba hacerle son las únicas que hoy le interesan. La primera: ¿cómo fue que ese hijo de gauchos judíos, nacido en Villa Clara, Villaguay,
Entre Ríos, decidiera aventurarse a ingresar en las fuerzas
armadas, en la Marina de guerra?

Una cosa le resulta evidente: fue posible porque ocurrió
en 1919. A partir de 1930, del golpe de Uriburu, no cree
que lo hubiesen aceptado.

¿Sabía su padre, al ingresar, que no iba a poder ascender
más allá de capitán de navío? Regla no escrita, gentlemen's
agreement, un judío no podía llegar a ningún nivel del almirantazgo. Sobre todo: ¿le importaba?

Corolario: ¿qué significaba para él ser judío? No era religioso ni le importaba la tradición. Como a su madre. A él
lo criaron lejos de toda observancia. Cree que las únicas
raíces que el padre hubiese reconocido, aunque nunca hablara
de ellas, estaban en Entre Ríos; entre sus libros encontró un ejemplar muy gastado de Entre Ríos, mi país de Gerchunoff. Cuando sintió que el fin se acercaba le pidió: "Por favor, ni estrella ni cruz, no vayan a creer que me convertí y eso no es elegante". ¿De dónde le venía esa noción de elegancia moral?

Cuántas cosas para las que no tiene respuesta.

     

Autor

 

 

 

 

 

(Foto: Verónica Chen.)

 

 


 

   

Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939). Escritor y cineasta. Entre sus libros: La novia de Odessa, El rufián moldavo, Lejos de dónde, En ausencia de guerra. Entre sus films: Puntos suspensivos, La Guerre d’un seul homme, Le Violon de Rothschild, Carta a un padre.

 
 

Reseñas

 

Perfil
(Daniel Link)

Otra Parte Semanal
(Matías Raia)

La Nación Ideas
(Edgardo Scott)

Radar Libros
(Claudio Zeiger)

La Nación
(Pedro Rey)

Bazar Americano
(Juan Ariel Gómez)

 

Entrevistas

Revista Ñ
(Jorgelina Núñez)

La Nación
(Pablo Gianera)

La voz del interior
(Gustavo Pablós)

Eterna Cadencia Blog
(Patricio Zunini)

La Gaceta de Salta
(Verónica Boix)


[Perfil]

La gran Cozarinsky

Por Daniel Link

Llamamos “la gran Cozarinsky” a una pirueta mundana que nos enseñó el gran maestre Edgardo Cozarinsky: desaparecer de pronto y sin avisar a nadie de una fiesta o una reunión. La última vez que la ejecutó fue en su propio cumpleaños. De pronto los invitados quedamos mirándonos a los ojos sin saber qué otra cosa nos unía más que el homenajeado ausente (por cierto, la condición de posibilidad de esta pirueta extrema es no festejar ni libros ni años en la propia casa).

Si me detengo en el comentario admirativo de este comportamiento es porque sospecho que es la condición de posibilidad de la extraordinaria productividad de Cozarinsky: al mismo tiempo que la novela Dark (Tusquets), nos regaló Niño enterrado, una colección de escrituras perdidas que no podría ser más “cozarinskiana” (Entropía).

Dark comienza con un ataque de pánico y la “solapada censura a la que ha cedido su vida cotidiana”. Cumpliendo con una promesa que a nadie más que a él puede importarle tanto, la escritura de ese incipit es de una fastuosidad desconocida, de una soltura sintáctica envidiable y un atrevimiento juvenil que nos llena de algarabía: si Edgardo puede entregarse a una prosa tan deslumbrante, ¿por qué no nosotros, por qué no? (no me refiero a la inconmensurable diferencia de talentos que favorece a Cozarinsky, porque eso ya es sabido, sino al carácter aventurero de dejarse llevar por el ritmo enloquecido de un corazón en pánico).

Lo que viene después es una historia anclada en la nostalgia de algo que tal vez nunca existió: un fumadero de opio en la Isla Maciel. La persecución de esa pista lleva al protagonista de Dark (que, justo es decirlo, no es tan “dark” como el autor ha anunciado), un adolescente en la década del 50, a relacionarse con un oscuro personaje que lo dobla en edad, lo triplica en experiencias bajomundanas y lo pasea por una Buenos Aires combustionada ya por una amor que aprende a balbucear su nombre en el contexto de una ideología todavía homófoba y misógina, un amor que tiñe toda la historia y arrastra a los personajes hacia un límite que no quieren o no pueden franquear y que sólo alcanza a expresarse en un grito único y liminar (“¡Te quiero, pendejo!”) pronunciado después de la catástrofe que el narrador recuerda entre “añicos y residuos del pasado”, “en una de sus últimas noches de vida” (pero esta última declaración tal vez sea sólo el efecto del ataque de pánico de las primeras páginas). Dark hace de la inminencia su lógica temporal, y se la lee de acuerdo con ese régimen entre apocalíptico y mesiánico: lo que vendrá (y que nunca llega).

Niño enterrado es una colección de fragmentos narrados en tercera persona: la mayoría de ellos son estampas de memoria sin incurrir en el tono sombrío del memorialismo, otros son pequeños ensayos sobre películas o libros. Cada tanto, los fragmentos están interrumpidos por citas sembradas como pistas de un método singular e inalcanzable. “Yo soy un novelista que vive de escarbar la basura” de Germán Marín o “la literatura nacional tiene la forma de un complot” de Ricardo Piglia no alcanzan a entregar una imagen clara del método cozarinskiano, que debe tal vez más a la figura de los niños perdidos (“El odia al niño que fue” es la frase inaugural del libro) o a la de la máquina que inventa recuerdos que no tiene (Blade Runner).

A horcajadas entre el testimonio, el ensayo y la ficción, Niño enterrado nos devuelve el mejor Cozarinsky, el que está en todas partes y en ninguna.
¿Cómo lo hace? Tal vez su enseñanza en el registro mundano pueda trasladarse también al registro de los signos: ni rechazar un círculo ni habitarlo para siempre, sino con la intermitencia propia de las estrellas fugaces. Estar yéndose parece ser el truco de Cozarinsky: a otra ciudad, a otro soporte (el cine), a otra fiesta, a otra biblioteca y a otros recovecos de la memoria.
Es la mejor manera de estar siempre en un umbral, y en ese umbral de transformación y de fuga encuentra Cozarinsky su potencia y su capacidad para transformar su tiempo perdido (escribo estas palabras con toda su energía proustiana) en la mejor literatura.


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[Otra Parte Semanal]

Réquiem

Por Matías Raia

Como imágenes del color del tiempo, rastros del pasado entre los caminos del presente, la lectura de Niño enterrado trae nostalgia de acontecimientos, vidas y experiencias ajenas. Cozarinsky elige la distancia de un narrador omnisciente para recuperar instantes propios y sus breves textos reconstruyen una vida atravesada por la Historia, un sujeto minúsculo arrastrado por decisiones, pasiones y lecturas.

Más allá del tono autobiográfico, Niño enterrado puede leerse como un réquiem, un ruego por el alma de los muertos, de sus muertos (el padre en “Rastros”, la madre en “Cenizas”). Entre sus páginas, recorremos el cementerio de la memoria, observamos los edificios como haunted houses, nos cruzamos los fantasmas del pasado entre las ruinas del presente. Así, en “Miserereplatz”, los jirones del extinto Teatro Marconi se dejan entrever en el paseo del cronista por el Banco Galicia ubicado frente a la Plaza Once. En la escritura de Cozarinsky se percibe un tono de nostalgia y contemplación ante las almas perdidas de las personas, pero también de los lugares y los objetos.

Tal como en Vudú urbano (1985), El pase del testigo (2000) y Blues (2010), los detalles mínimos —una lectura recuperada, una imagen olvidada, una cita adecuada— le permiten al narrador trazar lecturas o poner en evidencia lo que hay detrás de un acontecimiento, de una persona, de un lugar. En este sentido, también vuelven las ya reconocidas herramientas de Cozarinsky: la cita, la erudición, la anécdota, la nostalgia. A lo largo de Niño enterrado, el tono pasa de lo autobiográfico a lo ensayístico; en este punto se nota una costura entre textos escritos en la nebulosa de la memoria y sus caminos (más sentimentales, más nostálgicos), y otros escritos de ocasión, preparados para diarios o publicaciones periódicas (más racionales, más urgentes).

A diferencia de otra línea dentro de la obra de Cozarinsky compuesta por sus novelas y cuentos —La novia de Odessa (2001), El rufián moldavo (2004), Lejos de dónde (2009), hasta su último libro, Dark (2016), entre otros—, Niño enterrado recoge textos que cuestionan las diferencias genéricas, las tornan imposibles o innecesarias. ¿Son artículos, crónicas, ensayos o relatos de viaje? Nunca sabremos cuánto hay de ficción y cuánto de realidad; cuánto de invención y cuánto de memoria. Se trata de un libro inclasificable, con textos trabajados con mano artesanal, imágenes de un tiempo y un país agotados, recuerdos intransferibles y epígrafes magistrales, escrito con un tono que oscila entre lo kitsch y lo erudito, lo nacional y lo cosmopolita. Textos que se mueven con ligereza entre la digresión, la asociación y el hallazgo indicial, y atraviesan la apariencia de lo real para hacer estallar el sentido, para gozar con la experiencia de las imágenes, los gestos y las series. Niño enterrado es un rezo por las almas de un mundo que todo el tiempo, y en cada lugar, está extinguiéndose: “Porque los muertos siempre vuelven, y las víctimas son los muertos más tenaces”.

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[La Nación Ideas]

Las galerías de la memoria

Por Edgardo Scott

La leyenda dirá que Edgardo Cozarinsky también cenaba con Borges, con Silvina Ocampo y con Bioy hasta que se fue a vivir y a filmar a París en los años setenta, que después dio a conocer un libro único como Vudú urbano, allá por 1985, pero recién en el año 2000, tras sentir en el cuerpo el roce amenazador de los años, comenzó a publicar sus ficciones y ensayos; esos libros que, de algún modo, se habían estado labrando durante toda su vida. Dark y Niño enterrado, salidos casi en simultáneo, rinden cuenta una vez más de una sensibilidad heterodoxa que se mueve con elegancia, ironía y piedad tanto en una oscura y dinámica novela de iniciación (Dark) como en una memoria breve y extraña, a la vez autobiográfica y viajera (Niño enterrado).

En Dark, Cozarinsky retoma y varía con expresiva concisión una de sus insistencias: la educación sentimental, la iniciación urbana de esa juventud de posguerra y posperonismo que crecería a la par de todas las nuevas condiciones que han regido la segunda mitad del siglo XX y, acaso, las ruinas y fantasmas de esta primera mitad del XXI. A esos jóvenes de ayer Cozarinsky siempre parece deberles una crónica más, una elegía más. Y como lo hiciera en "El viaje sentimental" o en La tercera mañana, en Dark hay un muchachito curioso y ávido de experiencias que busca huir de ese familiar mundo burgués venido a menos, aquellos hogares, como se dice en la novela, de "obstinada clase media, tan impermeable a la vocación del hijo como a toda excentricidad de conducta".

Cozarinsky ha confesado en Blues y en otras ocasiones su admiración por Carlos Correas. En Dark parece declarar esa influencia de la manera más concreta e implícita: reescribiéndola. Los dos personajes, la inesperada amistad entre Andrés y Víctor, con su correspondiente asimetría de edad y de clase, reeditan y modulan la misma atracción de "La narración de la Historia", el relato de Correas, y también de la primera parte de Los reportajes de Félix Chaneton. Pero en Dark la atracción tiene una variación clave, un erotismo y un peligro diferente; "Un peligro cuya intensidad estaba alimentada por la ausencia de todo contacto físico con el amigo". Esa ausencia de contacto físico también conjura el misterio de la trama; porque los cuerpos que no se tocan están determinados por la política de la época, es decir, una política represiva y perversa.

Como Edad de hombre, de Michel Leiris, o como las memorias de Elias Canetti o Sándor Márai, pero también con ese registro que el propio Cozarinsky ya exhibió en Palacios plebeyos, Niño enterrado es un conjunto -collage- de relatos autobiográficos narrados, sin embargo, en tercera persona. La distancia justa para que la cámara, a la vez que percibe de cerca, se repliegue y reflexione. Con un lirismo reposado y apenas melancólico, Cozarinsky es un flâneur que recorre Plaza Miserere, el pueblo de sus mayores en Entre Ríos, el Berlín Este de la Guerra Fría, Cannes, París o Londres con ese radar exquisito para captar en la vida las epifanías que después "buscan imponer alguna forma a ese desorden de pérdidas y desastres que llaman experiencia".

Niño enterrado es el contrapunto, el mellizo sentimental y más justo, treinta años más tarde, de Vudú urbano. Como aquél, también está escrito a partir de citas y postales dispersas que la memoria entrega o inventa. Así como en Vudú urbano "el exilio del que se habla y que habla es el del hijo", en Niño enterrado están las cartas y apuntes del regreso, de la vuelta a casa. El viajero abre su valija y recupera los regalos, souvenirs y recuerdos. Cozarinsky sabe retratar en apenas un detalle, un plano o un gesto ese tipo de invariables, amargas o felices, que desnudan o resumen el espíritu de un hombre o incluso el espíritu de su tiempo.

Experto en la miscelánea y el entrevero, cine y literatura, ficción y no ficción, Niño enterrado y Dark son dos nuevos paseos de Cozarinsky por las galerías de su memoria, hecha de historia y literatura, de un autor que supo escribir que los cuentos no se inventan, se heredan.

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[Radar Libros]

Blanco nocturno

Por Claudio Zeiger

Los que aman, odian. Así sentenciaron hace años, con ese pegoteo filoso apenas separado por la coma, Bioy y Silvina Ocampo, sin aclararnos si al revés las cosas funcionaban parecido o diferente. ¿Los que odian, aman? No es que la respuesta sea ni perentoria ni decisiva pero viene muy a cuento cuando uno se topa con la primera frase del primer texto de Niño enterrado. “Él odia al niño que fue”. Es evidente que no hay, no habría lugar aquí, para el amor. No es creíble que, en el fondo, “él” amara al niño que fue, ni al adolescente/ joven que fue y que empezará a tallar su novela de iniciación en el libro contiguo, Dark. Y sin embargo, en algún momento crucial de esta novela resonará un grito desgarrado, de furia y rabia (“¡Te quiero, pendejo!”) y quien al final del recorrido declara ese afecto, ese amor a los gritos, bien podría ser el doble, o uno de los dobles que rondan por estos libros como fantasmas inquietos del pasado. Quizás no estemos tan lejos de una reconciliación entre el niño que fue y los adultos que le siguieron aunque de lo único que estemos seguros es que los que aman, odian.

Dark y Niño enterrado son dos libros que acaban de aparecer casi en simultáneo, muy diferentes pero anudados por ese texto primero, “Elegía”, que después de confesar su odio, continúa diciendo: “Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vista, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y sólo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite. Si pudiera”.

La palabra “apostilla” define, si se quiere, el género de Niño enterrado. El armado del libro recuerda al de Vudú urbano, aquella rara avis irrepetible sin dudas pero que ha dejado ecos, en la obra de otros autores y en la del propio Cozarinsky. “Los textos no tienen el tono de los de Vudú urbano, es algo irrepetible treinta años después. Pero desde el principio quise jugar con el diálogo de lo leído y lo que escribo. Niño enterrado es un armado, una ‘conversación’ diría, entre algunos textos inéditos y otros publicados pero reescritos para esta ocasión, textos entre los cuales me pareció reconocer una unidad, como la imagen refractada en sus distintas facetas. Se armó lentamente, con muchas correcciones, textos desechados, otros incluidos tardíamente y mucha, mucha reescritura”, señala Cozarinsky.

El punto de partida es una trama de recuerdos e historias familiares en el juego de la ficción con la autoficción autobiográfica. Aclaramos el sentido de esta aseveración: juego no como pasatiempo sino como forma y elección narrativa en la que el lector debería descartar la intención o compulsión de separar los tantos. Así, “Rastros”, “Cenizas” o “Ciudades” no necesitan de la legitimación de uno u otro borde de ficción o de la “verdad” sino que precisamente deben ser entendidos y disfrutados en el exacto momento del cruce. Si no, los textos sufrirían una pérdida o un efecto de aplanamiento. Sí se puede señalar que precisamente son apostillas: de la ficción a la no ficción, del recuerdo a la memoria, del presente al pasado.

Ahora bien, al margen de estas consideraciones y de la relativa autonomía de los textos, hay en “Elegía” el esbozo de un programa que tiñe de algo irremediable a todo el libro. Ahí anida diluido, enmascarado y enigmático, el “programa” de la novela, de Dark: “Decide vivir los años que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer”.

La conjetura es que Dark viene a poner en situación algunos enunciados de esa elegía, aunque aceptando las consideraciones que hace Cozarinsky al respecto. “No hubo paralelismo en la redacción de los dos libros. Dark lo escribí muy rápido, casi febrilmente y después lo dejé un año guardado antes de reescribir, no mucho, algunas partes. Así como me hartan etiquetas como autoficción o autobiografía aplicadas a la ficción de mis novelas, creo inevitable que se trabaje con la experiencia, proyectando no solo los hechos sino también los deseos y los miedos. En Dark, Víctor tiene rasgos del que yo fui, así como Andrés los tiene del que soy. Ninguno de los dos me refleja como un espejo”.

Hora, entonces, de sumergirnos en las aventuras de Dark.

Víctor fue el adolescente que es el escritor que hace memoria. Pero resulta que en su súbita conversión de narrador memorioso en personaje, de paso el personaje se crea a sí mismo. Víctor no es su nombre sino una suerte de nombre de guerra que el muchacho se vuelca encima para salir a conocer el mundo con la intención de romper su opaca existencia de clase media hacia fines de los años cincuenta. Toda una definición de época: los sesenta aun no han explotado. La vida es apacible, gris, previsible. Una noche, llevado por un impulso, enfila al Unión Bar de Independencia y Balcarce. Lo dejan entrar, en contra de sus previsiones. Como si lo hubieran estado esperando. Como el tango te espera, según reza la creencia popular. Y ahí se le acerca Andrés, un hombre que acaso tampoco esté diciendo su nombre verdadero, un hombre que viene del pasado, del tango y de la noche pero que también ejerce con entusiasmo la vitalidad del presente. “El desconocido se presentó como Andrés. Impulsado por un afán de ficción, él mintió. Dijo que se llamaba Víctor.”

Ese impulso de ficción ya no cesa. Seducción equívoca, búsqueda de sí mismo a través del otro, pendejo que se siente halagado porque un adulto lo trata de igual a igual, Víctor decide aprovechar el puente que le tiende Andrés cuando después de esa noche en la tanguería lo va a buscar a la salida del Colegio Nacional, donde Víctor estudia. Y cuando le pregunta a dónde le gustaría que lo lleve uno de esos días, Víctor no duda: “le gustaría ver una revista, género teatral que sus padres despreciaban”. En ese deslizamiento del Colegio Nacional al Teatro nacional se condensa en forma de tobogán la novela de educación del artista adolescente.

Se desliza hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva y los padres simplemente brillan por su ausencia. Es el mundo no padres, la experiencia de la noche. Puede ser esa rutilante visita al teatro de revistas, una cena en un bodegón o en un restaurante alemán lleno de suspicacias; el paulatino aprendizaje de gestos, de ardides galantes, de trucos pícaros; comprar ropa de hombre y vestirse como un hombre; un viaje al Tigre y hasta un intento de fuga que terminará en forma bastante desastrosa poniendo un paréntesis a la vida aventurera que empezaba a levantar vuelo.

En esos deslizamientos no es que Dark –mundo de lo oscuro, de lo nocturno y de lo semiprohibido– se aparte de lo real sino que se irrealiza, se vuelve genuina ficción sosteniendo una amistad que sería intolerable en el mundo de lo real, es decir, el mundo de los padres. Víctor y Andrés, juntos, narran la educación sentimental del escritor que por lo tanto, ahora sí se entiende, es tan Víctor como Andrés, los dos que comparten secretamente el odio por el niño que no fue. O que se fue.

Los dos, en Dark, son mirados por el otro aunque se nos narre más bien a Andrés según Víctor. Pero en el intento de mirar del otro lado del espejo será inevitable que Andrés también esté mirando a Víctor.

Uno tiende a pensar que a medida que pasan las épocas la sociedad “avanza” en liberalidad. En este sentido, el vínculo entre Andrés y Víctor podía llegar a ser más perturbador en su época, los años cincuenta, que ahora. Y sin embargo tengo la visión inversa: hoy es más perturbadora, casi inconcebible.

–Creo que la sexualidad negada de Andrés, e intuida sin saber nombrarla por Víctor, es algo que hoy no podría manifestarse del mismo modo. Hoy todo está en la superficie, todo ha sido nombrado, “represión”, “histeriqueo”, etcétera. Pero es el erotismo tácito, que no se realiza en contacto sexual, lo que para mí inocula una dosis fuerte de romanticismo en esa relación anómala.

Creo que uno de los bordes más interesantes de Dark es que mientras plantea la educación sentimental de un futuro escritor, también podría ser la de un muchachito que, algo canalla, va descubriendo en sí mismo su potencial para sobrevivir en la calle.

–Es una suerte que se lo pueda ver de ese modo. Dark tiene un aspecto “retrato del artista adolescente” pero ensuciado ¡o eso espero! por mucha experiencia que no es cultural. Hoy lo bienpensante está en la aceptación de la diversidad. Literalmente, lo más rico en posibilidades de ficción es lo políticamente incorrecto.

Así que no se trata de abstenerse sino de leer lo textual como tal, como ficción de la experiencia de vida (esa vida que es calle, arte y literatura) y no como el escándalo de una verdad que –justo es decirlo– tampoco se esquiva en la novela. Lo no concretado entre los personajes no significa que no se insinúe o sea objeto de una oscura (valga la redundancia) reflexión sobre una forma de erotismo.

Muchos años después, el escritor volverá sobre los pasos de lo reprimido en la memoria y tratará de superar la desconfianza que le merecen los psicólogos, psiquiatras o analistas que no hayan leído a San Agustín, Dostoievski y otros grandes estilistas de la angustia y, tras superar los síntomas de un incipiente ataque de pánico, remontará la impuesta censura y abordará los residuos de ese pasado que le pertenece y lo desdobla en el chico que fue y el adulto que se perdió en la noche oscura. Los dos, protagonistas.

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[La Nación]

El pasado es un país extranjero

Por Pedro Rey

"El pasado es un país extranjero", se lee en la primera línea de una de las mejores novelas de las que se tenga noticia: The Go-Between, de L. P. Hartley (que algunos también recordarán por su versión fílmica, El mensajero, que dirigió Joseph Losey). Pocas cosas resultan más agotadoras, más improductivas que la nostalgia y la frase de Hartley es la mejor defensa para combatir acusaciones de melancolía: conviene ver el pasado como una geografía, un territorio en el que, de vez en cuando, recordamos haber residido.

Resulta inevitable la frase después de leer los dos libros que Edgardo Cozarisnky acaba de publicar en perfecta simultaneidad: Dark, una breve novela que transcurre en la Buenos Aires de los años cincuenta, y Niño enterrado, serie de viñetas o breves relatos con ecos personales. Tal vez porque vivió durante varias décadas en el exterior, en Francia, antes de rondar una vez más por su ciudad natal, el pasado alcanza en las páginas de Cozarinsky una categoría singular: más que la memoria parece predominar el asombro, como si la brecha de tantos años afuera convirtiera el pretérito en un lugar.

Dark -a veces los libros tocan esas fibras- me conduce a otras épocas por simple coincidencia. El protagonista adolescente es alumno del mismo colegio al que me tocaría ir muchos años después, y aunque eso no cumple ninguna función importante en la trama, sí lo son las zonas, las inmediaciones por las que se mueve. Es posible que existan tantas ciudades en una ciudad como personas que la habitan. Cada cual tiene, imagino, sus comarcas personales, pero todavía me desconciertan los pocos amigos de mi generación que pasaron por lo que, a falta de una denominación mejor, podríamos llamar la experiencia céntrica. El centro sigue todavía ahí. Hay más peatonales, las galerías de Florida tal vez ya no sean lo que fueron, de los cines sólo quedan las placas que los recuerdan, las disquerías casi se extinguieron, la gente transita atada al celular, pero, por lo demás, no cambió hasta el punto de volverse irreconocible. Es un territorio del pasado por la simple razón de que apenas lo frecuento. La extrañeza es que a tantos les resulte desconocido.

El pasado se vuelve literalmente territorio, en cambio, cuando se pasea por sitios que sí sufrieron transformaciones radicales, como es el caso de Puerto Madero. En la década de los ochenta, por las dársenas todavía pululaban barcos de banderas diversas que permanecían meses en su sitio mientras los marineros miraban, cansados, desde la cubierta. Era una zona de andanzas obligada: ahí quedaba el campo de deportes donde se realizaban las clases de gimnasia. A primera hora de la mañana de un día laboral era usual encontrarse con filas de estibadores a la espera de trabajo. Por lo demás, no había casi gente. Los edificios de ladrillo, hoy convertidos en lofts o en oficinas, eran depósitos abandonados (no había siquiera uno de los altos edificios omnipresentes en la actualidad) y cruzar los puentes podía resultar una odisea: eran móviles. El paso de una simple barcaza se traducía, inevitablemente, en media falta por el retraso. Es, de mis países extranjeros del pasado, uno de los más curiosos.

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[Bazar americano]

Opulencias del recuerdo

Por Juan Ariel Gómez

Con algo de súbita extrañeza llegué a este libro, como cuando en verano unx camina en la playa, sorteando gente y sombrillas, y encuentra –casi tropieza con él– algún niño enterrado al que solo le queda un espacio sin arena alrededor para el rostro. Ante esa imagen como título –Niño enterrado, sin artículo como el de una pintura, o el de una fotografía en un marco– opera, como en una miniatura, el productivo encuentro de lo máximo en lo mínimo. Hay algo de esfinge, de cosa estatuaria, inmóvil y la vez viviente, en ese juego de enterrar niños en la playa; la simple abundancia de la arena húmeda rodeando un cuerpo que simula inercia pareciera replicarse en la engañosa brevedad de este texto de Cozarinsky, que encierra una profundidad que es el mismo tejido de ese relato: la corporización escritural de fragmentos que buscan enterrar la niñez cubriéndola de escritura.

Por eso es que importa tanto esa concentrada concisión como un indicio para el intento de desarmar, sacar a la niñez de su inapelabilidad como relato. El propio inicio, que lleva por título «Elegía», acarrea la potencia del subjuntivo como modo verbal en análogo vínculo con ese deseo de escribir algo de todo eso otro que no fue pero es, o quiere ser, en la escritura:

Él odia al niño que fue.

Decide vivir los años de vida que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer. De ese niño espera que le devuelva una mirada que descubra el mundo, aunque solo fuera el mundo estrecho y mezquino en que creció.

Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vida, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y solo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite.

Si pudiera. 

En esa muerte elegida, en ese entierro de la niñez, como dije antes, por la escritura, son los fragmentos –como forma que corta la linealidad que se supone comienza con la infancia y gradualmente lleva en la teleología de la vida a la madurez– los que sostienen ese otro modo de explorar los destellos de la tachadura de lo pasado como originador de un presente ineludible por su propia impronta anterior.

Un desvío que se me hace propicio aquí es el mismo comienzo de un texto homenaje a Roland Barthes escrito por Cozarinksy en 1980. Esa memoria comienza con un epígrafe de Sade, Fourier, Loyola, donde Barthes proponía «el robo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos según fórmulas irreconciliables, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada» como «única reacción posible» a la ideología burguesa y que Cozarinsky llama en ese texto una «epifanía personal». Como en Borges, como en Benjamin, Cozarinksy lee en Barthes al «escritor ‘en’ ladrón que maquilla una mercadería robada» (109), así como él mismo lo hace en Niño enterrado. Una cita, por ejemplo, de la novelista italiana Anna Maria Ortese sigue inmediatamente la «elegía» inicial: «¿Quién, de los niños que yacen en la tumba de una carne adulta, de una voz madura, pudo alguna vez volver atrás? ¿Quién pudo? ¿Quién?» (11). «Tumba de una carne adulta, de una voz madura» decía Ortese, la escritura es el mecanismo por el que la madurez ha decidido desarmar esa condición

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[Revista Ñ]

Aventuras de un cachorro de escritor invitado a vivir en los márgenes

Por Jorgelina Núñez

Pregunta primero, Cozarinsky. Antes de encenderse el grabador, el autor de Dark –la novela que acaba de publicar Tusquets y que presentará en estos días–, toma el lugar del entrevistador y, directo, se anticipa: “¿Por dónde le entraste al libro?” Esta actitud curiosa es apenas una muestra del inquieto espíritu Cozarinsky. A los 77 años, el cineasta, dramaturgo y escritor no para. A fines del año pasado publicó en la Universidad Diego Portales de Chile, Disparos en la oscuridad, un conjunto de crónicas de sesgo ensayístico que se suman a Dark y a Niño enterrado(Entropía), “un brevísimo opus íntimo, ajeno a todo género literario o posible catalogación, que va y viene de lo autobiográfico al ensayo”, según dice sobre el volumen distribuido esta semana.

En los dos años que siguieron al estreno de su película Carta a un padre (2013), Cozarinsky se ha dedicado como un amante devoto a la escritura, alternando Buenos Aires con viajes a París, donde vivió por muchos años. De su ciudad natal, registra con ojo agudo los cambios (veáse en Niño enterrado su texto “Miserereplatz”, sobre la Plaza Once), pero también recupera para la memoria personajes y escenarios de una Buenos Aires perdida, la de los piringundines del Bajo, los fumaderos de opio y una serie de antros de mala fama que recrea en Dark.

En uno de esos cafetines, a fines de los años 50, un desconocido sonriente le pregunta a un adolescente curioso por encontrar temas que le permitan convertirse en escritor: “¿Te gusta el tango, pibe?”. A partir de ese momento, el hombre que dice llamarse Andrés, y el adolescente que dice llamarse Víctor, entablan una relación que el lector sabrá calificar. El adulto invita, propone, ofrece. El joven acepta, saca partido.

–Andrés se comporta como una especie de Virgilio, que conduce a Víctor hacia zonas cada vez más sórdidas…

–En algún momento del libro se lo llama “improvisado mentor literario” porque lleva al adolescente que desea ser escritor a asomarse a ambientes y conductas impropias de su edad y su familia. Sin embargo, Víctor reconoce al final de su aventura que él había “abusado” del adulto, más de lo que éste podía haber “abusado” de él.

–La novela plantea una mirada distinta sobre la adolescencia.

–La adolescencia no es una época de inocencia sino de cálculo espontáneo. Busca qué puede aprovechar, qué le conviene.

–Tanto Andrés como Víctor están dominados por deseos que, sin embargo, no son recíprocos.

–Hay un erotismo que no se manifiesta abiertamente y se mantiene en el nivel del coqueteo. El deseo de Andrés está tan prohibido por él mismo que de alguna manera se ve obligado a actuar la homofobia: le marca a Víctor cómo debe ser un “machito”, lo lleva con prostitutas. Que Víctor perciba, sin entenderlo del todo, el deseo de Andrés, y le saque partido, lo hace menos transparente que el adulto, cuyos lazos con el submundo y cierta idea de la “mala vida”, son bastante imaginables. 

–¿El interés por ese mundo está motivado sólo por la necesidad tener material sobre el cual escribir?

–Es un deseo de lo prohibido. Víctor se escuda en la necesidad de tener historias sobre las cuales escribir para inmiscuirse en ese ambiente. A mitad de los años 50, a mí también me fascinaba ese mundo. Recuerdo que todavía quedaban en el Bajo algunos bares de marineros y prostitutas. Allí acudía una fauna interesante, muy novelesca. De uno de esos bares, una vez me echaron: me acerqué a la barra y le pedí una Coca Cola a una mujer muy maquillada. Me miró y con una sonrisa maternal, me dijo: “Volvé dentro de cinco años, pibe”.

–¿Cuánto de autobiográfico tiene la novela?

–Nada de ella pasó en la realidad. La trama es absolutamente inventada pero los personajes están construidos con retazos de gente conocida. Incluso yo mismo soy un poco como Andrés. Me gusta rodearme de gente joven y tengo cierta tendencia a alardear para mostrarme como un personaje. Soy una especie de Tío Patilludo, no por cuestiones de dinero –que nunca tuve– sino por una suerte de prodigalidad simbólica con las relaciones.

En ese mismo momento tiene lugar una escena que ilustra lo anterior. Se acerca a saludar uno de los encargados del bar Los galgos, donde hacemos la entrevista, punto oficial de encuentro establecido por el escritor y este le alcanza un par de ejemplares de su libro, prolijamente dedicados a los dueños del lugar, al tiempo que le promete un tercero para él. 

–¿Qué le es más útil al escritor: la memoria o el recuerdo?

–Es difícil decirlo porque uno inventa todo el tiempo. Yo prefiero decir que tengo memoria y no recuerdo. Porque el recuerdo es un recorte que de tan repetido se cristaliza. A menudo me han preguntado: “¿tenés algún recuerdo de Silvina Ocampo?”. En ese sentido el recuerdo se vuelve algo anecdótico, fijo. La memoria, en cambio, es fluctuante, y borra tanto como lo que guarda. El pasado es inagotable, una “reserva ecológica” para el escritor. Yo no sé qué podría novelar a partir del presente. En cambio, la memoria que zigzaguea entre olvido y mentira es infalible para orientarte en la ficción. Todos los días recupero cosas y situaciones que aparecen de mi pasado como si surgieran de debajo del agua. Uno cree que la imaginación dicta, sin embargo, lo que hace es traer a la superficie aquello que ha sido relegado. Y de ahí proviene la ficción.

–¿Y cómo la metaboliza la escritura?

–Ese es otro tema: gran parte de la invención propia de la ficción surge en el momento de la escritura. Muchísimas veces me siento a escribir sin tener en claro qué voy a contar o cómo hacerlo. Suelo arrancar con algo muy sencillo, chiquito, una semilla, pero en el momento de escribirlo se despliega como esas flores japonesas que se abren cuando uno las pone en el agua. Ese es el poder del lenguaje: una palabra llama a otra y así salen a la superficie cosas que el escritor no sospecha.

–Como en el psicoanálisis.

–¡Ja! Yo acaso sea el único judío argentino de clase media no psicoanalizado.

–¿Por algún motivo?

–¡Por miedo! Los analistas dirían que por temor a lo que pudiese descubrir. En mi recuerdo, el psicoanálisis funcionaba como entrada en el mundo de la cultura para unos primos míos muy básicos cuyos padres tenían más dinero que mi familia. Yo preferí la literatura.

–¿Por qué?

–Porque me permitía un horizonte más amplio de posibilidades para explorar sin necesidad de resolverlas. Yo creo que tanto en el catolicismo como en el psicoanálisis, lo que se confiesa, se purga, se evacúa. Lo que se suelta ya no está más. A mí me atrae, en cambio, lo que queda como un humus, una tierra oscura pero fértil, llena de impurezas pero también de riqueza. Y eso es lo que nutre la escritura y lo que ésta hace salir a la superficie. Pero admito que la mía es una posición muy primitiva.

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[La Nación]

"Detesto la nostalgia. No quisiera haber vivido en otro tiempo que el que me tocó"

Por Pablo Gianera

Durante mucho tiempo, Edgardo Cozarinsky citaba en el bar Santé de Azcuénaga y Peña. Era más que su oficina: era también una especie de casilla de correos, cantina, conserjería, recepción y trastienda. Cuando invitaba al estreno de alguna de sus películas, por ejemplo Apuntes para una biografía imaginaria, las entradas se retiraban invariablemente allí, en el mismo lugar en el que más tarde se bebía con él una botella de champagne. Pero después pasó lo que pasa siempre. La ciudad, como sabía Baudelaire, cambia más rápido que el corazón de un mortal. Santé cambió de dueño, dejó de ser lo que era y Cozarinsky se mudó a Los Galgos, en Callao y Lavalle. Se siente un poco en familia. "Como todo solitario, me creo segundos hogares. Durante años tuve Santé, en la esquina de casa, hasta que el amigo Pablo Osan debió abandonarlo. Aquí en Los Galgos, rescatado de una larga decadencia a fin del año pasado, me encontré con que lo dirige Julián Díaz, amigo del 878 de la calle Thames, y con Nicolás Abate que era sommelier de Santé. Familias de elección".

Si Cozarinsky gesticula, por debajo de la manga izquierda de la camisa despunta en la muñeca una figura rojo intenso, casi punzó. Podría parecer una herida o la marca dejada por algún procedimiento médico. Pero es algo muy distinto: un ensö, ese círculo zen, por lo general incompleto, que también se repite frecuentemente como motivo en la caligrafía japonesa, y que Cozarinsky decidió tatuarse en el interior de la muñeca. No le gusta mostrarlo ni hablar de eso. Probablemente haya influido en él y en su actual interés por el budismo (aun cuando zen y budismo no se confundan) el viaje que hizo hace poco más de un año al templo camboyano de Angkor Wat. Como sea, de eso no habla.

De lo que sí habla es de sus nuevos libros. Son dos, Dark (Tusquets) y Niño enterrado (Entropía); el primero tiene apariencia de ficción, una ficción acaso engañosa en la que un adolescente transita varios ritos de iniciación por cortesía de un hombre mayor de vida incierta, más bien turbia y algo marginal; el segundo se presenta como una serie de ensayos de entonación autobiográfica.

Pero en la poética de Cozarinsky no existen tabiques fijos. Juega siempre con aquello entredicho, entreoído, con los sobreentendidos, los rumores de verosimilitud, con las sospechas del lector. Ambos libros tiene también algo más en común: la mirada lejana, del hombre ya mayor, sobre la vida pasada, incluso la propia vida que fue y que vuelve sólo en el recuerdo. ¿Qué deudas impagas quedan con el adolescente y el niño enterrado? "No quiero mezclar estos dos libros -se ataja Cozarinsky-. No creo arrastrar deudas impagas. La ficción en Dark es la red donde se mezcla lo actuado, lo temido y lo deseado por dos personajes sin nada en común más allá de una relación ambigua. EnNiño enterrado volví al diálogo de textos breves y citas de lectura de Vudú urbano, un vaivén en que lo personal, ausente de la anécdota en la novela, aquí se refleja en los rastros de mis lecturas. La lectura, que siempre es parte de lo vivido."

-Si bien no existe cosa peor que recordar el tiempo feliz en la desgracia, hay un desapego en tus recuerdos, como si fueran de otro, como si se narraran, y así sucede, en tercera persona. ¿Por qué?

-Creo que hablás de Niño enterrado. Con la tercera persona quise poner distancia con lo recordado, crear una ilusión de objetividad para exorcizar lo que pudiera ser demasiado subjetivo. Sería la inversión del "yo es otro" de Rimbaud, que es lo que ocurre cuando un escritor usa la primera persona. Aquí "el otro es yo".

-¿Es Dark tu Bildungsroman? Te aclaro que no quiero decir con eso que sea necesariamente la novela de tu formación, sino tu incursión en el género de la novela de formación.

-Ajá. Dark como Bildungsroman de un escritor... El lector siempre descubre algo que el autor no supo ver. No es mi anécdota, pero pienso que en el sentimiento muchos escritores nos reconoceremos. Aunque no lo pensé como Bildungsroman, se me ocurre que leído como tal sería una novela de formación tan irónica como emotiva: a medida que avanza la narración, con los desvíos y cambios de perspectiva que le concerté, se me ocurre que el escritor viejo recupera, elabora y tal vez mienta sobre lo que fue su formación.

-Podría pensarse que, dejando aparte las amistades, la compañía del solitario son las evocaciones. Por otro lado, o por el mismo, esas evocaciones parece ser la matriz de la ficción, en un juego de lo velado y lo entrevisto. ¿Funciona así?

-La ficción, por lo menos la que a mí me interesa, trabaja con posibles, no con certezas. ¿Qué ocurrió entre San Martín y Bolívar en Guayaquil? Las interpretaciones políticas o psicológicas no agotan el misterio. La persona anónima registrada en un noticiero viejo, que mira el paso del ejército alemán cuando entra en París ¿está allí por simpatía? ¿Por simple curiosidad? ¿O iba a cruzar la avenida y el desfile no se lo permitió? Conozco muy parcialmente a los personajes de mis cuentos y novelas. Me limito a proponer algún motivo para su conducta, respetando la zona de oscuridad que les es propia. Son una materia palpitante, y es mejor no manosearla.

-Hay en tus textos, y uso la palabra "textos" para desentenderme un poco de los géneros, nostalgia por lo tiempos idos. Personajes y escenas de lo que podría haber sido, o que fue y no volverá a ser. Sin embargo, vos no nos especialmente nostálgico. ¿Qué es el pasado? ¿O el pasado directamente no existe?

-Detesto la nostalgia. No quisiera haber vivido en otro tiempo que el que me tocó. Cito de memoria a Borges: "Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir". En lo que escribo, puede haber fascinación por un tiempo perdido, espero que no haya nostalgia. Lo dije a menudo: el pasado es para mí una reserva ecológica de materiales de ficción donde me gusta internarme. En un recorte de diario puedo encontrar la punta de un hilo que me permitirá armar una trama. Y el pasado se deja novelar, el presente no me lo permite.

-El tópico es que la infancia es uno de nuestros paraísos perdidos. ¿Qué queda para la adolescencia?

-¿La infancia como paraíso perdido? Por favor, eso es una invención de la insatisfacción adulta. La adolescencia tampoco me parece un paraíso, campo de batalla de inseguridades y vagos deseos de independencia, de avanzar tanteando en la oscuridad. Ocurre que con los años, al mirar hacia atrás, muchos confunden ignorancia con inocencia, y tienden a fantasear con "el camino no tomado", que por no tomado parece haber prometido una vida más interesante que la del adulto nostalgioso...

-Hay algo que, si no me equivoco, aparece frecuentemente en tus ficciones, películas y ensayos: las relaciones entre centro y margen, el submundo, ¿no?, entre lo alto y lo bajo. ¿Qué te interesa de cada uno de ellos y, por otro lado, crees que uno necesita del otro para completarse?

-Es más bien la interacción lo que me interesa, más que algo propio del centro y de los márgenes, de lo alto y de lo bajo... Por otro lado hace un siglo que se han convertido en categorías fluctuantes, a menudo permutables. En la Argentina ese diálogo ha sido constante hasta que el populismo inventó la etiqueta nac& pop, que por suerte quedó relegada a una cadena de fastfood. Las letras de tango acudieron con frecuencia a tópicos de la poesía latina, como el ubi sunt: "¿Dónde están los muchachos aquellos?" entre cientos de citas posibles. Y la más alta pintura figurativa argentina, de Sívori a Berni, no se dedicó a retratar salones. Como en muchos aspectos de la vida, no sólo de la literatura, es el diálogo lo que me interesa, la conversación permanente que cruza, no sé si derriba, fronteras.

-Una curiosidad personal. Margarita Fernández me mostró una vez una foto de una gira con el Grupo de Acción Instrumental, en el filo entre los 60 y los 70. Además de ella, están allí Jorge Zulueta, Jacobo Romano y vos. ¿Cómo recordás ahora esa época? Pienso también en Alberto Fischerman y en el film La pieza de Franz.

-Recuerdo poco la época, sólo los individuos. Tengo una admiración inmensa por Margarita Fernández. Algún día quisiera filmarla ante el piano, tocando el Intermezzo op. 117 nº 3 de Brahms. En cuanto a Alberto Fischerman, él me empujó a hacer cine y gracias a él me embarqué en lo que resultó "..." (Puntos supensivos).

-¿Y la amistad? No conozco a nadie que tenga tantos amigos y tan distintos entre sí como vos. ¿Es azar?

-Tal vez se deba a que me interesa la gente. No pretendo encontrar mi reflejo en los demás, más bien lo contrario. Mis lazos de amistad más fuertes son con personas en quienes reconozco una elección de conducta, un gusto, aun una manía, que no son banales. Y con quienes puedo compartir cierto sentido del humor. Extiendo a ellos algo que dije sobre mis personajes: en los amigos me atrae la reserva que guarda el individuo, cierto misterio que intuyo en su conducta. Sólo puedo entrever ese aspecto y prefiero no conocerlo.

-Me pregunto cómo es la amistad cuando se vive en dos orillas. ¿Qué extrañás de Buenos Aires cuando estás en París, y qué de París en Buenos Aires?

-Nada. De cada ciudad me gusta lo que no tiene la otra, de modo que nunca extraño. No busco el supermercado cultural parisino en Buenos Aires ni la calidez de la amistad porteña en París. Durante los casi doce años en que no viví en Buenos Aires, me fabriqué una ciudad portátil, como un pulmotor. Desde que volví a instalarme aquí, y a menudo visito París, ya no lo necesito.

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[La voz del interior]

El pasado permite novelar con mayor libertad

Por Gustavo Pablós

El narrador y cineasta Edgardo Cozarinsky continúa ampliando y enriqueciendo su horizonte literario. Ahora acaba de publicar dos libros: la novela Dark, sobre un escritor que vuelve sobre su adolescencia en la década de 1950, y el volumen de ensayos y relatos breves Niño enterrado.

Edgardo Cozarinsky continúa sorprendiendo a su lectores y seguidores, en parte por su capacidad para girar en una nueva dirección pero sin abandonar sus motivos y núcleos recurrentes. Ahora lo hace con dos nuevos libros que quizás no tengan demasiado en común, más allá de la fecha de publicación: la novela Dark (Tusquets) y los ensayos y relatos breves agrupados en Niño enterrado (Entropía), donde es posible encontrar algunos ecos de su ya lejano primer volumen de ficción: Vudú urbano.

En Dark, un escritor vuelve sobre su adolescencia en la década de 1950, se detiene en una experiencia extraña y que en su momento le inyectó algo de suspenso a su vida convencional, la de un hijo de familia de clase media del barrio de Colegiales y estudiante del Nacional Buenos Aires. Una noche, en un café concert, conoce a Andrés, un hombre mayor, y así comienza una amistad marcada por la vocación de su nuevo amigo de guiarlo por un mundo aún desconocido.

Para Víctor se trata de una oportunidad para poner el cuerpo y vivir esas experiencias que hasta el momento solo ha encontrado en los libros: sumergirse en la noche es entrar en la dimensión de la aventura –el pasaje de un mundo diurno, transparente y previsible a otro nocturno, sombrío y peligroso–, y quizás volver con materiales que le permitirán escribir ficción. Andrés no es demasiado preciso acerca de su pasado y de su vida, y recién con el paso del tiempo, y por el encuentro con otros personajes, Víctor podrá armar con algunos retazos un cuadro aproximado de la identidad y la historia de su amigo.

“¿Hasta dónde conozco a mis personajes? En la medida en que los entiendo diré: Víctor quiere ser escritor y al mismo tiempo aventurarse en la llamada ‘mala vida’ –reflexiona Cozarinsky sobre los motivos que mueven a ambos personajes–. ¿Hasta que punto uno justifica lo otro, o es una mera excusa? Andrés vive una sexualidad reprimida y esa represión se expresa por la violencia ante quienes se atreven a asumirla. Supongo que ante Víctor se quiere padre o mentor para distanciar su propio deseo”.

–¿Hay en Víctor o en Andrés algo de vos mismo?
–Me fastidia la pulsión por encontrar elementos autobiográficos en la ficción, en reconocer personajes “reales” bajo los ficticios. Me parece que abarata la lectura, la convierte en chisme. Como la imaginación del escritor se alimenta de lo vivido, que incluye lo leído, lo deseado, lo temido, es inevitable que incorpore algo de su experiencia, pero nunca lo hace literalmente, como un reflejo. Flaubert dijo, memorablemente, en el juicio por inmoralidad contra su novela: “Madame Bovary soy yo”. Yo, modestamente, si me fuerzan, lo imitaría con los personajes de la mía.

–Gran parte de tus ficciones están situadas o vuelven al pasado. ¿Es una distancia que necesitás para poder narrar o tratar algo como materia de ficción?
–El pasado permite novelar con una libertad que el presente, por lo menos a mí, no me la permite. El hoy y aquí se me agota en el periodismo. Además, me gusta el pasado como material porque nunca se podrá saber con exactitud los motivos de quienes en él actuaron.

Reelaborar la experiencia
En los textos de Niño enterrado la escritura surge de lo leído y de la experiencia, y se sitúa a mitad de camino de la crónica y el ensayo, de la ficción y la autoficción. A partir de lo recordado o de citas que funcionan como marco y también como disparador, el narrador vuelve sobre algunas experiencias vividas, pero con el matiz y el toque singular que permiten la distancia y la escritura.

“Este libro, como en su época Vudú urbano, se fue formando solo, conversación entre lo leído y lo pensado, entre recuerdo propio y observación de la sociedad en que me toca vivir –comenta Cozarinsky–. Propósito previo no hubo, solo en el trabajo sobre los textos fue surgiendo una coherencia, flexible, provisoria”.

Y también advierte que “nada está en crudo”, sino que todo “ha sido reelaborado”. “Lo que puedo decir es que si recuerdo algo y me tienta recrearlo es porque alguna importancia habrá tenido para mí”, confiesa.

Desfilan así relatos sobre su padre, un hijo de gauchos judíos que desde su Entre Ríos natal decidió sumarse a la Marina de guerra (“quién sabe si con alivio o entusiasmado con la promesa de ver mundo, algo de ese mundo que le habían prometido las pocas novelas que encontró entre sus libros”); sobre la ceremonia de esparcir las cenizas de su madre en dos lugares distintos; el contraste entre la Buenos Aires de la década de 1950 y la actual; además de reflexiones en torno a episodios vividos en Montevideo y en ciudades europeas: Londres, Dresde, Copenhague, Cannes, París, Berlín, San Petersburgo.

Un aspecto que llama la atención en estos relatos es el uso de la tercera persona, al que el autor califica como un “gesto de distanciación”. “Permite leer con cierta objetividad lo que podía parecer demasiado personal”, concluye.


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[Eterna Cadencia Blog]

Literatura y (mala) vida

Por Patricio Zunini


“A lo mejor deseé tener un guía que me hubiera conducido por ambientes desconocidos y peligrosos”, dirá, en un momento de la entrevista, Edgardo Cozarinsky, en referencia a Dark, la nouvelle que acaba de salir por Tusquets, y que cuenta la relación oscura entre un adolescente, Víctor, con ansias de vivir experiencias que le permitan escribir, y un hombre bastante enigmático y turbio, Andrés, dispuesto a dárselas. Literatura y vida, memoria y creación: los temas de Dark se repiten con variaciones en Niños enterrado, el otro libro de Cozarinsky que salió este mes y que fue publicado por Entropía.

No es la primera vez que se da esta casualidad de publicaciones simultáneas. “Cuando retomé la escritura en el filo del milenio”, dice el escritor, “La Novia de Odessa salió por Emecé y El pase del testigo por Sudamericana”. Aquella vez, pese a la desconfianza inicial de ambas editoriales, resultó que se potenciaron bien, porque el libro de crónicas fue una suerte de complemento del libro de ficción y el libro de ficción invitaba a descubrir qué podía contar la crónica.

Niño enterrado está compuesto por memorias personales, brevísimos ensayos literarios, crónicas urbanas. Difícil de catalogar, cuando Entropía saca un libro de estas características, lo ubica en la colección Apostillas. “Dark”, sigue Cozarinsky, “es una novela breve —hay gente que no la ve tan oscura, aunque para mí es bastante dark— y los textos de Niño enterrado exigen un tipo de lectura diferente. La mayoría de la gente que ha leído Dark me ha dicho que la leyó de un golpe, mientras que Niño enterrado pide una lectura un poco más puntual.”

—Hay una serie de temas que atraviesan Dark. Uno es literatura y vida; incluso el personaje intenta comprender lo que le sucede a partir de los libros. ¿Cómo se da esa relación en vos?

—No sabría decírtelo. No es que me escabulla, es que la ficción en general está implícita en alguien de mi edad que se formó leyendo lo que yo leí. Hay mucha gente a la que Madame Bovary o la Tatiana de Eugenio Oneguin les ha cambiado la conducta. No creo que lo yo leí, Conrad, Stevenson, James, me hayan modificado para nada, pero sí me han alertado sobre ambigüedades en la vida. La conducta que me resultaba incomprensible y me dejaba atónito en mis padres o en la gente que tenía más cerca, la pude empezar a entender a través de personajes de ficción. Empecé a percibir que nada era unívoco, que nada tenía una explicación, una respuesta, que la conducta de la gente suele obedecer a motivos no solo diferentes sino contradictorios en un mismo momento. Eso creo que fue a través de la literatura. Un poquito del cine, también, pero sobre todo de la literatura.

—¿La literatura o la ficción? Porque en Dark también hay una relación entre memoria y ficción.

—La memoria alimenta la ficción. No la memoria individual, sino la memoria del pasado. Lo he dicho en varias ocasiones, lamento repetirme pero es la única respuesta que tengo. Un recorte de un diario viejo puede ser tan disparador de ficción como un recuerdo personal. A veces más. Cuando escribí Lejos de dónde usé muchos muchos recortes de diarios del 47, 48, etc.

—Hay una referencia en Dark a una técnica japonesa para pegar un jarrón roto con un hilo de oro, como una manera de resaltar la falla con algo más bello o más caro que el propio jarrón. Yo creo que ahí hay una clave para entender el vínculo entre literatura, vida, memoria y ficción, del que venimos hablando.

—No conocía el kintsugi, pero cuando lo descubrí me quedé muy impresionado. No sé si alguna vez te ocurrió: a veces uno encuentra algo que no sabía que existía pero que corresponde a algo que ya estaba en uno. Cuando lo descubrí pensé que era algo como para mí, porque uno remienda, zurce —cualquier palabra de costura que se te ocurra— experiencias con algo que a veces es más interesante de lo que había antes. El kintsugi tiene que ver algo con la estética japonesa, a veces algo se aprecia más cuando no completo, cuando no está perfecto, con el error como parte de la marca. Tengo tatuado el círculo zen en la muñeca izquierda, un ensö. Es un círculo que, abierto así, queda abierto a lo incompleto, a la vida. Yo creo que la ficción... Mucha gente me pregunta, lo que me molesta mucho, si lo que cuento es autobiográfico. Y siempre digo que si las cosas se me ocurren es porque algo mío debe haber. En Dark, nada de lo que le pasa a Víctor me pasó a mí, pero el miedo y el deseo de estar ahí, las ganas de meterme en una mala vida, de tener experiencias, sí.

—¿Dark tiene un aire a tu película "Ronda nocturna"?

—En ambos casos es la exploración de la noche, que es el mundo que siempre me interesó. Tengo la sensación de que hay gente del día y gente de la noche, y que hay una hora que es especie de bisagra —esto creo que ya lo había metido en Vudú urbano, pero no importa: uno siempre se repite con modificaciones—, donde la gente del día terminó y se va a dormir o a la casa, come, ve un poco de televisión, y sale la gente de la noche, fresquita, lista. Esa hora de transición la percibí de muy joven. Muy chico me dije que tal vez no quería ser de la noche pero sí mirar la noche. En la adolescencia, apenas pude salir solo me largué a cualquier cosa que tuviera un hálito de mala vida. Volviendo a cuando me dicen cuánto hay de vivido: para mí todo es vivido, lo leído es vivido. He vivido lo temido y lo deseado. Pienso que a lo mejor deseé tener un guía como Andrés, con quien hubiera una relación ambigua pero que no comprometiera a nada físico, que me hubiera conducido como un guía por ambientes desconocidos y peligrosos. Andrés es un mentor literario de Víctor, porque le dice “Vas a escribir sobre gente que no hubieras conocido”. Hay una cosa entre irónica y paternal, porque en el fondo, Andres es bastante paternal.

—¿Por qué Niño enterrado, que es una crónica que te tiene como protagonista, está en tercera persona?

—Algunos de los textos tenían una versión previa en primera persona, eran más cortos y los reescribí para darle unidad al libro. No me interesaba la primera persona; me gustaba invertir la idea de Rimbaud: en lugar de “Yo soy otro”, “El otro es yo”. Al mismo tiempo, mientras pasaba todo a la tercera persona reescribí, agregué, conté más. Yo me dejo llevar por las palabras. Nunca pienso una historia como una idea para desarrollar, más bien tengo una semilla. En el caso de Lejos de dónde, por ejemplo, pensé qué pasaría si una alemana, una cómplice estúpida que trabajaba en un campo de concentración, robaba los documentos de una judía gaseada para escaparse cuando se acerca el ejército rojo. Ahí empecé a dar vueltas y vino, como siempre, el tema de los hijos que repiten la historia de los padres, como también me pasó en El rufián moldavo. La segunda parte de Lejos de dónde es la historia del hijo nacido en la Argentina que ha heredado la falsa identidad de la madre y, sin querer, repite la historia de exilios. Las falsas identidades son la base de la historia de todas mis ficciones.

—Bueno, “Cozarinsky”, explicás en Niño enterrado, viene de un error tipográfico que cambia la s por una z.

—Exacto. Y fijate que en Dark digo “el hombre que dijo llamarse Andrés”, el chico le dice a Andrés que se llamaba Víctor. En La tercera mañana había un chico que se llamaba Víctor, que se parece al de Dark, que cuando va a trabajar a París de portero en un hotel se hace llamar, creo, Pablo. Es algo que tiene que ver con la idea de reinventarse en cada situación de la vida. No necesariamente en la huida, si no en la llegada: llegar a una identidad que uno desea o que le parece más interesante que la vida cotidiana.

—Buenos Aires es muy importante en tus libros. Y en Niño enterrado, la relación que se da es la de un flanêur raro, que siempre está mediado por la literatura. En ese libro no solo en Buenos Aires, además. Te perdés en la ciudad, pero te perdés con los libros.

—Una persona que ha leído mucho en su juventud, para quien la literatura ha sido compañía, refugio, cuando viaja inevitablemente encuentra huellas. Al mismo tiempo, uno no está sordo a la vida cotidiana, pero es una vida cotidiana, de alguna manera, iluminada por las lecturas. Soy un flanêur que menos busca que reconoce, y que reconoce cosas a través de lo que almacenó.

—Niño enterrado tiene un juego de citas que la emparenta al procedimiento de Vudú urbano. ¿Cómo pensás la relación de cita y texto?

—A lo mejor, lo que uno escribe deriva no sólo de lo que piensa, siente o vivió, sino también de lo que leyó. Es la vieja idea de Malraux sobre que el arte no es espontáneo, el arte deriva del arte. Hay una voluntad de crear o, mejor, de dar forma a algo que deriva de algo que uno ha visto. Pienso que en la literatura nadie se larga a escribir sin más. No sé hasta qué punto una experiencia muy fuerte puede hacer escribir a alguien si antes no había leído.

—En el final de Niño enterrado citás a Oneguin: «Te escribo una carta, una vez dicho esto ¿qué otra cosa queda por decir?». ¿Se debe entender al libro como una carta? ¿Y si fuera el caso: a quién va dirigida?

La última pregunta queda sin respuesta. Cozarinsky se ríe, guarda silencio, hace el gesto de cerrarse la boca con un candado.

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[La Gaceta de Salta]

"Lo temido y lo deseado son parte de lo vivido"

Por Verónica Boix

Si se cruza la lectura de sus últimos dos libros (Dark y Niño enterrado), la memoria y la literatura se funden y hacen real la frase de Faulkner: “El pasado no ha muerto. Ni siquiera ha pasado”. Cozarinsky dirá en la entrevista: “Es algo que me habita. Supongo que como vivo con ese sentimiento, es inevitable que pase a lo que escribo”

Una vez más el azar confabula. Es habitual en la poética de Edgardo Cozarinsky que la narración esté atravesada por reflexiones; lo extraordinario es que Dark, su último libro de ficción -una nouvelle publicada por Tusquets que muestra la relación de Víctor con un hombre turbio y enigmático-, abra la posibilidad de descubrir qué más puede estar contando Niño enterrado, una serie de crónicas y ensayos claramente autobiográficos que salió al mismo tiempo publicada por Entropía. 

- En Dark, Víctor piensa que ese amigo nuevo “sería el primer personaje conocido fuera de los libros al que podría prestarle rasgos de ficción” ¿Buscabas mostrar que lo autobiográfico no es lo que invade la ficción, sino al revés?

- Lo autobiográfico no existe en mis cuentos y novelas. Apenas alguna anécdota del servicio militar en Maniobras nocturnas, pero es un detalle dentro de la trama. Ocurre que a menudo elaboro recuerdos y sentimientos para armar la narración, y hay quienes creen que hago autobiografía. Los desengaño: nada de lo narrado ocurrió. Pero lo temido y lo deseado son parte de lo vivido, aunque no se hayan verificado en los hechos.


- En ambos libros aparece el cruces entre literatura y experiencia, marginalidad y erudición ¿Qué te interesaba explorar de esos mundos? 

- Me parece que hace más de un siglo, no sé si desde las difuntas vanguardias del siglo XX, todas esas categorías, centro y margen, cultura alta y baja, se volvieron permutables. Me interesa violar las fronteras impuestas. Lo dije en más de una ocasión, me atrae lo nacional y lo popular, pero detesto la etiqueta populista nac & pop, que no permite escuchar el diálogo entre Borges y Discépolo. 


- El kintsugi, el arte japonés para pegar objetos rotos con oro, aparece en Dark ¿Cómo juega esa técnica en tu escritura?

- No sé. Juega en mi vida de todos los días, así que algo puede o debe pasar a la escritura, pero es una de las tantas cosas que prefiero no indagar. A lo sumo te diría que en el armazón de Niño enterrado hubo un remendar, sanar si querés una palabra más “digna”, muchas grietas por medio de la prosa, del lenguaje.


- El presente entra en la nouvelle a través de la mirada del escritor en que se convirtió el protagonista ¿Esa es una forma de desdoblar la trama y mostrar los hilos que la enlazan?

- Puede ser. No me interesó hacer una narración lineal de hechos sino cuestionar el recuerdo, la interpretación de esos hechos recordados, quién sabe cuán corregidos por la memoria... Y armar ese cuestionamiento como un puzzle de puntos de vista, el del escritor viejo y el del adolescente que alguna vez fue, con deslizamientos donde la tercera persona nunca es la misma.


- Es curioso, a pesar de que los textos de Niño enterrado hablan de tu experiencia, también elegís la tercera persona para narrarlos.

- En Niño enterrado sentí el deseo de hacer objetivo lo que puede haber de demasiado subjetivo en la experiencia personal. Así como el escritor que escribe “yo” está creando un personaje autónomo, poco importa si incursiona en lo confidencial, al escribir “él” busqué inventarme un doble.


- Buenos Aires es central en los dos libros. A través de los lugares hablás de la sociedad, la historia, tus lecturas. Se diría que seguiste las pistas de tu memoria en el trazado de tu Buenos Aires personal.

- “Mi Buenos Aires privado”, para parafrasear el título de una película de los 90, lo he inventado en estos 20 últimos años. Ninguno de los lugares donde viví de adulto me promete semillas de ficción. En cambio, el sur de mi primerísima infancia, apenas recordado, lo he estado explorando desde que volví a instalarme en la ciudad donde nací, y me lo he apropiado como territorio de ficción; lo mismo ocurre con Paseo Colón y Alem, desde el Parque Lezama hasta Retiro. Están en algunos cuentos, sobre todo en novelas como Lejos de dónde, Maniobras nocturnas y Dinero para fantasmas. Y por supuesto en Dark.


- En uno de los ensayos aparece que la intuición mayor de Joyce fue “ver al adolescente como el material con que el artista debe dar forma a su propio ser de creador” ¿Vos aplicas esa idea a tu obra?

- Hay algo inevitable en el escritor que se quiso escritor desde temprano, aunque no haya publicado hasta muy tarde, como es mi caso, que esté realizando no solo aquel deseo sino que también que busque (permitime que me cite) “imponer alguna forma a ese desorden de pérdidas y desastres que llaman experiencia”.


- “Una vez dicho esto ¿Qué otra cosa queda por decir?”, la frase final de Niño enterrado, intriga y sugiere que hay un mensaje cifrado ¿Por qué elegiste ese final?

- Como bien viste, hay un mensaje cifrado. Y como está cifrado, solo lo entenderá la persona a la que va dirigido. Para el resto de los lectores, me interesa proponer que existe algo sensual en el hecho de eludir lo virtual, de escribir con la mano en una hoja que esa mano toca y será tocada por quien la recibe.
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