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En el estanque
(Diario de un nadador)
Al Alvarez
288 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2018
ISBN: 978-987-1768-49-3

       
       
             
           
           
 

Al Alvarez es poeta, crítico literario y autor de una decena de ensayos, pero también ex atleta, fanático del póquer, escalador y adicto a la adrenalina en todas sus manifestaciones. A sus sesenta y tres años, sin embargo, y con un tobillo ya sin cartílago luego de décadas de uso intensivo, se ve obligado a abandonar el montañismo, muy a su pesar. Pero descubre, casi con sorpresa, que la vejez no implica llevar necesariamente “una existencia póstuma”, y retoma una actividad que lo ha acompañado desde la infancia: la natación en los estanques de Hampstead Heath, imprevistos oasis agrestes en medio de Londres, donde se zambulle varias veces por semana, sea primavera, otoño o el más inclemente invierno.

El resultado de esas visitas es En el estanque, un diario que comienza como el detallado inventario de la relación entre el poeta y la naturaleza –el cambio que traen las estaciones, las modulaciones del follaje, el vuelo de los pájaros–, pero que se va transformando progresivamente en una crónica sobre el trance de envejecer: un relato íntimo, divertido, impiadoso y al mismo tiempo conmovedor sobre los achaques físicos, los impedimentos del cuerpo y las dificultades de la vida cotidiana. Contra esto, Alvarez se refugia en las palabras, la buena compañía y la natación en las aguas ambarinas y vigorizantes del estanque. Ese sitio que le recuerda que sigue “plenamente vivo”. Una evidencia que no necesitarán quienes se asomen a este libro para conocer –o redescubrir– a un autor vital y cautivante.

 

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Fragmentos

Martes 7 de enero, 1,5ºC

Los del pronóstico dijeron que hoy iba a ser el día más frío del invierno, y puede que esta vez hayan acertado: una capa fina de nieve sobre las calles, los vidrios del auto cubiertos de hielo, cielo oscuro, viento cortante. Cuando llegué al estanque nevaba otra vez –no muy fuerte, pero sí lo suficiente como para no quedarse de más–. El agua estaba bastante fría; al salir había un poco de hielo en el primer peldaño de la escalera, y el muelle estaba espolvoreado de nieve. Me vestí lo más rápido que pude; tenía los dedos tan congelados que le tuve que pedir a uno de los guardavidas que me atara los cordones. Me encantan estas heladas de invierno: se llevan los dolores corporales y la bruma mental, y están a tono con lo invernal de mi edad. O, mejor dicho, me hacen sentir joven otra vez: a la intemperie y casi en buen estado. Llevé a lavar el auto, me comí un sándwich de panceta en el bodegón y volví a casa sintiéndome excelente. Después se disiparon las nubes y salió el sol. Los árboles sin hojas que hay frente a mi ventana se sacuden con el viento.

 

Jueves 4 de noviembre, 11,5ºC

Un misterio. El día está oscuro y lluvioso, las gaviotas de siempre vuelan bajo o se posan en las barandas y los trampolines; también hay un par de cormoranes melancólicos sobre las boyas. Salgo en diagonal hacia la izquierda, nadando rápido, y cuando emerjo en la otra punta para girar, ahí mismo, a unos veinte metros, sobre la boya que hay pasando la soga, está la garza: brillante, nítida, como iluminada por un reflector –gris y plateada, con una franja negra bajo el pecho y el pico de un amarillo intenso–. Me mira. Cuando vuelvo al muelle ya no está, y no hay ni rastros de ella en sus dominios habituales, las orillas más remotas del estanque. Una aparición que se desvanece sin dejar huella –ahora la ves, ahora no la ves–, como si me estuviera diciendo algo que no consigo entender.

 

Viernes 7 de marzo, 3,5ºC

Otra de esas mañanas tempestuosas de marzo que desde la ventana de una habitación tibia parecen espléndidas pero que te congelan ni bien ponés un pie en la calle. Es por el viento helado: hace que las nubes y las sombras corran carreras, lanza a los cuervos de acá para allá como si fueran piedritas y convierte la superficie del estanque en una retícula deslumbrante de olas. Aunque el agua sigue en tres grados y medio, cada día parece más tibia, y siento que debería nadar un poco más: tal vez en diagonal, y no en línea recta hasta la soga y de ahí directo al muelle. Elijo, en cambio, demorarme un rato en la vuelta: estudio cómo se van hinchando muy despacio las puntas de las ramas en los árboles que asoman sobre el estanque. Hacia la hora de almorzar ya no había sol, llovía y los árboles pelados frente a la ventana de mi estudio se sacudían como posesos.

 

Sábado 10 de mayo, 14ºC

Cuando me estaba subiendo al auto para ir al estanque pasaron David Storey (el escritor) y su señora. Es un tipo alto, corpulento; fue jugador profesional de rugby antes de entrar en Bellas Artes, y después cambió la pintura por la literatura. A pesar del rugby es afable y tiene una voz muy delicada. Me gusta mucho su humor melancólico. De hecho me cae muy bien, y creo que yo a él también. Últimamente nos vemos sólo al pasar, en la calle, aunque vive cerca (acá a la vuelta, sobre Gardnor Road). Pero para nuestra amistad distante ese dato es demasiado invasivo, y no lo mencionamos nunca, no sea cosa que alguno se sienta forzado a invitar al otro. Todo muy inglés. Hoy charlamos un segundo, más que nada sobre las humillaciones de la vejez –el tema de siempre–. Y lo cierto es que por primera vez lo vi como a un viejo. No por la panza y las canas –que tiene hace años y sobrelleva muy bien con esa contextura tan robusta–, sino por cierto temblor difuso que lo rodeaba, una vibración en el aire, un halo tenue de vacilación –no mental: física–, como si no estuviera completamente en foco. Es lo que sucede “cuando empiezan a separarse cuerpo y alma”, que es supongo lo que me está pasando a mí. Así que manejé hasta el estacionamiento, llegué rengueando al estanque y nadé casi hasta la soga –emprendí la vuelta unos diez metros antes–, como para demostrarme que todavía más o menos sigo en carrera.

     

Autor

 

 

 

   

Al Alvarez (Londres, 1929-2019) fue poeta, narrador, crítico y ensayista –además de escalador y aficionado al póquer–. Estudió en Oundle y en Oxford, y antes de dedicarse de lleno a la escritura dio clases en Inglaterra y los Estados Unidos. Como crítico, colaboró con medios como The New Yorker, The Observer y The New York Review of Books. Escribió varios estudios literarios y una decena de títulos de no ficción sobre temas tan dispares como el suicidio, el divorcio, la noche, el montañismo y el póquer. En el estanque (Diario de un nadador), publicado en inglés en 2013, es su último libro.

 
 

Reseñas

Otra parte
(Juan F. Comperatore)

Revista Ñ
(Matías Serra Bradford)

Radar Libros
(Mercedes Halfon)

La tempestad
(Federico Romani)

Perfil
(Fabián Casas)

La Nación
(Elvio Gandolfo)

Pulso noticias
(Juan L. Delaygue)

Redacción
(Mauro Libertella)

La Agenda BA
(Pablo Nardi)

La Agenda BA
(Quintín)

Boca de sapo
(Felipe Benegas Lynch
)

Entrevistas

The Telegraph
(Christian House)

Granta
(Ted Hodgkinson)

[Otra parte]

Equilibrio sin apoyo

Por Juan F. Comperatore

El que nada es un mediador entre mundos. Pero el mundo es uno solo y se nos da todo de una vez. A su modo, el nadador resuelve la paradoja, o la encarna, porque sabe o cree saber —como en el verso de Alicia Genovese— “qué es el equilibrio / sin apoyo”. Aunque no habría que generalizar, ¿no? Hay ilustres contraejemplos, como la deriva etílica de Neddy Merrill, el nadador de Cheever. Sea como fuere, la natación tonifica músculos, ensancha la respiración y prepara las condiciones para templar la mirada y afinar el oído. Y es a lo que se dedica Al Álvarez, crítico y ensayista de fuste, para “alimentar a la bestia” (como llama a la necesidad de un flujo periódico de adrenalina en el cuerpo) cuando debe abandonar el montañismo a causa de una lesión crónica en el tobillo. 

En el estanque (Diario de un nadador) registra los chapuzones que Álvarez se da en los estanques de Hampstead Heath (“un fragmento de naturaleza salvaje en el corazón de Londres”), en un arco temporal de nueve años (2002-2011): si nos sorprende que el diario comience cuando el autor tiene setenta y tres años, hay que ver la admiración incrédula con que llegamos al final. En el agua, sus achaques y dolores remiten, no como si se retrocediera a un estado prenatal (lugar común asociado a la natación); más bien como si estar en las cosas sin adornarlas, entregada la atención al momento presente, despejara el camino a una vivencia más intensa que el dolor, y encima reparadora. Como si el meollo gravitacional alrededor del que pivota cada uno se disipara con una exhalación y el paisaje se ofreciera en sus posibilidades metafóricas: hay gaviotas agrupadas “como si hubieran organizado una reunión de consorcio” y “pájaros que derrapan como patinadores zarandeados por el viento”; un martín pescador, que vuela raudo a ras del agua, “parece una perdigonada de zafiros”, y un grupo de cormoranes con las alas desplegadas, “una convención de escudos ducales”; una pareja de cotorras pasa “volando como dardos entre las ramas yermas y empapadas”; “la superficie del estanque parece el caldero de una bruja”; a veces el agua, repleta de algas, semeja “un consomé de verduras”, en otras “resplandece como si emanara vapor de luz”; y así.

Pero Álvarez no se engaña. La celebración de la vida incluye, además del ejercicio y la contemplación de un paisaje agreste, la compañía entrañable de su mujer, los amigos, el póker y sus resacas. Tampoco se engaña respecto a su salud, bien sabe que trata de retardar el deterioro. El volumen de entradas se adelgaza semana a semana a la espera de temperaturas gélidas en las que, a falta de nenúfares, lo que flota son témpanos de hielo. Porque el pinchazo del agua helada, además de otorgar un “brillo que te deja el cuerpo rosado, como recién hervido”, es lo único que a estas alturas inyecta un shock adrenalínico y produce el bienestar subsiguiente.

De todos modos, lo que empieza como un registro casi diario, pletórico de vitalidad, de a poco va adquiriendo ribetes beckettianos: “No llegar a ninguna parte es ahora, dicho sea de paso, mi estado permanente”; “No escribo porque no tengo nada para decir ni deseos de decirlo”. En el pasaje de un estado a otro, el diario de natación deviene “crónica sobre el trance de envejecer”. Podemos imaginarnos lo duro que resulta para quien fue vigoroso lidiar con la fragilidad, la fatiga, la frustración, la apatía. Pero aun en el más inclemente invierno, por más que requiera el auxilio de una silla de ruedas, también beckettianamente, Álvarez persiste. La vejez —nos dice— se parece a la administración en tiempos de crisis: un saber hacer con lo que nos dejan. O, como la natación, un equilibrio sin apoyo. 

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[Revista Ñ]

Brazadas de un diarista

Por Matías Serra Bradford

Los agrestes parques de Hampstead Heath, un oasis abstraído en medio de Londres, se jactan de un espacio desmedido y oculto a la vez, puntuado con arboledas encorvadas, de recia melancolía. Al Alvarezempezó a nadar en sus estanques a los 11 años, en las treguas de la Segunda Guerra. En la otra punta de su vida, en 2002, decidió llevar un diario de sus ejercicios matutinos de natación: cinco minutos de brazadas bastan para un renacimiento.

El negocio era redondo: tener que redactar su diario era una forma de obligarse a nadar; ir a nadar era una forma de obligarse a escribir. Mantener en forma el cuerpo y la voz. (Sobre este asunto escribió el espléndido The Writer’s Voice). Una tarea y otra tal vez soltaran, de repente, el secreto de la dinámica de un estilo (en natación, en prosa). Entrenar la resistencia y la percepción: Alvarez fue un crítico feroz pero un poeta suave. Una de las preguntas esenciales de un escritor, y que un diario busca responder y cubrir, es cuánto debe trabajar por día para darse por conforme.

Adicto al montañismo y al póquer, Alvarez siempre prefirió cortejar lo extremo (escribió delicadamente en El dios salvaje sobre el suicidio de su amiga Sylvia Plath). “Nadar solo se vuelve un tema sobre el cual escribir cuando cae la temperatura y se vuelve un desafío”, anota en En el estanque. Mientras cruza el agua en diagonal, lo sobrevuelan garzas, gaviotas, cisnes. Los cormoranes son “tantos que algunos se paran de a dos en una boya, todo un coro trágico anunciando el invierno”. Otro día, ”estiraron sus alas para secarlas. Parecían un conjunto de blasones ducales”.

Su alerta constante por los detalles es lo que mantiene en el diarista un hilo de identidad. Es su modo, de paso, de esquivar la locura (y no sólo para esto nadar es una medida precautoria bastante eficaz). Son ciertas observaciones las que rayan el cristal inmóvil de la rutina, como lo hace un nadador con el espejo de agua, y algo heroico se alza en la monotonía de un diario como este (una manera serena y valerosa de alejar y admitir un fin no lejano).

Un género como el diario íntimo, legítimamente practicado –no pensando de antemano en su publicación–, merece mantener su independencia de la literatura, en cuanto a que el criterio para juzgarlo debiera ser otro. Uno se vuelve impaciente con la prosa o la pereza propias –eso un diario lo escenifica bien– y hay cosas que se anotan en un diario porque se supone que el lugar –ese terreno ganado al mar– tolera una escritura “peor”.

Es raro un diario en que el escritor no se muestre vulnerable. Alvarez emprende esta eventualidad con elocuencia y sutileza, y hay que darle la razón, otra vez, a Frank Kermode, que sobre él dijo: “Tiene un modo de pronunciar la palabra ‘inteligente’ que de inmediato te hace sentir estúpido”. Sin ánimo de devolver favores (no fue práctica habitual en ninguno de los dos), a su vez Alvarez aseguró algo sobre Kermode que resulta inmejorable para definirse a sí mismo: "Está demasiado involucrado con la literatura como para darse aires".

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[Radar Libros]

De cuerpo y mente

Por Mercedes Halfon

“Lo que hago es escribir poesía. Eso es lo que siempre he querido hacer y pienso en mí como poeta. Pero no se puede, por supuesto, vivir de la poesía y he decidido permanecer afuera de la academia a pesar de mis calificaciones para hacerlo. También me las he ingeniado para no ganarme la vida como crítico literario de tiempo completo. Terminé por escribir libros que no se parecen nada entre sí.” Así se definió literariamente Al Alvarez en una entrevista publicada hace unos años, pero que aún funciona perfectamente como una introducción a su escritura. Al Avarez nació en Londres en 1929 y es –como a él le gusta decir– poeta, pero también crítico literario y ensayista. Se graduó como alumno estrella en Oxford, dictó seminarios como profesor invitado en Princeton, pero cuando estaba por cumplir 30 años abandonó todo para dedicarse a escribir. Fue luego editor de poesía y crítico literario de The Observer, donde entre 1956 y 1966 dio a conocer a los lectores británicos a Robert Lowell, Sylvia Plath y John Berryman, entre otros autores norteamericanos que traían nuevas formas, y que también fueron sus amigos. Pero más tarde renunció también a esa columna, recordada como una marca perdurable en el campo poético inglés. 

Sobre fines del año pasado Alvarez hizo una entrada fulgurante a nuestro país, con dos libros traducidos y editados aquí, generando un gran interés por este escritor que hasta el momento permanecía bastante oculto a los ojos locales. El primero de ellos fue La noche, traducido por Marcelo Cohen, un ensayo libre y facetado sobre aquello que ocurre, ocurrió y ocurrirá cuando el sol cae. El segundo, traducido por Juan Nadalini, es En el estanque (diario de un nadador), un diario que escribió entre 2002 y 2011 en el que registró su vida de nadador. Esta crónica fue publicada originalmente en 2013 y es su último libro.

En su producción figuran novelas, poemarios, colecciones de crítica literaria, ensayos extensos de temas tan diversos como el divorcio, el suicidio, la escalada libre y un texto sobre el campeonato mundial de póker de Las Vegas en el que participó, aunque ese año no ganó lo que esperaba (el siguiente sí). Porque Al Alvarez, además de escritor, es un amante de las experiencias extremas, la vida intensa y esto no es un dato de color sino un elemento constitutivo de sus días y su literatura. En cualquier biografía suya se consigna su carácter de ex atleta, fanático del póquer, escalador experto, es decir, de adicto a la adrenalina en todas sus formas. Pero al cumplir los sesenta años su cuerpo maltrecho lo obliga a abandonar el montañismo. Es así como retoma una vieja y nunca del todo abandonada pasión: la natación en espacios naturales a muy baja temperatura. Para ser más precisa: la natación en los estanques de Hampstead Heath, imprevisto espacio agreste en medio de Londres, donde se zambulle varias veces por semana, en cada una de las estaciones del año.

De eso se trata En el estanque. Un diario pormenorizado de esas visitas a Hampstead Heath, sus zambullidas solitarias, acompañado apenas por algunas aves (cisnes, gaviotines, una altiva garza) y la camaradería de guardavidas y otros nadadores, ellos también ex atletas que cultivan este hábito porque el agua helada es lo más parecido a una experiencia extrema que aún pueden permitirse. Pero a la vez que deporte extremo lo que devuelve ese estanque es una experiencia literaria. Pareciera que Alvarez va a zambullirse también en la naturaleza con una agudísima percepción de sus cambios. Las sutiles mudanzas del clima, los mínimos movimientos que anuncian el paso del tiempo: el cambio del color del follaje, unas nubes que se deslizan con rapidez y anuncian la tormenta. Todo eso es anotado con un lenguaje preciso, ningún detalle se le escapa al poeta. Se trata de un diario sobre el tiempo en un sentido amplio. Tanto de lo que éste hace a la naturaleza como de lo que hace a un hombre. Alvarez va inventariando sus achaques diarios, las dificultades de un tobillo inestable, el cuerpo que va perdiendo día a día su potencia. Si bien a veces parece enojado o malhumorado el grado de emoción que le producen esas zambullidas lo dejan en un estado parecido a la iluminación. No hay otro modo de percibir esos cambios tan pequeños. 

Si En el estanque está fundamentalmente anclado en su cuerpo, La noche es un libro sobre el impacto de la noche y la oscuridad en la mente: la percepción y la naturaleza errática de los sueños. Nada podría ser más arbitrario y extensivo que hacer un ensayo sobre un tema, pero Alvarez, en la tradición del ensayo francés a lo Montaigne, toma el viejo miedo a la oscuridad y lo actualiza. En la primera parte, hace un recorrido histórico de la batalla lumínica que dio el hombre para combatir a la oscuridad. Desde las velas de cebo, Edison y la lamparita, hasta el mercado nocturno del siglo XX alrededor de la luz (casinos, cines, discotecas). Alvarez traza un fresco de caracteres diferenciados entre el día y la noche, entre la luz y la oscuridad. La noche estuvo siempre asociada a los placeres mientras que el día lo estuvo al trabajo. Mientras que la noche era un lujo permitido sólo para las clases altas, la franja horaria de luz era el espacio del campesinado y la clase trabajadora. Durante el siglo XIX, en Inglaterra la noche se asoció a la marginalidad (ladrones, violadores, prostitutas) de los bajos fondos londinenses. Durante el siglo XX, los personajes de la noche se convirtieron en los “perdedores”, los desclasados del sistema, que buscan refugio en las luces artificiales de las ciudades modernas. 

Pero Alvarez no se conforma con hacer un libro histórico sobre la noche como En el estanque tampoco es un libro sobre la natación. Revuelve en su historia personal: la noche para él era el mundo adulto, asociado al miedo infantil a los monstruos, la deformidad, y a lo desconocido, a lo que no se puede ver ni entender. La estructura del libro es aleatoria y azarosa, permanentemente muta hacia otras zonas nocturnas. Hay un amplio capítulo dedicado a las neurociencias y al estudio de los sueños. Alvarez escribe desde de su experiencia; cuando redacta este libro tiene cincuenta años y señala que la máxima de sus preocupaciones es tener buenas y largas horas de sueño. La noche se convierte en el descanso, el terreno desconocido de los sueños. De a poco, el libro se convierte en un ensayo sobre la psicología, un paseo elegante por los últimos avatares y experimentos que narra con pulso de cronista de los sueños. 

Ambos libros son excelentes puertas de entrada a este autor original y profundamente vital, que a través de la indagación en su mente y en su cuerpo alumbra con una prosa despojada y bella, zonas nuevas del mundo y la experiencia.

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[La tempestad]

Tratado sobre el paso del tiempo

Por Federico Romani

?A?l Alvarez, qué duda cabe, escribe sobre estados de ánimo. Los terminales, como el suicidio, en su espléndido El dios salvaje (1973), y los alumbradores, como En el estanque (diario de un nadador) (Entropía, 2018), tratado apacible sobre el paso del tiempo. La forma del “diario” (En el estanque se presenta, justamente, como el “diario de un nadador”) es, en todo caso, la excusa para medirse con un calendario que avanza y el modo en que ese movimiento regula la coexistencia entre un cuerpo –el de Alvarez– y el agua de los estanques de Hampstead Heath, donde aquél nada (es decir, entrega su cuerpo a un elemento indescifrable) desde su temprana adolescencia. En el contacto entre la percepción del autor y los ciclos en los que el mundo se mueve o se detiene visto desde el agua, la natación puede ser entendida como una toma de distancia frente a cierto nivel de la vida, una puesta en suspenso del ánimo en el que la inercia de las cosas que quedan en tierra adquiere una significación nueva. En el estanque es, entonces, una reflexión desplazada de lugar y un tratado sobre la constancia humana, ese arte de insistir en un motivo por el puro placer de agitar, levemente, sin que se note demasiado, la existencia propia y la ajena. Pero a la continuidad entre prosa, natación y vida, Alvarez no le pide otra cosa que el placer sensorial, de ahí el recurso al registro minucioso, a la marcación insistente, a la maravillosa expansión de lo mismo en mil matices diferentes, una y otra vez. ¿Por qué la anotación obsesiva de un ritual puede adquirir la consistencia de lo mágico? O mejor: ¿por qué la manía particular ilustra, a veces, mejor el sentido oculto del mundo que cualquiera de esas malas ficciones del “yo” que pretenden tragar la realidad a través del autor? Alvarez, seguramente, no tiene preguntas de este tipo en mente cuando describe con insistencia de naturalista el vuelo o las conductas de las garzas, gaviotas, cisnes y cormoranes que lo acompañan en cada nado. Pero su sensibilidad parece única e intransferible cada vez que lo hace, y es ese don el que transforma su diario en la clase de conexión literaria que, a veces, necesita lo maravilloso oculto en la monotonía para aparecer ante los ojos del lector anestesiado por el ruido y los reflejos del mundo. La intención nunca confesa de cualquier diario publicado en vida –esto es, corregir de maneras más o menos culposas la posteridad del autor– desaparece musicalmente en este ejercicio de sublime rutina literaria, hecho de situaciones inmóviles que permiten, en cada entrada, intuir, cuando no directamente descubrir, lo elemental de “algo” que sólo puede ser capturado con el agua al cuello. Ejercicio náutico de paciencia, entonces, ensayo sobre la capacidad sintáctica de la flotación, En el estanque trae consigo, en cada cifra de los días que registra, una dimensión que nos distancia permanentemente de esa otra que todos conocemos, y en la que resulta cada vez más difícil no ahogarse entre cosas que no tienen ninguna importancia.

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[Perfil]

Al Alvarez y la civilización malla

Por Fabián Casas

Escuchar un recital de Edgardo Cardozo es como meditar. El tipo entra con su guitarra, lo espera una silla, algo de luz sobre él y nada más. Cuando el concierto termina tenés la sensación de que tu mente quedó como el álbum blanco. Algo similar me pasó con uno de mis poetas preferidos, Al Alvarez, de quien el año pasado ya había leído un ensayo sobre la noche –su metafísica, sus lugares oscuros, los sueños, etc.– y ahora acabo de terminar maravillado En el estanque (Diario de un nadador), que acaba de editar Entropía en una extraordinaria tradución de Juan Nadalini. Reparo en la traducción porque Alvarez trabaja un lenguaje privado y coloquial que Nadalini logra transmitir sin hacerse notar.

Es probable que el cuento El nadador, de John Cheever, trate, entre otras cosas, sobre el comienzo de la vejez, el paso del tiempo. Alvarez lo analiza brevemente en una de sus anotaciones que escribe cuando ya está seco y se sacó la malla: “Nadar es un placer, es beberse entera la tarde de verano, es felicidad. Es lógico y natural que un hombre, en cierta medida, se ame a sí mismo. Como también es lógico y natural que haya goteras en el techo, aunque difícilmente sea algo universal. Por eso aquellos que vacían la pileta no son más que una amenaza. Para cuando él llegue, el agua tendrá la profundidad necesaria para zambullirse”.

En el estanque son los apuntes diarios de un hombre mayor que encuentra consuelo en la natación, a medida que describe el lugar donde nada –Hampstead Head, en el corazón de Londres– rodeado de cisnes, gallaretas y patos salvajes. Alvarez fue escalador –así malogró los cartílagos de sus piernas y apenas puede caminar– y jugador de póker. Un adicto a la adrenalina que intentó suicidarse cuando fracasó su primer matrimonio –tiene un ensayo sobre la separación también muy bueno– y que logró torcer el rumbo de su vida. Ahora la adrenalina, nos cuenta en estos diarios, es sumergirse en pleno invierno en el agua helada. La natación lo hace olvidar el peso de la gravedad de la Tierra, los achaques físicos. Describe las mutaciones del paisaje donde nada de la misma forma en que Francis Ponge describía el bosque de pinos donde permaneció oculto durante la guerra: “Estudio cómo se van hinchando muy despacio las puntas de las ramas de los árboles que asoman sobre el estanque”. Pero Ponge estaba en la guerra y Alvarez está en la vejez, que es una masacre: “Envejecer es más fácil que estar enamorado”. “Sospecho que otro indicio de la vejez es la gratitud que sentimos frente a cualquiera que todavía se dé cuenta de que tenemos alguna entidad. Hannah Arendt decía que una de las victorias del totalitarismo había sido despojar a sus víctimas de historia e identidad para pasar a tratarlas como una pura estadística. La juventud, en cierto sentido, es un totalitarismo benigno”.

Cuando Al se cruza con otro nadador, repara: “Hoy charlamos un segundo, más que nada sobre las humillaciones de la vejez –el tema de siempre. Y lo cierto es que es la primera vez que lo vi como a un viejo. No por la panza y las canas –que tiene hace años y sobrelleva muy bien con esa contextura tan robusta–, sino por cierto temblor difuso que lo rodeaba, una vibración en el aire, un halo tenue de vacilación –no mental: física–, como si no estuviera completamente en foco. Es lo que sucede cuando empiezan a separarse cuerpo y alma”. Pocas veces un estudio de la vejez produce un efecto tan liberador para el lector.

Al Alvarez nunca es autoindulgente. Llama a las cosas por su nombre y las enfrenta con humor y alegría aun en días pésimos en los que apenas se puede mover y lo tienen que llevar al estanque en silla de ruedas. Así pasan los compañeros de natación, un sastre, un músico. Los bañeros que miden la temperatura del agua y se preocupan de que no pase demasiado tiempo adentro de ella si hace mucho frío para que no haga “la Gran Rudolph”. ¿Quién fue Rudolph? Un compañero de natación que murió y al que se lo celebró con un asiento conmemorativo en el paseo y chistes y comidas. Ahora “vamos a apoyar nuestras nalgas arriba de él”, dice Terry, uno de los bañeros. Alvarez se ríe. Es más poderoso que Aquamán.

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[La Nación]

Las bondades de nadar en agua helada

Por Elvio Gandolfo

Cuando escribió estas entradas sobre la vejez y la salvación (la natación en agua fría o helada), Al Alvarez (Londres, 1929), autor entre otros ensayos de La noche y El dios salvaje, tenía más de setenta años. Actividades de riesgo como el escalamiento le habían dejado un tobillo a la miseria, que solía vencerse. No se había jubilado todavía: seguía escribiendo para The New York Review of Books y dando conferencias. Entre marzo de 2002 y abril de 2012 anotó, una y otra vez, sus sensaciones sobre las visitas, varias veces por semana, a los estanques de Hampstead Heath, en Londres.

Rodeado de árboles, el lugar quedaba aislado de la ciudad y era visitado además de él por una garza, "melancólicos cormoranes", dos cisnes, gallaretas y toda una fauna alada. Con el cuerpo castigado por el desgaste, le bastaba meterse en el agua, por lo general fría, a veces helada, para que los achaques desaparecieran. Los apuntes se parecen entre sí, pero establecen una pulsación pareja a través de las estaciones. Nadar siempre es el bien con mayúsculas. Varias veces Alvarez se arrepiente de no haber nadado un poco más en la vida.

La gran mayoría de los momentos que se reflejan en el libro transcurren en los estanques. Con la esposa Anne viajan por sí solos o juntos (a Italia), pero volver a Londres, a "su" agua y sus amigos, lo apartan del progresivo deterioro físico. La casa, en cambio, es una trampa, donde el que narra tropieza a menudo. Alvarez -también poeta- apunta además fastidios con el ambiente cultural o los libros que lee. En el estanque (Diario de un nadador) es un diario original, acotado y al mismo tiempo poderoso.

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[Pulso noticias]

Inventar una variante de la lengua

Por Juan L. Delaygue

¿Puede la decadencia del cuerpo agudizar la percepción de la belleza del mundo? Ésta es la pregunta que se le presenta al lector de En el estanque (Entropía, 2018). El autor, Al Alvarez (5 de agosto de 1929), es un poeta, ensayista, periodista y crítico literario inglés que ha dedicado su vida en partes iguales a los libros y a deportes extremos como el montañismo. Llegado a la vejez, con un tobillo comprometido que le impide continuar escalando, se dedica todas las mañanas a la natación en los estanques de Hampstead Heath en Londres como una actividad que le restituye a su cuerpo la vitalidad del pasado: “Empecé a darme cuenta de que la vejez no implicaba -necesariamente- una existencia póstuma: se trataba tan sólo de una vida distinta, y más me valía aprovecharla mientras durara. Sí, puede que el cuerpo se me estuviera cayendo a pedazos, pero en cierto modo nunca me había sentido más vivo, ni el mundo me había parecido un lugar más lindo, más deseable, más conmovedor”. En el estanque es una crónica de esas mañanas de natación, el diario de un poeta empeñado en no dejar de vivir sobre el final de su vida.

Al Alvarez escribe como si se estuviese preparando para despedirse del mundo de un momento a otro. Lo anuncia desde el comienzo: “Por los motivos que fueran, jamás creí en mi propia inmortalidad”. Su prosa tiene la cadencia y el tono de quien se ha reconciliado con la idea de su propia finitud después de toda una vida de emperrarse en habitar con intensidad el mundo. Así, en el estanque donde va a nadar retrata a los distintos personajes que frecuentan ese ecosistema, “ex atletas soñando que todavía ejercen, tratando de lidiar con la vejez pero sin ceder a la queja. Todo es relajado, informal, discreto, triste”. Pero -fundamentalmente- la atención de su prosa está depositada sobre los elementos de la naturaleza: el agua, su temperatura y textura; la floración de las plantas en el pequeño paraíso de los estanques de Londres; los animales que habitan el lugar (peces y aves); el estado del clima y, sobre todo, las derivas del cielo londinense: “La belleza del lugar, la frescura y el silencio son una forma inmejorable de empezar el día. Me restituyen el alma -si es que tengo-”. 

Casi como los esquimales, que -se dice- tienen decenas de palabras para nombrar la nieve, Al Alvarez parece estar queriendo inventar una variante de la lengua para hablar del agua y, a través de su experiencia en ella, poder nombrar con calma aquello que lo conmueve: la naturaleza, la decadencia del cuerpo, la vejez y su aceptación silenciosa, como un largo poema de tono reposado. Sobre todo se trata de esto último: el proceso del envejecimiento y los nuevos modos de lo cotidiano que esto posibilita. Allí emerge como una constante la idea de la ‘humillación’ que el diarista siente por la decadencia del cuerpo: “Lo que me pregunto ahora es cuánto tiempo más lo voy a poder disfrutar antes de que este tobillo insufrible me impida llegar hasta ahí. Así que lo que empezó como un diario sobre natación se está convirtiendo en una crónica sobre el trance de envejecer”. Pero esto también abre nuevas dimensiones de la percepción que redirigen la escritura hacia la belleza del paisaje, haciendo emerger imágenes de una altura lírica que pone la lengua del diario al borde del poema: “Un martín pescador pasa como un rayo cerca de la orilla, a unos treinta centímetros del agua. Parece una perdigonada de zafiros. Una mancha azul, un fogonazo eléctrico que brilla y desaparece en un instante. Un milagro en el medio de Londres”.

Finalmente, merece una mención aparte la excelente traducción de Juan Nadalini: es un hallazgo infrecuente y feliz una traducción a la variedad rioplatense en la que las expresiones no suenan forzadas, y la cadencia cristalina de Al Alvarez calza a la perfección.

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[Redacción]

Escritura y natación

Por Mauro Libertella

Nadar es un sacerdocio. Nadar es una práctica que pide sacrificio, constancia, introspección, silencio y temple. ¿Nadar es como escribir? La afinidad es evidente, aunque la natación es un arte que tiende a diluir el ego (todo se diluye en agua) y la literatura mas bien lo alimenta. Al Alvarez aprendió esto muy temprano, a los 11 años, cuando empezó a nadar en los estanques de un parque de Londres. Con el tiempo, esa práctica solitaria, estoica, se convirtió en el hilo conductor de su vida: todas las mañanas, un chapuzón, aunque afuera el termómetro marcara dos grados. (…)

La escritura de un diario también es eso; algo que se hace todos los días, que nos acompaña, que nos observa, que nos conmina. En ese sentido, el diario de un nadador es casi una tautología, y a ella se consagró Alvarez: nadar un poco, escribir lo nadado. ¿Pero cómo se escribe lo nadado? ¿Se puede escribir sobre algo tan transparente, tan rutinario? Con  un tono zen, En el estanque es un diario de la nada que de tanto en tanto toma vuelo y produce un resplandor. Pero eso no es todo. Habitué durante toda su vida a estos estanques, los diarios que componen este volumen están fechados entre el 2002 y el 2011 asi que se erigen, para decirlo de algun modo, como un crudo testimonio de vejez. Un tipo que se va haciendo viejo mientras mete los pies en el agua helada de un invierno europeo. 

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[La Agenda BA]

Literatura y vida

Por Pablo Nardi

Al Alvarez es de esas personas que antes de llegar a los 30 años hicieron todo lo necesario para ser geniales. Vargas Llosa escribió La ciudad y los perros a los 26, Amy Winehouse y Jimi Hendrix murieron a los 27 y les alcanzó para cambiar la historia de la música. El caso extremo es Rimbaud, que abandonó la literatura a los 19 porque ya lo había dicho todo. Al Alvarez es exactamente lo contrario: a los 28 años era un graduado estrella de Oxford y daba clases en Princeton, pero abandonó la carrera académica para, por fin, dejar de comentar libros ajenos y escribir los propios. Amigo de la poeta Sylvia Plath, el tema del suicidio quedó rondando en su cabeza y tuvo como resultado El dios salvaje, libro de ensayos que relaciona suicidio y literatura.

Es difícil hablar de Al Alvarez y no relacionarlo con la dicotomía vida vs. literatura. De hecho, es probable que no pueda hacerse otra cosa. Después de años de ejercer la crítica, una vez Alvarez estaba a punto de viajar y no tenía nada para leer. Agarró de casualidad La casa desolada, de Dickens, y sintió algo inédito: placer. Esto es la literatura, pensó, tantos años haciendo estudios críticos y olvidándome de lo esencial. En cierto sentido, descubrió que la literatura podía, y tenía que, pasar por el filtro del cuerpo. Por otro lado, dos de sus grandes pasiones son la escalada de montaña y el póker. Alvarez debe ser el único poeta publicado que jugó en el Campeonato Mundial de Póker.

Una vez, escalando, Alvarez se arruinó un tobillo y desde entonces todo fue en un declive lento pero seguro. Ya no podía escalar ni hacer grandes esfuerzos, el cuerpo no respondía. A los 73 años, lo único que lo revitalizaba era nadar en un estanque público de Londres. Así nació En el estanque, libro que recopila en forma de diario sus experiencias natatorias. Uno como lector se pregunta cómo es posible sostener 278 páginas hablando de las brazadas de cada día, la temperatura del agua, las charlas ocasionales con otros nadadores.

Encontré el libro en el sector Ensayos de una librería: me pregunté si habría sido un error o qué. Antes de empezarlo me propuse, fuese un error o no, leerlo como un ensayo. Y, en efecto, la novela puede ser leída como un ensayo sobre la vejez, o, más que ensayo, una crónica. Al principio da ternura leer las experiencias del gran poeta y crítico de The Observer compenetrarse tanto con la natación. En la página 70, la ternura se convierte en curiosidad: este hombre se aferra al estanque como único vínculo con el mundo. Después de la página 200, mi cara es una mueca de horror. Es evidente que el autor se propuso minuciosamente no hablar de literatura ni de su vida, salvo que entendamos por vida nada más que las sesiones de natación, cosa de la que por cierto no quedan dudas al promediar la página 90. En un momento, invitan a Alvarez a dar unas conferencias en Nueva York. El autor registra al pasar que está preparando los borradores, ni siquiera aclara cuál es el tema. No importa: es el prolegómeno antes de ir al estanque a purificarse. Después sigue un hueco de dos semanas; cuando retoma el diario, Alvarez escribe que fue un viaje cansador y que por suerte tiene un rato libre para ir a nadar. Nada más.

Entre chapuzones y temperaturas, entre conversaciones con el guardavidas y quejas por la lluvia, se vislumbra poco a poco que la vejez es un proceso gradual de transparencia. “Sospecho que otro indicio de vejez es la gratitud que sentimos frente a cualquiera que todavía se dé cuenta de que tenemos alguna entidad. Hannah Arendt decía que una de las victorias del totalitarismo había sido despojar a sus víctimas de historia e identidad para pasar a tratarlos como una pura estadística. La juventud, en cierto sentido, es un totalitarismo benigno”. Dos páginas después, Alvarez se pone contento porque jugó una buena mano de póker y pudo contárselo a alguien que encontró en el estanque. Otra: “No es que las chicas lindas no me presten atención. Es que ni siquiera me ven”.

En las últimas páginas se acentúan las enfermedades y el malestar, a tal punto que Alvarez ya no puede ir al estanque. En ese punto, uno entiende que todo el libro era una conjura contra la muerte, y que por lo tanto el vínculo de Alvarez con la natación no era lo único que le quedaba. Si no, no habría escrito estas 278 páginas. El cuerpo no es todo, o mejor dicho, la experiencia sensible no pasa solo por el cuerpo. Para que la experiencia fuese completa, Alvarez necesitaba registrarla, que la experiencia natatoria traspasara la sensibilidad del cuerpo y llegase, para hacerse total, a la página en blanco, a la literatura.

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[La Agenda BA]

Homo adrenalinicus

Por Quintín

Leer a ciertos escritores equivale a pasar un tiempo con ellos. Al Alvarez es uno. Nació en 1929 y murió en 2019 después de hacer muchas cosas. Las primeras no las conozco bien. Fue un chico enfermo, que no parecía destinado a vivir mucho tiempo. Para borrar esa temprana imagen de debilidad se pasó la vida probándose en cosas difíciles. Por ejemplo, dedicarse a la literatura: a escribir poesía y a editarla. Luegom, o al mismo tiempo, fue crítico. Fue amigo de Sylvia Plath y escribió un libro alrededor de su suicidio, El dios salvaje (1972). Pero no lo leí y no sé mucho de esa etapa de su vida. Tampoco sé si fue un buen poeta, ni si su trabajo como crítico vale la pena. Pero tres libros suyos me acostumbraron a su compañía. El primero fue Póker (1983), sobre una de sus pasiones (como el boxeo, el rugby y el atletismo, entre otras). Alvarez fue un gran timbero y el póker una de las actividades que le producían las descargas de adrenalina a las que era adicto. Ese “alimentar a la bestia”, o la necesidad de pasar por emociones intensas, fue el lema de su vida. Los otros libros suyos que leí, además de uno sobre la noche que me dejó grandes recuerdos, fueron estos dos, que devoré la semana pasada en sucesión, empezando por el que lleva ese título tan ilustrativo y que Libros del Asteroide tradujo en 2020 (el original es de 1988). Un poco antes, en 2018, Entropía había publicado En el estanque, que se agotó y ahora ha vuelto a reimprimir. Pero yo tenía noticias de este libro por Flavia, que lo leyó en inglés y fue una fuente de inspiración para su vida de nadadora (y, en menor medida, en la mía).

Así como En el estanque se ocupa de la natación (más específicamente, de la natación en agua fría), Alimentar la bestia trata sobre el alpinismo, o montañismo como dicen los españoles. De alguna manera funciona como breve y entretenido aperitivo para una obra más larga, más densa y más dramática que es la otra. Como dice Alvarez, exagerando un poco según su costumbre, En el estanque es un libro sobre la decrepitud, más específicamente la suya. Es que Alvarez —y en eso reside tal vez su rasgo más original como personaje literario— es un estoico y un quejoso al mismo tiempo. Una prueba es que su diario como nadador va de 2002 a 2011 y al final se despide como si estuviera a punto de morir. Tenía entonces 82 años, pero vivió ocho más.

[...]

De esa idea de conocerse, de probar de lo que uno es capaz, está impregnado el Diario de un nadador. Alvarez debió abandonar el alpinismo por un problema físico. En 1960 se fracturó una pierna, que no quedó del todo bien. La peor consecuencia la sufrió en su tobillo derecho: el roce de los huesos fue deteriorando el cartílago hasta que caminar le empezó causar un enorme dolor. Necesitado de alimentar la bestia con otro deporte de riesgo, se concentró en una actividad que practicaba desde la infancia en los estanques de Hampstead, tal vez la más hermosa zona de Londres: nadar en agua helada. “Salvo que el agua helada no presupone ningún riesgo y el shock de adrenalina al zambullirse es inevitable. Por eso me hice adicto. La natación en agua fría es el deporte extremo de los pobres: no exige siguiera un buen estado físico y te hace sentir sano con un esfuerzo mínimo."  

El agua en Londres es naturalmente fría: llega a estar muy cerca de cero en invierno (es el límite para la natación, porque la física es implacable y por debajo de eso se congela) y rara vez alcanza los veinte grados en verano. Para tener una idea, Alvarez considera que el agua está tibia a 12º, una temperatura que en San Clemente se considera imposible para el cuerpo humano y nadie sueña con meterse en el mar sin un traje de neoprene. Alvarez nota esa disparidad de criterios cuando viaja a Italia: "En Inglaterra, nadar en agua fría se considera una extravagancia, en Italia una perversión”.

El diario del nadador tiene una estructura que se repite en cada entrada con algunas variaciones. Alvarez nunca se olvida de mencionar el placer que le produce estar en el agua. Cuando es invierno y está muy fría, nada menos de cinco minutos pero siente que rejuvenece, que pasa de ser “un vejestorio con un tobillo inestable” a no tener arrugas ni dolores. Cuando el agua está más caliente nada más tiempo (siempre hace crawl de ida y espalda de vuelta) pero puede apreciar la belleza que lo rodea. El título original del libro es Pondlife (algo así como “vida de estanque”) y, en realidad, Alvarez nada en dos estanques. En tiempo cálido, en el “Mixto”, que queda en medio del parque de Hampstead, “el lugar más lindo de Londres”, que ofrece además una gran vista de la ciudad. Allí observa con particular deleite la vida de las aves: en el estanque hay cisnes (bichos muy territoriales que pueden ser agresivos), patos, gallaretas, gansos, cormoranes, gaviotas, golondrinas, vencejos, una garza a la que declara su amiga y hasta un halcón. Este estanque cierra en invierno y entonces se traslada a Highgate (muy cerca del cementerio donde está la tumba de Marx), un lugar más pequeño y más reparado. Además de la fauna avícola, hay en los estanques una fauna humana compuesta por los habitués, viejos que quieren seguir demostrándose que no lo son tanto (“Los que nadamos somos todos iguales. El estanque es un cementerio de elefantes para atletas viejos”) y también por los guardavidas que cuidan el lugar, en general ex atletas que disfrutan de su trabajo al aire libre. Con ambos grupos, Alvarez tiene una relación casi de familia, especialmente con los guardavidas, que le dan conversación y lo cuidan. Pero evita ir muy temprano a nadar para no juntarse con los jóvenes profesionales que se dan un chapuzón antes del trabajo. En verano, cuando el lugar se llena de domingueros y su mujer Anne lo acompaña, se siente un poco perdido, fuera de ese ámbito de camaradería y de naturaleza. Alvarez no comulga con las multitudes ni con las clases, sino con los individuos y despliega su actitud de dandi que desprecia el fútbol pero se siente a gusto entre boxeadores y fulleros más que entre escritores. “Puede que la literatura sea un arte hermoso, pero el mundo literario está poblado de monstruos."

A la rutina de la vida en los estanques, Alvarez suma detalles de su vida cotidiana.  Se describe como un escritor que está bastante harto de escribir y al que le gustaría dejar de hacerlo y jubilarse. "Así debería ser mi vida de jubilado: nadar en estos estanques increíbles, leer, hacer el amor con mi esposa y escribir un poco, por puro gusto. Lamentablemente no estoy en condiciones de jubilarme.” Pero uno le cree del todo: aunque su vida no suena como la de un rico, Alvarez no parece necesitar de los ingresos que le aportan sus artículos para el New York Review of Books y las eventuales conferencias. Su mujer es una reconocida psicoanalista que trabaja en la Tavistock, el corazón del freudismo británico. Ambos tienen una casa muy cómoda en Londres y otra en Italia a la que viajan habituamente, Alvarez sale a comer seguido, participa de la vida cultural y cuenta que cambia el auto de un día para otro cuando el viejo no le funciona bien. Además, sigue despuntando el vicio del póker, donde suele perder cantidades que no menciona (sabemos que alguna vez estuvo en problemas serios por las deudas en la timba). La coquetería de Alvarez, sus mentiras blancas, son parte del juego que el lector aprende a jugar y disfrutar con él: la gracia de su prosa tiene que ver con esa mezcla de fanfarronería y lamento, tanto como con su amor por las frases efectistas. “Mi vanidad fue siempre física, no intelectual”, escribe. Pero poco después se derrite cuando alguien le dice que su escritura (producto de infinitas correcciones) es tan clara como la música de Mozart.

Pero, poco a poco, el libro adquiere se pone más sombrío, aunque Alvarez insiste en que, a pesar de que lo que le cuesta caminar, sigue disfrutando de “los tres consuelos de la horizontalidad, el sueño la natación y el sexo.” Y se sigue arengado a así mismo: “Ante la duda hay que apretar los dientes y arremeter. Ese fue siempre mi lema; aunque así también es que me casé con Úrsula [su primera mujer]y terminé tomándome todas esas pastillas. A veces se gana, a veces se pierde y hasta que no termia es imposible saber el resultado."

Alvarez advierte: "Esto que empezó como un diario sobre la natación se está convirtiendo en una crónica sobre el trance de envejecer.” Y de hecho, su vida se deteriora: cada vez le cuesta más caminar y al final necesita de una silla de ruedas para seguir yendo al estanque. El tono se hace más melancólico y la muerte se menciona cada vez más seguido. Alvarez se siente cada vez más lejos de la literatura: “No escribo porque no tengo nada para decir ni deseos de decirlo. La natación, en cambio, sigue siendo una delicia.” Matías Serra Bradford, que sí leyó la obra del joven Alvarez, afirma que “fue un crítico feroz pero un poeta suave”. Ambas cualidades aparecen en el Diario de un nadador. Por un lado, Alvarez confiesa que está harto de escribir reseñas sobre escritores que tuvieron un nombre pero hoy carecen de interés. Lo dice claramente respecto de Ian McEwan: “La edad y el éxito le desafilaron la imaginación y le opacaron la prosa. Ahora es sensato y autocomplaciente”. Pero, al mismo tiempo, la suavidad de la escritura se aprecia en pasajes como este, en el que describe el momento en el que emprende una penosa caminata para poder volver del estanque subiendo una cuesta: “El truco consiste en hacer una pausa antes de empezar a trepar, enderezarme, contemplar como los árboles van cambiando de color y perdiendo las hojas de a poco y registrar lo bien que me siento después de nadar y el placer que me da estar vivo en un día tan apacible y hermoso. Ojalá escribir me resultara así de placentero."

Hay un aspecto de la vida de Alvarez que puede pasar inadvertido y me toca particularmente. Es la fragilidad que siente no ya por su vejez, ni por su hartazgo de la escritura, ni tampoco por su economía, sino por su condición de ciudadano de la tercera edad enfrentado a una burocracia que carcome el país. En un momento Alvarez, que apenas camina, debe renovar su blue badge, su certificado de discapacidad. El médico designado por la comuna se lo niega y el escritor se siente desamparado: el certificado le permitía estacionar el auto sin que lo multen y sin él se tiene que quedar encerrado en la casa, no puede siquiera ir a nadar. Hasta que consigue revertir la decisión pasa dos meses en el infierno. Pero también se siente desprotegido por el mal trato que recibe en el hospital cuando sufre un ACV leve. En algún momento, se da cuenta de que ir a nadar al estanque y prolongar así su vida, no solo por el agua helada sino por la compañía de sus pares, es un privilegio que procede de un grado de civilización en vías de desaparecer. "Es la última avanzada de Inglaterra” escribe.

Un día de invierno, un periodista novato e imprudente, se corta con el hielo que hay en una parte del estanque. Dice que va a describir el accidente en su medio. Alvarez y los guardavidas temen que ese sea el fin de su paraíso. “Y si los burócratas de la municipalidad de Londres usan esto como excusa para prohibir la natación invernal, o al menos cuando hay hielo en el estanque? ¿Y si algún abogado medio turbio lo convence de que haga una denuncia por daños y perjuicios. A la municipalidad no le gusta mucho la natación invernal y menos tener que pagar guardavidas para satisfacer a un puñado de personas a las que considera dementes. ¿Y si lo termina usando al tonto este como excusa para cerrar el estanque durante el invierno?”.

El párrafo me pareció notablemente revelador de la impotencia frente al inapelable despotismo de quienes limitan nuestros derechos y nuestras costumbres en nombre de nuestra salud. La indefensión de los ciudadanos, el verdadero mal del mundo, aparece en cada detalle de la vida y Alvarez lo ilustra brillantemente con esa anécdota. Estas digresiones son parte del encanto del libro, del agrado que implica la compañía de una persona inteligente que, como la mayoría de los de su especie, nos hace extrañarlo cuando no está aunque no compartamos sus ideas. Alvarez no intenta pasar por un santo ni por un sabio y por eso es muy grato leerlo.

Una nota sobre la traducción. Ambos libros están traducidos por Juan Nadalini. En el estanque está vertido en una prosa tersa, que fluye sin ripios en un castellano argentino y coloquial, sin sonar nunca vulgar. Nadalini permite que imaginemos la voz de Alvarez y reconocerlo como escritor y deportista. Alimentar la bestia, en cambio, está traducida al español peninsular y aunque el resultado no es malo, la lectura resulta menos fluida, más trabada. Tal vez por las características del libro, por la cantidad de términos técnicos que requiere el montañismo. Uno encuentra pasajes como este: “En situaciones de emergencia, Mo tiende a ponerse muy autocrítico, y deja que los demás desplieguen cómodamente sus peculiaridades”. Tiendo a pensar que esta traducción sufrió de algún tipo de intervención externa para adecuarla al público español. Pero es solo una hipótesis. En todo caso, es muy bueno el trabajo de Nadalini.
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[Boca de sapo]

Más allá de toda vanidad

Por Felipe Benegas Lynch

"Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso (...) los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura."
Mario Levrero

Este fragmento figura al comienzo de La novela luminosa, en la introducción que antecede al extenso “Diario de la beca”. Recién llegado a la escritura de Alvarez, me apoyo en este viejo conocido uruguayo para pensar el “Diario de un nadador”.

El diario es una escritura que se observa a sí misma, se cuestiona, se abisma, incluso se auto impugna. Eso ocurre tanto con Levrero como con el diario de Alvarez. A lo largo las páginas de Pondlife (ese es el título original en inglés) uno se cruza con frases de este tipo: “Ojalá escribir me resultara así de placentero” (243), “Cada vez me parece más improbable que termine de escribir este libro sobre la vejez”, “No escribo porque no tengo nada para decir ni deseos de decirlo” (246), “Hasta cuando intento escribir –como ahora– siento aversión, y eso se nota en la prosa” (274), “...este libro que no estoy logrando escribir” (232), etc. Así sigue hasta la frase final, que es una cita de Pancho Villa: “No me dejen morir así, digan que dije algo inteligente” (276).

En el ida y vuelta del castellano de Villa al inglés de Alvarez y del inglés de Alvarez al castellano de Nadalini (el traductor de esta edición), la frase se condimenta un poco. La versión original simplemente decía: “No me dejen morir así, digan que dije algo”. Tanto Alvarez como Levrero saben que han dicho algo, y algo inteligente. Ambos entretejen con el diario una coartada que, a fuerza de rutina y repetición, los libere de una inteligencia banal. Ambos saben que lo mejor que podrían lograr es ya no “decir” algo, sino que algo “se diga” en sus palabras más allá de su astucia.

El diario de Alvarez también tiene como centro una experiencia luminosa, pero a diferencia del de Levrero, esa experiencia no resulta esquiva, sino que ocupa prácticamente todo el diario. Es en esa luz oscura y ámbar de las aguas de los estanques a los que acude este nadador empedernido donde se revela oblicuamente la experiencia vital de alguien que envejece. Esa luz, sin embargo, es redentora, y cada zambullida lo devuelve a la superficie rozagante de vitalidad, luminoso:

El día está nublado y oscuro, pero el viento es ligero y el aire está mucho más templado que antes (unos diez grados). Tal vez por eso el agua parece así de fría: fría como la muerte, tan fría que me hace doler la mandíbula. Pero después salgo, el brillo se propaga y yo me siento genial. ¿Qué haría sin todo esto? (107-8)

Fría como la muerte, dice. Se hunde en la muerte y sale, como alguien que se dispone a nacer. No es la disolución tibia en las aguas uterinas: es el choque con el aire y la luz, la experiencia cruda de estar vivo en esta atmósfera.

Me encantan estas mañanas oscuras. Falta poco para el solsticio de invierno, a las nueve y media los autos todavía circulan con las luces prendidas, el Heath está desierto, el agua negra como el lago de Grendel, y muy fría. Cuando te zambullís todo se contrae hacia adentro para mantener calientes los órganos vitales, y al salir vuelve a fluir hacia afuera. De ahí ese rubor tipo langosta –también llamado brillo saludable–. Creo que esta determinación por sobreponerme a la adversidad es algo que adquirí de bebé, cuando me operaron, y que de ahí surgió también esta necesidad mía de ponerme a prueba todo el tiempo. Sea cual fuere la causa, hoy es un hábito que me hace sentir plenamente vivo –casi tanto como hacer el amor con Anne–. Los baños matutinos con agua fría a los que me obligaban en Oundle me inculcaron el gusto por el agua helada, costumbre que mantuve al año siguiente en esa cabañita congelada que compartí con el portero de la escuela mientras daba clases en Maidwell Hall. Escalar montañas –alimentar a la bestia– fue una evolución natural. (87)

Alimentar a la bestia es un vicio que lo ha dejado rengo e imposibilitado para las alturas. Las aguas heladas son un paliativo que calma a esa bestia que se empecina en asomarse al abismo de lo fatal. Es en ese irse hacia adentro que el cuerpo se animaliza (ese rubor tipo langosta, ese brillo saludable) y devuelve el ímpetu vital a un organismo que envejece. La escritura y el mundo intelectual se someten al ritmo de las estaciones, a las variaciones climáticas, a las miradas indiferentes y enigmáticas de los animales que lo observan en fugaces cruces en ese increíble entorno natural en medio de la urbe. Ahí radica el misterio. Ahí se encuentra la luminosidad que resignifica la mirada de un cuerpo agonizante:

Un misterio. El día está oscuro y lluvioso, las gaviotas de siempre vuelan bajo o se posan en las barandas y los trampolines; también hay un par de cormoranes melancólicos sobre las boyas. Salgo en diagonal hacia la izquierda, nadando rápido, y cuando emerjo en la otra punta para girar, ahí mismo, a unos veinte metros, sobre la boya que hay pasando la soga, está la garza: brillante, nítida, como iluminada por un reflector –gris y plateada, con una franja negra bajo el pecho y el pico de un amarillo intenso–. Me mira. Cuando vuelvo al muelle ya no está, y no hay ni rastros de ella en sus dominios habituales, las orillas más remotas del estanque. Una aparición que se desvanece sin dejar huella –ahora la ves, ahora no la ves–, como si me estuviera diciendo algo que no consigo entender. (182)

Algo de ese misterio y de esa luminosidad reverbera en las palabras de este atento narrador de aguas heladas. Algo del mundo circundante se dice en el discurrir de esta voz acoplada a la experiencia de nadar. Todo lo demás es ruido humano: “Papageno no le llega ni a los talones” (109), dice refiriéndose a un zorzal.

Alvarez declara que su vanidad “fue siempre física, no intelectual” (207) y que por eso hay cierta justicia en el martirio corporal que le toca vivir en su vejez. No es casual que el libro esté encabezado por un admonitorio fragmento del Eclesiastés.

Sin embargo, el narrador no renuncia, ni siquiera después de un ACV y de perder prácticamente la capacidad para caminar por el deterioro de su tobillo y de sus piernas, a visitar el estanque y hundirse en las aguas heladas. Es ahí donde se reconfigura su mirada más allá de toda vanidad: “el mundo es hermoso”, dice, “va a ser mejor que lo aproveche mientras pueda” (246).

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[The Telegraph]

Poesía, adrenalina, vejez

Por Christian House

“Al está en el jardín de invierno, pase”, me dice Anne Alvarez con una sonrisa “radiante como un amanecer”; así la definió alguna vez su marido. Y es una descripción perfecta. Y es que hace ya más de medio siglo que Alvarez –poeta, crítico, novelista, escalador, aficionado al póquer– viene capturando la esencia de las cosas bellas de manera simple y elegante.

Serpenteo por los pasillos en penumbras de la casa de los Alvarez –una vivienda angosta ubicada en el barrio de Hampstead–, mientras los destellos de la mañana invernal se abren paso hasta los marcos de los cuadros, y salgo a las hojas y a la luz donde Alvarez suele sentarse a contemplar sus plantas. Anne me ofrece un café en el momento en que Al despide galantemente a la fotógrafa de The Telegraph.

A sus 83 años, Alvarez conserva todavía cierto aire de mosquetero –amplios pectorales, bigote fino y blanco–, y aún impone una presencia vital y masculina a pesar de que hace cuatro años un ACV lo dejó literalmente por el suelo. “Los indicios estaban ahí, pero elegí no verlos”, cuenta en su nuevo libro. “Tomé un par de cucharadas de sopa, me incliné hacia adelante para cargar una tercera pero me deslicé de costado, me caí de la silla y no pude volver a levantarme.”

En el estanque es una incorporación muy acertada en un corpus literario ecléctico que incluye libros sobre poetas, escaladores y tahúres –toda gente que ha investigado, de una forma u otra, la importancia de la técnica–. Ya se trate de la métrica de un poema o la cadencia de un relato, de una soga durante una escalada o el modo de revelar una mano de póquer, Alvarez comprende la importancia del ritmo y sabe cómo usarlo oportunamente. En este caso, y utilizando como prisma narrativo una década de chapuzones en los estanques de Hampstead Heath, se concentra en el modo en que la vejez va ralentizando el tempo de la vida. En el estanque –un diario de natación que comienza en 2002– está salpicado de charlas, apuntes sobre los cambios que traen las estaciones, un coro griego de gallaretas y la aristocrática presencia de una garza de lentísimos aleteos.

“No pasa nada, y esa es la gracia”, asegura Alvarez, y estalla en una carcajada. El libro revolotea entre sus chapuzones en el Estanque Mixto, lleno de sauces que se asoman sobre el agua, y los espacios abiertos del Estanque de Hombres. “Lo mejor sucede en el de Hombres”, dice. De hecho la amistad masculina es una suerte de estribillo recurrente en este relato fragmentario. “Es un gran lugar. Está lleno de conocidos. Y tal vez una de las cosas más interesantes es que se trata de gente que jamás veo fuera de ese ámbito.”

Los hombres del estanque conforman una pandilla variopinta: están los guardavidas, capitaneados por el paternal Terry, y los habitués a los que deben cuidar, entre los que se cuentan Chris Ruocco, sastre de Kentish Town, y Mike King, ex estrella pop que alguna vez supo ser telonero de Sinatra. “Se parece bastante a un club”, dice Alvarez.

La natación en los estanques de Hampstead quedará ligada por siempre a la temperatura y la resistencia. “Me encanta. Y el hielo es parte del placer. La natación de verano no cuenta”, se ríe. Su desconfianza sobre la temperatura que marca el termómetro de los guardavidas es de hecho uno de los chistes recurrentes en el libro. Y en tanto el montañismo ha sido su otra pasión extrema, la natación es algo que lo acompaña desde los once años, cuando se dio su primer chapuzón en la pileta pública de Finchley Road, durante los bombardeos alemanes a Londres.

“Ver las cosas a vuelo de pájaro es mucho más difícil que verlas desde el nivel del agua. Se puede seguir nadando en la vejez, algo que no sucede con el montañismo”, explica. “Tengo amigos que todavía esquían, Dios me libre. ¿Pero alguno que siga escalando? Eso se acaba a los sesenta, más o menos, a partir de esa edad la cosa se complica”.

Las dificultades que trae la vejez es uno de los temas centrales en esta crónica. Y su frustración por verse obligado a ceder ante lo inevitable es evidente (hace ya veinte años que Alvarez no escala). “Es agobiante. Pero es algo que sucede, es así. Ahora tengo ochenta y pico. De hecho soy tan viejo que casi no recuerdo lo viejo que soy. Envejecer tanto es una cosa sumamente extraña. Y también sucede que uno empieza a cerrarse un poco.”

Hace rato ya que su amor por la poesía y la adrenalina deja un tanto perplejo al establishment literario. “Tal vez no soy más que un viejo anticuado que viene haciendo esto mismo hace muchísimo tiempo. No veo la necesidad de diferenciar una cosa de la otra”, dice. “Auden tenía un hermano que escalaba muy bien. Auden jamás escaló, pero su hermano sí, y me acuerdo que leí eso con una sensación de: ah, sí, entiendo de dónde viene”.

Alvarez conoce de poesía y de poetas tal como un maestro vinícola entiende de cepas y viñedos. Y es un tema que aún lo convoca, aunque de un modo un poco lúgubre. Los poetas contemporáneos, cree, son casi todos “de segunda mano”. Y cuando le sugiero que el único poeta vivo en la conciencia pública actual es Seamus Heaney, suspira. “Eso también es cierto, y últimamente ya no es tan bueno, ¿no?”, se ríe. “Tienen una vida útil acotada. Yo, por ejemplo, soy mucho menos inteligente que antes”.

Su exitosa carrera empezó a mediados de la década de 1950 como crítico de poesía y editor de The Observer, donde trabajó diez años. Era un momento crucial en el desarrollo de la escena literaria británica: la batuta aún estaba en manos de escritores más grandes, como Edith Sitwell, pero ya a punto de ser arrebatada por los autores de “El movimiento”, entre ellos Kingsley Amis y Philip Larkin. Dos acólitos de la escena, Ted Hughes y Sylvia Plath, llegarían a ser amigos íntimos de Alvarez.

“Me parece que me tocó vivir un momento muy importante para la poesía inglesa, cuando Ted, Sylvia y algunos otros estaban cambiando el panorama”, dice. Las reflexiones sobre la mortalidad que emergen en el libro son muy oportunas. Este invierno se cumplen cincuenta años del suicidio de Plath, un hecho que Alvarez narró en El dios salvaje. La musa de Plath era la muerte, explica. “Una ironía espantosa. Sylvia alcanzó su mejor momento recién en su último año de vida, más o menos. Pero después de su muerte la obra de Ted fue casi íntegramente un homenaje a Sylvia. Se dio cuenta de había hecho algo tremendo al abandonarla”.

En el corazón de la escritura de Alvarez no anida el machismo ni una búsqueda por la mera emoción, sino más bien el deseo de vivir la vida con convicción. De hecho En el estanque describe la natación de agua fría casi en términos divinos. “En Londres es muy difícil encontrarse con manifestaciones celestiales, así que entre los gaviotines, el canto de los pájaros y este día radiante vuelvo a casa con un sentimiento de bendición”.

Ya incapaz de nadar por culpa de una pierna dañada, ahora visita el estanque casi como un adolescente enamorado. “Voy un rato, contemplo el agua y me pregunto por qué no estoy ahí”, dice Alvarez. Y mientras termino el café me sugiere que haga lo mismo. De modo que dejo en paz a los Alvarez para que puedan almorzar y parto hacia un helado Hampstead Heath.

Cuando cruzo la entrada al Estanque de Hombres me saluda un guardavidas alto y afable. Le explico que vengo por recomendación de Al. La pizarra anuncia una cifra gélida, y abajo una aclaración: “Frío según cualquier manual”. Sonrío y pienso en la desconfianza de Alvarez respecto de esos números garabateados en tiza banca. “Bueno, se supone que ayuda a forjar el carácter”, dice el guardavidas cuando uno de los nadadores sale del agua y pasa temblando frenéticamente al lado nuestro. “Ahí tenés: su carácter quedó irreconocible de tan forjado”.

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[Granta]

"Es lindo saber que hay cormoranes cerca"

Por Ted Hodgkinson

Al Alvarez es crítico, ensayista y poeta; entre sus muchos libros cabe destacar El dios salvaje —un estudio sobre el suicidio que explora también su relación con Sylvia Plath y Ted Hughes, así como su propio intento de suicidio—, Crónica de un gran juego —sobre su pasión por el póquer—, Feeding the Rat —sobre montañismo—, Where Did All Go Right? —su autobiografía—, y el más reciente En el estanque (Diario de un nadador). Este último libro es un relato luminoso y divertido acerca de sus visitas diarias a los estanques de Hampstead Heath, y de cómo el agua fría logra detener milagrosamente —aunque más no sea por un rato— el envejecimiento.

—Este libro se encarga de recordarnos que incluso en una ciudad como Londres nunca estamos tan lejos de la naturaleza como podríamos creer (o al menos no tan lejos de un cormorán). ¿Diría que esta cercanía con lo agreste le resultó una especie de fuente de vida?
—Es lindo saber que hay cormoranes cerca, ¿no? Y sí, la naturaleza me resulta definitivamente una fuente vital. No sé bien qué habría hecho sin todo eso. Vivo en Hampstead, así que tengo la naturaleza acá nomás. Por otra parte es un lugar en el que suceden muchas cosas, y también está lleno de gente interesante. Los personajes con los que comparto el estanque son una inmensa fuente de vida y de historias.

—¿Sería correcto afirmar, como el propio diario sugiere, que los baños helados que le obligaban a darse en Oundle, donde estudió como pupilo, le inculcaron el gusto por el agua fría?
—Sí, me gustaban bastante esos baños con agua fría que me daba en Oundle, aunque en aquella época hacían una cosa insólita: llenaban las bañeras la noche anterior y las dejaban hasta el día siguiente para que se enfriaran un poco más. Y eso era así todo el año, verano o pleno invierno, y siempre dejaban abiertas la ventanas. No sé bien cómo sobrevivimos, ¡pero lo logramos! Cuando volvimos con mi esposa, hará unos siete u ocho años, el lugar parecía un hotel de lujo.

En el estanque también postula que ese tratamiento con agua helada, por llamarlo de alguna manera, le generó el deseo de enfrentarse a lo extremo, a lo desconocido, desde un momento muy temprano de su vida. Y que luego esto lo condujo a su amor por el montañismo, el póquer y, desde luego, por la poesía. ¿La poesía supone enfrentarse a lo desconocido?
—La poesía consiste efectivamente en enfrentarse a lo desconocido. Porque además no alcanza con que un poema esté bien: tiene que estar todo bien. Basta una sola palabra equivocada para que todo falle. No importa si el poema tiene quinientos versos o cinco. Si hay una sola palabra fallida, todo se traba, y uno sabe que no va a poder terminarlo hasta que cada parte encaje en el lugar correcto. Es una especie de amalgama rarísima. Aunque parecería que yo ya dejé de escribir poesía.

—Sin embargo algo que resulta muy estimulante es que este diario es una forma de no detenerse. Está lleno de poesía y de alegría. Y por momentos también tiene una irreverencia maravillosa: cuestiona a escritores como Beckett, por ejemplo.
—Lo que pasa con Beckett es que es escritor maravilloso, pero tiene una visión muy pesimista de las cosas, ¿no? Sus obras tienen esos diálogos geniales, siempre elusivos, y esas contradicciones que no llegan del todo a ser contradicciones, pero aun así cada tanto se equivocó. ¡Y sin embargo Beckett puede tener razón y estar equivocado al mismo tiempo!

—A lo largo del libro aparecen reiteradamente varios escritores, en particular Sylvia Plath y Ted Hughes. Haber reflexionado acerca de su vínculo con estos dos poetas, ahora que pasó cierto tiempo, ¿cambió su perspectiva respecto de ellos?
—Sí, cambió. El otro día estaba releyendo a Plath y es francamente una poeta excelente, inteligente. De hecho creo que terminó siendo mucho mejor que Hughes. Por supuesto que él ganó todos los premios, y tiene una placa en el Rincón de los Poetas, en Westminster... Sí, ok, es muy bueno, pero no es tan bueno, mientras que ella es cada vez mejor. Lo cual me resulta curioso, porque antes no lo veía de esa manera. Hace poco estuve en Estados Unidos y conocí a muchos fanáticos de Plath, de los cuales muy pocos habían leído a Ted. Y cuando volví a Inglaterra y vi que era él el que estaba en Westminster pensé: ay, cómo nos equivocamos. Cuando empezaron a estar juntos ella le leía sus cosas, y él le hizo pasar momentos bastante duros, por decirlo de alguna manera. Sus primeros poemas no eran muy buenos, pero los que escribió cuando lo dejó —o tal vez sea más acertado decir: cuando lo echó— son extraordinarios. Cuando pienso en aquella época descubro algo curioso: estaban estos dos poetas jóvenes, y los dos me gustaban, pero en determinado momento en esos últimos años, algo cambió para Sylvia. En realidad lo que sucedió es que Ted había seguido haciendo lo que sabía hacer, de un modo un poco automático, en tanto que ella tuvo ese año extraordinario en el que escribió sin pausa. Y en ese momento dio un salto notable. En sus comienzos era una poeta más bien aburrida. Leí su primer libro, y no estaba mal. Te dejaba con la sensación de que podía dispararse para cualquier lado; pero sus poemas tardíos, durante ese última año de vida, fueron una cosa fenomenal e inesperada. Lo que pasó, lisa y llanamente, es que Ted se fue, y ella de pronto se dio cuenta de que se había quedado con esa especie de pozo de ira del cual echar mano, y logró escribir sobre eso. En ese momento todo lo demás quedó en segundo plano.
Ya separada de Ted, Sylvia me empezó a mostrar esos poemas a mí. Sentía que yo sabía cómo leerlos, lo cual es cierto. Lo que sospecho ahora, pensándolo bien, es que cuando ella escribía un poema luego con Ted se ocupaban de desmontarlo por completo, y viceversa. Eran muy intensos, hablaban mucho sobre ellos. Cuando se separó, me vino a ver. En esa época yo vivía muy cerca, y ella venía a casa a leérmelos. Creo que el mero hecho de que yo estuviera ahí ya le resultaba una ayuda. Me parece que era lo que necesitaba. Entonces le hacía algunos comentarios. Sabía que yo era del bando de Ted, que admiraba su poesía. Pero las cosas que ella produjo en esos meses eran infinitamente superiores.

—¿Cree que en ese último año Plath estaba escribiendo para Ted o en contra de Ted?
—Creo que estaba escribiendo para hacerse escuchar. Y eso es lo más importante. Quería dejar registro de todo eso, y lo hizo admirablemente. Cuando se conocieron él era muy, muy bueno, pero creo que ella terminó superándolo. Todo lo que escribió en ese último año de vida es absolutamente extraordinario. Hay poetas así... Keats, por ejemplo, y también Yeats, porque es capaz de cambiar súbitamente.

—Shakespeare aparece un par de veces en el diario, sobre todo con King Lear. El libro me recordó algo que dice el bufón en cierto momento: “¡Es una noche espantosa para nadar, tío!”.
—No había pensado en ese verso. ¡Muy bueno! El bufón y Lear son dos personajes que se complementan maravillosamente. Nadie fue tan bueno como Shakespeare, ni remotamente. Y esa tal vez sea la obra más triste.

—Parece sentirse muy a gusto con los otros nadadores del estanque. Muchos de ellos son ex atletas, o bien gente que ha corrido grandes riesgos en su vida. ¿Qué le atrae de personajes así?
—El hecho de que yo mismo hice ese tipo de cosas. Escalé mucho, y jugué un montón al póquer. El estanque es un lugar muy divertido, nos reímos mucho. Creo que todo lo que te haga reír es bueno.

—En un momento de En el estanque se refiere al agua helada como un elemento hostil, “casi tan hostil” como su primer matrimonio.
—Ja. ¿Dije eso? Es acertadísimo. Mi primer matrimonio fue un desastre absoluto. El segundo fue maravilloso.

—¿De cuál de todos los aspectos de su vida le habría gustado tener un poco más?
—Me habría gustado que hubiera más poesía, pero hice lo que pude. De todos modos tuve una vida maravillosa. Y no me arrepiento de nada.

—¿Qué consejo le daría a un escritor joven?
—Que se divierta.

—¿En qué momento se dio cuenta de que el diario que estaba llevando era en realidad el libro sobre el trance de envejecer que tenía ganas de escribir?
—Qué curioso que lo menciones. Fue idea de mi esposa. Yo tenía intenciones de escribir un libro sobre la vejez, pero me enfermé un poco, y parece que eso le dio el impulso para hacerse un poco cargo del trabajo.

—¿Así que acá también hizo su aporte una Vera Nabokov?
—Sí, muchísimo.

—¿Todavía cada tanto va al estanque?
—El año pasado estuve pésimo de salud, pero estoy tratando de recuperarme como para poder volver a nadar. Todo ese año sin natación me enloqueció. Lo que hago ahora es lo que hacen los que no nadan: me meto al agua y salgo de inmediato. Necesito curarme del todo y poder retomar como corresponde.