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Bajo lluvia,
relámpago o trueno
Fermín Eloy Acosta
194 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2019
ISBN: 978-987-1768-57-8

 
 
     
   
     
 

Más que una sombra terrible es una voz, o el eco de una voz, lo que resuena por la pampa y atraviesa la trama de Bajo lluvia, relámpago o trueno: la voz de una mujer que busca su destino final, la voz de una muerta que interpela, que indaga, que da órdenes. Una voz que empuja a Rudes, Elena y la narradora a recorrer, con el cajón a cuestas, la siempre imprecisa distancia hasta Villa Evangelina, el lugar donde la muerta pidió ser enterrada. 
 
La travesía de esas tres mujeres en la carreta de Pedernera –el hombre al que le falta un ojo– va dejando un surco en un tiempo, vagamente localizable en algún punto del siglo XIX, y en un espacio de contacto inmediato con una naturaleza que ya no existe: hierbas, flores, plantas, animales, cielos, horizontes. Un campo lleno de amenazas y de posibilidades, un campo que abre las puertas a la verdadera experiencia. 
 
Fermín Eloy Acosta construye, con un oído notable, una lengua extrañísima que funciona como punto de condensación de un universo a la vez fantástico y marginal. Una lengua que repone palabras en desuso y las hace circular con un lustre nuevo, con un brillo poético. Ahí, en esa lengua, en su modo de encabalgarse, reside la fuerza de este texto; es desde allí que brota ese sonido espectral que no para de acechar.

Hernán Ronsino

Ganadora del Premio del jurado novela Bienal Arte Joven Buenos Aires 2019. 
Jurado: Selva Almada, Félix Bruzzone, Editorial Entropía




Contratapa

 

 

 

 

 

 

 

 

     
   

Sabíamos el tiempo que iba a venir por el celaje. Refucilos que se desparramaban a lo largo del cielo, nubarrones que decían tormenta. Pero aún no prendía del todo, andaba lejos, la veíamos centellear en los rincones del campo abierto mientras se levantaba el viento, corría entre la paja espigada. Como si anduviera junando el viaje, tomando fuerza acá y allá, nos siguiera el rastro. A esa altura llegamos a ver un grupo de pajarracos de alas cortas, picos ganchudos, planeaban cerca del piso mientras nos pasábamos el mate todavía tibio. ¿Será que llueve?, dijo Rudes. Nadie respondió nada. Elena me señaló un camino de hormigas que iban por el borde del cajón. El viento levantaba polvo entre el pedregullo. Habíamos cruzado ya dos, tres diligencias en marcha contraria, apuradas, supusimos, por volver al pueblo. Sin embargo se sentía como si merodeáramos por camino solitario. ¡Bah! ¡Nos tienen miedo que salimos al camino!, dijo Rudes. Quedamos en silencio.

Nos detuvimos de repente. Entre las ruedas del carro fue a perderse algo. Si tenía cabeza se la golpeó contra la madera. Retumbó. Después salió disparado, como un pájaro o perro viejo que cruzaba el camino, los caballos habían frenado juntos, como si hubieran visto un fantasma. Nos sacudimos, nuestros cuerpos, despabilados, preguntaron qué, cómo, por qué. Asomados, los cuatro vimos al bicho que volaba en el aire, sentimos el rechinar de las ruedas, el cuero tensado de las monturas de los caballos, el animal en el aire, histérico, peludo, hacía su aparición, caía al piso, una mancha punzó le brotó en pedazos sobre el pecho, como un kinetoscopio. Nos miramos. Nos quedamos inmóviles, el paisaje en nuestros ojos aún se mecía. Con el carro detenido, Pedernera bajó del pescante, a nosotras nos recorrió los cuerpos la brisa caliente de ese campo. Caminó despacio hasta agarrarlo. Nos hizo una señal con la mano, decía estense quietas. Casi que hicimos caso. El frío áspero de la mano de Elena se deslizó sobre la mía. El hombre tomó el perro por las patas, la cara desfigurada, parecía una liebre. Pelaje sucio, patas quebradas. ¿Hay que dispararle?, dijo Rudes desde su lugar, sentada en el pescante, levantó el arma de la falda, buscaba el lugar exacto donde empujar la vida para que saliera. Nosotras contuvimos la respiración, pensé en nuestros estómagos, estrechos como los de algunos animales. Largamos el aire. Pedernera revoleó el perro al lugar de donde había salido. Parecía decir la basura a la basura. El golpe en el suelo, despiadado, el sonido de las cosas que suenan por última vez. 


 

Fragmento
     
   

Autor

 

Foto de solapa:
Ana Acosta
 
                     

Fermín Eloy Acosta nació en Olavarría en 1990. Es escritor y guionista. Bajo lluvia, relámpago o trueno es su primera novela.


   

Reseñas

Presentación
(Julián López)

Latfem
(Agustina Paz Frontera)

Revista Ñ
(Maximiliano Crespi)

El diletante
(Raúl A. Cuello)

Merece una reseña
(Mercedes Alonso)

Revista Invisibles
(Mariana Skiadaressis)

Otra parte
(Pablo Potenza)

Leedor
(Adriana Santa Cruz)

En línea
(Carlos Verucchi)

Entrevistas

Suplemento Soy
(Daniel Gigena)

Télam
(Emilia Racciatti)

 

 

[Texto leído en la presentación]

La escritura

Por Julián López

Un día deberíamos hablar de esta performance, la presentación de un libro, el evento literario como género. En tiempos en que los consejos para escritores lo dejan a uno perplejo no está de más preguntarse acerca de los límites de nuestras posibilidades, ¿de qué vamos hablar en un evento como este en el que estamos reunides? Podríamos decir que en una gran parte de la alegría de estas apariciones y eso es así, eso está bien, pero ante tanta oferta de literatura, mí me gusta pensar que podemos hablar simplemente de escritura. De esa acumulación de ansiedad y de angustia, de ese vislumbrar que abre y cierra el pecho alternativamente, que nos llena de una pasión radiante que muchas veces también es sombría cuando la mano empieza a gotear, insólita y sorprendente, cuando la mano empieza a destilar una historia, un modo de narrar lo que se ha visto, una perspectiva, lo que por fortuna y sobre todo por condena uno ha atestiguado.

Me gustaría contarles que creo que Bajo lluvia, relámpago o trueno de Fermín Eloy Acosta es un libro hermoso.

'Ahora suba al carro', la novela empieza así de determinante, así de master y de lasciva frente a su esclava. Ahora suba al carro dice a la lectura, rigurosa y sensual, métase usted acá, escuche.

Leer, leemos todes, escribir, escribimos todes, pero escuchar y mirar y decir prosodia, eso no es tan común, eso es lo que uno agradece, por lo que uno renueva sus votos maltrechos con la encarnación. Fermín Eloy Acosta escribió una novela que se dictó a sí mismo, que se musitó y se repitió y por la que fue y volvió como por las cuentas de un rosario devoto, así se escribe. La escritura de Acosta se percibe consciente de sí, laboriosa, naturalmente espléndida, autónoma de la fantasía de creer que es un medio para llegar a algo que se reduce la cintura de la autoimagen. Acá hay un fraseo insolente que juega a la idea de una tradición y propone un viaje entre cicuta, entre pájaros solitarios y perros que parecen liebres. Una carreta con cuatro mujeres entre mundos y un tuerto que atraviesa el paisaje polvoroso de la pampa, al comando de una muerta que instruye sobre cómo no oler, cómo observar todo lo que deber ser observado para que el viaje llegue a destino. Bajo lluvia, relámpago o trueno muestra que el destino de esa carreta es simplemente es el viaje, el despojo de todo lo demás. La escritura de Fermín, sus valerosas decisiones estéticas e ideológicas muestran con belleza laboriosa, con el encantamiento de una mirada fija y dulce, que el destino de una novela que se precie es la constelación de relaciones de lecturas que es sí misma, que el destino de esta excelente novela es, al fin, la escritura".

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[Latfem]

Tensión en el medio de la nada

Por Agustina Paz Frontera

Tres mujeres recorren un camino interminable, extenso y bifurcado, hasta Villa Evangelina, donde deben enterrar un cadáver que arrastran con ellas. A medida que avanza la carreta, surgen al costado de la línea de rastrillaje y hacia adentro de la memoria, sucesos que van demorando la marcha, alejando el objetivo: dejar a la muerta en paz y que ella deje en paz a las vivas.

Salvo excepciones (Libertad Demitrópulos, cuyo Río de las congojas es citado en este libro, Sara Gallardo o Gabriela Cabezón Cámara) el criollismo suele ser narrado desde el punto de vista varonil. El canon habla de un pasado mitológico cuando la masculinidad violenta y proveedora construía un territorio a su medida donde solo había desierto que desvirgar, y donde lo femenino eran apenas personajes secundarios de la historia con mayúscula. La mujer era la china, la niña, la madre, siempre en relación a él, nunca ensimismadas, interconectadas, cooperativas.

En esta novela, en cambio, un grupo de mujeres surca el país y a su paso reivindica su organización. La idea de conjunto, que el todo es más que la suma de las partes, define a este grupo de mujeres (tres vivas y una muerta): “¿Quién era yo sino el conjunto de mis hermanas? Me hablaba como a una sola, que era la misma y eran todas”. Esta construcción de la alianza femenina como fuerza natural, como un rayo que recorre la pampa, un refucilo que ilumina y oscurece, es excepcional. Como es también raro el vínculo entre la interdependencia y la vulnerabilidad. Ninguna de ellas es autónoma, y nadie se avergüenza por ello: “nos turnábamos para estar enfermas”, dice la voz de la narradora. La enfermedad, la acechanza de la muerte, recorre este relato como podemos imaginar que la fragilidad y precariedad de los cuerpos tendría lugar en la intemperie campera del siglo XIX.

Fermín Acosta reconoce la operación: “Por supuesto que la idea de un grupo de mujeres que atraviesan un territorio hostil y se enfrentan a un montón de atrocidades está ideada. Poner un personaje del borde a cruzar un territorio en disputa busca, creo, dar vuelta o tensionar un montón de mandatos de poder”. Para el escritor, también guionista, el proyecto inicial de esta novela tenía la intención de recuperar el momento bisagra del siglo XIX en que “se fundaron los fortines provinciales que fueron, paulatinamente, transformándose en ciudades”. Trabajó en primer lugar el texto en el taller del escritor Julián López y luego en el marco de la clínica que ofrecía la Bienal de Arte Jóven de Buenos Aires, coordinada por Hernán Ronsino, certamen que finalmente tuvo a esta novela como ganadora.

“Le sentí el aliento en la cara”, dice la narradora. Los cuerpos cerca, oliendo, sonando, supurando, recuerdan los de otro trip famoso de la literatura argentina: el de Mansilla hacia el país de los ranqueles. Con ese otro viaje esta novela se relaciona también a través del barroquismo de la descripción espacial y sensitiva. Si no alcanzaban las palabras del siglo XXI Acosta fue a buscar al pasado una artillería florida del léxico rural que sorprende: arvejillas, mensú, carqueja, pescante. Para el autor, las imágenes y palabras de la ruralidad sin querer están “ligadas a la experiencia de ese mundo en que había crecido. Siempre me había resultado súper monótono y buscar belleza ahí creo, me parecía imposible”.

Por último, en Bajo lluvia, relámpago o trueno, también el autor juega, con sigilo, con uno de los problemas de siempre: quién es el otro. El otro puede ser Pedernera, ese chofer tuerto al que las mujeres emplearon a destajo, el otro es un varón; el otro son los indios, mencionados pocas veces: como víctimas de una matanza detrás de un muro, o jugando en equipo con los animales: ”regla del campo, créame, andar en caravana si no nos orientamos, que no somos ni indios ni animales”. Lo otro puede ser el mundo donde viven los espíritus o el otro es el Estado: innominado, inexistente, fuera del mundo.

En resumidas cuentas, lo que Fermín Eloy Acosta logra con esta suerte de Fitzcarraldo que reemplaza barco por ataud y selva por estepa, es traernos una relato con un nuevo punto de vista sobre la historia de nuestro país, sobre un siglo XIX donde conviven una serie de relatos contradictorios y sobre los bordes siempre tensos que nos acompañan desde siempre.

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[Revista Ñ]

Dos medio hermanas cruzan la provincia en carreta

Por Maximiliano Crespi

Un refucilo en el desierto es una suerte de promesa. Y lo que Bajo la lluvia, relámpago o trueno promete es el arribo de un proyecto literario distinto con relación a las producciones narrativas contemporáneas: una apuesta cuya radicalidad consistiría en romper lazos de referencia estética e ideológica con el presente.

En cierta medida lo consigue. Haciendo pie en la inquietante frase de las brujas de Macbeth y con ciertas resonancias de un Faulkner macerado por Tizón, la opera prima de Fermín Eloy Acosta toma distancia del redil de relatos progresistas malogrados entre la crónica y el costumbrismo etnográfico y presenta una ficción extraordinaria, que se desmarca y singulariza con la fuerza provocadora y desnaturalizadora del anacronismo.

Tiene razón el sociólogo Hernán Ronsino al subrayar que es la voz de la madre muerta la que hace hablar a las demás en ese trayecto impuesto por un compromiso familiar que, narrativamente, se deshace siempre retrotrayéndose a escenas, memorias y juramentos distantes. Diría más: en última instancia, es solo esa voz omnívora que regresa del pasado la que, en los silencios de ese viaje signado por el mal agüero, se pronuncia a través de los demás personajes con el afán explícito de recuperar un mundo regido por retóricas, anhelos, frustraciones y vasallajes que, en la distancia de la escucha actual, toman los atributos de la justificación telúrica.

En el plano de la fábula, la cuenta parece saldada: la época (estimable a fines del siglo XIX), el escenario (una llanura agreste, abierta y casi sin referencias) y la escena (dos bucólicas medio hermanas con el cuerpo de su madre muerta en un cajón cruzando la provincia en una carreta conducida por un tuerto) dan la pauta de la criteriosa elección de un espacio imaginario estimulante.

En el régimen de la ficción, la escalada de desgracias que registra la travesía aparece contada desde un “laborioso” embellecimiento lexical y sintáctico que ha sabido conmover al poeta Julián López pero que, bien leído, acentúa la perspectiva ideológica. Sumergirse en la profundidad de una lengua y una enunciación directa puede ser un intento por incorporarse a los matices de una experiencia del mundo; pero hacerlo desde un procedimiento que insiste en insuflar una lírica afectada a esa lengua popular que adivinamos perdida es una manera de traicionarla.

Acosta no busca identificar aspectos literarios en esa experiencia de la lengua sino cargárselos para acreditar esa buena conciencia que solapa siempre los signos de la mala fe. Los efectos de esa operación estetizante son ante todo políticos: con picos que desgarran el verosímil, la afectación poética con que carga a las voces del relato pisa el cordón de lo reaccionario mitificando una forma de expresión popular en un registro literario.

La rústica narradora no dice sin más que Rudes “había hablado” sino que, vallejiana, “había quebrado una piedra de silencio”; no afirma simplemente que Pedernera tiende a recordar sus aflicciones sino que, güiraldiano, es propenso a “fardar las penas”; y, mientras su hermana se empeña en “auscultar las desgracias”, ella misma, en una pose que por momentos roza la parodia involuntaria, se pierde en las “rutas venosas” de la impostación, engolosinándose en descripciones del sol “dorando” la copa de los árboles y apelando con insólita recurrencia a adjetivos como “ambarino”, “umbroso” y verbos como “blandir” o “acongojar”.

Implícita en la disposición formal, esa marca de militancia ideológica singulariza la novela ligándola a una ensombrecida y aristocrática tradición de la literatura argentina. De esa colocación anacrónica extrae su rareza y el halo de novedad que parece haberle prodigado la bendición del Premio del Jurado de la Bienal Joven Buenos Aires 2019. En cualquier caso, la determinación desde la que la obra está construida es clara y consistente. Por eso no sorprende que, al igual que en aquel pasado lustroso, la fábula produzca también su cierre imaginario: al final del camino, antes de la lluvia, sólo llega esa voz, esa voz cuyo último acto –no casualmente– es el de dar por muerto a ese plebeyo, austero y deslucido animal de compañía que en la novela lleva el nombre de Lengua.

 

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[El diletante]

Una novela de la espera

Por Raúl A. Cuello

Hay una frase de Daniel Link que dice que en la Argentina, "cuando un autor trata de desentenderse de lo que se escribe en su tiempo, vuelve a la gauchesca". No sería exacto decir que Bajo lluvia, relámpago o trueno de Fermín Acosta (Olavarría, 1990), es una novela que pertenece a la gauchesca; antes bien, habría que reconocer que fagocita lo mejor que tiene la literatura decimonónica argentina: su fraseo y su gusto por el desplazamiento dentro del recorte geográfico pampeano. Esta novela hace de la proliferación de frases y reflexiones la argamasa que da sentido al relato, uno que a su vez toma prestada la cosmovisión de cierta literatura sureña estadounidense (se podría pensar en La hija del optimista de Eudora Welty como marco de inspiración).

El tema: un grupo de mujeres atraviesa la geografía de un espacio campestre (cualquiera sea este) para llevar a la madre muerta del personaje que entrega su voz al relato, hasta el cementerio de Villa Evangelina; pero el tema aquí, como en las buenas novelas, es algo secundario. Lo que impresiona del viaje (sensu lato) de Acosta, es la manera en la que dibuja al desplazamiento en un tiempo distinto al que conocemos. El recorrido que hacen Elena, Rudes, Pedernera y quien hace las veces de monólogo interior/exterior en esta historia, se realiza en un tiempo desconcertado, no lineal, es decir, un tiempo topológico. Da la sensación de que el viaje es en círculos y en su circularidad se imbrican recuerdos, impresiones, ensoñaciones e, incluso, señales que son interpretadas como el advenimiento de un acontecimiento no del todo feliz.

Si hubiera que tomar la referencia de un título de la literatura nacional (solo adscribiendo al título y no al contenido) para hablar de esta novela podríamos hacerlo con Radiografía de la Pampa. Porque la novela de Acosta es una radiografía y a la vez es su negación constitutiva: lo es en cuanto a que por las referencias que su autor va sembrando en el recorrido (bichos que vuelan por los aires, perros que ladran a la vera del camino, las cuestas y particularidades topográficas de la ruta) uno puede percibir en dónde se encuentra; pero a la vez se trata de una radiografía que no revela nada: la novela pareciera confirmar que toda geografía pampeana es similar a sí misma, que esta pierde en su propio abismo, que suele fundirse en su propio paisaje y es a partir de ese movimiento que surge algo nuevo en el marco de referencia. Entonces la novela, poco a poco, se va despegando de las etiquetas y ya no es una muestra más del género gauchesco; ya no es una travesía lineal que conecta dos puntos de la geografía argentina y, como si lo anterior fuese poco, no es un relato --tan común de encontrar en la literatura local contemporánea-- hacia la modificación de la autopercepción del yo. Lo que se puede decir de Bajo lluvia, relámpago o trueno es que se trata de una novela de la espera. La espera de una tormenta que está siempre por venir.

 

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[Merece una reseña]

Un desierto sin atributos

Por Mercedes Alonso

La literatura argentina está obsesionada con el pasado. No solo con la historia –el siglo XIX mayormente, la conquista en un segundo lugar, sin entrar a considerar el pasado reciente que ocupaba buena parte de la producción contemporánea hasta hace no tanto– sino con el pasado de la literatura. César Aira escribe el siglo XIX en Ema, la cautiva o en El vestido rosa y vuelve a los indios de Mansilla y Echeverría, lo mismo que Martín Kohan que retoma a este último como personaje en Los cautivos o que Pedro Mairal, que en El año del desierto imagina el futuro con la clave espacial del pasado: el desierto, entre otras referencias literarias que llegan hasta “Casa tomada” de Cortázar. O que Hernán Ronsino, quien le disputó Chivilcoy a Sarmiento y ahora firma la contratapa de Bajo lluvia, relámpago o trueno de Fermín Eloy Acosta, la novela que resultó ganadora del Premio del Jurado de la última Bienal de Arte Joven de Buenos Aires –lo que supuso la lectura y el reconocimiento de Selva Almada, Félix Bruzzone y la editorial Entropía en la que está publicada la novela.

Acosta parece querer sumarse a esta tradición cuando arranca un relato que transcurre en la llanura como la imaginamos en el siglo XIX, con un epígrafe de Río de las congojas de Libertad Demitrópulos, una novela que hace algunas décadas volvía sobre el pasado de la conquista y sus relatos. Pero no se trata de una fuga simple hacia el pasado. No están ahí las claves del presente: no es espejo ni origen de un devenir. Bajo lluvia, relámpago o trueno no es una novela histórica, ni siquiera al modo de la “nueva novela histórica” en auge hace unos treinta años. Se trata, en cambio, de una apelación difusa al pasado a través de una mucho más concreta al espacio literario que lo concentra: campo, pampa, desierto.

El territorio es impreciso. La narradora, su hermana postiza Elena, la tía Rudes y Pedernera, empleado por las tres mujeres para conducir el carro y guiarlas, salen desde una ciudad con puerto pero sin nombre hacia Villa Evangelina, que no figura en los mapas, para enterrar a la madre, madre postiza y hermana. El campo que cruzan está vacío porque es el campo que en el siglo XIX y en la literatura que lo evoca se llama desierto. Solo que en el de Acosta la palabra tiene un significado literal. No hay poblaciones ni relieve, pero tampoco amenaza. No hay malones ni tigres como hubo en la literatura del pasado, apenas la referencia –ni siquiera la presencia– a indios que conducen ñandúes y un puma que apareció alguna vez. El recorte espacial es, sin embargo, similar al de la tradición. Lejos del “río de las congojas”, el campo termina en el mar igual que en Don Segundo Sombra, solo que ni siquiera llega a verse porque hay un acantilado que es el límite de la llanura: del territorio y del concepto, un accidente que delata el relieve. Además, indica que los personajes se mueven ligeramente más al sur, empujan la frontera hacia el vacío de actividad económica y de amenazas bárbaras.

Lo único que hay en el campo de Fermín Eloy Acosta son bichos, una forma menor de la animalidad que incluye moscas que revolotean, pájaros, perros, poco más. El campo está hecho del sonido de esos bichos, del viento y de las imágenes que recorta la luz: el sol que reverbera sobre el monte de día, los fragmentos que recortan los faroles, velas, fogatas o relámpagos de noche, cuando el campo también es ausencia de luz. En el desierto no se ve nada. La novela sobrecarga la tan sarmientina monotonía de la pampa. Nada interrumpe la llanura, pero además está oscuro y los personajes ven poco: Pedernera, el guía, tiene un solo ojo; Luján –uno de los pocos seres humanos que encuentran en el camino–, es ciego igual que el perro Lengua –uno de los pocos compañeros que encuentran en el camino–.

Con esos límites, la novela narra la percepción –lo visible, lo audible–. El título, tomado de la frase de Macbeth que es su otro epígrafe, se refiere a los fenómenos –visibles, audibles– que la permiten o dificultan. Entre ellos, la tormenta que se anuncia desde el principio. No solo sus refucilos iluminarían el espacio sino que podría interrumpir la monotonía de la llanura. Sin embargo, no llega o se agota en agua y barro: no hay “tempestad sobre la pampa” como la que describe Sarmiento en el relato-mapa del desierto que traza en Facundo; ninguna desmesura, ninguna concesión a la fascinación romántica por lo sublime.

El campo de Acosta también está vacío de referencias literarias. La extensión de la pampa puede asemejarse a la que veía el sanjuanino o la que escribió Saer en La ocasión o en Las nubes, pero la cita culta y el guiño entendido se pierden en la voz narrativa de alguien que está antes de esos textos y que es uno de los hallazgos de la novela. Acosta escribe de nuevo el campo como territorio de la literatura argentina con la voz de la hija envejecida por la muerte de la madre y el camino, una voz que avanza despacio, pausada, casi entrecortada por los parágrafos que componen la novela y en el fraseo tentativo que dice de a poco, igual que avanza la pequeña caravana.

El movimiento de cruzar el campo coincide con la quietud de la espera por llegar a Villa Evangelina. La novela cuenta un viaje inmóvil, de mujeres transportadas por el carro que esperan la llegada o la tormenta; un viaje que se relentifica cuando empieza a hacerse a pie; que no avanza porque la dirección es indescifrable. No hay marcas en el desierto que permitan orientarse. Pedernera tiene un mapa que consulta ocasionalmente pero que no los guía a ninguna parte. No hay rastreadores ni baqueanos capaces de interpretar signos ni saberes ancestrales o descifrar augurios en lo poco que hay, el cielo, los animales. El campo de Bajo lluvia, relámpago o trueno está vacío de signos: los personajes construyen a la vez el mapa y el territorio por el que se desplazan ellos y la literatura.


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[Revista Invisibles]

Mujeres de mal agüero

Por Mariana Skiadaressis

Esta novela es relevante por varias razones, una de ellas es que se trata de la primera novela del autor, que así muy fresca, viene a inscribirse, aunque sea anacrónicamente, en la serie de la literatura gauchesca. Claro que no es estrictamente como un poema de Hernández o como los mapas de las andanzas trazados por Mansilla, pero está ahí, sin duda en diálogo con los albores de la literatura nacional. También lo hace con la constelación de obras contemporáneas que retoman de algún modo la gauchesca, pero narradas con voces femeninas: Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara, Enero de Sara Gallardo y El año del desierto de Pedro Mairal, entre otras. En la narradora femenina de esta andanza por el desierto que es Bajo lluvia, relámpago o trueno, se le otorga voz a quien no la tuvo: la mujer pobre del campo de hace dos siglos atrás.

Los personajes son cuatro mujeres -una de ellas muerta- y un hombre, quienes van en una carreta rumbo a un pueblo donde la muerta ordenó ser enterrada. De hecho, es ella quien abre el texto: “Ahora suba al carro. Sin miedo, salga y cruce el campo. La amargura sabe asentarse. ¿Se acuerda de ese trago de ajenjo todas las noches en la cocina, y cómo poníamos a correr la sangre: de un lado a otro?”. Luego, es la voz de una de las hijas la que retoma casi toda la narración, excepto por algunos pasajes donde la muerta continúa dirigiéndose a ella en segunda persona, dándole directivas.

El lenguaje de la novela está trabajado con minucia y dedicación, como un bordado que se va construyendo con imágenes y palabras que de tan viejas parecen nuevas (refucilo, tapera, brasero). La extrañeza del estilo genera un universo actualizado por medio del cual el lector se ve llevado en este viaje tan particular. El campo que los personajes atraviesan no tiene límites ni bordes: es aquello aún no dominado por la cuadrícula de la ciudad. Una intemperie absoluta en la que se pone de manifiesto la fragilidad de los cuerpos ante la naturaleza.
Hay un mapa que aparece al principio de la historia pero que luego viaja escondido entre las ropas de Rudes, hermana de la muerta, y luego se lo queda Perdernera, el hombre que maneja el carro. La narradora apenas lo ve pasar como una promesa esquiva y funciona como la esperanza de llegar a destino. En realidad, es el recorrido de la carreta lo que hace mapa en ese desierto de polvo y fortines vistos de lejos. No hay nada más que campo y más campo alrededor, sin embargo, los personajes se aferran a su humanidad para no terminar de perderse en esa intemperie.

La determinación, por momentos absurda, de continuar con la travesía, descansa en la necesidad de oponerse a la barbarie a través del rito cristiano del entierro: solo los animales y los indios no dan sepultura a sus muertos. Para sostenerse del lado de lo civilizado, la narradora también adopta un perro que encuentra por ahí y lo llama El lengua. Por un lado, una mascota implica la domesticación de un otro inferior, y, por otro, le pone ese nombre que la reasegura en la palabra, el lenguaje como marca de ingreso en la cultura. Una de las últimas cosas que pierde la narradora en manos de esta despersonalización que opera el desierto sobre ella -y sobre todos los personajes-, es el perro.

El relato se construye como una tragedia desde el título -que alude a una frase de la obra La tragedia de Macbeth de Shakespeare. Contra viento y marea, van a enterrar a la muerta y el texto nos hace saber mediante indicios que esa determinación no es la mejor, lo que se conoce en el lenguaje de la novela como “mal agüero”. Los signos de que las cosas pueden salir mal, proliferan: está por desatarse una tormenta, la carreta es seguida por pájaros carroñeros, y apenas comienzan la marcha, atropellan un animal. Dice el conductor de la carreta, al que contrataron para emprender este viaje, luego de tener un accidente: “Ya me lo habían dicho en el pueblo y hasta me lo dijeron varios. Con esas no, mal agüero, juntadera de problemas, viven en casa rodeada de perros, reciben gente del fortín que entra y sale, cada tanto. Pura maldición llevan esas, acarrean, levantan desgracia, la sueltan en cualquier parte, con ellas va la malaria. A esa casa no se acerque, avisaron: vienen del campo a la ciudad, echadas por la mala suerte, rompen lo que tocan”.

Lo último, y una de las cosas más destacables de esta novela, es que no solo viene a echar una luz nueva sobre la tradición literaria argentina, sino que además, en un giro paradójico, suma color a la producción literaria actual que, últimamente, nos tiene acostumbrados a cierta homogeneidad en temas y formas.

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[Otra parte]

Perdonen la tristeza

Por Pablo Potenza

Bajo lluvia, relámpago o trueno, sorprendente primera novela de Fermín Eloy Acosta —ganadora en la Bienal Arte Joven Buenos Aires 2019—, lleva como epígrafe la frase de Macbeth de donde extrae su título, pero también podría haber llevado el famoso verso de César Vallejo “perdonen la tristeza”. Con ritmo lento y regular, con tono bajo, la triste voz que narra es la de una mujer sin nombre. Junto con una hermana y una tía, guiadas por un baqueano, van en cortejo fúnebre hacia Villa Evangelina, donde deben enterrar a su madre, que acaba de morir en algún otro punto inexacto de la provincia que ahora deben cruzar. Un viaje interminable por los espacios imprecisos y los tiempos míticos de la literatura argentina: la campaña, la pampa, la frontera, el desierto, algún momento del siglo XIX.

La pampa no es un escenario pasivo, sino un medio vivo que actúa sobre los personajes. Los peina y los gasta, escribe Acosta, es decir, los arrastra dentro de su geografía, los cerca con su clima y los vacía hasta matarlos. Pero es ahí, después de los cuerpos, cuando sobreviven y surgen —a lo Pedro Páramo— las voces: la de esta hija que narra y la de la madre muerta, que se le adelanta y prologa cada uno de los cuatro capítulos, con anuncios, consejos y exigencias. Si estas advertencias de la trama separan escenas, también condicionan la narración, en tanto fundan un plan de escritura. Todo podrá deshacerse (gastarse), salvo ambos mandatos maternos: la promesa del entierro y la conminación a escribir.

Porque lo que se discute en esta novela es el poder de mando. ¿Quién manda? ¿La autoridad de los mayores, con la madre dominante y la tía protectora? ¿La fuerza masculina, con Pedernera, ese hombre que conoce los caminos y ve el futuro en las entrañas de los animales? ¿La voz del entorno natural, que también se despliega para anunciar monotonía y vacío (“todo eso que nos decía esto soy, no tengo más, me repito, este es el paisaje”)? ¿O la tradición, que reclama relatos de aventuras, desafíos, guerra y exterminio? Ninguno de ellos. A todos enfrenta y se impone la voz femenina que narra. A la tradición, componiendo un relato en el que la peripecia es mínima. A la madre y la tía, reconstruyendo sus historias silenciadas. A Pedernera, explotando su necesidad de dinero. Y a la pampa, comprendiéndola, para poder ver y descifrar la vida allí donde aparentemente no había nada. La capacidad para nombrar lo que está en el campo corroe el registro realista por medio del uso de una lengua que, mientras suprime palabras y altera sintaxis (“las sierras se iluminaban. Agua dorada”), se expande en la develación de flora y fauna (pandera, murta, sarandí, cebadilla, nim-nim, espadaña; vizcachas, gavilanes, caranchos, comadrejas, garzas, teros). De esta forma, sin llegar a ser técnica o especializada, sí adopta una forma única, de alguna manera tuerta, como el rastreador Pedernera, o ciega, como el “Lengua”, el perro que acepta ese nombre al sumarse a la caravana.

Lo que Fermín Eloy Acosta viene aquí a demostrar es que no manda quien impone las condiciones sino quien las acepta, juega dentro de ese marco, lo enfrenta y reconvierte los paradigmas: los de la narrativa del siglo XIX, en este caso, que la narrativa del siglo XXI viene modificando últimamente.

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[Leedor]

Una urgencia en cuatro actos

Por Adriana Santa Cruz

Todo libro se escribe dentro de un universo de referencias culturales, históricas, políticas e intertextuales. Bajo la lluvia, relámpago o trueno nos lleva hacia una Argentina del siglo XIX y nos recuerda algo de “La Cautiva” de Echeverría, o de la literatura de los viajeros que recorrían nuestro territorio enfrentando diferentes peligros y haciendo camino al andar. El título remite a Macbeth de Shakespeare, según nos indica uno de los epígrafes. El otro, de El río de las congojas, de Libertad Demitrópulos, ubica el texto dentro del grupo de novelas históricas contemporáneas que se proponen rescatar otra mirada sobre nuestro pasado.

Tres mujeres y un hombre recorren la pampa para llegar a Villa Evangelina y enterrar a una muerta que llevan en un cajón, cumpliendo así la promesa que le hicieron. La muerta es la madre de la protagonista y de Elena, y hermana de Rudes. Ellas contratan a Pedernera para que las guíe a través de un camino lleno de peligros, de presencias fantasmagóricas y de malos presagios. Ya desde el comienzo, un grupo de pajarracos vuela cerca de ellos, y de inmediato recordé el comienzo del Cantar del Mío Cid, donde aparece la corneja que era un ave que anunciaba dichas o desgracias, según de qué lado aparecía. En la novela de Fermín Eloy Acosta, la mala suerte acompaña a los personajes a lo largo del camino, lo que rodea todo el relato de un halo de superstición, de misterio, de inminente desgracia que va cayendo sobre los personajes.

Pedernera acusa a las mujeres de ser las causantes de la desgracia: “Incendiaron un rancho, acarrearon accidente, echaron mal agüero sobre cualquier cosa como se echa ropa sucia. Si hasta nos persiguen los animales del campo como a la carne podrida”. Un hombre frente a tres mujeres, lo masculino y lo femenino peleando para sobrevivir. Las novelas históricas están llenas de estos relatos de viajeros, pero en este caso la originalidad es la narración desde el punto de vista de una mujer que, además, dialoga con su madre muerta que le da órdenes y la incita a no dejar inconclusa su misión. A través de los recuerdos y de lo que ocurre en el presente de la historia, aparece clara la sororidad como cualidad imprescindible para sobrevivir. Desde los consejos de la madre cuando eran chicas: “…al monte no vayan, del monte no se entra, no se sale, salvo que sean grandes. Al fortín salvo que lo necesiten” hasta la Remington que lleva Rudes encima todo el tiempo, el peligro es una constante que une a las mujeres que están a la merced de la naturaleza y de los hombres que acechan.

El epígrafe de Shakespeare que mencionaba al comienzo también se puede leer desde la idea de lo trágico como signo de los personajes. Hay una urgencia, llevar una muerta que se está descomponiendo y enterrarla, hay enemigos, hay un destino que se erige inexorable, todos elementos de la tragedia clásica que, en la novela, se traducen en cuatro partes (actos) separados por los pasajes donde la madre toma la palabra. Jorge Luis Borges, en su cuento “There are more things” (título que remite a Hamlet de Shakespeare), afirma al comienzo: “El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos”, aunque la protagonista de Bajo lluvia, relámpago o trueno está condenada a no poder olvidarlo.

Lo que hace también original a la novela es el manejo del lenguaje que hace el autor rescatando palabras que remiten al pasado o a una tradición literaria: un lenguaje pulido, cincelado, elegido con una precisión destacable. Y a partir de ese lenguaje, las descripciones adquieren una importancia fundamental: “Una luz cetrina nos pintaba las caras, el galopar de los caballos hacía rato era el mismo. Las mariposas de noche venían al farol en racimo. En pedazos acarreaban el peligro de afuera: lo que dejaban, capa fina de polvo que desaparecía sobre nuestras manos…”;  “…de nuevo vi la boca del cielo que se tragaba la tarde”; “Si hasta el canto de los chajás, las golondrinas, los teros, todos parecidos, todos lo mismo, en ramillete, reunidos, afinaban misma melodía mientras se apagaba la tarde”.

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[En línea]

El baldío que arrecia

Por Carlos Verucchi

Tres mujeres contratan a un hombre para que las lleve a cruzar el campo. Del otro lado, en la frontera, hay un pueblito llamado Villa Evangelina. Rudes, Elena y la narradora suben con desconfianza al carro de Pedernera. Llevan el ataúd de quien fuera hermana, madre adoptiva y madre de cada una de ellas. Se disponen a cumplir con el deseo de la difunta de ser sepultada en la tierra de la que alguna vez se había ido.

La novela transcurre en el tiempo que dura el viaje y en un espacio indefinido que no puede ser otro que la llanura pampeana. Un espacio arduo, deshabitado, hostil. Un espacio que se ofrece al lector no como la literatura clásica imagina o presenta a la pampa decimonónica sino tal como la narradora lo ve, como lo va descubriendo en la medida que lo recorre y lo explora, visión que estará teñida de prejuicios, de preconceptos, de supersticiones que ven en cada acontecimiento vulgar símbolos de un porvenir inmediato que se ofrece desgraciado.

Las virtudes del texto de Acosta no hay que buscarlas en la historia que narra, ni en la ansiedad que suscita el deseo de conocer el desenlace, ni siquiera en la interacción entre los personajes. La virtud de la novela está dada en la mirada original con que la narradora ve a sus compañeros de travesía, al campo y sus peligros, a todas las cosas. Y esa originalidad se manifiesta en la singularidad del lenguaje con el que la narradora nos cuenta cómo es “su” pampa, en la manera de ver y descubrir para luego contar eso que va viendo. Una manera de contar que de algún modo reinventa a esa llanura despoblada de la que ya no tenemos referencia concreta y, por lo tanto, pudo haber sido de cualquier forma, pudo haber tenido cualquier característica, pudo haber sido cualquier cosa porque lo que en realidad fue ya se ha vuelto irrecuperable.

Todo lector tiene derecho a imaginar o vislumbrar metáforas detrás de un texto. Esas asociaciones son lícitas independientemente de si esa mirada metafórica haya estado o no presente en la génesis con la que el autor fue tejiendo su narración. Me siento tentado de suponer que ese desierto interminable, ininteligible y arisco que nos presenta el autor, no es otra cosa que el lenguaje: el terreno en el que un escritor debe buscar sus formas de expresión, sus herramientas discursivas. Un ámbito sórdido y lleno de misterios, un plano dinámico en el que permanentemente surgen imprevistos, en el que recién después de mucho transitar y padecer todo tipo de inclemencias aparece algo similar a una huella, a un rastro, a un patrón que sirva de referencia.

Y para buscar originalidad en ese lenguaje en el que el escritor debe seleccionar su patrón narrativo, hay que ir a la frontera, hay que andar un largo camino hasta los márgenes. Ese parece ser el desafío de Acosta, el intento de empujar sus giros narrativos hasta extremos nunca antes explorados, el desafío de hallar otra manera de decir, de encontrar en ese lenguaje marginal alternativas superadoras, dotarlo de mecanismos inéditos, mecanismos que más de una vez obligan al lector a volver sobre una frase para comprobar que efectivamente fue concebida bajo los cánones gramaticales que imperan en este tiempo y espacio.

Evidentemente hay en esa concepción narrativa cierto vínculo con escritores como Hernán Ronsino (quien se encarga de escribir la contratapa de “Bajo lluvia, relámpago o trueno”) o, yendo aún más lejos, con ese monumental universo narrativo que diseñó Saer.

Lejos de acobardarse con ese baldío que arrecia, Acosta corre, desafiante, sobre ese espacio virgen. Intuyendo que si logra vencer los miedos que provoca encontrará en él un potencial narrativo desconcertante pero encantador. Irresistible.

Con su primera novela, Acosta inaugura ya un estilo, funda cierta marca que le confiere un carácter original, una apuesta arriesgada. Su novela nos empuja a transitar cada página casi como si fuera un texto poético, disfrutando de cada párrafo como si estuviéramos descubriendo un costado escondido que tenía nuestro lenguaje y nunca vimos. Y detrás de ello, metafórica o concretamente está la pampa, ese espacio tan codiciado en el que nos tocó nacer y que condicionó nuestra manera de ser, nuestros miedos, nuestra Historia, nuestra literatura.

Tal como venimos aventurando desde hace tiempo en esta columna, Olavarría atraviesa años doradas en su producción literaria. El texto de Fermín Eloy Acota no hace sino confirmar esa sospecha.

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[Suplemento Soy]

Mutis por la pampa

Por Daniel Gigena

Tres mujeres a bordo de un carro conducido por un hombre tuerto inician una travesía por la pampa para dar cumplimiento a la última voluntad de una finada: ser enterrada en el cementerio de Villa Evangelina. Ese es el tranco inicial de Bajo lluvia, relámpago o trueno, novela de Fermín Eloy Acosta (Olavarría 1990). Acosta trabaja como docente e investigador en áreas ligadas a la teoría queer, las disidencias sexuales, los feminismos y las imágenes e integra, además, el equipo de Micropolíticas de la Desobediencia Sexual en el Arte de la Universidad Nacional de La Plata.

La Rudes, hermana de la mujer muerta y una suerte de Vieja Vizcacha que sigue las conversaciones ajenas incluso en sueños, es la que toma las decisiones a la hora de emprender el viaje. “Desde la muerte de mamá, lo único que hacía Rudes era dar órdenes, hablar mal del resto de la familia, de mis hermanas, las muertas, de la gente del fortín, maldecir a todo lo que le descansara en la vista más de lo esperado”. Como signo de esa excitación, que no es sólo verbal, Rudes viaja con una escopeta debajo de la falda.

La otra pasajera en tránsito es Elena, “hermana paga” de la hija narradora. “Había venido a vivir con nosotras desde chica. Un día mamá dijo: vino a ayudar, que se les junte y que aprenda, una más de ustedes, se le da casa a cambio de trabajo”. Elena, que está embarazada de padre desconocido, comparte la misma idea que la narradora acerca del singular cortejo fúnebre, al que escoltan perros raquíticos, chimangos y nubes de moscas. “Todo esto era un sueño largo. ¿Y qué no era un sueño largo en ese lugar donde el paisaje da calambre?”.

A lo largo de la novela, fluye la voz de la hija de aquella que viaja en un ataúd de madera entre alimentos, ropa, faroles, leña, papagayos y “una carta de recomendación del arzobispo firmada de puño y letra”. Porque aun sin vida, los cuerpos de las personas son propiedad de ciertas instituciones. Esta hija, la única sobreviviente de varias hermanas, y que tal vez no ha querido tanto a la madre, es la que debe cumplir la promesa. Para darse valor, la huérfana improvisa un lenguaje: “Silbé melodía sencilla que había inventado mirando el paisaje, hacía muchos días y cuando por primera vez había visitado el campo, después de su muerte, orfanato al que de poco todos, tarde o temprano, nos toca ir entrando”.

Lucio Pedernera, el hombre que conduce el carro, conversa con los caballos e interpreta las presencias del paisaje (casi siempre como signos de mal agüero), intenta llegar a destino con la ayuda de un mapa provisto por Rudes. “Lo había conseguido ella en lugar del campo abierto donde se apostaban los baqueanos y los borrachos, al otro lado del fortín y del saladero”, cuenta la narradora en su estilo por momentos tan desconfiado como telegráfico, con frases que parecen despoblarse de algunas palabras. Pese al detalle de los pormenores del viaje, asociados en directo libre con el pasado de las protagonistas, la novela de Acosta tiende de forma paulatina al mutismo.

“Me interesaba ubicar el relato en torno a un grupo de personajes muy particulares, en su mayoría mujeres, que atraviesan un territorio hostil, inexplorado, polvoriento; una caravana que siguiera las órdenes de una voz del más allá –grafica el autor-. Para eso tomé géneros de los que soy muy lector y que albergan un montón de posibilidades creativas, como el fantástico, el terror y la novela gótica”. El proceso del libro tuvo un desarrollo de dos años y medio. “Si tuviera que señalar un inicio, lo encuentro hace tres años entre un verano que pasé en Olavarría y un puñado de lecturas de literatura argentina y norteamericana que me acompañaron en aquellos meses. También me marcaron mucho las lecturas que me recomendó en aquel entonces Leopoldo Brizuela en torno de autoras estadounidenses que exploraban ciertos límites del lenguaje e incorporaban un repertorio de palabras y formas de hablar ligadas al territorio rural”, cuenta. Esas “damas sureñas” destacadas por Brizuela eran Carson McCullers, Willa Cather, Katherine Anne Porter, Flannery O'Connor y su amada Eudora Welty.

En principio, Acosta trabajó su texto con Julián López y, luego de ser seleccionado con otros participantes para la Bienal de Arte Joven, en un taller con Hernán Ronsino. “En mayo la envié al concurso cerrado de la Bienal y fue una gran sorpresa cuando me anunciaron que Selva Almada, Félix Bruzzone y Entropía la habían elegido para ser editada”, dice el autor de Bajo lluvia, relámpago o trueno, que toma su título de una línea de Macbeth.

No obstante, el territorio elegido como escenario para su primera novela no es isabelino ni norteamericano. Constituye un emblema de la literatura argentina desde el siglo XIX: la pampa. Como en una novela de terror donde los muertos no terminan nunca de morir y los vivos enloquecen ante el horizonte que arde, la llanura se convierte en tumba y la novela, en una coreografía de espectros que presagian (o aguardan) la llegada de la tormenta final.

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[Télam]

"Me interesa la literatura que narra al lumpen, al maleante"

Por Emilia Racciatti

Bajo lluvia, relámpago o trueno, la primera novela de Fermín Eloy Acosta, premiada por el jurado en la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires 2019, se sitúa en la pampa, como terreno agreste y desierto, en el que tres mujeres se desplazan cumpliendo la última voluntad de una muerta que, con una voz potente, las empuja a abrirse camino en un espacio de amenazas y posibilidades.

Editada por Entropía, la historia narrada por Acosta (Olavarría, 1990) gira en torno a una hija que sigue el mandato de su madre, junto a su tía y su hermana adoptiva, quienes son trasladadas en una carreta por un baqueano, construyendo un itinerario en el que todos se trasforman a partir de detalles que sorprenden y cargan la trama de alucinación y espanto.

En diálogo con Télam, el escritor, guionista, docente e investigador indagó en el trabajo de escritura en un proyecto con el que logró desafiar el lenguaje para construir un universo poético en el que el territorio se transforma al compás de los personajes.

- Télam: ¿Cómo comenzó a gestarse esta historia?

- Fermín Eloy Acosta: El proyecto de novela lo empecé a trabajar en un taller con Julián López en 2017, tenía que ver con recuperar un espíritu de época que siempre fue muy atractivo. Estaba referido a la fundación de los pueblos de la provincia de Buenos Aires y cómo se fueron transformando gradualmente de fortines en ciudades. Me interesaba ese territorio, que había estado durante mucho tiempo en manos de comunidades indígenas ligadas a los indios pampa y donde el Estado-Nación fue avanzando de manera para nada pacífica. En el proceso de trabajo me di cuenta de que quería centrar toda la novela en un mismo personaje, que es esta muchacha que cruza la provincia. La mandé a la Bienal sin mucha expectativa, quedé seleccionado para el taller en el que se trabajaron ocho novelas y fue coordinado por Hernán Ronsino, que puso el énfasis en la estructura, la suya fue una mirada que revitalizó el texto.

- T: El territorio elegido, la pampa, es un gran protagonista, y es un emblema de la literatura argentina desde el siglo XIX. ¿Cómo fue la decisión de escribir desde ese territorio?

- F. E. A.: No empecé escribiendo con inquietudes teóricas, más allá de que mi recorrido tiene que ver con la academia, como investigador y docente, sino que partí del escenario en el que crecí, con una serie de imágenes de la llanura, con un paisaje que se repetía. Soy de Olavarría y hay algo ahí con lo que no me identificaba pero que sin embargo retornó y empezó a aparecer en la escritura muy lentamente y terminó copando la ficción. Me atrae particularmente la fábula, el cuento, no tanto la novela histórica pero sí aquella literatura que ha usado la historia como un campo de posibilidades para explorar. También me gusta mucho la ciencia ficción, me interesa un mundo parecido a este pero que no termina de serlo.

- T: Los protagonistas, los que emprenden ese viaje, están atravesados por un mandato, en especial las mujeres, que deben seguir la última voluntad de una madre. ¿Qué características dirías que comparten los cuatro protagonistas?

- F.E.A: Los personajes son todos un poco borders y se corren de ese borde para ingresar en un escenario que les es muy extraño. Me interesaba el trazo grueso, por eso quería que la novela dialogue con el genero fantástico, con el terror. Los fui moldeando a partir de diálogos con mi abuela, con su forma de narrar la vida. La literatura que narra al lumpen, al maleante, es la que más me interesa. Lo mismo me pasa con la teoría, me interesa aquella que habla de sujetos que fueron expulsados de los marcos de inteligibilidad de lo normal. Mucho de mi trabajo fue por postales, por imágenes: estar en una carreta, reunidos alrededor del fuego, en una cama. Fue lindero al trabajo de la pintura: tomar una imagen que devuelve determinados hechos.

- T: ¿Qué lecturas te acompañaron durante el proceso de escritura de esta historia?

- F.E.A: No son libros que leí durante la escritura pero si son libros que rebotan o resuenan en las páginas y con los que me gusta identificarse. Tuve muy presente la escritura de Elvira Orpheé y su novela "Aire tan dulce", o la escritura sureña de principios del siglo XX o fines del siglo XIX como Carson McCullers y Flannery O'Connor. Tuve muy presente "La carretera" de Cormac McCarthy por la idea del desplazamiento.. Todas estas lecturas estuvieron relacionadas con charlas con Leopoldo Brizuela.

- T: Trabajás como docente e investigador. ¿Cómo fue ese pasaje al universo de la ficción?

- F.E.A: La escritura ficcional se nutre de la teórica y viceversa. Hace poco leí a Donna Haraway y decía que las lecturas de ficción habían sido centrales para escribir sus textos más recientes. A veces se tiende a dividir la escritura académica y la de ficción, y creo que hay zonas más borrosas e interesantes en el medio.