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  Mockba
Diego Muzzio

156 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2007
ISBN: 978-987-23508-0-2
 
         
               
   
       
 

La muerte no es, en los doce cuentos que completan Mockba, una entelequia abstracta exhibida en el laboratorio simbólico de la especulación teórica. En estos relatos, la muerte es una presencia que demanda roce, ritual, una arquitectura y una palpable relación con el devenir de los personajes. Lo que interesa aquí ya ha dejado de ser la finitud de la existencia. Más bien, lo que se explora es el punto de intersección entre los discursos sobre lo mortuorio y el efecto de la palabra como pulsión viva.
Es cierto que, en estas páginas, Diego Muzzio introduce cementerios, enterradores, deudos y profanadores de tumbas, pero también un par de gemelas antiestalinistas, un elefante desbocado o adolescentes que interpretan piezas de Sófocles. De este modo, la referencia tanática queda desplazada con astucia: deja de ser monomanía de la obra, para transformarse en un marco fértil, un entorno para el surgimiento de las innumerables circunvoluciones alrededor del pathos humano. El hallazgo de Mockba, lo que le otorga coherencia y brillantez, es doble. Por un lado, radica en contar doce historias absolutamente disímiles, que sin embargo conservan un hilo conductor corroborable desde lo temático. Por otra parte, Muzzio sabe reactualizar el código de la narrativa clásica, de modo tal que su apuesta formal redunde en una colección de relatos que son, a un tiempo, estilísticamente potentes y conceptualmente reveladores.

Contratapa
               
   
Fotos de tapa: Sebastián Martínez Daniell, Juan Manuel Nadalini
   
         
 
Fragmento

La soledad de los animales

 

Acurrucado en la oscuridad del sótano, Santiago Iriarte bebió unos sorbos de vino. La náusea lo hizo temblar. No había probado bocado en cinco días. Las sienes le latían, su mirada era borrosa. En el extremo opuesto del sótano, los ojos amarillos de Calígula brillaban en la penumbra.
Luego de la muerte de su madre, su hermano Carlos y él bajaron al sótano que la familia utilizaba como bodega. Llevaron con ellos al gato y la poca comida que encontraron en la casa. Tres días atrás, Carlos había salido en busca de más comida. Jamás había regresado. Y ahora Santiago Iriarte comprendía que refugiarse en el sótano había sido un error. Pensó que el cuerpo de su madre aún yacía en uno de los cuartos, pudriéndose sobre la cama. Pensó en el cadáver de Carlos tirado en alguna calle, devorado por los perros y las ratas. Iriarte reflexionó. Sabía que los animales huelen el peligro: nunca se acercarían a un cuerpo apestado.
Debía pensar con claridad, tomar una decisión definitiva. Permanecer en el sótano no tenía sentido; tarde o temprano moriría de hambre. Iriarte no veía otra solución que abandonar el refugio e intentar escapar de la ciudad. En la oscuridad, volvió a toparse con los ojos del gato. Aquella mirada empezaba a inquietarlo. Calígula debía estar igual o más hambriento que él. Quizás no fuera prudente ignorar la posibilidad de que el animal recobrara sus instintos desnaturalizados de cazador para conseguir alimento. La sola idea de que Calígula, aprovechando su debilidad, pudiera atacarlo, lo llenó de pavor. Iriarte casi pudo sentir los colmillos hundiéndose en su carne, desgarrándola. Esta última consideración lo persuadió de abandonar el sótano.
Se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo que sujetó con un nudo detrás de la cabeza. Tambaleándose, subió la estrecha escalera de madera. Empujó la trampa que sellaba el sótano. Un rayo de luz atravesó la oscuridad. Iriarte parpadeó. Calígula se precipitó hacia afuera. Pasó a su lado como una exhalación, una mancha amarilla desfigurada por la velocidad.
Una vez en la superficie, le costó afirmarse sobre sus piernas. Estaba mareado y temblaba frío. Acomodó el pañuelo que envolvía su cara. Atravesó el patio, la sala, un cuarto pequeño, el zaguán y, finalmente, su mano se cerró alrededor del picaporte de la puerta de calle. La abrió. En el espacio que surgió entre el marco y el borde de la puerta, Iriarte vio una mancha oscura, un bulto grande y de límites imprecisos. Le llevó unos instantes comprender qué era.

 

 

   
 

Autor

 

 

 

 

 

   
   

Diego Ignacio Muzzio nació en Buenos Aires en 1969.
Cursó estudios de Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires.
Ha publicado: Sheol Sheol (Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional
de las Artes, 1996), Gabatha (Premio Hispanoamericano de Poesía
Sor Juana Inés de la Cruz, 2000), Hieronymus Bosch (Segundo Premio
de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, 2004), y La asombrosa sombra
del pez limón (cuentos infantiles).

   
                   

Reseñas

 

 





Los inrockuptibles
(José María Brindisi)

Radar Libros
(Juan Pablo Bertazza)

Llegás
(Fernanda Nicolini)

Bazar Americano
(Graciela Goldchluk)

 

[Los nrockuptibles]

 

The long and winding road

por José María Brindisi

 

Si es cierto que vivimos en el universo de lo posible, habrá que pensar estos relatos de Diego Muzzio situándolos en el territorio fangoso y lacerante de lo imposible: la muerte es ese imán contra el que chocan todos los actos, todos los pensamientos, cualquier escapatoria, como si giraran a su alrededor atraídos por su perverso eco. La muerte se intuye, llega, se torna omnipresente, o peor: se lleva todo como si no hubiese habido nada. Así, dentro y fuera de los cementerios –pero nunca demasiado lejos–, los doce textos que componen "Mockba" desdibujan el fluir de lo cotidiano para convertirlo en un largo y sinuoso camino. Acaso porque su origen, o más precisamente su lengua madre, es la poesía, la escritura de Muzzio posee una economía infrecuente; lo que no le quita espesura, ni mucho menos. Por el contrario, ya sea en el relato fantástico (“Mockba”), a través de la parodia (“El Cementerio Central”, de neto corte borgeano), el realismo puro (“El correo del zar”) o la fábula histórica (“La soledad de los animales”, tal vez el mejor cuento del libro), sus personajes parecen replegarse con una intensidad asfixiante, como absorbidos por su destino. De un clasicismo depurado, casi translúcido, cada uno de estos relatos establece innumerables lazos con la tradición (Di Benedetto, Quiroga, London, Kafka y Borges), y sin embargo poseen en su totalidad un hallazgo, entre otros, que no le deben a nadie: la resolución de cada argumento decanta sin estridencias, suerte de coda o fade out que hace que cada historia se entrelace con la siguiente para dejarnos, al fin, un tanto vacíos, o bastante desnudos, o más bien algo indefensos. Si, como se dijo, es cierto que la literatura coquetea con lo imposible, la eficacia narrativa de Muzzio se sitúa en el extremo opuesto y tan sólo nos recuerda una frase que, no por remanida, es menos sabia: lo importante es no morir.

 

 

 

           
               

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[Radar Libros]

 

Lugar común, la muerte

Por Juan Pablo Bertazza

 

Esa cantera de nuevas propuestas literarias en que se convirtió la editorial Entropía publicó Mockba, el primer libro de relatos de Diego Muzzio (1969). Lo primero que llama la atención es que la temática fúnebre de esta obra no coincide con los antecedentes literarios del autor: varios premios en poesía y una colección de cuentos infantiles. No obstante, si uno escarba un poco —haciendo honor a la clave tanática trabajada por Muzzio— enseguida descubre que esos antecedentes aportan lo suyo al libro, ya que estos doce relatos, pese a ser tremendamente directos, se las ingenian para repercutir en la emoción del lector y cuentan con una gran virtud de la literatura infantil: logran la ansiedad de saber cómo sigue cada historia. En ese aspecto, el relato más adictivo es el que, además de darle título a la obra, retoma el clásico tópico del doble, el cual —vaya a saber por qué— tiene mucho que ver con la muerte.

Al fin de cuentas, el gran acierto de Mockba —título que, pese a su significado, alude también a la parca— es haber elegido una temática que rompe fronteras y genera suma atracción tanto en modernos como en posmodernos. Aunque es verdad que estos cuentos que reúnen, entre otros, a un albino sepulturero medio necrofílico, un sedentario que encima vive frente a un cementerio y un sacerdote boxeador que evita los lugares comunes en los sermones de los entierros, más que hablar de la muerte, hablan de los numerosos vínculos tragicómicos que pueden darse entre la vida y la muerte, esos vínculos que despiertan a veces las risas nerviosas en los velorios y que, como decía Gabriel García Márquez, generan el impulso de mirar el reloj.

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[Llegás a Buenos Aires]

 

Pequeñas muertes

Por Fernanda Nicolini

 

Se sabe: la muerte y el sexo son los dos grandes núcleos que estructuran la psiquis humana, los que moldean o alteran conductas, los que paralizan o arrojan a la acción. Y por eso suelen convertirse en obsesiones temáticas. Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969, con tres libros de poemas publicados y uno de relatos para chicos) escribe doce cuentos atravesados por la muerte y es conciente del riesgo que conlleva lanzarse hacia Un Gran Tema. No es casual que uno de sus personajes diga : “Morand hizo un comentario (…) que derivó en un lamentable debate sobre el misterio de la muerte y el más allá, un diálogo plagado de lugares comunes con ribetes trascendentales y metafísicos”. Porque precisamente en estos relatos la muerte no se presenta como idea trascendental ni como materia elegíaca, sino que aparece –y se la nombra- como un elemento concreto que empuja a través de cosas, sujetos, recuerdos, supersticiones y sucesos insólitos, cada una de las historias que salen a la superficie.
Y a pesar de que proliferan los cementerios, las enfermedades, los sepultureros y las lápidas, en cada relato se construye un universo propio, diferente. Desde la procesión de un apestado durante los años de la fiebre amarilla, inhumadores que nunca se acostumbran al momento de la cremación, un grupo de rateros que debe robar un cadáver por encargo, un sacerdote que se va derrumbando con cada misa de entierro, un apostador que se aprovecha de la superstición ajena para recuperar su plata y un elefante que se siente convocado por un muerto obeso, hasta adolescentes que ensayan Antígona y un taxista fabulador con pretenciones de escritor. Personajes de todo tipo, escenarios disímiles.
Quizás en este afán de diferenciar las atmósferas y de variar la voz narrativa, por momentos lo menos logrado sea el registro. Con una escritura extremadamente correcta –a veces en exceso, como si la literatura “pop” de los últimos años hubiera pasado desapercibida para el autor-, ciertas voces carecen de verosimilitud en sus discursos. Sucede especialmente cuando intenta reproducir el habla popular (el operario que inhuma cuerpos en “Albino”) o machaca las limitaciones linguísticas de ciertos personajes (los rateros en “Posibles nombres para un perro”). La solidez descansa, entonces, más en la trama que en los tímidos riesgos estilísticos.
Un punto interesante es la lateralidad del contexto social, contexto que nunca se presenta de manera frontal –algunos cuentos casi no tienen marcas temporales- pero que al lector se le va revelando en pequeños detalles que en algunos casos se vuelven clave: sucede en “El cementerio central”, último cuento del libro, donde la muerte, aquí sí, se vuelve materia de reflexión a través del delirio de un arquitecto obsesionado con erradicar los cementerios de las ciudades y centralizarlos en algún lugar de la Patagonia, y se entrelaza con la desaparición de personas durante la última dictadura militar. “Nadie puede pensar en la muerte durante tanto tiempo impunemente”, escribe el personaje, frase que se resignifica a la luz del marco histórico.
Sin duda, el título Mockba resulta acertado: nombre del cuento más extenso e inquietante de la serie, es la historia del empleado de un cementerio que encuentra una lápida con su nombre. Luego conocerá a las hijas de su homónimo muerto, mellizas comunistas fanatizadas con Lenin, y formará con ellas un trío de amor a la par que se desencadenará en él una estremecedora nostalgia por un lugar nunca conocido: Mockba, que en ruso significa Moscú. Para él Mockba es sinónimo de cementerio, pero a la vez un sitio anhelado. Es en este cuento donde se ve cómo la obsesión temática opera como pulsión: la muerte se vuelve parte del deseo, da vida y sentido a los personajes, para cerrar un círculo perfecto.

 

 

 

 

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[Bazar Americano]

 

Noticias del correo del zar

Por Graciela Goldchluk

 

 

Voy a hablar de Mockba, un libro de cuentos publicado en 2007 por editorial Entropía, cuyo autor es Diego Muzzio, un poeta que tiene obra publicada, pero que presenta narrativa por primera vez. Creo que Muzzio es un narrador excepcional, alguien a quien es necesario leer, y es entonces que reparo en que ya son muchos los escritores excepcionales que encuentran su lugar en editoriales independientes, pequeñas. La noticia parece haberse desplazado de los autores a las editoriales, es el fenómeno que trajo la devaluación y la buena noticia de la crisis: frente a la dificultad de leer libros impresos en España (que de todos modos comienzan a leerse nuevamente) surgieron emprendimientos que porque saben que no apuntan a las grandes masas se dan el gusto de publicar lo que les gusta, y ahí está su fuerte, se sostienen publicando lo que un pequeño grupo de lectores persigue en las librerías: buena literatura. Otra buena noticia de la crisis es un rasgo tal vez sorprendente que caracteriza las nuevas editoriales: no se desean el exterminio mutuo. Hay tanto escritor, hay tanto por publicar, y es tan costoso en todos los sentidos hacer un libro, que cada una se pone contenta cuando la otra saca algo bueno y lo comenta en su blog. Entre todas están desterrando el cliché de que una editorial independiente debe corresponderse con un objeto desprolijo, mal distribuido y poco visible. Algunos libros, muchos, son preciosos, por lo tanto los libreros los ponen en sus estantes, en particular los libreros que leen. La distribución en la ciudad de Buenos Aires se basa en el contacto personal, en contar qué es lo que están llevando, y es así como las cadenas terminan comprando, porque también quieren tener eso que hay en las librerías. La distribución en otras ciudades del país, y la exportación, es algo que están encarando en grupo, en reuniones, para resolver de manera solidaria. Los medios los reseñan y esto no siempre tiene que ver con que haya algún amigo. En general (al menos me consta esa situación en Entropía, cuyos fundadores “no conocían a nadie”) sucede al revés: con el tiempo terminan conociendo a alguien que hizo una pregunta, que sacó una reseña en contra o a favor, o que se hizo amigo a fuerza de recibir los libros y que le gusten. Y además los suplementos adoran descubrir autores nuevos, valiosos, y quién no quiere ser el primero que hizo una reseña de Cien años de soledad. Es claro que la égloga del locus amoenus editorial que precede podría ser reemplazada por una crónica de penurias económicas o un policial de la serie negra donde se descubran maniobras turbias y traiciones, pero acabo de leer otro hallazgo y cuando comento con Valeria Castro que ya son muchos, me responde que también están saliendo cosas buenas en editoriales amigas.

Entonces, Entropía, una editorial que comenzó publicando primeras obras de autores desconocidos y que logró ganar la confianza de los herederos de Manuel Puig y la de escritores como Daniel Link, Ariel Schiettini, César Aira y Arturo Carrera (los primeros con sus textos, los últimos por el momento con la elección del lugar donde publicar a sus premiados). Lo raro de Entropía es que publica muchas primeras obras: en esto, creo, se diferencia de otras editoriales nuevas, prestigiosas, cuyo catálogo se compone principalmente con reediciones de textos que queremos leer y agradecemos, o perlitas de los autores que ya conocemos y queremos leer. Pero esta editorial en particular, aunque comienza a recibir a algunos consagrados, persiste en el ejercicio de leer manuscritos de autores desconocidos y publicar. Esta es una apuesta a largo plazo, y aunque sólo dentro de unos años podremos saber si fue posible, es en estos días que se está formando el archivo de los que serán los escritores de los próximos años y por eso habría que guardar un espacio en la biblioteca para coleccionar todas estas primeras ediciones. Es que las empresas, que leen suplementos culturales y blogs, pero no leen manuscritos, buscan sus “descubrimientos” entre los autores publicados, por eso Fogwill, que publica en Interzona, recomienda a viva voz a los escritores nuevos que se queden, que insistan. Es la única manera de saber si fue posible, ver qué pasa con el segundo libro.
El libro negro

Los libros de Entropía tienen fotos en la tapa, una solapa que muestra al autor mientras lee, y un color que distingue cada libro. Mockba es negro, anuncia que son cuentos, se ve un edificio ruso, un paseante que lee y un cementerio. Todos los cuentos tienen que ver con muertos, o con el cementerio —Chacarita o Recoleta— o con la cremación o exhumación de cuerpos. Es decir, la muerte en su materialidad, pero también la muerte. Cada cuento responde a un esquema más o menos tradicional, e incluso podríamos reconocer en cada uno de ellos la cita a un autor argentino: en “La soledad de los animales” a Mujica Láinez, pero también algo de Saer en su acercamiento al siglo XIX; en “Albino” a Roberto Arlt pero más a Laiseca, único apellido ilustre que aparece tangencialmente en el libro; algo de Walsh, pero sobre todo el Lugones de Las fuerzas extrañas en el maravilloso (que no es tal) “Poker de ases”; una finta hecha a Cortázar en “Mockba”, que vuelve a aparecer de refilón en “Zacarías y Jeremías”; el Ricardo Piglia de sus primeros cuentos en mi preferido “El correo del zar”; y nuevamente un tratamiento estilo Piglia para homenajear a Borges en el cuento que cierra el volumen “El Cementerio Central”.

En lo personal, lamento la presencia tan evidente del homenaje a Borges en el último cuento que me hizo revisar todo el libro como si, además, la literatura argentina fuera un cementerio sobre el que edificar la escritura de estos días. Los otros autores nombrados sólo aparecen a la luz de ese cuento, pero la buena noticia es que no se trata de parodias en el sentido que quiera dársele al término, ya que no son reescrituras sino escritura propia en el suelo fértil que queda cuando se remueve la tierra. Eso es lo que sorprende y se agradece: una (o uno, lo mismo da) está leyendo y de pronto no entiende por qué esto, que no es rupturista, es diferente. Qué hay en esta escritura, en este autor, que impulsa a querer saber si va a seguir narrando, porque queremos que nos cuente algo más. Si tuviera que arriesgar, me inclinaría por decir que lo que me seduce de esta escritura es la seriedad. Es decir, Muzzio escribe en serio, y esto no tiene que ver con la trascendencia o la metafísica, que en su sistema narrativo serían chistes que se le hacen a la muerte. El libro inventa un universo de personajes que en algún momento son tocados por la muerte, pero lejos de ensayar la risa nerviosa de los velorios, se queda perplejo mientras sus personajes siguen con sus vidas, o no. De ese modo nos pone a las puertas de la filosofía, pero no entra ni nos invita a entrar.

Un nuevo intento por explicar qué es lo fascinante de este libro negro sería el tono desentendido con respecto a las corrientes por donde navega la literatura argentina actual, incluso la mejor literatura. Tal vez tenga que ver el hecho de que, entre los autores antes nombrados, el que refulge es Cortázar. Sorprende ver el modo en que Muzzio cita algunos tópicos cortazarianos (los dobles, la ciudad Lejana, el niño con el hermano raro, la simpatía por el boxeo) y los descoloca: si para el genial cuentista argentino que vivió en París estos elementos servían para pasar “al otro lado”, para Muzzio, este nuevo cuentista argentino que vive en París, son cosas “de este lado”. Nuevamente, lo que no hay es un más allá. También como Cortázar, Muzzio se plantea cómo tienen que hablar los personajes, pero, como si hubiera aprendido una lección, nunca llega a la caricatura. Cuando en “Albino” aparece un narrador como este: “Cargaba un cajón en el carro, lo empujaba hasta el camión, y después volvía trotando al lugar donde estaban amontonados el resto de los cajones, como si alguien le habría dicho que había que terminar de cargar antes del mediodía”, no lo podemos resolver, como lectores, identificando socialmente al personaje. Tampoco se trata específicamente de un registro de la oralidad, problema que hubiera debido convocar a Puig —estrella de los nuevos escritores y ausente de la lista de preocupaciones de Muzzio—. Lo que registra esta expresión es un estado de la lengua a punto de desmoronarse. La diferencia entre fijar a un personaje por un uso peculiar del lenguaje y registrar un momento en que la lengua cruje, hace de Mockba un libro que vale la pena leer. Además están los lugares exóticos concentrados en un terreno acotado, porque bien mirado, un cementerio es también un parque temático.

 

 

 


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