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  Pequeña novela de Oriente
Santiago Loza

145 páginas; 16,5x12 cm.
Entropía, 2024
ISBN: 978-987-1768-84-4
   
     
   
     
 

Un festival de cine en Corea, unas lánguidas vacaciones en Japón, una residencia de escritores donde surge el ímpetu de conocer China... Sobre estos escenarios, Santiago Loza urde un recorrido que, antes que geográfico o sociológico, es subjetivo. Lo que se revela en las tres crónicas de este libro es fundamentalmente el mapa de una sensibilidad, el modo en que una mirada compone las formas de un mundo inestable, algo hostil, pero con recurrentes y cálidos resquicios que permiten que la luz se filtre, se aposente.

Esa mirada, por momentos de una neurosis hiperestésica, por momentos de una entrega apocada y generosa, evita toda impostura. Se limita a reaccionar frente a lo que percibe como amenaza o como exotismo, frente a lo conmovedor, lo frustrante o lo hermoso. Con ese simple recurso de la autenticidad, estas páginas nos dejan subyugados dentro de un sistema de espejos: las palabras que describen aquello que se presenta como ajeno son las que, en definitiva, reflejan lo que nos resulta más íntimo. Hacemos nuestro el desconcierto y el aislamiento del autor, su manera de fascinarse y su reposada asimilación. Como le ocurre al propio Loza, terminamos rendidos ante un espacio que, de repente, se ha vuelto propio y extraño, nos dejamos ganar por un “deseo irrefrenable de Oriente”.

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11.

Al día siguiente sacan a los pocos invitados del festival a un paseo por el lago. Pasaron varios días y no bajaste al pueblo donde están los cines y las proyecciones. Nunca entendiste los horarios del transporte. Ves a los volunta
rios de remeras verdes pero no querés molestarlos, parecen estar ocupados hablando entre ellos.


No sos del tipo de invitados que reclaman atención, pasar desapercibido resultó desde siempre una buena estrategia y así te mantenés en los primeros días coreanos.

Entre la decena de invitados que irán al lago está Bilma, que te saluda con una sonrisa completa de dientes y te pregunta cómo regresaste al hotel el día anterior. Le hacés un relato para nada interesante de la ruta, el puente y las calabazas. Ella te dice que hicieron señas en la ruta con los americanos y un auto de inmediato los arrimó, que los coreanos son de lo más amables y que deberías pedir más ayuda.

El colectivo que los lleva al barco tiene luces de colores en su interior y cortinas que ocultan el afuera. Son apenas unos minutos el traslado. Llegan al barco, les piden los pasaportes y les aclaran que el festival no cubre las bebidas a bordo.


Al lado del muelle hay una estatua gigantesca de un cisne que tiene el pico partido, le sacás una foto.

El barco zarpa y atraviesa el lago entre montañas. Vas al exterior pero la excesiva claridad te agobia y te recluís abajo, en el amplio bar donde hay otros turistas. Es un espacio repleto de asientos vacíos, cada tanto un grupo reducido conversa, toma una cerveza o duerme. La mayoría de los pasajeros son ancianos, usan sombreros coloridos y capelinas, adentro hay un aire acondicionado que los alivia. Algunos están recostados y duermen, otros miran una de las cuantiosas pantallas que hay esparcidas por el barco, se multiplican las imágenes de un show navideño coreano donde hay un coro con gorros rojos que canta villancicos en inglés. Faltan muchos meses para navidad pero los ancianos del barco disfrutan embobados de las pantallas. Cuando el coro termina, el show televisivo da paso a un imitador de Frank Sinatra. Sentada al lado tuyo, una señora tararea en voz baja la canción que emiten los parlantes, disfruta del movimiento leve de la navegación y la melodía, como si una mano enorme la meciera; cierra los ojos, parece recuperar un recuerdo perdido.


Decidís volver a cubierta y recuperar un poco de silencio y aire natural.

Afuera el paisaje se mantiene parecido: montañas, nube, lago. También pájaros que revolotean. La hija del americano les da unas galletitas y los pájaros oscuros se posan por un instante y picotean esas migas. No son gaviotas, son pájaros más parecidos a los cuervos. Manchas negras en la infinita claridad del día. Los pájaros parecen inofensivos y la nena se ríe y sigue triturando galletitas y tirando las migas al suelo. Uno de los tripulantes se acerca y le dice que no ensucie. La nena le hace caso y se aleja con el padre. Los pájaros rezagados comen los últimos bocados, te quedás mirando.

Estás solo en esa parte de la cubierta. Baja un último pájaro que tiene las plumas de un azul platinado, te acercás despacio porque te llama la atención, el pájaro levanta la cabeza y te mira, su cabeza no es la de un ave sino la de un reptil, tiene una mirada de lagarto. Es un dragón, pequeño, deslucido, pero dragón al fin.


Se miran en silencio y con respeto.

Pensás: Estoy en Asia, si doy un paso puedo tocar este diminuto animal mitológico; estoy en Asia, lejos de todo lo que conozco, debería asombrarme y no me pasa. El dragón grazna desafiante, te mira fijo, luego lame el suelo donde no quedan restos de galletas, abre la boca para volver a emitir un sonido que te asuste pero desiste, abre sus alas y levanta vuelo.

 

12.

Te llevan a la ciudad chica o pueblo donde están los cines. Tenés tiempo y ganas de recorrer un poco. El primer desconcierto es la confusión de las señales, las calles se parecen unas a otras, los comercios, los carteles indescifrables.

Hace mucho calor y la impresión inicial es que la gente parece bastante alegre. Esa impresión se refuerza con las actividades del festival. Cerca de los cines han puesto un escenario donde cualquiera puede subir y cantar karaoke con una banda que no para de sonar. Gente de todas las edades sube, canta en inglés, mandarín o coreano, la banda acompaña de manera entusiasta y solidaria incluso a los más desafinados.

Te alejás unas cuadras, te dejás perder entre la gente y los pequeños negocios. Hay ausencia de peligro, sol, músicas que se mezclan, gente caminando, comprando, cocinando.

Llegás a un mercado, una galería techada donde se venden productos animales y vegetales, algunos extraños. En un almacén comprás provisiones para comer en tu cuarto; productos reconocibles, gaseosas, yogur, frutas y galletas, es más barato y hay mayor variedad que en el local del hotel de la montaña.

Cargado con bolsas de plástico, emprendés el regreso a los cines donde, suponés, alguien del festival te aguarda. No encontrás el camino. Te mareás. Das vueltas en círculos, volvés una y otra vez al mercado. Te detenés y te obligás a concentrarte. Al no haber señales claras, tenés que reparar en las formas y los colores de los carteles, en las ligeras diferencias que tu mente occidental descubre entre una calle y otra.

Te inquietás, corrés para un lado y otro. Una señora que vende frituras, cubierta con un delantal, te dice algo incomprensible. Todo lo que dicen es un misterio. Le hacés con las manos el gesto de que no comprendés. Ella te da un paquetito, te negás, pensás que te está vendiendo algo y no querés, pero ella insiste, lo agarrás y te saluda sin requerir nada a cambio. El paquetito es de un papel parecido al celofán y cruje adentro de tu mano. No tenés tiempo, seguís tu paso agitado, como por milagro distinguís el complejo de cines, el punto de arribo.

Pese a tu apuro, llegaste antes del horario acordado. Hay unos voluntarios vestidos con remeras verdes que te ofrecen agua. Faltan quince minutos para el debate post función. Vas al hall del complejo de cines de esa ciudad chica, moderno y modesto, sin demasiado encanto. En el hall de entrada hay juegos electrónicos, también cabinas diminutas a las que te asomás; adentro, niños cantando, un mini karaoke para los niños en la espera del cine. Afuera los padres charlan, adentro los niños aúllan a su gusto sin ser escuchados en el exterior.

Te sentás en un banco y tomás el agua que te ofrecieron. Sacás el paquete que te dio la anciana en la calle, lo abrís, adentro hay una raíz con un poco de tierra adherida. Lo mirás con respeto, lo cerrás y lo metés en tu bolsillo. Salís a la calle. Hay más voluntarios en una carpa verde, almohadones gigantes en el piso y otros escenarios improvisados de karaokes. No encontrás un lugar de silencio. Volvés a entrar a los cines y te sentás en la escalera delante de la sala mientras termina la película.

Hiciste una película sobre un bailarín de malambo. Estás en un festival de música y cine. Estás con otro proyecto de película, una de extraterrestres y personajes disidentes.

Vienen las preguntas y respuestas, la sala está semivacía. Tenés una traductora coreana, simpatiquísima, que habla con acento mexicano.

Las preguntas te resultan de lo más desconcertantes. Preguntan por qué bailan descalzos los bailarines, explicás lo que sabés, que ese tipo de zapateo se hace así, con esa bota que deja la planta de los pies al descubierto, alguien levanta la mano y pregunta si las zapatillas son costosas en Argentina. Dudás, respondés que sí pero que no tiene que ver con la vestimenta, y que el costo no incide en la tradición. Alguien pregunta si el dolor de espalda que tiene el bailarín es real. Le respondés que solo en parte, que tomaste esa dolencia que tuvo para ficcionalizarla, entonces esa misma persona, que no podés distinguir porque los reflectores te dan de frente, te increpa diciendo que sos cruel por haber filmado a alguien doliente. La traductora trasmite el comentario y te mira expectante aguardando ansiosa lo que respondas, insistís en que no generaste más dolor del que tenía el bailarín, que no lastimaste malambistas ni animales en el rodaje.

La traductora parece divertida con la situación, creés que sonríe.

Una señora pregunta qué querías demostrar con la película. Respondés: Nada. Después te quedás en silencio, pensás: Estoy preparando una película con marcianos, si no puedo armar un discurso digno sobre un semidocumental del malambo, con la próxima película será terrible.

La traductora anuncia que se acabó el tiempo y deben dejar la sala.

Los espectadores aplauden unos segundos y se termina.

No duró más de cinco minutos el debate. Cruzaste el mundo, hiciste dos escalas, viajaste dos días, estuviste en un hotel en la montaña, miraste infinidad de veces el lago, presenciaste un tifón, caminaste por la ruta mirando calabazas asiáticas, te perdiste en calles extrañas, todo ese movimiento por estos escasos cinco minutos de un público que se retira con apatía de la sala.

Te quedás un rato charlando con la traductora, te habla de la fascinación que siente por Latinoamérica. Te cuenta que fue un shock para una coreana vivir en México. Quisiera conocer Argentina, te pregunta cómo es y vos respondés un par de generalidades, le contás que se come bastante carne, que Buenos Aires es una ciudad un poco caótica pero muy linda, ella quiere saber si se baila tango en las calles. Sólo en los sitios turísticos, respondés. Eso parece decepcionarla un poco, baja la vista. Le comentás que hay muchos lugares donde se puede aprender a bailar el tango. Te pregunta si solés ir, le decís que alguna vez fuiste, pero que no sabés bailar, que apenas podés coordinar tus pies para caminar, el tango te parece algo imposible. Después hablan de Seúl, te recomienda algunos lugares para ir, visitar palacios, templos, parques, también te sugiere ir a los baños públicos. Le preguntás por dónde están, te dice que hay varios en la ciudad, el más conocido es el Dragon Hill, que es famoso porque se grabaron algunas telenovelas, pero está lleno de chinos que hacen mucho ruido. El comentario sobre sus vecinos continentales te parece un poco racista.

Internamente decidís que, si hacés la incursión a los baños, irás en busca del que usan los chinos parlanchines.

 

Fragmento
     
   

Autor

 

Foto de solapa:
Leandro Teysseire
 
                     

Santiago Loza (Córdoba, 1971) es escritor y cineasta. Escribió las novelas Yo te vi caerEl hombre que duerme a mi ladoLa primera casa y Un espíritu modesto. La veintena de piezas que componen su trabajo dramatúrgico fue publicada en Textos reunidosObra dispersa y Empiecen sin mí. También es autor de los libros de no ficción Nadadores lentos y Diario inconsciente, y del poemario Noventa y nueve naturalezas muertas. Ha dirigido una docena de películas reconocidas internacionalmente. Además, fue distinguido con el Premio Konex y con el Premio Nacional de Cultura 2021.

 


   

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