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  Quiroga
Alejandro García Schnetzer

83 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2015
ISBN: 978-987-1768-28-8
 
 
   
+ Alejandro García Schnetzer en Entropía
       
           
     
       
 

«Algo de los cuentos de Felisberto, de Arlt o de Onetti se hace visible aquí, en esta suerte de «alegoría del invierno» que es también, a su modo, una alegoría del infierno de un grupo de hombres que han sido abandonados por el destino en el acto de cruzar eternamente el Aqueronte rioplatense. Con una dicción coloquial de otra época, no desprovista de sutilísimas referencias (como la de Luciano de Samosata, uno de los primeros que se atrevió a la catábasis), este libro está hecho de personajes que se van corporizando sin corporizarse, porque ¿cómo podrían? si no son más que prismas de lenguaje. Mujica Láinez dijo alguna vez que lo bello es una categoría de lo raro. Y este libro de Alejandro García Schnetzer es rarísimo.»

María Negroni

Contratapa
     
           
Fragmento

Quiroga ladeó el sombrero, así el reflejo del sol no lo cegaba.

Su mirada repasaba el puerto: la aduana, el dique, los silos, oficinas, grúas, almacenes... Hora en que los últimos operarios y demás trabajadores terminaban la jornada, marchaban del mostrador, del yugo, del cadenero.

Desde el puente superior consideró las veces, treinta ya, que tenía visto aquel paisaje inmutable y a la vez siempre distinto, según el ángulo de visión, el clima social, la circunstancia atmosférica. Los que abordaban el Ciudad de Buenos Aires parecían entrenados en rutinas automáticas: buscaban los camarotes, dejaban sus pertenencias, revisaban el toilette y salían disparados a acomodarse en cubierta; luego se trenzaban a hablar, como si los pasillos fueran una extensión de la vereda.

Todos confraternizaban: el policía jubilado, el gastronómico, la señora robusta, la soltera, la que tomó veneno, el iniciado de bigote fino, el mentalista, el viudo, el fumador de Reina Victoria, el que dio todo al casino, el piberío, la parejita en fuga, el bizco celoso...

Quiroga no pudo abstraerse de los intercambios que establecían, y condenó la pregnancia que operaba dentro suyo de manera distractora. Miró de un extremo al otro, doscientos pasajeros lo menos.

 

Una brisa del cuadrante sur lo puso en guardia; contaba tres sombreros perdidos para siempre en el estuario. «Esta vuelta no», se dijo, y cuando estuvo a punto de quitárselo, en ese preciso instante, Eolo se le anticipó. De suerte, reflejo y salto consiguió pellizcar el chambergo en el aire, destreza que le valió un respeto de su vecina. Bien parecida la muchacha, lindos los ojos. Por un momento pensó aprovechar la bolada y entablar conversación, pero al punto vio en contigüidad un rango alto, penoso de vencer: la tía hidropésica tomada del bracete, el terzo incomodo, así que optó por saludar amablemente y seguir su rumbo.

No tenía. Vagó con hastío por la nave, que conocía de memoria, podía notar hasta los más sutiles deterioros, un rayón, la carcoma en la madera, la acción abrasiva del salitre, los arreglos que el personal de mantenimiento improvisaba.

Se apartó hacia un rincón de la popa, y desde allí distinguió al pie de la dársena a un chico reconcentrado en la pesca. Siguió con atención sus movimientos hasta que lo vio tensar la caña, pegar un tirón y comenzar a recoger.

«Ha de ser grande ese pique por las ganas que le mete», pensó.
Y en efecto, cuando ya lo tuvo cerca, el chico tiró la red y extrajo un regio pacú dentudo, robusto, de forma ovoide. Por casualidad cruzaron miradas, Quiroga lo reconoció con gestos victoriosos, devueltos por el otro con uno de «qué me cuenta, ni en cien años». Al retirarse comprobó que algunos pasajeros, ajenos a la completud del suceso, atentos sólo a sus demostraciones, lo aquilataban de abombado.

En esa constatación estaba cuando oyó que se dirigían a él.

–Qué hace, Zaratustra –lo saluda Maure en la cubierta.

Cigarro por la mitad, bastón en el antebrazo. Aunque es verano, Maure lleva consigo una chalina de alpaca, sabe por experiencia que en el río corre a veces una fresca estremecedora, y que esa eventualidad en un hombre de setenta y dos años, ya baqueteado, puede valer la extinción.

–Acá estamos, echando una visual en este crucero de pobre.

–¿Leyó los diarios?

–Lujos gravosos.

–Ganó Platónico en la quinta.

Pelo blanco, vista cansada, el espinazo combado. Diez años que se fue de La Nación, donde trabajaba en la imprenta. Por el '30 perdió todo, y desde entonces con un viaje por semana y una posta de tabaco logra yapar la pensión. Pasa los días en la reflexión del desengaño, comenzó cuando se dijo: «De qué sirve lo aprendido si el cuerpo ya no responde». Cinco años que frecuenta los piróscafos del Plata. Cinco años. «He dado un dineral a este tugurio flotante», confió una tarde a Quiroga, y no mentía.

–¿Platónico? No embrome.

–Sí, muchacho, debe de estar eufórico Suárez.

         
               

Autor

 

 

 

 

 

   
       
                     
     

Alejandro García Schnetzer (Buenos Aires, 1974) estudió Edición en las universidades de Buenos Aires y Barcelona, ciudad donde vive. Tradujo a Eça de Queirós, Pessoa, Camões, Machado de Assis, Rimbaud y Diderot. En Entropía ha publicado las novelas Requena (2007), Andrade (2012) y Quiroga(2015).

   
                     

Reseñas

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[Perfil Cultura]

Una melodía propia e irrepetible

Por Pablo Debussy

Las tres novelas de Alejandro García Schnetzer (1974) están tituladas con apellidos: así ocurría en Requena (2008) y en Andrade (2012) y Quiroga no es la excepción. En esta última resuenan, lejanos, los ecos históricos de Facundo Quiroga, el caudillo riojano a la vez admirado y vilipendiado por Domingo Faustino Sarmiento, y los ecos literarios de Horacio Quiroga. Ese linaje en el que convergen la acción y la palabra está en Juan Quiroga, el protagonista de la novela de García Schnetzer, un hombre joven de letras, bibliotecario, voraz lector y aspirante a escritor (incluso en horas de trabajo), a quien su superior despacha elegantemente por sinvergüenza, luego de descubrir su manifiesta improductividad.

Le reconoce, eso sí, "el problema de la escritura y su conciliación con el trabajo y la vida", y le pasa un contacto mediante el cual el muchacho terminará como contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica. Del sedentarismo de la biblioteca, de la confección de fichas de lectura a los paseos por la cubierta del Ciudad de Buenos Aires y delCiudad de Montevideo, las embarcaciones que funcionan como testigos mudos de sus actos clandestinos.

De la literatura a la acción: uno de los integrantes de la pequeña banda que componen sus compañeros de viaje Suárez, Fonseca y Maure ("todos bagayeros, gente común que un día se vio empujada al contrabando") le quita el libro de poemas que está leyendo y lo tira por la borda.

Quiroga es una novela atípica, que elabora una lengua literaria arcaizante y coloquial, siempre con una melodía propia e irrepetible. Hay en ella una artificialidad trabajada que parece funcionar, que (re)crea un pasado con tanto de humor como de sutil melancolía.

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[Bazar americano]

Contra la literatura ergonómica

Por Ulises Cremonte

En Quiroga -al igual que en Requena y que en Andrade, sus anteriores novelas- Alejandro García Schnetzer elige desplegar un narrador cuya retórica está poblada de anacronismos. Recuerdo que, después de leer Andrade, me pregunté: ¿García Schnetzer es o se hace? Como en ese momento no tenía la urgencia de encontrar ninguna respuesta, la cuestión quedó ahí. Pero ante la (saludable) tarea de hacer una reseña sobre Quiroga develar ese interrogante ganó nuevamente el centro de la escena. El atajo para llegar al Santo Grial, siempre es Google: debajo del nombre me aparecieron varias entradas, algunas de ellas con entrevistas al autor. La tarea se volvió todavía más sencilla porque Entropía en su blog se ha encargado de compilar todas las notas. En la mayoría aparece un denominador común y explicaciones similares que pueden sintetizarse en este fragmento:

“En Andrade perdura su interés por cierto tiempo de Buenos Aires, por el habla de una época que se percibe en palabras o frases como “espichó”, “me tenés patilludo”, “no manyaba” y “campeó la mishiadura” por mencionar algunas en ese inventario en el que recrea un lenguaje, una manera de hablar que son como “sombras errantes”. ¿De dónde viene este interés, que también estaba en Requena, esa especie de nostalgia por los tiempos idos de la lengua?

Listadas así parecen el vocabulario del hampa (risas). Pero esas palabras las siento cercanas, están en los libros que leo, en la música que conozco, en la charla con algunos amigos, personas de cierta edad y buen decir. Y no sólo esas voces, oraciones enteras, diría; expresiones que son justas y que no tienen reemplazo.”


(Entrevista realizada por Silvia Friera para Página 12, 5 de marzo del 2012)

Entonces a la pregunta: ¿es o se hace?, la respuesta parecería ser “es”. Pienso, pensaba cuando volví a Quiroga, cuando leí las entrevistas, que finalmente la pregunta que me había hecho, si bien era válida, también podía resultar un poco insustancial. Y sin embargo es lo primero que aparece después de leer cualquiera de las tres novelas de García Schnetzer. Abordar su literatura implica una suspensión: dejar de lado la contemporaneidad lectora. Cuando esto pasa, cuando un libro no es la continuidad transparente de un tiempo y espacio que juegan a coincidir (eso que se llama registro “realista”) la literatura cobra la dimensión de un artefacto. Ante la imposibilidad de ser fiel reflejo del mundo, diversos autores, con estilos muy distintos han elegido mostrar esa imposibilidad fabricando un objeto autosuficiente. Ejemplos sobran: desde la impostura conjetural de los cuentos de Jorge Luis Borges, pasando por las voces en frecuencia ready made de Manuel Puig o las falsas fábulas de César Aira. Así, Quiroga se inscribe en esa tradición que pone más el acento en el artificio de la voz narradora que en lo narrado. Un juego arriesgado porque el relato se encuentra con palabras que parecen cortar la fluidez del texto. Dice Alejandro García Schnetzer en un momento destacado del relato: “El recuerdo para Quiroga vuelve entonces como lo hace una molestia física, que imprime su carácter y condición”. Algo de eso le pasa al lector: la historia avanza hasta que una frase o una palabra aparece como una molestia física que imprime su carácter y condición. Pero, virtud de García Schnetzer, sus libros no tienen más de 90 páginas, como si supiera que exponer a alguien mucho tiempo en ese viaje en el tiempo puede traer efectos colaterales.

No quiero ser injusto con Quiroga, porque la novela no es, pese a la insistencia de García Schnetzer, sólo una voz narrativa anacrónica. Hay más. Primero grandes personajes, quiero decir, Quiroga, el personaje, tiene una docilidad oscura que lo vuelve atractivo. La historia que transcurre mayoritariamente en las cubiertas de los abuelos del Buquebus, no se priva de incluir un tono de comicidad:

Quiroga se retira a fumar el parpadeo de las luces que a lo lejos. El aire le da en la cara, lo despeja (…)

De medio lado en un banco, piensa si debería retomar o no la escritura del ensayo Contribución a las Odas de don Leopoldo Lugones, cuando un sonoro golpe lo sacude y en el seco aturdimiento percibe un grito que ordena:

-Le diste con la guanaca al señor, andá a disculparte.

De seguido ve delante suyo un zangolotino, un muchacho desgarbado, con pantalones cortos (…) Quiroga tiene la pelota bajo el brazo y examina al muchacho cual tarasca (…) Le da la pelota al chico y le previene:

-La próxima te la mando a Martín García.

El chiste, pueril, a la usanza del humor de los 40 o los 50, encuentra su potencia, justamente en la solemnidad del andamiaje de las frases. El narrador hace que Quiroga reciba el pelotazo en el preciso instante en que está pensando en volver a la escritura de un ensayo que bien podría haber pretendido escribir algún personaje de Borges. Justamente la solemnidad recibe un pelotazo, pero paradojas narrativas, la presentación de la escena se realiza bajo el mandato de un lenguaje aparatoso. Y es por eso o así, como el relato genera una especie de magnetismo hipnótico, entrar en Quiroga implica ingresar a un mundo (y por lo tanto abandonar otro). Un viaje, como en el que transcurre la novela.

A fuerza de buscar alguna metáfora que sintetice las producciones de Alejandro García Schnetzer, podría decir que su obra se parece a una silla reciclada, pongámosle Art Decó, cuya utilidad es más decorativa que práctica. Quiroga no es de lectura ergonómica sino de colección: allí parece radicar su valor.

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[Revista Invisibles]

Cuando la suerte, que es grela

Por Horacio Mohando

Novela anclada en la lengua y los modos de su época, Quiroga viene a completar una trilogía involuntaria que hace del estilo –anacrónico, elegante, fatalmente rioplatense- el caballito de batalla del autor, marca registrada de toda su obra que comenzara en el lejano 2008 con su primer libro y su primer caso de toponimia, Requena.

Quiroga escribe. Compone, dirá, “obras de pensamiento”. Esa es su condena. Se queda sin trabajo por eso. Y por usar el tiempo en escribirle cartas a la mujer que lo dejó. Su superior, como argumento, explicándole el lugar que ocupa en el mundo, dicta la sentencia y lo define, sin vueltas y en su propia cara, como un sinvergüenza. Tal vez por eso, asumiendo su condición de desclasado, sin demasiada reflexión previa, apurado por una necesidad real y apremiante, acepta convertirse en contrabandista. Ilegalidad de poca monta, de bagatelas, entre Buenos Aires y Uruguay, yendo y viniendo sobre ese río que un autor definió alguna vez como inmóvil. Esa falta de sobresaltos, esa tranquilidad que apenas se bambolea, es lo que lo lleva a pensar a Quiroga que el espíritu de desgracia que lo rodea, a él y a sus compañeros de travesía, no es una metáfora sino un hecho concreto y desesperante. Por eso Quiroga defenderá sus vicios (la literatura, el amor, sus posibles combinaciones) aunque no sean tan efectivos como método de escape.

Quiroga, el libro, construye su universo a través del lenguaje. Esto que pareciera ser una obviedad es en realidad una decisión estética, una postura, tal vez una declaración de principios pero sin intenciones pedagógicas ni necesidad de establecerse como regla universal. Por el contrario, sumando al análisis la trilogía involuntaria que forma Quiroga junto a Requena y Andrade, ambas publicadas por Editorial Entropía en el 2008 y 2012, lo que parece haber aquí es solo un deseo sencillo, una obsesión profunda y calma a la vez pero siempre pulsante por un determinado período histórico, por una manera de expresarse, por la belleza de las palabras cuando se liberan de la obligación del entendimiento por la simple cotidianeidad. La historia transcurre a fines de los años treinta y el relato parece haber sido escrito en esa época. Error sería suponer que se trata de nostalgia, de rebeldía descontextualizada como la coloquialidad de aquellos tiempos, de poner el pasado como valor solo por ser pasado. Todo lo contrario. El lenguaje, la forma que adquiere, se planta como asumiendo que es la única opción que había para contar esta historia que tiene mucho de tango y de infierno y absolutamente nada de artificio.

La falta de uso y costumbre de algunos términos y expresiones exigirá que el lector además de recurrir al diccionario, recurra también a desprenderse de la desesperación de saberlo todo y volver a confiar en su intuición comprensiva tal como lo hace día a día frente a nuevas expresiones. Mientras se lee Quiroga, además, a veces se sospecha un error, de gramática, semántico. De lo que no cabe duda es que fue deliberado. Una enseñanza más sobre el lenguaje, aplicable, por qué no, al resto del Universo: asumidas las equivocaciones es no solo factible entenderse a través de ellas sino que además es justamente ahí donde se asientan las bases de la gramática del futuro. Porque como dice el mismo Alejandro García Schnetzer, es imposible ser antiguo. 

Resulta difícil de dilucidar si el título y nombre a su vez del personaje principal tiene alusión directa al escritor, usando un término de dudosa justicia geográfica, rioplatense. Otras referencias ligadas directamente a otros escritores argentinos se escapan por estar presentadas con extrema sutileza. Como dato anecdótico, que nada aporta al libro en sí, Alejandro García Schnetzer dice que la historia de Quiroga es un invento sobre la posible vida del empleado que fue echado para que Jorge Luis Borges ocupara su lugar en la Biblioteca Miguel Cané. Esto solo sirve para dar con el año exacto en que transcurre Quiroga: 1937. 
Alejandro García Schnetzer es argentino pero vive, desde hace mucho, en Barcelona. Y acá, es esa distancia que también cruza sobre el agua, lo que hace que su escritura sea tan de acá, tan porteña, tan marcada por ese río de plata turbia que nos une y nos separa de nuestros vecinos confusamente definidos como orientales. Tal como Quiroga, el contrabandista con su exquisito paladar literario (Safo, Luciano de Samosata, entre otros notables) García Schnetzer nos muestra que también somos eso de lo que estamos lejos, también somos lo que apenas reconocemos como historia y que nada nos constituye tanto como todo aquello que escapa, a pesar de nuestros manotazos de ahogado, al entendimiento.

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[La Nación]

Envolvente historia anacrónica

Por Daniel Gigena

La tercera novela de Alejandro Schnetzer lleva por título, a la manera de los libros anteriores, el apellido de siete letras de su protagonista. Juan Quiroga es un joven bibliotecario y archivista con ansias de convertirse en escritor. Su estilo, de un modernismo no sólo tardío sino también francamente rancio, le impone un modus vivendi de spleen, insatisfacción y vejez prematura. Heredia, su jefe en la biblioteca de Boedo, en apariencia para encaminarlo en la senda de las bellas letras, se deshace de él y lo envía al local donde un jefe de contrabandistas le brindará instrucciones claras y concisas, como si fuera Artigas, piensa el protagonista que en un instante cambia el escritorio por los barcos de cabotaje. Ahora hará viajes de ida y vuelta a Montevideo a bordo del ensordecedor Ciudad de Buenos Aires para traer mercancías de la costa vecina: chocolates, medias de mujer, tabaco. Luego de ser contratado y notificado de que cualquier trapisonda por parte de él será sancionada a los golpes, el joven vate emprende su primer viaje rumbo a Uruguay.

Allí, en ese microcosmos flotante, Quiroga conoce a otros pasajeros, bagayeros como él, y juntos realizan un viaje que parece condensar varios: "Así como se juntan, se disgregan. Van y vienen: de la carencia al vacío y del vacío al olvido. En el fondo, ¿qué distingue un viaje de otro? Las sutiles variaciones de pasaje o de estación no aportan singularidad. En el recuerdo esas horas devienen un amasijo". En el tiempo mítico del viaje por agua, donde se articulan protofrases hechas, refranes populares y secas sentencias - como "las mujeres lo ablandan a uno", "la vida es un fardo que crece con la edad" o "qué son las palabras sin nuestro asombro"-, Maure, Suárez, Fonseca y Dora, la pícara montevideana, lo adoctrinan, lo educan, lo censuran y le ofrecen un espejo del futuro que, si continúa así, como sugiere la chica, lo aguarda.

Schnetzer ambienta otra de sus tramas arcaicas en un escenario al mismo tiempo determinado y difuso, situado en los años treinta del siglo XX en Buenos Aires. Ambas características, en verdad, están marcadas por el lenguaje que los personajes hablan y que el narrador comparte: "Su mirada repasaba el puerto: la aduana, el dique, los silos, oficinas, almacenes. Hora en que los últimos operarios y demás trabajadores terminaban la jornada, marchaban del mostrador, del yugo, del cadenero". Eso no impide que la voz narrativa evite extrapolaciones que revelan una conciencia mayor, provista de un arco temporal más amplio que el de sus criaturas y con una reserva verbal que incluye líneas de Juan Gelman, José Agustín Goytisolo y Alberto Szpunberg en una envolvente historia anacrónica que interroga el presente de la sensibilidad artística.

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[Corsario de Mempo]

Estilo puro

Por Mempo Giardinelli

(Este) comentario lo reservo para un autor que a mí me encanta: Alejandro García Schnetzer, un joven narrador argentino que vive en Barcelona desde no sé cuándo pero parece, por su prosa, que nunca se fue de Buenos Aires.

Desde hace un tiempo lo sigo con creciente interés, y vengo pensando que es uno de los dos más notables escritores de la que podría llamarse nueva camada de narradores argentinos. La otra es Samantha Schweblin, desde luego, y los dos me gustan por sutiles y originales. Curiosamente además, y también diría que lamentablemente, ambos residen en Europa: en Berlín Samantha y Alejandro en Barcelona.

En este posteo me detengo en "Quiroga", que es la nueva, tercera y más reciente novela de García Schnetzer, cuyo mundo narrativo parecería que nunca salió de Buenos Aires, y a quien ya mencioné en el primer Lecturario, el que inauguró esta serie luego de una inundación. Escribí entonces:

"Requena" y "Andrade", dos nouvelles maravillosas de quien es para mí uno de los más originales escritores jóvenes de nuestro país: Alejandro García Schnetzer. Publicadas por Entropía, no se las pierdan.

La primera es de 2008 y la segunda de 2012, y aparte de sus títulos de siete letras (evidente homenaje a Juan Filloy) su segunda particularidad es que siempre sus títulos son apellidos.

Ahora en "Quiroga" AGS profundiza su línea de continuidad narrativa, en lo que constituye un verdadero proyecto literario, algo que, en mi opinión, no es frecuente en nuestra literatura. Y menos hacerlo con virtuosismo, siempre inesperado y con hallazgos casi en cada página.

En esta nouvelle (todas son novelas breves, de un centenar de abigarradas páginas) hay un tour de force muy interesante alrededor de varios temas vigorosa y convencidamente rioplatenses: el mundo de los burros, la timba, el contrabando, los diálogos lunfardos, el tango y el río de la Plata como escenario eterno e incuestionable. Con una prosa seca y ardua pero sobre todo poética y cautivante, este escritor nacido en 1974 vuelve a sorprender con ésta su tercera novela, que es breve, intensísima y desafiante como las anteriores.

"Quiroga" es la historia de un viaje en barco, lo que hace décadas se llamaba "el vapor de la carrera" que unía Buenos Aires con Montevideo y en el que convivían durante toda una noche inmigrantes, trabajadores, empresarios, fulleros, contrabandistas, malandrines y buscas de toda calaña. En este texto, de prosa compacta y compleja, pletórica de intertextos tangueros, el personaje que da nombre a la novela es un joven intermediario que interactúa con sujetos delineados breve, impecablemente, y entre los que sobresale un inefable veterano, Maure, que combina humor, literatura, sabiduría, astucia y picardía, y que de alguna manera guía al joven todavía inexperto en los cruces rioplatenses.
Pero lo que más me gustó no fue estrictamente el argumento, el plot, digamos, sino la prosa atrevida y el modo como se cuenta esta historia de ambas orillas. Es decir, estilo puro. Críptico por momentos, sí, pero capaz de teñir estéticamente al texto de sutil poética tanguera y a la vez jugando con la poesía clásica universal e incluso la contemporánea. Lo que garantiza una lectura encantadora, llena de hallazgos, y todo en menos de 90 páginas.

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[Eterna Cadencia Blog]

Poesía polifónica

Por Antonio Jiménez Morato

Una lectura en tándem de Requena, Andrade y Quiroga. Las novelas de García Schnetzer, todas publicadas por Entropía, todas con el apellido de sus protagonistas como título, todos de siete letras, muestran el vínculo sólido del autor con la poesía.

Podrían leerse como una trilogía las novelas que Alejandro García Schnetzer. Muchos lo han hecho. Quizás porque, voluntariamente o no, muestran una unidad que posiblemente el autor ni siquiera sospechaba cuando las fue tramando. Pero también, por qué no, puedan leerse como los tres primeros ladrillos de una construcción de más largo aliento, que termine abarcando toda la obra de García Schnetzer, formada por un ejército de novelas tituladas con apellidos formados con siete letras. Porque si hay algo que ha ido consolidando a través de estos tres primeros libros es una voz. Una que es única e intransferible, fraguada con las lecturas de literatura clásica del Plata, de canciones y, sobre todo, de distancia. Sería muy complicado forjar un estilo tan definido bajo las presiones constantes de una lengua coloquial en la que uno se ve envuelto. García Schnetzer vive en Barcelona, y en medio del español catalanizado en que se mueve resulta menos complicado crear su estilo literario. Una de las apreciaciones que siempre se hacen sobre sus libros es que ha sabido fijar la lengua de esa primera mitad del siglo que materializa en sus personajes. Lo ha leído uno en varias ocasiones: la capacidad de estas novelas de transportarte al pasado, a una lengua desaparecida, a un mundo que se extinguió con la llega de las televisiones. Y creo que esa recepción de sus libros habla muy a las claras de la capacidad de García Schnetzer como escritor, porque ha sabido vender una ficción perfectamente trabada a todos esos lectores. Sus novelas son máquinas ficcionales, constructos, y su habilidad pasa por conseguir que los lectores las lean como documentos de un pasado que nunca existió. Existieron, sí, los referentes, existió buena parte del léxico que despliega, pero no era así ni la sintaxis, ni la cadencia verbal. Basta con releer a Arlt, a Mallea, al primer Borges, a Bioy, a tantos otros, para ver que no era así el modo en que se hablaba o se escribía en las orillas del Río de la Plata en aquellos años. Y esto, lejos de ser un demérito de García Schnetzer debe ser reivindicado como su mayor logro, lo que nos permite atisbar la estatura de este autor de cara a esa producción futura que ansiosamente esperamos.

Como bien recuerda María Negroni en las palabras que aparecen en la contratapa de Quiroga, los personajes de estas novelas son «prismas de lenguaje». No son en sí unos personajes visualizables sino audibles. En medio de una avalancha de literatura superficial que concibe la modernidad como un asunto icónico, y siembra sus narraciones de pixeles y referencias cinematográficas o fotográficas, García Schnetzer no ha olvidado que la literatura es lenguaje y, como tal, entra más en el negociado del oído que en el del ojo. Y tiene el acierto de, pese a ello, no integrar ese campo asociativo en sus historias del modo más simplón: con canciones o referentes radiofónicos. No, al contrario, lo que hace es vehiculizar los hechos que novela mediante mecanismos puramente lingüísticos. Por eso sus novelas están basadas, ante todo, en conversaciones, conversaciones en las que las acotaciones son las imprescindibles y es mediante la diferenciación de las voces como el lector puede dilucidar quién dice cada cosa. Ahí radica la fascinante capacidad de García Schnetzer de doblegar al lenguaje. Marcelo Cohen, en otro título de la misma editorial, Música prosaica, recordaba lo que muchos parecen haber olvidado, que las variedades del castellano no son tanto léxicas como sintácticas, y en estas tres novelas (Requena, Andrade y Quiroga) eso se lleva al extremo: cada uno de los personajes tiene su sintaxis, su particular cadencia verbal. Si se relacionan entre sí, si hay algo que los une, es la misma cercanía de esos tonos, como se dice en un pasaje de Quiroga: «No es que fueran semejantes las maneras del hablar, caminos clausurados se diría, pero se parecían las voces, más que nada en la intención.» Y, como es obvio, es ese cuidado microscópico por la dicción, por el modo en que esa polifonía se funde en un mismo tono narrativo, lo que ha provocado el interés que los poetas parecen sentir por las novelas de García Schnetzer. No creo que sea casual que, salvo en el caso del primero de los libros, los otros dos hayan sido presentados desde sus contratapas por poetas y no por narradores. Acaso lo lógico habida cuenta su condición novelística fuera haber buscado el refrendo de autores afamados en su condición de narradores, pero no, tanto Juan Gelman como María Negroni son poetas, excelentes poetas, y si han sentido interés por estas novelas es precisamente por el profundo calado poético que destilan, por su condición de artefactos lingüísticos y no tanto narrativos. Salvando las distancias, podría decirse que García Schnetzer pone en práctica narrativa la idea del drama em gente de Pessoa. Donde el poeta portugués presentaba un espacio de intercambio estético, las novelas de García Schnetzer se atreven a hacer de ese intercambio estético una herramienta de un desarrollo narrativo.

Porque leídas de modo sucesivo, como hice yo con la intención de escribir estas líneas, en una relectura tan intensa como placentera, se hacen más patentes no ya las estructuras narrativas de cada una de las novelas sino los hilos que las enlazan. Si bien la primera, Requena, se centraba más en Palermo y en la figura de un maestro oral, mentor de un grupo de rendidos discípulos que dialogaba de modo directo con uno de los últimos libros de Antonio Machado, Juan de Mairena, la segunda, Andrade, se ubicaba un par de décadas más tarde en la zona de Plaza de Mayo y las librerías de viejo, para trazar una metáfora de la muerte que se cerraba con la partida de un barco en medio de la noche, y es justamente en un barco nocturno donde se trasladan de Buenos Aires a Montevideo los contrabandistas de Quiroga. Por otro lado, las narraciones se vehiculizan, como se ha dicho, a través de conversaciones, pero siempre se trata de conversaciones entre hombres, llenas de los sobreentendidos y alusiones propias de ese tipo de conversaciones, y, pese a ello, también desarrolladas en medio de los formulismos y protocolos que la sociedad impone en el trato social. Es en esa tensión entre lo íntimo y lo público donde tienen lugar las tensiones argumentales de las novelas de García Schnetzer y es ahí y sólo ahí donde debe buscarse lo que tienen de profundización histórica al describir unos modelos de relación ya desaparecidos, pero no en el lenguaje, ya que el lenguaje es plenamente actual o eterno, elijan el punto de vista que más les convenga, porque es, sencillamente, poesía.

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[El Planeta Urbano]

Mundos propios

Por Eugenia Zicavo

Alejandro García Schnetzer es un escritor distinto.

Nacido en Buenos Aires y radicado desde hace años en Barcelona, este argentino que además es editor y traductor escribe en una lengua de otro tiempo: la de los padres, la de los abuelos, la de las generaciones pasadas. Su última nouvelle, Quiroga (que está en la sintonía de sus anteriores, Requena y Andrade ), transcurre en el Río de la Plata y sus orillas, a fines de la década del 30. El protagonista es un joven bibliotecario, enamorado perdidamente de una mujer a la que escribe cartas de manera compulsiva, que a partir de un viaje en barco advierte las posibilidades y recompensas de dedicarse al contrabando. Todo contado en un clima histórico construido sobre las bases de un lunfardo olvidado, de un gran rescate de arcaísmos que vuelven a la vida tamizados por la experiencia acumulada de la lengua, la resonancia de los términos que no por desconocidos resultan menos próximos, la memoria de los que hablaron antes y se niegan a seguir callados.

Van algunos: “degollina”, “pífanos”, “muermo”, “villorío”, “estrunso”. Y la lista sigue. Un retrato de una época en la que para cruzar a Uruguay había barcos con camarotes, los varones se batían a duelo y las mujeres pensaban en dotes y en buenos partidos. “Apúntele mejor a la piba de arrabal, la fabriquera, todo le saldrá igual de pésimo, pero a lo menos no se va a sentir un lumpen”, le recomiendan los amigos. Un libro repleto de guiños a la cultura rioplatense, que es también un gran experimento con el lenguaje, rarísimo y bello.

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[Artezeta]

Sísifos modernos

Por Pablo Díaz Marenghi

Con una prosa formal y poética, el autor argentino construye en su tercera nouvelle una historia de contrabandistas, burreros, malandras y frustraciones literarias. Al mismo tiempo, invita al lector a navegar por el Río de la Plata de principios del siglo XX.

Como sostiene María Negroni en su contratapa, Quiroga es un libro “rarísimo”. Editado por Entropía, la novela breve -84 páginas- toma como protagonista a un joven bibliotecario, escritor a medio camino, que a partir de un viaje en barco termina coqueteando con el contrabandismo a fines de la década del 30. Esta tercera novela de García Schnetzer se enmarca en una especie de trilogía de los apellidos, por los títulos de sus publicaciones anteriores (Requena, 2008 y Andrade, 2012). El autor, que también es editor y traductor y está radicado en Barcelona, construye un clima de época a partir de expresiones del lunfardo, un lenguaje por momentos barroco pero con un alto grado de belleza estética y diversos personajes pesados. Tipos que no dudarían en resolver una disputa a navajazos, que disfrutan de la timba, los burros y el tango. Un aura rioplatense abriga la trama. Guiños hacia las cosmovisiones de Juan Carlos Onetti o Felisberto Hérnandez le dan a este relato una solidez que invita a dejarse llevar por la travesía.

El protagonista es un joven de 25 años que se siente más escritor que bibliotecario. Esto provoca su cese en su lugar de trabajo y el disparador para emprender una aventura por el río que lo marcará para siempre. No es casual que la acción ocurra en 1937. Es el año en que Jorge Luis Borges empezó a trabajar en la Biblioteca Miguel Cané. García Schnetzer confiesa, en una entrevista al diario Página 12: “Me puse a pensar qué habría sido de la vida de ese muchacho al que echaron para que Borges pudiera entrar. Esta es una anécdota irreal, pero posible. Ese muchacho es Juan Quiroga, pero eso no sucedió; es como el poema de Borges ‘El Golem’: ‘el gato no está en Scholem pero, a través del tiempo, lo adivino’ –parafrasea–”. Con muchas más frustraciones que certezas, Quiroga se sube al barco con libros y bocetos de poemas que maldice de forma constante.

El viejo Maure, mafioso y perspicaz, es el personaje que guía a Quiroga y lo hace olvidar, por un rato, sus impulsos por ser escritor. Lo introduce en el oscuro mundo del contrabandismo. Otros sujetos peculiares se van interponiendo en su camino e incluso dejan entrever opiniones del propio autor. Incluso, hasta de la misma literatura: “La mayoría de los hombres de letras obedece a alguna de las cinco variantes identificadas por Metchnikoff, y que son, atienda: el que recopila las cosas más intrascendentes, el que vuelve a decir lo que se ha dicho cien veces, el que investiga lo inútil, el que compone frivolidades y el hombre rudo… Todos incapaces de percibir el daño que se causan y el provecho irrisorio que el público obtiene de sus trabajos”.

A Quiroga le duele la realidad. El narrador, en tercera persona, omnisciente, reconstruye los mosaicos hechos añicos de su neurosis: “Quiroga mira la multitud deambular. En su visión perimetral ve a los chicos, los ancianos, los matrimonios, los viudos y se ubica mentalmente en una línea que va de la infancia a la agonía. Al obligarse a pensar en su propia condición, cae en la metáfora devaluada del tiempo que vino y que se nos va, la imagen inmemorial del río y de Heráclito. Quizá sea eso –piensa–, un irse limando, gastando como piedra en la corriente. Más allá de la nave todo es páramo, huye el viendo de la soledad”. El nihilismo y la angustia atraviesan las elucubraciones del joven bibliotecario mientras aprieta con fuerza su cuaderno de notas mirando la inmensidad del Río de la Plata.

Un punto fuerte de la nouvelle de García Schnetzer es el lugar de ser reflexivo que le otorga al protagonista. Sin recursos forzados y con simpleza, construye un personaje que reflexiona de manera constante sobre su propia existencia, sus proyecciones y sus miedos. Es digno el trabajo con los diálogos –algo que abunda en su escritura– que son utilizados como herramientas para construir el clima. Esto permite que, por momentos, Quiroga escupa, con su propia voz, sus pesadillas más profundas: “Mi enfermedad (…) irredimible de todo lo real; aborrezco la monotonía de la vida; soy un hombre fatigado, concluido; durante veinte años mi vida ha sido una disipación vana de facultades y de oro;he apurado las sensaciones, y heme aquí sin energías, sin ideales a qué consagrarme, y eso en caso de que rebuscando por los pliegues de mi cerebro pudiera encontrar algo de valía; creo definitivamente haber agotado mi provisión de fluido nervioso”. Esta angustia se vuelve cada vez más densa y repetitiva hasta convertirse en una suerte de piedra de Sísifo. El joven empuja sus pesares en una secuencia perversa que parece no tener fin.

García Schnetzer forja un personaje que vive entre dos mundos: el aparentemente real, que aborda con sus sentidos, y el mundo propio de las notas de su cuaderno, que desprecia. Camina por senderos que se bifurcan en múltiples sentidos. A veces uno cobra preponderancia por encima de otro y el lector quizás confunda ciertos hechos con escenas que rozan lo fantasmal. Esa categoría psicoanalítica que representa el deseo inconsciente que fascina y asfixia al ser humano. Sufrimiento y goce a la vez. “Llegaba a reconocer como propios los recuerdos (…) pero siendo como un otro del otro irrecuperable”. Quiroga experimenta su yo como un otro, inabarcable. La historia puede impactar a todo joven que sueñe con triunfar en la literatura o también a toda persona que haya sentido frustraciones en torno a las metas que persigue. Sísifos modernos que hacen rodar la misma piedra una y otra y otra vez.

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[Página 12]

"En mi caso, la literatura no es sólo sentarse a escribir"

Por Sivina Friera

"La vida es un fardo que crece con la edad". El bibliotecario Juan Quiroga –25 años, contextura de junco, peinado a un lado– deviene contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica, sin dejar de experimentar la bohemia libresca. La escritura –cree– es su auténtica vocación; anda con su libreta y las historias inacabadas "que el tiempo y la desidia malograron". A fines de diciembre del 37, en un viaje de Buenos Aires a Montevideo, el atribulado muchacho se siente acorralado. "Mi enfermedad es el tedio irredimible de todo lo real; aborrezco la monotonía de la vida; soy un hombre fatigado, concluido", se queja el personaje, como si estuviera caminando por la cuerda floja de un final anunciado. En este periplo desdichado, está bien acompañado por un puñado de viejos como Maure, Suárez y Fonseca. En Quiroga (Entropía), otra belleza de Alejandro García Schnetzer –la tercera de una saga de novelas tituladas con apellidos de siete letras (Requena y Andrade)–, la travesía de cruzar el Aqueronte rioplatense se despliega como una eterna condena fluvial. "El agua es una sola, como la espera en el tiempo", se podría afirmar.

Aunque vive en Barcelona desde 2001, el mundo literario de García Schnetzer es ciento por ciento rioplatense. Quiroga es el primer libro que no pudo leer Juan Gelman. "Cada vez lo extraño más a Juan –confiesa el escritor a Página/12–. Lo quise mucho y él también me quiso. Lo que siempre me abismó fue esa grandeza con la que me trataba como igual cuando yo sólo tenía 70 páginas escritas. Juan tenía una generosidad difícil de encontrar. Cómo lloré cuando murió... Se despidió de mí y sabía que se despedía. Hablé con él quince días antes del final. Juan sabía que se moría y no quería morir. En Quiroga también hablo con él. En el final de la novela, Juan está en esa "cólera buey y humana cólera...". La novela transcurre en 1937, año en que Borges empezó a trabajar en la biblioteca Miguel Cané. "Me puse a pensar qué habría sido de la vida de ese muchacho al que echaron para que Borges pudiera entrar. Esta es una anécdota irreal, pero posible. Ese muchacho es Juan Quiroga, pero eso no sucedió; es como el poema de Borges 'El Golem': 'el gato no está en Scholem pero, a través del tiempo, lo adivino' –parafrasea–. Si el tema de Andrade, la novela anterior, era la muerte, que estaba aludida de manera directa o indirecta en cada párrafo, en esta novela creo que es la vejez. Quiroga es un muchacho rodeado de gente mayor que trabaja como contrabandista. La historia sucede en un viaje en el vapor de la Carrera desde la Atenas del Plata a la Nueva Troya. Esos dos elementos a su vez me cifraban la posibilidad de explorar algún mito helénico, apoyado también por un comentario de Ana Basualdo, que es el acápite del libro: 'la verdadera agua sagrada del mito es la dulce, la de río'."

–¿Por qué el interés por la vejez?
–El tiempo es una de mis preocupaciones. Mis amigos de Barcelona son todos veteranos, gente que tiene de 70 años para arriba. Si hago un censo, soy como el más joven de ese grupo. Y tienen maneras de hablar, de decir, de pensar, de construir sus frases, que son un museo de la lengua, porque quedaron como mosquito en la resina; expresiones que ya no circulan, que son caminos clausurados. A veces me siento escribiendo como arreando olvidos, pero para mí resuenan mucho allá, sobre todo por el contexto lingüístico.

–Hay un par de expresiones en ese "museo de la lengua" que aparecen en Quiroga: "si algún chorlito lo tenacea", "lo zurce de mal modo", "que peludo me suelta", "mal de la azotea"...
–¿Ya no se dicen acá?

–No, aunque quizá las personas mayores de 70 años sí...
–Yo se lo oigo decir a Alberto Szpunberg, se lo oía decir a Juan Gelman, a Mara, a Ana Basualdo, a Antonio Seguí... María Negroni me invitó a una charla en la maestría de escritura de la Untref y les leí a los estudiantes El che amor de Alberto Szpunberg. Cuando llegué a los versos finales, me quebré y se me piantaron unos lagrimones. Hay un comentario que cita Adolfo Bioy Casares de un libro de aforismos, sobre un alto mando del almirantazgo británico que había dicho: "nunca leo poesía, podría ablandarme" (risas).

–Es la idea de los hombres rudos que rodean a Quiroga. En una parte de la novela le tiran al mar una antología de poesía que él está leyendo.
–Sí, me lo hicieron notar. La poesía malogra la sesera (risas). Para mí son tan importantes ciertos autores de la literatura argentina como la poesía de Fernando Cabrera. Cabrera tiene una percepción extraordinaria de la lengua. En el libro, de algún modo, también dialogo con él. En la novela hay un cruce entre Buenos Aires y Montevideo. La literatura y la poesía uruguaya me han marcado fuerte. Hay ahí ciertas verdades que se han conservado. En Cabrera está el cruce del campo y la ciudad, que es otro de los temas que me preocupan. Que está en ese baldío donde ves crecer los yuyos, donde la llanura se mete en la ciudad; eso también lo vio muy bien (Ezequiel) Martínez Estrada. Todo eso es un mundo que en Barcelona no me abandona y me obsede. No sé si estando aquí hubiera podido sentirlo de esa manera. Uno nunca es de ningún lugar –a veces se siente partícipe de una realidad que lo circunda–, pero en Barcelona se me hizo muy notable la ajenidad. Con el tiempo, en vez de mitigarse, se ha afianzado gratamente.

–¿Lo vive como una especie de nostalgia por una lengua que cree que pierde?
–Trato de rehuirle a la nostalgia. Pero ese declinar de la lengua, que quizás aquí también lo hubiera sentido, es antiguo y lo sintieron desde Francisco de Quevedo hasta Bioy Casares; el Diccionario del argentino exquisito es una muestra. Durante los primeros cuatro años que estuve en Barcelona, trataba de traducirme; es decir, en vez de decir heladera decía nevera. Después pateé el tablero y hablo como hablo. Pero no es una cuestión de resistencia, es que uno se cansa de traducirse. Esto lo hablaba con Juan Gelman sobre cómo empiezan a resonar las palabras de un modo muy patente y le hablaba también, citando a Macedonio Fernández, de "los trastornos de la zeta" y las maneras de pronunciar.

–¿Cómo explica el hecho de que Quiroga no aguanta la realidad?
–Suscribo: yo no aguanto la realidad, pero no es constante. Muchas veces no la aguanto, otras veces me dejo llevar; tengo momentos en los que estoy muy bien, tanto aquí como allá. La realidad es difícil de observar y a veces uno pone fragmentos de su propia ignorancia para tratar de entenderla. El resultado es otro malentendido. Y ahí discurrimos... Es difícil estar a gusto con la realidad, es difícil estar a gusto con uno mismo a veces. ¿Cómo explicarlo? Lo que pasa es que esas sensaciones son transitorias, no son constantes. El otro día lo visitaba a José Muñoz, le pregunté cómo andaba y me dijo: "Aquí estoy, posponiendo el suicidio" (risas). Miguel Angel Solá me decía el otro día: "se te subió el fracaso a la cabeza"; con esta gente me encuentro y a los dos minutos ya estamos hablando de la incomodidad con humor, no desde la queja.

–¿Esa incomodidad de Quiroga con la realidad es porque quiere escribir y no puede?
–Está confundido, es un grafómano al que lo dejaron; descubre que el amor duele sin haber leído Madame Bovary. Creo que sus amigos le aportan un poco de luz, disipan tinieblas, aunque son experiencias personales que conducen a la nada.

–¿Las lecturas que se mencionan en Quiroga, de la poesía de Safo a Luis Franco, son sus lecturas?
–Sí, son mis lecturas. Luis Franco era un gran poeta, recuerdo un libro que me marcó profundamente, La pampa habla. Recuerdo que de un milico lanceado en el desierto dice: "voló al cielo en el buche de los cuervos"; es una kenningar... Como las metáforas que usaba Milcíades Peña para referirse a Juan Manuel de Rosas: "El vampiro blondo de Palermo". Adopté el gusto al error, a lo que hoy no circula, parece obsoleto, porque me he dado cuenta de que es un estímulo al pensamiento igual que el acierto. Es más: diría que el acierto del presente me da menos que el error del pasado. Pero son formas de la neurosis.

–Hay una escena desopilante en la que aparece una mujer de tipo indostánico, que le lee las manos a Quiroga y él le da unas dracmas. Es curioso pensar de dónde salieron esas dracmas, ¿no?
–Hay una historia de lo helénico ahí que se va filtrando. Van al cine Apolo, van desde la Nueva Troya hasta la Atenas del Plata en el Aqueronte rioplatense. El Río de la Plata es quizás el único lugar donde el experimento de la Unión Europea dio bien. Para precisarlo mejor, en el conventillo: polacos, chinos y gringos, todos entrelazándose. Hay un juego con el tiempo, como capas que están superpuestas. Mi forma de escribir también es un poco caótica, luego trato de darle un cierto orden. Yo no soy bueno para interpretar lo que escribo. Yo lo escribí y soy uno de los lectores de ese libro, pero la lectura es otra cosa. El sentido no está previamente inscripto en el texto; cada lector se lo apropia y hace lo que quiere.

–¿Por qué en sus tres novelas los personajes dialogan mucho?
–Las formas de conseguir el asombro pueden ser por la lectura y la soledad como por la charla y el diálogo. He aprendido mucho del diálogo con los amigos. O, mejor dicho, he creído entender ciertas cosas a través del diálogo. He llegado a ciertos lugares de tristeza o de alegría que la letra impresa no me ha dado. Esto viene desde Requena, donde están también los maestros orales: Sócrates, Macedonio, Fernando Pessoa, algo de la oralidad y las anécdotas de Witold Gombrowicz. Eso es lo que me interesa de ellos más que sus propias obras: el carácter de lo dialogado, lo discutido, lo contradicho; la oración redonda que se dice sobre el pucho y que cierra la conversación.

–¿Cómo trabaja esa oralidad cuando escribe?
–No tienen que sobrar palabras. Eso quizá lo he percibido en la buena poesía, donde las palabras son las que son, siguen diciendo en el tiempo, y no sobran. Son esas palabras y no otras. Suelo trabajar mucho el tema de los diálogos. A su vez, como tiene que ser muy sintéticos, los diálogos me imponen una extensión breve. No me creo capaz de llevar ese registro en extensión; por eso son libritos que a lo mejor tienen 70 páginas, pero que me llevan tres años escribirlos. La escritura no es algo que puedo provocar, es algo que sobreviene. Muchas veces he intentado aislarme y escribir, pero no es eso lo que sucede. Con esto que digo ahora posiblemente frustre a futuro el proyecto, pero había pensado aquí, en Buenos Aires, el nombre y la primera línea de lo que podría ser el próximo libro. Pensé en Estrada, otro nombre de siete letras –como todos los que escribo, porque es un saludo a Juan Filloy–, y la línea es: "Estrada lo vio venir y le aguantó la mirada...". No sé cómo continuará. No sé en que acabará todo eso. El apellido del personaje me da la entonación primera, luego debo tratar de procurarla. Es un personaje que aparece y no se me va de la cabeza. Y estoy comiendo y de pronto me dicen: "¿con quién estás hablando?" (risas). La única ley general es que no hay leyes generales, pero la escritura no es sólo sentarse a escribir, en mi caso. Lo mejor de la escritura es cuando ya termino. Después la materialidad impone otro psiquismo: el del escritor contra el autor, que no se llevan nada bien.

–¿Por qué no se llevan bien?
–El escritor opera en el silencio, en la obsesión. Me doy cuenta cuando escribo que es la obsesión la que ayunta las palabras. Y eso no tiene nada que ver con el tipo que luego glosa lo hecho. Pero supongo que tiene que ver con mi trayectoria profesional como editor, ¿no? Uno siempre escribe en el dos mil y pico; es imposible ser antiguo.

–Por más que sus novelas estén escritas en estos últimos años reflejan o reconstruyen mundos antiguos, un tiempo ido.
–Quizá sea como la ciencia ficción: gente que nunca viajó al espacio y escribe sobre el espacio exterior. Ray Bradbury nunca fue a la Luna y yo nunca viví en el 37, pero eso no me parece que sea óbice para recobrarlo. Cuando digo que es imposible ser antiguo, pensemos en Roberto Arlt, que escribía en su tiempo y leído hoy suena como escrito en el treinta y pico. Pero es imposible escribir como Arlt hoy. Uno siempre está parado en un presente, aparte de que ese presente tiene numerosas fisuras donde se filtra un pasado más remoto y con eso hay que lidiar para bien. Estoy tratando de comunicar, como puedo, malamente, la experiencia de la escritura, que es terriblemente difícil de tratar porque es como si estuviera traduciendo algo que no es fielmente el original. Estas reflexiones no me suceden mientras escribo; son a posteriori, son como anacrónicas. Lo que hay en el momento de la escritura es silencio.

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[Eterna Cadencia]

El mito del río

Por Patricio Zunini

Algunos datos permiten suponer que la novela transcurre a fines de la década del '30. En esta entrevista Alejandro García Schnetzer va a precisar el año: 1937. Ese fue el año en el que Borges comenzó a trabajar en la biblioteca de Almagro; también fue el año que se suicidó Horacio Quiroga. Y la novela tiene justamente ese apellido por título: Quiroga llega después de Requena y Andrade —todos de siete letras, como los libros de Juan Filloy. El Quiroga de García Schnetzer es un empleado de una biblioteca que se queda sin trabajo y empieza a contrabandear para un mafioso que lo manda a Montevideo. Con un tono épico en sordina, rebajado por lo cotidiano de una travesía que sabía ser extraordinaria, el tiempo de la novela sucede en uno de aquellos viajes entre "la Nueva Troya y la Atenas del Plata". 

—¿Cómo es el arco que se da entre Requena, Andrade y Quiroga?
—Requena era un maestro oral. En ese libro estaba la presencia de Juan de Mairena, a quien debo la rima de Requena, pero también Pessoa, de alguna manera Sócrates, ciertas anécdotas de Macedonio y de Gombrowicz. Requena era un santón de barrio, en este caso de Palermo, en relación con un grupo de jóvenes que lo apreciaban. Me interesaba explorar un registro de lo oral, que va sobre todo del año 29 al 32. La novela siguiente, Andrade, tiene un tono semejante, quizá, pero otras preocupaciones. En Andrade todos los párrafos aluden a la muerte, que es distancia. Con Quiroga partí de una suposición, una suerte de excusa. En el año 37 Borges entra a trabajar en la biblioteca de Almagro, por obra y gracia de Francisco Luis Bernárdez, que le consigue un puesto. Francisco Luis Bernárdez era hermano de Aurora, la primera mujer de Cortázar. Y me pregunté, aquí la suposición, qué habrá sido de la vida del muchacho al que tal vez echaron para que Borges entrara. Quiroga tiene una estructura fragmentaria, pero es un poco más orgánica que las novelas anteriores. 

—Menos "apostillas", como era el género de Requena.
—La nomenclatura es algo arbitrario, yo considero novelas a las tres. La industria utiliza ciertas categorías para determinar qué son las cosas, pero sus límites son muy sinuosos. En Quiroga me interesaba tratar, ya no la muerte como en Andrade, sino la vejez. Eso también se inscribe en una preocupación sobre el tiempo y en explorar ciertos caminos clausurados de la lengua, formas de decir y de expresarse que ya no circulan. Pero que sí circulan entre mis amigos y mis lecturas. Los amigos que tengo en Barcelona son gente mayor, con maneras de decir, de construir las frases, de razonar, diría, que me remiten a un pasado que también encuentro en los libros que leo. Con esa materia dudosa fui dando forma a la novela.
 
—El lenguaje escrito es una construcción: en el regreso al tono de la década del 30 o 40, ¿hay una voluntad de poner en primer plano esa construcción? 
—Yo no lo tomo como un artificio. Para mí es natural expresarme así con los amigos. Por ejemplo mi amigo América Sánchez vive en Barcelona desde el año 64: el otro día estábamos hablando y dejó caer la frase: "Se estroló". Quizá aquí no signifique mucho, pero para mí sí, porque es una forma de nombrar que resalta en el contexto lingüístico donde vivo.

—¿Eso es porque se cristaliza el idioma cuando sale del país? 
—Porque no circula. Resuena de otra manera; el oído se sensibiliza, o se atrofia, es igual, con las entonaciones. Hace 15 años que me fui y tengo un trato con amigos que tienen 60 años para arriba, y cuando nos reunimos a hablar lo hacemos de una manera que yo no usaría con los castellanohablantes de Cataluña ni con mis amigos catalanes. Pero esa lengua está en mis lecturas y en la música que escucho. Es un trato ya incorporado. Me siento, de algún modo, arreando olvidos. No sabría escribir con el habla del presente, aunque, por otra parte, es imposible ser antiguo y uno siempre escribe parado en el año dos mil y pico. Me cuesta explicar lo que hago porque una cosa es el escritor y otra el autor: el psiquismo del tipo que escribe es diferente del que habla sobre su obra. Yo creo que si el primero pudiera dar alcance al segundo, lo acogotaría.

—Llevás 15 años afuera, pero tus novelas siguen localizadas en la Argentina.
—En el Plata, sí. Y lo primero que vi de la novela fue un viaje en el Vapor de la Carrera, de Buenos Aires a Montevideo. De pronto pensé en la Nueva Troya y en la Atenas del Plata, con esos elementos me di cuenta de que podía haber una historia que a lo mejor conseguía dialogar con el pasado helénico. Por eso el acápite de Ana Basualdo, que dice: «La verdadera agua sagrada del mito es la dulce, la de río». Me interesaba cruzar ambas cosas: las dos ciudades y el mito fluvial.

—¿Hay una influencia de Onetti?
—Onetti es superior, de esos autores que suelo leer poco por la influencia que podrían ejercer en mí. No soy un cultor de la obra de Onetti; pero me parece brillante, un escritor envenenado —porque Onetti está cabreado y sigue estando cabreado cada vez que uno lo abre. Al mismo tiempo, su manera escribir es perfecta, las palabras son las que son y las que deben ser aún mucho tiempo después. Como si las hubiera escrito en bronce. Es una influencia poderosa. Lo quiero demasiado, por eso lo visito poco.

—¿Y está Arlt en tu forma de concebir el mundo de Quiroga?
—Al igual que Onetti, hace mucho que no releo a Arlt. Sin duda debió marcarme en su día. Sucede que cuando uno se refiere a los años 30 en Buenos Aires, la figura de Arlt cae como una maceta del quinto piso. No es que estuve leyendo a Arlt para medir el tono: simplemente está. Su tono es parte de ese tiempo. Lo que me preocupa de los personajes son las maneras del hablar, porque en esa maneras ya están prefigurados sus actos.

—Hay muchas citas literarias que se cuelan en la novela. Pienso, por ejemplo, en "el río inmóvil".
—Hay contraseñas. Aunque no sé si son necesarias para apreciar la obra. Hay citas que están porque son, a mi entender, la manera más justa de expresar el decir. El asunto es que también eso es transitorio. Si releyera este libro en el tiempo, probablemente lo seguiría corrigiendo.

—Quiroga, el protagonista, es un letraherido que todo lo tamiza por la literatura y los mitos griegos, pero el resto de los personajes son refractarios.
—Bueno… qué es la literatura, ¿no? Es otra construcción que depende del tiempo y de cada lector, frente a una realidad donde están los mandarines, tan diligentes al momento de indicar qué es y no es literatura. Pienso que los personajes que circundan a Quiroga no ignoran esto, por eso nos llevamos bien. En la novela también hay, muy lateralmente, una reflexión sobre la industria. La industria del libro es extraña, se puede producir y funcionar, sin que se lea. No hay una correspondencia entre lo producido y lo leído; en todo caso hay una relación entre lo producido y lo adquirido.

—Hablemos de poesía, que atraviesa tus novelas de una forma que hace que se lean con ese tono.
—He leído bastante poesía. He tenido el gusto de publicar a varios poetas en ediciones ilustradas. Con Alberto Szpunberg preparé su poesía reunida, que publicó Entropía. La poesía es otro de los géneros que frecuento y que al escribir de alguna manera está presente, pero como intención nada más, como escarceo.

—Quiroga tiene una deriva hacia lo poético. En el final, cuando la historia se rompe, se rompe con una poesía.
—Para qué negarlo. Pero lo poético, gravita igual que el comentario o el relato breve, la sentencia, el aforismo. Una mixtura de registros difusos en el mejor de los casos. En un punto, yo escribí Quiroga pero no soy el mejor lector de ese libro. Lo que pude haber escrito es una cosa y lo que se interprete es otra.

—¿Pero tenés conciencia sobre la obra? 
—Me llevo mal también con eso, por lo que decía antes: una cosa es el psiquismo del escritor y otra el del autor. El traje de autor me queda suelto, no me reconozco ahí, lo llevo mal. La experiencia de Quiroga culminó cuando terminé. Ni siquiera se extendió cuando me puse a corregir. Lo que vino después, la edición, la entrevista, la presentación, es algo que sobrellevo, pero no me avengo bien. Es parte del vestuario de autor.

—Es una pregunta que vengo haciéndome desde hace un tiempo: por qué un escritor tiene que tener entrevistas, por qué no alcanza con lo que dice el libro sobre sí.
—Esa publicidad la impone la materialidad, la lógica de la circulación y de la difusión; a veces el ego. El texto, para ser leído, tiene que encarnarse en una materialidad y esa materialidad exige que esto se llame novela, que su cubierta sea tal, que haya un texto de contratapa… Yo lidio con eso en mi trabajo profesional como editor. No es que reniegue ahora, pero cuando tengo que pasar al otro lado, me cuesta mucho.

—Requena, Andrade, Quiroga finalmente conforman una trilogía. No sé si era un proyecto que nació así o si fue, a lo Levrero, una trilogía involuntaria. ¿Qué identidad se produce entre ellos?
—Los reconozco como tres experiencias. Son experiencias que no puedo provocar. No concibo escribir imponiéndome la voluntad de escribir. De alguna manera, la neurosis sobreviene, se ordena y transcurre. Es una trilogía porque son tres obras, sí, pero hace un par de días me pareció encontrar el nombre del próximo título. Creo que se podría llamar Estrada y todo lo que tengo es una frase: "Estrada lo vio venir y le aguantó la mirada". No sé qué sucederá después, a dónde me llevará la oración, pero estas presunciones a veces se van ordenando…

—¿Es la frase inicial?
—Quién sabe.

—¿La frase inicial de Quiroga, que entre paréntesis es exquisita, es la que dio origen al libro?
—No, había empezado por la segunda parte: Quiroga en el Vapor de la Carrera. Lo que sucede es que después, cuando debí ordenar los fragmentos, eché en falta el pasado de Quiroga y la primera parte la reescribí. No hay una relación temporal entre la escritura y el comienzo de una obra. Al menos en mi caso.

—Los personajes de la novela tienen mucha comicidad. Vos hablás del mundo helénico: Quiroga bien podría ser una tragedia griega, pero está lleno de comicidad.
—Como la comedia griega. Quizás es una constante, como el amor perdido, perfecto igual que todo lo que pudo haber sido. Pero no pasa de una intención, no quiere decir que lo cómico suceda gracias a que uno lo dispuso. Es legítimo que alguien lea algo cómico y se aburra, o lea algo trágico y se ría. "Tanto dolor que hace reír", dijo Discépolo. Para los lectores, lo escrito puede ser un territorio de la soberanía.

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[Télam]

"Pienso, quizás por si sobrevienen ideas impensadas"

Por Pablo Chacón

En Quiroga, el escritor, editor y traductor Alejandro García Schnetzer, radicado desde hace años en Barcelona, arma una historia -situada en una atmósfera rioplatense que recuerda ciertos momentos del siglo XIX- mientras progresa en sus primeros palotes un polígrafo nómade entreverado en diversos o inéditos modos de vida.

El libro, publicado por la editorial Entropía, está precedido por otras dos novelas breves, Requena y Andrade.

García Schnetzer nació en Buenos Aires en 1974. Conversó con Télam desde su ciudad adoptiva.

T : ¿Cómo jugó, si es que jugó, tu formación como traductor en la construcción de los lenguajes que se hablan en Quiroga?

GSCH : No sé, mejor no saber, qué entra en juego y qué queda fuera, ¿no?... Escribir es un reflejo, como agarrar un vaso. Escribo como me sale, trato de apuntar ciertas escenas y acomodar los tantos; y pienso, pienso, quizá por ver si sobrevienen ideas impensadas, que me saquen del pantano del pensamiento y me lleven a algún lado. El lenguaje es un instrumento.

T : ¿Alguna relación, parentesco espiritual o algo así, entre Quiroga y Horacio Quiroga? Lo pregunto por esa época, algo nebulosa, pero inequívocamente rioplatense.

GSCH : Algo así, exactamente. Quiroga es una aventura modesta que transcurre en el Plata y sus orillas, como el sino del salteño, y en el año 37, el de su muerte; es todo cuanto podría decir en materia de asonancias; el sentido que comprendan esas y otras afecciones son provincia del lector.

T : Quiroga, ¿funciona como un trío junto a Andrade y Requena? Si así fuera, ¿de qué se trataría, y cómo seguiría?

GSCH : Siquiera sé si funciona. Ni sé de qué podría tratar la juntura de mis libros. Sobre seguir o cesar, no depende eso de mi voluntad, sino de que persistan o no ciertas obsesiones.

T : ¿Cuántas veces cruzaste vos, AGSCH, a Montevideo, o a Colonia, para situar con tanta precisión el aire que suele respirarse en esos botes medio gigantescos?

GSCH : Muchas veces, casi siempre por trabajo. Pero quien ha hecho un viaje por el Río de la Plata, creo yo, los ha hecho todos. Río de las congojas. El de los muertos. Más sentidas para mí fueron las veces que literariamente crucé al Uruguay, por Wimpi, por Morosoli, por Felisberto, por Isidoro de María, por Enrique Estrázulas y Onetti, por Idea y por Marosa, por músicos y letristas.

T : En Barcelona, donde vivís, o en Buenos Aires, ¿frecuentás tertulias de escritores? ¿De quiénes, entre los argentinos, te sentís cercano?

GSCH : No, no frecuento tertulias literarias. Não gosto de samba, não vou a Ipanema. Suelo verme con amigos, gente con preocupaciones... velamos lo que nos queda. Entre los argentinos de aquí y allá guardo trato con gente mayor, entrada en años, con una subjetividad formada antes de la era digital; cambiamos perplejidades sobre el pasado del mundo y su rodar descendente.

T : Tres libros que nunca dejarás de leer.

GSCH : De tribus impostoribus en la versión de Erasmo de Rotterdam, Mad Tryst de Launcelot Canning, y la Correspondencia entre Jeffrey Aspern y Juliana Bordereau.

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[Evaristo Cultural]

Siluetas de expresión olvidadas

Por Luis Adrián Vives

Tango, barco y contrabando. La percepción, entre razones y emociones, va tejiendo peripecias que intensifican el sentido de cada elemento elegido, por necesario, en la narración.

Una realidad conocida y también pensada; un ámbito de especulación que, con fuerza de tango, rompe la cuarta pared en cada página, en cada escena. Así corta cualquier distancia con el lector. Como en El Sur -de Borges-, un tiempo, un Juan de los años ´30 en una Biblioteca, un destino que puede ser despiadado, un sueño y un puñal ajeno con el que se escribiría, en principio, el final de la historia.

Un lenguaje que, en pasajes, ensambla con el vigente entonces, con el de la guardia vieja. Diálogos y reflexiones. El argot local -rioplatense- que abarca palabras, frases y expresiones.

Un vocabulario activo en esta novela corta. Una contextualización de tiempo y espacio. El lenguaje de la época como instrumento. Como la edad variable durante un tiempo; como la vejez, mediante la vida. El tiempo, la vida y el lenguaje como nexo. Literatura y poesía.

“Fuera de este idilio trunco, padecido como una trepanación, los años en la Biblioteca fueron un tiempo agradable. El salario, frugal, le había abierto las puertas de un cuarto de pensión, donde pudo experimentar la autocompasión del pobre y la bohemia libresca. Contrajo fiebre lectora, una verdadera fruición por conocer las obras cumbre del pensamiento. Al azar de sus lecturas apenas llegó a entender muy pocos libros, pero cuántas conclusiones, cuántas verdades pasaban ante sus ojos; poco le importaba que fueran aparentes o inútiles, la cuestión de fondo era superar el desorden y la ignorancia en el plano sensitivo; que no es poco.”

-El protagonista, Juan Quiroga. El punto de partida, aquella Biblioteca; ¿cómo se define esta elección?
-Desasosiego. Suelo preguntarme por los muertos, gente que intuyo o derivo. El recuerdo que dejaron en las cosas. En Quiroga me pareció adivinar al tipo que echaron de la biblioteca de Boedo, para hacerle sitio a Borges, en el año ’37. Ya después, con un nombre y dos tres taras, la neurosis hizo el resto.

-Pensaste en un entorno apropiado; así aparecieron Maure, Suárez y Fonseca. La pregunta es ¿desde dónde llegan a tu cabeza estas siluetas, estas esencias de época?
-No lo sé, no tengo idea… se van juntando por la tonada. Será gente que traté, leí en libros o en canciones, que suponía olvidada y volvió.

-¿Cuánto pesa el amor en tu novela?
-Sus accesorias pesan, y de todas ellas, la pena extraordinaria de la pérdida o la ausencia. No hay salida; en el fondo de nosotros está el pecio. El pensamiento interroga siempre en vano la vivencia, por eso no tiene centro.

-¿Cuánto pesa el tiempo y las edades?
-De muy joven sentí haber agotado mi provisión de fluido nervioso. Dada la naturaleza de mis intereses y aversiones, me reconocí bien pronto en la tercera edad.

-¿Qué idea tenés sobre “el destino”?
-Un conjunto de pesares que se organiza.

El lenguaje literario “culto”, por una parte, y en “la vereda de enfrente” palabras y expresiones que funcionan como factor de integración de un sector social determinado. ¿Es lícito hablar de una vereda de enfrente?. De ser así, ¿cuál de estos dos imperios del lenguaje estaría contando, hoy, con mayores posibilidades de cruzar de vereda sin perder su fuerza o su potencial? Te pido una reflexión?

Más que veredas y lenguajes literarios, podría pensar en ríos subterráneos, en arroyos entubados, canales aliviadores. De lo «culto» me interesa la bruticia; por la vereda no voy, «me gusta lo desparejo». Las preocupaciones de la crítica literaria sobre cuántos alfileres caben en el cabeza de un ángel, me superan.

-¿Qué podés decirnos sobre la producción cultural, la crítica y el mercado en Barcelona?
-Una de las producciones culturales más destacadas que ha dado esta ciudad es la edición original de Pago Chico, de Roberto Payró en 1908. Por otra parte, la colección de románico del MNAC es sobresaliente. Sobre la crítica… no creo en más crítica que la del propio artista en el momento del hacer. Y en cuanto al mercado… en fin, diré que el señor Alibeck, puestero del Mercat de l’Abaceria, ofrece la mejor cocina libanesa del país.

-Hablemos, puntualmente, del argot en las costas del Río de la Plata; hablemos de ese tiempo y del por qué de este rescate.
-Hablemo’. No creo rescatar nada en el sentido arqueológico, más bien creo habitar una isla doble, una ínsula duplicada. Vivo en Barcelona, es decir fuera de ambiente; y habito un territorio de lenguaje clausurado, ya ilegible, terminal. Esa segunda isla surgió por acumulación de sedimentos verbales, de naufragios y deshechos. Una imagen aproximada sería la de Robinson departiendo con la osamenta de Viernes en una lengua muerta.

-¿Qué decir de los amantes de la lectura, en este tiempo?
-La idea de lectura y amor me rebota en la frente. La lectura que reconozco es la que opera como una horadación, que se proyecta en el tiempo de manera soterrada, ya sin libro, en la memoria; pero sobre todo me interesa la desfiguración, el desorden posterior de la lectura, porque la ruina cuenta más que el monumento.

-El Sur, de Borges, reúne elementos tales como el tiempo, la Biblioteca, el destino, el sueño, la fiebre, las pesadillas; el protagonista también es un tal Juan y, en ese cuento, un puñal corta la historia dando lugar a interpretaciones. En ambos casos, todo ocurre en los últimos años de la década del treinta. Y en ambos casos el protagonista es cautivo de las lecturas. En el cuento de Borges: “…La fiebre lo gastó y las ilustraciones de las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pesadillas”. ¿Podemos ver en Quiroga un homenaje implícito o, tal vez, en El Sur una suerte de inspiración?
-El homenaje, la misa, la rosa en la sepultura… no cojeo de ese lado. Yo he escuchado a los muertos con lo ojos, y converso con ellos a mi modo. Me he visto en la situación de reproducir expresiones suyas porque han dicho bien o mal, es igual. Importa su resonancia. Toda originalidad es un gran malentendido, en el pasado está todo. En mi caso, creo que la obstinación del recuerdo, la dependencia, el fárrago de la memoria, entredicen lo que me preocupa.

-¿Qué podés decirnos de tus preferencias y/o influencias? ¿Cuáles han sido y son tus lecturas predilectas?
-Suelen afectarme las obras de músicos y letristas uruguayos, por sus modos de nombrar o de decir, que no tienen parecido. Incluso quienes no cantan. Por caso, Gustavo Ripa, artista de talento fino, cuya música compendia la obra múltiple que prefiero. Las tres calmarías de Ripa son instrumentales, y logran decirlo todo. Ojalá se pudiera escribir como su guitarra dice y calla. De las otras preferencias, diré dos: Josep Pla y Joan Coromines. Y también los escritores a los que el tiempo arrasó; incluyo a los traductores, a los más duros de oído… Tuve un amigo francófono, muerto ya, obcecado en traducir a Strindberg al castellano. Una vez me dio a leer un párrafo, redondo, que acababa de pulir. Le pregunté si Strindberg había dicho algo tan bueno. «Lo ignoro –me dijo–, para eso habría que saber sueco».

-¿Cómo describirías tu proceso de escritura? Y ¿qué podrías decirnos sobre el lenguaje, la trama y el argumento en relación a cada una de tus novelas?
-Para mí, escribir es algo lioso, denso, confuso, nunca intervengo sino tarde y malamente, con el verbo ya encarnado. Voy anotando fragmentos y hecha regia provisión, los recorto finalmente, al piso los tiro luego y les doy agrupamiento. Cuanto sé de mi escritura es que trabajo con el bronce de Quevedo, y sólo puedo hacer eso, más bronce. También sé que las expresiones que registro cuando escribo, se apreciarían como una mancha roja en toda composición no paródica. Pero si uno escribe enteramente en rojo, no hay contraste, no hay parodia, sólo desesperación.

-¿Tu punto de vista sobre el encuentro de la prosa con la poesía?
-Durante la escritura no pienso en categorías. Y en la lectura tampoco. Descifro dentro y pienso por fuera del texto. Todo texto es una tapia y hay que arrojar por encima los yuyos de la razón, arrancados de raíz. Opino que esos útiles platónicos (la prosa, la poesía, etc.) juegan su humilde papel en la circulación, la academia, con sus tristes sucedáneos que amortajan y resecan. No sirven para pensar.

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[Marcha]

Archivos de la lengua

Por Pablo Potenza

Quiroga, la última novela de Alejandro García Schnetzer, parece completar una trilogía iniciada con Requena (2008) y Andrade (2012). La decisión de titular con el apellido de los personajes principales y la elección de los años treinta como marco para las historias ya dan un principio de sentido conjunto. A esa unidad hay que sumar una sintaxis particular y un estilo atiborrado de palabras y frases propias de una época reconocible en la lengua rioplatense. Para “progresar en el arte de la novela” –se recomendaba en Andrade–, habría que tener “capacidad para distinguir los detalles principales” y “lucidez para notar lo que carece de importancia”. Esta teoría de la escritura que, en su afán selectivo, limpia y borra sucesos y elementos, permite explicar por qué las tres novelas de García Schnetzer son precisas hasta llegar a comprimirse sin superar ninguna las noventa páginas.

La opción filológica, entonces, tanto apunta al registro de la variedad lingüística como al contexto en el que los personajes se mueven. Juan Quiroga –opuesto a ese otro que resuena en el nombre que le falta: Facundo– es un ave solitaria que escribe cartas a una amada perdida (¿un nuevo Adán Buenosayres?) y pensamientos ensayísticos (Contribución a las Odas de don Leopoldo Lugones), hundido en los fondos del archivo de una biblioteca. Su anacrónico decadentismo es tal que su propio jefe le recomienda trocar el mundo de las letras por la circulación del contrabando: de bibliotecario a “mula”, se dedica a cruzar el Río de la Plata ida y vuelta entre Buenos Aires y Montevideo, en épocas donde los artículos importados eran rarezas de colección y el viaje en barco nunca menor a seis horas.

Novela en tres movimientos –el primero en Buenos Aires, el segundo sobre el río, el último en Montevideo–, es la parte central la que concentra los sentidos. Treinta veces ya unió ambos puertos Quiroga cuando volvemos a encontrarlo sobre el barco, sufriendo su existencia de hombre en tránsito; ni desterrado, ni afincado, sino víctima anfibia en estado de lamento: “De nuevo la amansadora de aquel leviatán de lata, la misma anodina existencia fluvial, de regusto atávico. Qué vida”. El río es la frontera entre las dos ciudades. Inmóvil en su incapacidad para hacer pasar el tiempo, despierta el “esplín” que conecta a Quiroga con la cofradía de los veteranos Fonseca, Maure y Suárez. Los cuatro “bagayeros” no solo comparten el código de los que están del otro lado de la ley, también se dedican a observar y evaluar el resto del pasaje, mientras sus propias miserias los empujan a extremos tales como un intento de suicidio.

Pero la verdadera hermandad está en la lengua. Es allí donde el hombre desterritorializado puede encontrar una posible identidad. Estos eruditos de café recrean y asisten a varios registros en distintos niveles, desde los espacios codificados –el relato de una carrera de caballos, el anuncio de una película en el cine– hasta la alternancia entre tonos clásicos y canyengues (“debemos digerir nuestro pasado, cargar con el error monumental que levantamos, llevarlo a pulso hasta el día que reventemos”), mientras descartan el voseo, mantienen la distancia formal en el trato y, como francos coleccionistas, reponen en escena las exactas palabras que necesitan (“Me explica por qué dio la nota como un desinserto”).

Novela hecha de fragmentos, el ritmo que los combina es lo que sostiene su estructura. Los concisos párrafos que, en su mayoría, no superan la mitad de una página, permiten que las cesuras que los separan vayan armando constelaciones de anécdotas, sentimientos, ideas, encuentros y desencuentros, rutinas, costumbres, diálogos, consejos, pequeños dramas, breves heroísmos y amores latentes. 

¿Desde dónde se hace la reconstrucción filológica? ¿Dónde queda el registro, el archivo de una lengua? Seguramente en los medios de comunicación –en este caso, periódicos, programas radiales, el cine– y, por supuesto, en la literatura. Quiroga se debate entre dos sustratos: el preciosismo que inunda al narrador y el habla popular que circunda a los personajes. El primero se expresa con estilo lugoniano, de acuerdo con la referencia literaria del protagonista; el resto, como en las películas de los años treinta y cuarenta. Ambos registros son rígidos, estrictos y perfectos en su artificialidad: las palabras necesarias son esas y no otras. “Qué son las palabras sin nuestro asombro”, reza una sentencia que parece aplicarse al propio autor: Schnetzer busca palabras, las encuentra, las toma, se asombra, las toca, las saborea y las deposita sobre el texto como mariposas en exhibición. Solo resta leer, escuchar, evocar, reconocer y admirar.

Quiroga, perdido entre círculos de gente de los que se apropia para luego separarse, encuentra en Montevideo el final del viaje. La fiesta popular en la que desemboca, como un carnaval a la vera del río, entre pseudo-filósofos y aludidos círculos del infierno, completa su paisaje de soledad hasta ofrecerle la posibilidad de elegir su destino, el único que le puede hacer honor a su linaje literario.

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