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Un temporal
Ansilta Grizas
106 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2021
ISBN: 978-987-1768-71-4

 
 
     
   
     
 

En una de las fotos de tapa de este libro vemos a un hombre de perfil, sentado a una mesa bien dispuesta, con mantel y arreglo floral. Nada extraordinario si no fuera porque esa mesa no está en una sala sino en medio de un bosque del que –sin embargo– lo separa una pared. ¿Una pared en medio de un bosque? Pues sí… Y entonces, ese hombre ahí, ¿es adentro o afuera que está?

Ese hombre a la intemperie sufre una enfermedad degenerativa y es el protagonista de esta novela. Ansilta, su hija, es quien nos lleva a ver, es la que intenta nombrar. Ella es quien trata de contar –mientras sus propios hijos crecen– el modo en que su padre, que aún no ha desaparecido físicamente, la ha dejado huérfana antes de tiempo.

“Pero acá estamos y el dique ya se rompió y el agua ya nos tapó y apagó el fuego prendido y se llevó las mesas redondas y las canciones y te dejó ahí, nos dejó aquí, dejándonos llevar por el agua con un hilo de voz y aguantando”, dice Ansilta cuando lo que se apaga es la memoria de su padre. Y por eso escribe: para conjurar recuerdos, como si temiese que en los olvidos de su padre pudiera desvanecerse ella también. Escribe y al hacerlo traspasa, nos conduce de manera conmovedora a través de esa experiencia que es el dolor. Escribe como si las palabras pudiesen contener el mundo. Y, acaso, a veces lo hagan.

Romina Paula

Contratapa

 

 

 

 

 

 

 

 

     
   

Me acuerdo de esa noche de agosto que discutimos y lo colorada que me quedó la palma de la mano de tanto golpear la mesa, y la angustia. Hacía frío y estábamos junto a la estufa a leña de la casa de mi mamá. Nunca me habías hablado así. No recuerdo que me hayas insultado, no es tu estilo, eras hiriente y levantabas la voz de esa manera que de chica me daba miedo. Pero esa noche fue diferente, discutíamos sobre temas mayores y estábamos los dos obstinados en conseguir lo que queríamos, yo seguramente me puse roja y la vena entre la ceja y el ojo se me puso más oscura que lo normal y te grité también como vos a mí. Pero vos estabas preocupado, eso era. Estabas preocupado porque sabías que lo que te decía, tarde o temprano, iba a suceder, y no podías enfrentarte a todo eso. No todavía.

 

Ese día habíamos pasado la tarde en tu casa con unos amigos tuyos que yo no conocía. Hablaban de unas pinturas que una había llevado para mostrarte y que vos le dieras tu opinión y comían medialunas y tortas, como un domingo normal entre amigos. Y de un momento a otro estábamos en el auto de uno de ellos camino al hospital, esa misma guardia de siempre, en el medio del campo. Se te había aflojado todo, la presión por el piso, no te podías sostener. Yo, a esa altura, tampoco podía con tus casi cien kilos. De esa guardia nos mandaron a otro hospital céntrico, parecía que te morías todo desparramado en el asiento de atrás del auto de ese señor, y el capot que golpeaba porque tu silla no dejaba cerrarlo bien y el apuro y la desconfianza porque no sabíamos qué hacer, más que moverte de un lugar a otro.

Y tu cara, me acuerdo de tu cara en esos momentos, que no era la tuya sino una expresión lejana, que estabas atado a esos cuatro puntos que indicaba el tensiómetro pero no te daban los números, cuatro no era suficiente, y el olor del pis que inundaba todo el Peugeot. Yo te agarraba la mano, y con la otra me sostenía la panza de siete meses de embarazo y buscaba en mi bufanda algún olor más amable que me sacara de esa náusea, y de ese estado.

Con esa panza no entrás, me dijeron en la puerta de la guardia del otro hospital al que llegamos y te vi irte para adentro por la ventana redonda de una puerta rebatible.

Pero ahí tampoco había cama, y la guardia estaba colapsada y nos mandaron a buscar otro lugar que te recibiera un domingo a la noche.

 

Finalmente, y después de que desde la tercera guardia nos mandaran a la casa con la excusa de que no te estabas, exactamente, muriendo, terminamos en la mesa redonda frente a la estufa en la casa de mi mamá. Y yo te quería hacer entender que ya no podíamos seguir así, que no podías vivir solo en tu casa en el campo sin ayuda cerca, que había que dar el siguiente paso pronto. Y cuando decía eso era cuando más te enfurecías y ahora parecía que el tensiómetro se iba a ir para el otro lado, y todo rojo me gritabas que qué mierda sabía yo si vivía en la loma del culo y no estaba ahí todos los días. Ahí pegabas donde sabías que dolía, y no era justo.

 

No te dabas cuenta de que estábamos todos atrás tuyo apuntalando las paredes y que la fantasía de la casa del campo que te construiste no la podías sostener más.

Justamente vos, que habías dedicado tu vida profesional a sostener edificios viejos, a poner vigas de refuerzo en paredes que se venían abajo: “conviene restaurar y nunca derribar”, decías. Vos que no podías ver que ya no había sistema de contención que funcionara en esa casa, que había que cambiar la estrategia, el modo de habitar.

 

Mi hermano dice que siempre fuiste un egoísta, que cómo te ibas a dar cuenta de algo así. Yo no sé si es egoísmo o simplemente que es difícil verse en la caída. Asumirte necesitado. Que ya ni el culo te podés limpiar solo, te grité hiriente y me miraste con veneno. Es que te encerrabas en vos y no podías ver los esfuerzos del ejército que tenías alrededor.

Habíamos empezado a hablar en términos de plan de contingencia y logística de emergencia, y carteles con teléfonos a los que llamar en caso de. Nos costaba la organización mientras vos te retobabas y no aceptabas cambios de ningún tipo.

Y, a la hora de resolver, todo se nos complicaba y hasta lo más simple se nos hacía difícil porque no podíamos, éramos medio una masa amorfa tomando decisiones al paso sobre lo que sucedía y nada cambiaba. Todo era tapar agujeros, atar con alambre, como siempre fuiste vos. Te costaba tanto arreglar las cosas bien, desde la raíz. Un parche tras otro. Una estaca al lado de la otra. Acá sí había que tirar todo y reconstruir. Empezar de nuevo, adaptarnos a esto que nos estaba pasando, que te estaba pasando a vos en tu cuerpo y en tu vida diaria.
Supongo que no sabías cómo seguir, que te era difícil ver la que se venía. Y para nosotros todo era una porquería y tampoco queríamos ese lugar. Nadie quiere ser el hijo que contiene a un padre enfermo.

 

Pero esa noche no te lo pude hacer entender y nos peleamos y nos gritamos y te mandé al carajo con toda la fuerza que me salió de adentro y me fui. Me volví acá, a la loma del culo donde vos decís que vivo y no te saludé y lloré, como siempre, en el avión y no nos hablamos hasta varios días después que vos me llamaste y pude saber que era mi hermano que te estaba poniendo el teléfono al oído y te decía que me pidieras perdón, y sí, más vale que nos perdonamos y todo siguió igual por mucho tiempo. Hasta que un día el dique se quebró y la pared se vino abajo y ya sabíamos cuál era el plan y por supuesto que estuvo todo mejor cuando aceptaste otro modo de habitar, con ayuda, controlado todo el día por gente que sabe, no por nosotros, que siempre hicimos lo que pudimos, pero que estábamos cansados, muy cansados.

 

Fragmento
     
   

Autora

 

Foto de solapa:
Catalina Bartolomé
 
                     

Ansilta Grizas (San Juan, 1987) es licenciada en Artes Visuales. Como fotógrafa publicó Diario de navegación, obra surgida del trabajo que realizó, en 2012, durante una residencia para artistas en la Antártida. Un temporal es su primera novela.


   

Reseñas

Infobae
(Cynthia Edul)

El diletante
(Joaquín Correa)

Pez Banana Newsletter
(Flor Ure)

El Diario AR
(Agustina Larrea)

La Agenda BA
(Mauro Libertella)

La Nación
(Verónica Boix)

Entrevistas

Télam
(Eva Marabotto)

Contarte Cultura
(Andrea Viveca Sanz)

 

 

[Infobae]

"Quiero un texto que diga lo que fuimos"

Por Cynthia Edul

¿Viste que las olas del mar, si las mirás desde abajo, forman una espiral y si caes ahí es probable que no puedas salir? ¿Te acordás cuando íbamos a Chile, cruzando por el Cristo Redentor y vos siempre nos marcabas todas las casitas donde había un cartero? ¿Te dije que siempre que voy a la casa de mi mamá miro fotos viejas? ¿Sabías que en el Ártico, las distancias se miden en sinik? ¿Te acordás cuando almorzábamos todos los viernes juntos en el comedor universitario y siempre pedíamos pastel de papas? Son algunas de las preguntas que le hace la narradora de Un temporal, Ansilta, a su padre enfermo que ya casi no recuerda nada de quien fue, de quienes fueron, de quienes son. Una enfermedad animal que se lo metió en la cabeza como un temporal, que se lo fue llevando, que lo fue endureciendo y que en gran parte del relato, lo tiene ahí, entre estando y no estando, respirando y sufriendo, a él y a ella y a todos los que lo ven yéndose en cuentagotas. Las olas del mar, Chile, el Ártico, los almuerzos en el comedor universitario. La narradora agrega otra pregunta: ¿Qué tendrás miedo de olvidar?

Y la respuesta a esa pregunta, la narradora la asume como una misión que no puede eludir, como un servicio a esa huella que fue la vida juntos. Escribir para no olvidar, escribir “para escarbar en los recuerdos de la vida como en la arena”. Como dice Margaret Atwood en la cita que Ansilta Grizas eligió como epígrafe de su novela, y que es una brújula en esta geografía de la memoria de una vida que vamos a recorrer:

 “Cuando estás dentro de una historia, cuando la vives, no es una historia sino una confusión; un oscuro rugido, una ceguera, un montón de vidrios rotos y madera astillada; como una casa en medio de un vendaval o un barco aplastado por los icebergs o empujado hacia unos rápidos sin que los que van a bordo puedan impedirlo. Sólo después se convierte en algo parecido a una narración. Cuando lo estás contando a ti mismo o a otra persona”.

Esa otra persona, podemos ser los lectores, pero es muchas veces y directamente, su padre, ese “tú” al que se dirige para preguntarle si se acuerda y como no se acuerda porque la memoria está siendo llevada por la furia del temporal, la enfermedad animal, le recuerda eso que él era. “Eso eras vos, que siempre tuviste maneras particulares de decir “te quiero”, no en la palabra, sino en el acto. Y siento que escribir esto me ayuda a rastrear esos momentos como si fuera buscar una huella de algo que nunca fue dicho pero que siempre estuvo ahí”.

Como una casa en medio de un vendaval, así empieza esta novela, con la protagonista, su marido y su hijo, intentando eludir un temporal furioso en el medio de la ruta para llegar a encontrarse con su padre que ya está severamente enfermo. Un barco aplastado por los icebergs, ese parece ser el lugar desde el que escribe. En el oscuro rugido, en la ceguera, entre los vidrios rotos que va dejando el temporal a medida que avanza. Ahí la palabra, paciente y sincera, va a ser la pequeña barca para “atravesar el temporal, para salir cuanto antes”.

“Pienso en esa foto tuya papá, que dejé arriba de mi escritorio, allá lejos, en mi casa de ahora. Te pienso joven en el campo, y ahora vos, así, acá, con el temporal en la cabeza y tus hijos que van llegando a vos por rutas diferentes con un tanto de miedo y otro tanto de tristeza”, dice Ansilta. Y eso es lo que va a pasar en esta novela, un llegar hasta ese padre por las rutas de la memoria, memoria con raíz, raíz en la cordillera, en el desierto, memoria a la que el viento Zonda la amenaza, memoria de humo y de pasto y de flores al costado de la acequia, del color de las achiras, de cardos, de cardos violetas en otoño, del canal del alto y la tierra en los zapatos y en la ropa de tanto caminar.

Porque en todo está San Juan. Y el Ártico. Una memoria que recorre el desierto más árido y los paisajes más helados y violentos de la tierra en los que la narradora aprende que ahí “la naturaleza te arrasa, te pone en tu lugar”. Estos personajes están en armonía con la naturaleza, la entienden porque entendieron que no la pueden dominar, que eso no es posible, que hay que habitar en los huecos donde la vida es posible y convivir con la hostilidad. De eso también deja registro la novela, de estos baqueanos que son Ansilta y su padre, que conocen los secretos de la naturaleza, que, como todos los que nacieron cerca de la cordillera, pueden saber muchas cosas por la forma de las nubes o lo claro que se ven los cerros. De esa forma de habitar juntos deja registro Un temporal, de un saber adquirido a fuerza de escaladas, caminatas y fogatas, cruces del Cristo Redentor y noches a la intemperie. De un saber distinto, un saber que nos dice también, que la enfermedad es una naturaleza, es parte de la naturaleza y que ahí también hay que aprender a habitar.

Porque ¿qué es una vida ahí: en el medio de cables y pañales y remedios, entre los olores y las cánulas y los derrames cerebrales y los médicos y sus sistemas de salud que nunca funcionan? Ahí donde todo arrasa con la subjetividad. Como le cuenta la narradora al padre sobre el médico que lo atiende: “Todos sus días para él no son más que síntomas, uno tras otro, tu tiempo es tiempo entre remedios, sos todo un diágnostico”. En la guardia de un hospital perdido en el medio de un pueblo, atendidos por una enfermera que tenía las zapatillas de Jesica Cirio, ahí donde la conciencia ya se dio por vencida, la enfermera le dice “que le traiga pañales y que lo cambie. Yo no puedo moverlo ni dos centímetros, busco ayuda. De repente la náusea y la desnudez y lo indigno me voltean y me meto una pastilla de menta en la boca. Salgo por la puerta lateral, respiro profundo. En la aureola naranja alrededor de las luces, miles de bichitos vuelan y hacen un zumbido fuerte. También se escucha el ruido del agua de la acequia. Fumo. El cielo es negro como nunca. Allá en la ciudad, el cielo nunca es negro negro”. El cielo y el ruido del agua de la acequia parecen restituir el sentido. Porque ahí donde la subjetividad está siendo arrasada al punto de convertirlo en un tiempo entre remedios, en un simple diagnóstico, la percepción restituye a un mundo de sentidos, a la luz, al sonido, al color del cielo, negro negro, como es el cielo en los pueblos perdidos.

Cuando lo operan de la cabeza, el poeta Héctor Viel Temperley escribe Hospital Británico, poemario extraordinario sobre la vida y la enfermedad. Entre todos los deseos que enuncia, entre todas sus necesidades (estar oscuras, regresar al hombre, que no lo toque la muchacha, ni el rufián, ni el ojo del poder), pide que no lo toque “la ciencia del mundo”. Eso que te convierte en un tiempo entre remedios, en un diágnostico. Ese es otro saber que la narradora va recuperando en la novela. En la curva siempre descendente de la enfermedad, está la escritura para dar cuenta de la vida, de una vida, de esa vida que se está yendo. Dice Ansilta: 

“Creo que escribir esta bitácora es un poco una vía de escape, hablarte como si todo fuera diferente. Es alivianar la carga. Siempre decías que “al final andamos con lo puesto”. Es también una forma de ir dejando señuelos en el tiempo. Escribir como ir dejando un rastro. Las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten, permanecen”.

Cuando enferma su madre de Alzheimer, la poeta Tamara Kamenzsain escribe su poemario El eco de mi madre. En esos poemas que acompañan el proceso de la enfermedad y la posterior muerte de su madre, la poeta dice: "No puedo narrar. / ¿Qué pretérito me serviría / si mi madre ya no me teje más?". ¿Qué pretérito nos sirve para poder narrar la mirada de un padre que se va? Ansilta elige el presente, el presente necesario para estar en el foco de la experiencia. El presente que busca conservar un pedazo de vida, la palabra como una cajita que en vez de cazar luciérnagas, intenta cazar un poco de vida, acá, para los que quedan, los que quedamos, en la ondulación del terremoto (en palabras de la autora), en el rastro, en el suceso que queda marcado a fuego, como una cicatriz o un hueco en la piel. Siempre la naturaleza atravesando el sentido, cielo negro, temporal, olor a cardos, humo, pasto y flores al costado de la acequia.

Escribir, narrar. Por terror al olvido, para encontrar algún vestigio, como residuo de un dolor, como un camino que lleva, como una bitácora de sensaciones y cosas. “Yo escribo esto pensando en vos, papá”, dice Ansilta, “sabiendo que aún estás ahí, pero sé que no te lo puedo leer porque no lo podrías comprender”.

Cuando muere su mejor amiga, Ana Amado, la poeta Tamara Kamenzsain recurre a todos los poetas de su vida, para buscar en ellos poemas que la impulsaran a escribir uno en honor a su amiga, que la homenajeara y que al mismo tiempo lograra un poco calmar el dolor. Y dice Tamara en ese recorrido “lo que me consuela ahora mismo, que evoco a Ana Amado y transcribo este poema de Vallejo para ella y por ella, es la certeza de que la poesía puede hacer algo con las rupturas y las muertes”. Yo le agregaría a Tamara, y con la enfermedad.  Porque de eso y de mucho más se trata Un temporal, la novela de Ansilta Grizas, que se mete en el foco de la enfermedad, en ese punto ciego del que es difícil salir, para con una cadena de brazos y codos (los recuerdos, las palabras que dicen que ahí hubo una vida, que es huella, ondulación, vestigio natural en el alma), para con esa cadena, “hacernos carne con la naturaleza que nos toca, como los inuit”. Porque, como nos dice la narradora, hacerse carne con la naturaleza que nos toca, es más amable y es más humano.

Si en el Ártico las distancias se miden en sinik, que es una medida que nos da el tiempo que nos llevaría llegar a un lugar, ¿con qué medida vamos a medir la distancia del dolor y de la ausencia, con cuantas cordilleras, cielos, nubes, desiertos, hielos, con cuantas olas del mundo, si la dimensión misma del universo parece no alcanzar?

Le cuenta Ansilta a su padre:

La banquisa es la capa del hielo que flota en los polos y cambia según la época del año: se derrite en verano y se vuelve a formar en la Noche Polar. Está formada por placas que se mueven constantemente con las mareas. En el límite entre el hielo y el mar se ve su espesor y es ahí donde hay más vegetación y vida marina, y también donde los animales van a cazar, a buscar su alimento.

También le dice Ansilta:

La supervivencia es vivir en la banquisa, acomodarse en el recoveco que te es dejado, que se permite. Es aguantar en esa superficie blanca de hielo en el instante previo a que todo se quiebre y se derrita. Es aguantar en el espacio en donde la vida aún es posible.
            Construir con lo que te queda. Convivir con la hostilidad de la naturaleza y en ese entorno hacerse un lugar, habitarlo sin tratar de dominarlo, porque ya no es posible.
            Hay que hacer campamento en la cueva de hielo para pasar la noche.
            Hay que navegar la tormenta hasta atravesarla.

Y también le dice:

Quiero que sea un texto que diga lo que fuimos. Vos, mi padre, Ansilta, tu hija, hoy madre.

Andar con lo puesto, hacer campamento en la cueva de hielo para pasar la noche, atravesar la tormenta hasta atravesarla. Mucho para aprender de estos baqueanos, de Ansilta, que tiene nombre de montaña y de su padre, que había tenido mil vidas en una, inabarcable, que fue dejando señuelos en el tiempo y las palabras que curan, consuelan, repercuten y permancen. Intentan recuperar.

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[El diletante]

Pérdida, escritura, reparación

Por Joaquín Correa

“A mi papá, que todavía está”, es la frase, el verso, el átomo del discurso que aparece estampado en una hoja blanca, al comienzo de Un temporal, de Ansilta Grizas, recientemente editado por Entropía, a modo de dedicatoria. En el todavía se cifra la historia. Sobre un padre que está y no está, que se va, que se va yendo, que se va apagando pero que no termina de irse del todo trata esta novela breve y dolorosa. Porque el dolor es el combustible de la escritura. Y, de este lado, de la lectura. El dolor es el hilo que cose los fragmentos de la novela, que se narra tanto en lo que cuenta como en lo que calla. Esa es la lógica del fragmento: la lógica de la cesura, de la valoración del silencio, del peso específico del blanco, de aceptar la impotencia de la palabra. Un temporal se fundamenta en una narración entrecortada sobre la enfermedad del padre, en primer lugar. Pero es eso y otras cosas más.

El padre ?a quien se le dedica la novela y el discurso, este texto que lo nombra y lo convoca, como antes se le dedicaron las cartas, porque Un temporal está escrita en segunda persona, es un discurso dedicado y, como todo dedicatoria, es un discurso amoroso? sufre algún tipo de enfermedad que no se nombra en ninguna de sus 100 páginas. Es una enfermedad degenerativa que, quienes la tuvimos cerca, podemos asociar con el Alzheimer, enfermedad cruel, que daña por etapas, que es irreversible, que nos torna desconocidos ante esa persona amada que tenemos en frente pero ya no, que desordena la máquina de la memoria, que reflota cosas olvidadas, ahora recordadas con precisión, que inserta falsos recuerdos en la Matrix, que pierde todo, hasta la mirada, que es muy cruel. Y, de alguna forma, por eso mismo, por ser un discurso dedicado a alguien que se va despedazando, la novela es fragmentaria, porque ya la totalidad es imposible, está ajada. Flashbacks, recuerdos, descripciones de objetos van asaltando la cronología del relato, que avanza con la enfermedad del padre. Y, si avanza el relato, avanza la enfermedad: por eso se demora, da vueltas, regresa atrás, narra una misma situación desde distintos ángulos, confiando en la magia del relato. El relato es esencialmente optimista, dijo en algún lado Aira, porque implica que quien narra sobrevivió a los hechos narrados y puede vivir para contarla, como se dice. Quien vive y quien sobrevive al padre es la hija, quien vive para contarla es ella, que, además, en ese periodo de tiempo, fue madre. La maternidad, de por sí, es una indagación y una recuperación del pasado: cómo nos criaron, cómo fuimos criados, qué decisiones ajenas nos hicieron eso que acabamos siendo. Un temporal, entonces, se erige desde una narradora que es hija y que es madre, al mismo tiempo, y que cuida, como puede, a la distancia, de su padre, y que, frente a su disolución, intenta capturar lo que pasa alrededor, y lo recuerda con mayor esfuerzo. “Algunos recuerdos se empiezan a desdibujar. Por eso escribo”, leemos. La hija recuerda por ella y por el padre, se arroja la tarea de la memoria ante el avance enfermizo del olvido, como si olvidar fuese una enfermedad contagiosa. Intenta “reconstruir la memoria de los dos”, como si algo pudiera ser salvado del temporal. Se escribe y se recuerda, se recuerda y se escribe. Mientras se escribe, se recuerda, se recupera y se ordena. La tarea de la notación del dolor recoge los residuos del día. La escritura, como las numerosas fotografías que vemos en la novela, permite reafirmar la existencia del pasado para poder, por fin, aferrarse a algo. “Las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten, permanecen”, leemos con cursiva en la novela. La escritura, ante la pérdida, es reparación.

El temporal que da nombre a la novela es el factor climático que los hace bajar del auto a las tres personas de una familia, y detenerse en medio del desierto, cuando estaban yendo hacia algún lugar, la ciudad que supo habitar la narradora. Con ese temporal arranca la novela y es este otro temporal, el de la enfermedad, quien mueve las placas tectónicas del resto del texto. A pesar de su brevedad, son varios los años que abarca el relato, lo sabemos por el avance de la enfermedad, por los signos que muestra el padre, por el crecimiento de los hijos de la hija, por los recuerdos que vuelven y se agolpan, por los días que se empujan en desorden. Frente al cambio, la escritura aparece como una estrategia certera ante la disolución del recuerdo. La escritura, con su disposición de adjetivos, permite separar la enfermedad del padre y leer los vestigios de la persona que solía habitar el otro cuerpo, ahora inútil. La escritura, con su devenir reflexivo, intenta “desmalezar el relato”, quitarle las capas de ficción que la enfermedad le ha atribuido a la realidad, sin, por eso, hacerle daño a la otra persona ni romper el pacto ficcional que ha negociado con los restos de su percepción del mundo. La escritura, con su fuerza, busca ir más allá de esa otra historia, la historia clínica, el parte médico. La escritura, con sus temporalidades, delimita los paralelos de la historia en un antes y después: de la enfermedad, de la paternidad, de la maternidad, del exilio, de las familias, de la orfandad. Esas dos temporalidades, cuando están claras ?y lo están para el relato, pero no para el padre?, sirven para trazar comparaciones y tender el sismógrafo del deterioro.

Frente al deterioro, frente a perder el control total del propio devenir biológico, la figura del padre repone la cuestión: ¿se puede elegir la propia muerte? ¿La dignidad de la vida está en poder controlarla? ¿La enfermedad es un anticipo de la muerte, una muerte en vida? Si la supervivencia es “aguantar en el espacio en donde la vida aún es posible”, ¿sobrevivir es aún vivir? ¿Quién sufre más, el padre o la hija, quien carga la enfermedad y tiene accesos intermitentes de su estado o quienes están a su alrededor y lo ven alejarse, dejar de ser quien era, lentamente, hacia el desconocimiento? En algún momento de la novela, la hija recuerda haber leído estudios sobre la enfermedad del padre: ve con claridad lo que ya pasó y entiende lo que vendrá, como si fuera un guion, incluso la fosilización del gesto y, en línea recta, el final: “De repente me encontraba con que esto que te estaba pasando, esta fosilización de tus gestos que iba avanzando sobre vos, era parte de algo que existía, tenía entidad, había otros que también la padecían, tenía nombre y, lo peor de todo, ya sabíamos el final”. El padre, que era (¿es?) arquitecto, que había dedicado su vida profesional a sostener edificios viejos, a poner vigas de refuerzo en paredes que se venían abajo, que ?como una ética laboral y de vida? afirmaba “conviene restaurar y nunca derribar”, empieza a venirse abajo, sin hacer implosión, sólo por desgaste. Y las tareas de restauración, oficio cansador que no quiere sucumbir al derribo, son asumidas por los hijos, por la hija, sobre todo, una de los dos hermanos. Esa responsabilidad de la filiación, cuidar del padre en la debilidad, lleva a preguntarse cómo ser hijos, cómo ser madre y cómo ser padre o cómo seguir siéndolo.

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[Pez Banana Newsletter]

"Quiero un texto que diga lo que fuimos"

Por Flor Ure

Otro primer libro. Una hija y un padre enfermo. ¿Qué decirte? Es la historia de gran parte de mi vida, imposible no conmoverme. 

Recapitulo y aclaro: me conmueve porque el libro es hermoso. El vínculo con su padre y la naturaleza narrados poéticamente. Grizas cuenta su historia y ubica cada anécdota en un escenario. Es muy cinematográfica, cosa que podría distraer pero no, suma. Te seduce y mete en su cápsula del tiempo y vas y venís con ella. La espiás.

Me encanta cuando la naturaleza es tan protagonista. Como Los llanos de Federico Falco (Anagrama) me estremecía su separación y también que las zanahorias no crecieran. El diálogo entre la historia y la huerta, el rabanito no como metáfora sino como personaje. 

En Un temporal la geografía funciona más como marco pero le da una profundidad que resignifica. Una caja de resonancia visual. Montañas, Antártida, Beagle, nevadas. Y también leña ardiendo, rayos de sol y la ciudad que aturde y encierra. 
Me emocionó mucho. 

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[El Diario AR]

Una memoria de a dos

Por Agustina Larrea

En algún momento del texto, Ansilta Grizas se refiere a Un temporal como “esta bitácora” y me parece una definición ajustada para el libro, que es una de las novedades recientes de la editorial independiente Entropía. Armado con fragmentos, con algunas entradas breves y otras más extensas, algunas que siguen una línea cronológica y otras que van y vienen en el tiempo, se trata del relato de una hija que decide contar una experiencia extrema: los años de su padre a partir de que es víctima de una enfermedad degenerativa, los recuerdos que tiene de él antes de esa circunstancia, de sus palabras, de sus modos, y la construcción, que es siempre endeble y a la vez emotiva, de una memoria de a dos.

“Tus gestos son de una dureza tal que son más de animal que de hombre. Abrís grande la boca, te veo las muelas ya gastadas por tanta presión, los ojos idos o muy abiertos, mirando un punto fijo, las manos tiesas, estiradas o agarrándose del apoyabrazos. Cada cosa en una dirección diferente”, describe en un momento. Sin embargo, la autora no se queda solamente en los días de internación, de fragilidad, de postración de su padre y trata de recuperar fragmentos luminosos de él y de sus propias experiencias, también de sus miedos, mientras ella misma crece, forma su propia familia y cría a sus hijos. Como señala Romina Paula en la contratapa de Un temporal, la potencia arrasadora del texto es tal, que la autora “escribe y al hacerlo traspasa, nos conduce de manera conmovedora a través de esa experiencia que es el dolor (...), escribe como si las palabras pudiesen contener el mundo. Y, acaso, a veces lo hagan”.

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[La Agenda BA]

Conciencia redentora

Por Mauro Libertella

Este es el primer libro de la autora, un relato breve e intenso sobre su padre, que cuando empieza el texto lleva un tiempo largo sufriendo una enfermedad degenerativa que le consume el cuerpo y también la mente y termina con su muerte pero también con la conciencia redentora, de parte de su hija –y de la narradora– de que ahora ella es madre y empieza a dejar de ser hija. Un temporal está armado en pequeños bloques que hacen avanzar la narración al tiempo que producen un efecto reflexivo, como si estuviéramos asistiendo no solo a un relato familiar sino al crecimiento de una persona.

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[La Nación]

Cuando se apaga la luz de la memoria

Por Verónica Boix

En Un temporal, la argentina Ansilta Grizas (San Juan, 1987) excava en su propia memoria para recuperar a su padre, que se diluye irremediablemente en el olvido. Una enfermedad lo borra, y al mismo tiempo, parece llevarse con él la historia familiar.

Desde el principio del relato, el padre está internado y no se parece al que Grizas busca en el recuerdo. Un temporal no solo trama el retrato paterno, sino también la historia en común y el vínculo entre los dos. Al igual de lo que ocurre con la memoria, la narración también apela al fragmento, a los momentos significativos de la infancia y la adolescencia, al recorte de gestos y las reflexiones en un intento de atar el pasado.

La narradora no solo escribe para sí misma. En ocasiones, le habla al padre como si quisiera completar con su propia memoria el vacío que amenaza con ocuparlo por completo. De ahí cierta desesperación entrelíneas y, a la vez, una honda ternura. El deterioro del cuerpo y la desorientación del presente en contraste con la imagen del hombre formidable que luchó por sus ideales resultan, por su parte, desgarradores.

El tono es confesional, a veces visceral, pero nunca cae en el melodrama. A lo largo de los fragmentos, que tienen algo de diario desordenado, Grizas mira cara a cara la pérdida: un despedirse extraño cuando todavía el otro no se fue, como si el padre fuera arrastrado por un río y ella buscara frenar la corriente con palabras.

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[Télam]

"No escribí un libro sobre la muerte sino sobre el dolor"

Por Eva Marabotto

Ansilta Grizas lleva con orgullo el nombre de una cultura aborigen que habitó la cordillera de su San Juan natal y recurre a imágenes de la naturaleza y el paisaje cuyano para narrar en su primera novela “Un temporal” una historia hondamente autobiográfica: la del paulatino deterioro cognitivode su padre.

“Vos estás ahí más que abatido, con el cuerpo en la más absoluta contrariedad: inútil.Una caja enorme de huesos, músculos, nervios, líquidos y bacterias que ya no sirven para mucho, pero que subsisten subordinados a un único latir”, describe con dosis exactas de crudeza y ternura la autora, fotógrafa y publicista de profesión que transitó los talleres de Cynthia Edul y Romina Paula. “Ya es difícil encontrarte aunque estés enfrente mío. Aunque parezca que nos escuchás, a veces siento que andás por cualquier otro lado”, insiste mientras acompaña a ese ser querido por el camino hacia el olvido.

“Ansilta Grizas escribe para conjurar recuerdos, como si temiese que en los olvidos de su padre pudiese desvanecerse ella también. Escribe como si las palabras pudiesen contener el mundo”, apunta en la contratapa del libro editado por Entropía Romina Paula.

Sobre las razones que la llevaron a registrar la enfermedad de su padre y las operaciones que permiten convertir la propia autobiografía en literatura conversó la autora con Télam. A continuación los fragmentos centrales de la entrevista.

-Télam: El lector intuye que lo que contás en el texto sobre la relación entre la hija y un padre que se va deteriorando tiene un gran componente autobiográfico. ¿qué expectativas tenías de esta escritura?¿es un modo de buscar una sanación o una liberación a través de la catarsis?

-Ansilta Grizas: No sé si la escritura sana. En realidad, no pude hacer otra cosa que escribir. No me salía otra cosa.  Escribía en una libreta mientras acompañaba a mi papá a buscar geriátricos para cuando no pudiese valerse por sí mismo. De ese material surgió el libro. Alguien me dijo que esto podía ayudar a mucha gente y me alegraría que así fuese pero no tuve esa intención. A mí me parece que fue como una manera de transitar ese tiempo.

Hay una foto que me gusta mucho de Adriana Lestido, que es del día que se murió su papá y ella le sacó una foto al cielo porque es lo que le salió hacer. Bueno, yo empecé a escribir para transitar la enfermedad pero creo que, en definitiva terminó siendo un modo de hacer el duelo.

-T.; Pero tu padre está vivo, según das cuenta en la dedicatoria…

-A.G.: Sí. Pero siempre se habla de duelo después de que una persona murió. Pero a mí me interesa el proceso anterior que ocurre cada vez  que alguien se está muriendo, porque este también es otro duelo, Creo que no escribí un libro sobre el Alzheimer y la muerte sino sobre el dolor, sobre la maduración de ese dolor de la protagonista, que primero está enojada y luego encuentra otra resignación y otra manera de mirar las cosas.

-T.: En ese sentido tomaste la decisión de transparentar el componente autobiográfico…

-A.G.: Sí pero hay algo que es importante y es que mi papá no murió. Por eso la dedicatoria es “para mi papá que todavía está”. Para mí fue el gran quiebre que hice desde la escritura autobiográfica para despegarme de la historia real y fue buscarle otro final y avanzar un paso hacia la ficción. Fue una liberación para mí decir: “Hasta acá llegó la historia”, y también fue mucha más libertad para seguir escribiendo. Avancé muchísimo cuando dije que tenía que matar a mi papá porque si no, no iba a poder seguir escribiendo.

-T.: Elegiste un narrador en segunda persona, como si le hablases a tu padre, como si quisieses ayudarlo a recordar.

-A.G.: Sucede que el libro empezó con una carta para mi padre. Esa segunda persona salió de ahí, de que en un momento necesitaba decirle algunas cosas. Hay partes de esa carta que quedaron en la novela. Lo rescaté de ahí, de la actitud de hablarle al otro.


-T.: Trabajaste el texto en un taller literario, ¿cuál fue el aporte de esas otras miradas en la historia?

A.G.: Tuve un acompañamiento. En  2017, hice un taller con Cynthia Edul. Le llevé las primeras cosas para ver qué hacía y  ahí me alentaron a seguir escribiéndolo. Ese año yo estaba embarazada de mi segundo hijo y Alfonso nació en agosto. Pero yo iba cada lunes con material nuevo porque quería avanzar en la novela como si fuera viste como si fuera a suceder algo. Y nació él y dejé de ir. Pero allí surgió la propuesta de hacer un corte, de despegarme de la realidad para transformarla en una novela.

-T: Si bien “Un temporal” está centrada en tu padre, hay otras historias en espejo: otros casos de Alzheimer e incluso un caso de eutanasia, como si ese deterioro de un ser querido, y, a la vez, esa necesidad de tomar decisiones, de ahorarrle sufrimiento, no fuesen un caso particular sino una situación que se repite...

-A.G.:Sí. No me enfoqué en el tema de la eutanasia en sí, sino que me interesó el tema de la dignidad el ser humano. Son dos casos de gente muy cercana: la mamá de una amiga y un amigo de la familia. Me interesaba incluir esas voces de gente que quiere vivir el último tiempo de la vida de la  manera más digna posible.

-T: Elegiste una escritura cruda, impiadosa en algunas descripciones de ciertos estados de tu papá e incluso de cuestiones fisiológicas.
-A.G.: No quise usar metáforas. Yo trabajo en publicidad y también escribí guiones y decidí construir escenas que fuesen al hueso de las cosas. De algún modo tiene que ver con cómo sucedieron las cosas. Sin embargo, hay algo que sí me pasó y es que ciertas situaciones, cuando uno las mira en retrospectiva, terminan siendo graciosas, Incluso hubo momentos de insultos míos a los médicos , a la situación en sí que luego se fueron en la edición.

-T: Quizás como reivindicación de tu origen sanjuanino, la naturaleza está muy presente en la novela. Incluso algunos fenómenos que suceden en la naturaleza como el temporal, luego se trasladan a la vida de los protagonistas…

-A.G.: Claro. Quizás la naturaleza es una de mis obsesiones. Veo como dos equivalentes a la naturaleza y al hombre y rastreo cómo también la naturaleza afecta al hombre y el hombre a la naturaleza. Estos paralelismos están muy presentes entre el adentro y el afuera, entre el cuerpo y la montaña.

-T: Incluso traes imágenes de la naturaleza de otros momentos de tu vida, como la residencia que hiciste como fotógrafa en la Antártida… La fragilidad del hielo, lo oscuro, en relación con la memoria de tu padre.

-A.G.: Fue una residencia para artistas que en el 2011 y traté de recuperar esa sensación de estar en lugares en los que uno se siente ínfimo en la inmensidad. Creo que tiene que ver con esa idea del hombre frente a la montaña, a merced de la naturaleza , que no puede modificar nada.  Me interesaba eso. Me interesa la naturaleza y me parece como hermoso estar ahí, en esa situación.

-T.: De todos modos el recuerdo de tu viaje a la Antártida tiene cabida porque el tiempo no es lineal en la novela, sino que desde el diagnóstico al posterior deterioro surgen recuerdos, anécdotas de tu infancia, del exilio de tu padre.

-A.G. : Tiene que ver con un intento de reconstruir la memoria de los dos. Hay un presente más lineal en relación con mi embarazo, el nacimiento de mis hijos y su crecimiento que se mide incluso en el largo de sus piernas. Eso es presente puro. Pero también hay un movimiento de ir a buscar al pasado, es como si yo metiese los dedos en la arena de los recuerdos para ver por qué estamos acá.

T.: También en cuanto a la estructura, hay una estructura fragmentaria, como de papeles dispersos, de recuerdos aislados.

A.G.: Pensé la novela como una bitácora. Tiene que ver con que es un libro que lo escribí a mano en un cuaderno.Empezó en esas notitas en un cuaderno. Pero igual un tema se va hilando con otro y hay una continuidad.

-T.:¿Mientras escribías leíste otros libros sobre el Alzheimer o sobre la despedida a un ser querido para dialogar con otros textos?

-A.G.: Leí “Desarticulaciones” de Sylvia Molloy en el que relata el Alzheimer de una amiga. Tambien la poeta Tamara Kamenszain editó “El eco de mi madre” sobre la enfermedad de la suya. Ambos salieron mientras escribía. También releí lo que Philip Roth cuenta sobre su padre en “Patrimonio”.

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[Contarte Cultura]

"Un temporal tuvo mucho trabajo de escritura, pero también de pensar y pensarme en esa escritura"

Por Andrea Viveca Sanz

Algo se quiebra, los cuerpos se fracturan, el viento desparrama las formas conocidas, hay palabras que se desarman, son retazos, no pueden nombrar lo que nombran, son piezas sueltas en el agua que corre, se mojan, se alejan. Todo es oscuro en la memoria, el tiempo se detiene. ¿En qué lugares se funden nuestros pedazos desarmados?

Ansilta Grizas es licenciada en Artes Visuales y fotógrafa, profesión que la llevó a publicar “Diario de Navegación”. Por estos días está presentando su primera novela “Un temporal”, de Editorial Entropía.

Contarte Cultura charló con ella a la distancia para conocer los motivos que la llevaron a explorar el camino de las palabras y vivencias que dieron vida a su libro.

—Para comenzar esta charla vamos a detenernos en una imagen simbólica. Se trata de una pared, un muro que divide pero a la vez conecta, ¿cuál es la primera palabra que percibís escrita sobre esa superficie? ¿Qué nos pueden contar de vos la pared y la palabra?

—Supongo que si me encontrara con esa pared más que ver una palabra miraría primero de qué está hecha. Si es de barro, de cemento o de piedra. Si tiene textura, si la pintura se saltó, si parece que tiene muchos años ahí o es más bien nueva. Me interesaría más en su materialidad, en si es suave al tacto o tiene cositas de las que agarrarse, si es que se logra calentar con el sol o es más bien de esas tapias gruesas que conservan el fresco. Y creo que esto tiene que ver con que mi entrada a las palabras viene desde el registro de la fotografía. Me interesa mirar las cosas. Cómo son, cómo les pega el sol, el dibujo de la sombra. Y a partir de ahí escribo.

—¿Recordás qué fue lo primero que escribiste?

—Escribir con la intención de la escritura, mi primer diario íntimo a los 8 años. Desde ahí nunca dejé de llevar un diario/cuaderno personal.

—¿Cuáles son las cosas o hechos que te invitan a contar?

—Tengo algunas obsesiones o temas frecuentes, supongo que siempre van desde la naturaleza a la relación del hombre con ella, los hijos y el tiempo. Es un montón, pero con esto quiero decir que nada extraordinario… me interesa más bien el registro de las cosas que nos rodean.

—Por estos días estás presentando “Un temporal”, tu primera novela publicada por Editorial Entropía. Si pudieras congelar en una foto el punto de partida de esa historia, ¿qué podríamos ver en esa imagen?

—Una libreta chiquita, medio arrugada, con una lapicera viajando en mi cartera, en unos días de mucho calor, mientras buscábamos geriátrico para internar a mi papá. Es el inicio de la novela y fue el puntapié de la escritura de esta historia, está todo ahí, en esa libreta.

—Seguramente, al igual que los protagonistas de “Un temporal”, tuviste que tomar decisiones, elegir qué contar y qué no, ¿cómo viviste el proceso de construcción de esta novela que atraviesa tu vida? ¿Cuáles fueron los ‘temporales” (si los hubo) que hicieron tambalear tu escritura?

—En el 2017 empecé a hacer taller con Romina Paula y Cynthia Edul, ahí llevé los primero capítulos cuando todavía no sabía bien qué era lo que estaba escribiendo. Y ellas me impulsaron a seguir y a seguir escribiendo. Ese año yo estaba embarazada de mi segundo hijo que nació en agosto, así que iba al taller cada lunes con material nuevo intentando avanzar lo más posible antes que naciera. ¡Como si fuera una carrera! Por supuesto que no es que terminé nada antes, y a los meses logré retomar esa escritura y seguir adelante. Después, en una instancia más de tutoría con ellas, la terminé de cerrar. Pero sí, al ser una novela que como decís “atraviesa mi vida” tuvo mucho trabajo de escritura, pero también de pensar y pensarme en esa escritura. No fue fácil escribir sobre algo que duele, escribir desde el dolor. Supongo que las dificultades que atravesé con Un temporal son también propias de la maduración de un dolor. Digo, para atravesar algo que duele, hay etapas donde uno se enoja, o duda, o se pierde, hasta que al fin vislumbra algo que se parece a una idea clara. Yo elegí contar una historia, una ficción, en donde una hija le habla a ese padre enfermo y reconstruye esa memoria de a dos. Pero en verdad es también la historia de mi propio papá y mía. Y en la novela ese padre muere, pero -en la vida real- mi papá no está muerto. Entonces ahí hubo una gran decisión a la hora de seguir escribiendo, porque si no tomaba ese camino no podía terminarla. Ese despegarme de la realidad, armar una ficción, fue una gran liberación para mí, porque pude seguir escribiendo sin sentirme atada a nada y poder ver la historia a un nivel novela. Y podría decir también que por ahí fue que descubrí que en realidad la historia no tiene que ver con que el padre muera o no, sino con la maduración de ese dolor, ese camino.

—¿Y entonces qué cambió en vos cuando se rompió ese dique y fluyeron las palabras?

—Encontrarme con la escritura y con mi voz.

—Para terminar, ¿qué te gustaría que suceda con esta novela una vez en manos de los lectores?

—A mí me gustaría que les pase lo que me pasa a mí cuando un libro me gusta, y es que alguna imagen se le quede pegada por un tiempo, esto de recordar escenas de un libro tan claras como si las hubiéramos visto. Y que les den ganas de escribir.

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