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El testigo lúcido
María Negroni
122 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2017
ISBN: 978-987-1768-40-0

       
       
             
           
           
 

La poesía de Alejandra Pizarnik es uno de los clásicos más poderosos de nuestra literatura, con impacto prolongado, incesante, y siempre intensamente perturbador. Quedar conmovidos de modo indeleble por ella es una experiencia singular y a la vez compartida. En cambio, es muy infrecuente que del amor fiel a las huellas imborrables de esa lectura resulte -como aquí- otro clásico, el ejercicio a la vez crítico y poético de una ética de la entrega.
 
Este libro de María Negroni es al mismo tiempo la rara voz de un acontecimiento que no cesa, una arenga convincente a favor de la guerra que la poesía libra de modo extremista contra la subjetividad y contra las patrañas de la Cultura, una delectación de la inteligencia crítica y una epifanía de la incertidumbre.


Miguel Dalmaroni

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Fragmento

Prólogo

Como casi todas las poetas de mi generación, comencé a leer a Alejandra Pizarnik después de su muerte. Para mí, ella fue y sigue siendo una escritura, es decir un enigma generoso.

Al principio, me dejé hipnotizar. Fui y vine por esas miniaturas como quien aprende a escuchar lo inmenso de las cosas que no sabe. Después me distancié. Después volví a empezar, por otro lado. Durante años, me dediqué a buscar en los textos "malditos" de su producción (La condesa sangrienta, Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa) alguna clave para descifrarla, como si fuera posible rescatar, a través de los reversos delirantes y procaces de esa sombra, un mundo más veraz, más vivo. Quería descubrir, se me ocurre, el cuadro debajo del cuadro, entender de qué modo lo obsceno y lo lírico se atraen y repudian en esa suerte de libre circulación textual que se enseñorea en su obra y hace de toda fuga, paradójicamente, una imposibilidad.

Tuve, en algún punto, la visión de una obra sitiada. Los poemas se me antojaron como esas aldeas medievales que expulsaban la podredumbre extramuros: pequeñas fortalezas protegidas por múltiples hileras de murallas, afuera de las cuales se agolpaba lo indeseado. Nunca la poesía me pareció más sórdida (y vulnerable), puesto que era el anverso de aquello que los muros mantenían a distancia: la sexualidad expuesta como llaga, el pútrido olor de los cadáveres.
Pensé que los textos "malditos" se erguían, frente a ella, como un testigo lúcido (la expresión es de Aldo Pellegrini) pero no se le oponían. Más bien, eran la prueba contundente del famoso dictum pizarnikiano de que "cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa". Como quien crea para sí múltiples nichos literarios, Pizarnik agregaba ahora nuevos personajes a su colección de heroínas, niñas-monstruo y bêtes noires: Erzébet, Seg, Hilda la polígrafa, como versiones degradadas de "la náufraga" o "la que murió de su vestido azul". No sólo eso: de pronto, su escritura parecía una geografía girando hacia el afuera de sí misma para abismarse en lo que no se ve, lo que se ignora o calla por razones de buen gusto o buenos modales, contaminándolo todo de estallidos vulgares y de insidias. El efecto era de extrañamiento radical y me pareció entender que el objetivo de la transgresión no era simplemente profanar, parodiar, agobiar la intertextualidad, sino, con todo eso, escenificar el proyecto siempre irrealizable de la significación: recordar que, como dijo Sarduy, el deseo de la poesía es siempre un deseo por antonomasia, en el vacío y ciego, para hacer surgir lo imposible: el festín del significado.

Vista desde hoy, esta imagen de los textos de sombra como cinturón fantasmal no me parece del todo infeliz. De algún modo sugiere la ambivalencia de un sistema de reversos donde los parentescos y armonías son más frecuentes que inesperados. "La obscenidad no existe. Existe la herida", exclama Seg, un poco ofendida, en Los poseídos entre lilas. Yo agrego: esa herida es precisa como un mecanismo de relojería, se repite a lo largo de la obra, con la monotonía obsesiva de una cajita musical donde resuenan pequeñas palabras desesperadas. En el mundo pizarnikiano, diría Octavio Paz, "todo es espejo": el derrumbe lingüístico de La bucanera de Pernambuco coincide con el silenciamiento final de Erzébet Báthory que se parece a la "reina loca" a quien le arrojan piedras cuando camina "en el interior de los cantos"; la morada negra de La condesa sangrienta duplica el teatro claustrofóbico de Los poseídos entre lilas, y anticipa el "infierno musical" de Extracción de la piedra de locura; la muchacha que muere abrazada por la Autómata de Hierro es una réplica de su Asesina, que es una réplica de la Condesa, que es una réplica de la autora, que es una réplica de Valentine Penrose y así, ad infinitum.

"Tú querías una escritura total, sin límites, un naufragio en tus propias aguas, oh avara", escribió Pizarnik en Extracción de la piedra de locura. Su obra se despeña por ese borde filoso. Va del lenguaje concebido como opción simbólica a un aquelarre semiótico. Vale decir: del lirismo al barroco, del sufrimiento al crimen. Y después se queda a la intemperie, en esos paisajes sedientos donde ha estado siempre, sin moverse, el centro inubicable del poema, apurado por encontrar la cicatriz, para hacerla más roja, más estable.

La casa de la poesía es de una contundencia absoluta y desoladora.

     

Autora

 

 

 

 

 

 

 

 


 

   

María Negroni (1951, Rosario) publicó, entre otros libros, Exilium, El arte del error, Elegía Joseph Cornell, Museo Negro, El sueño de Úrsula, La anunciación, Pequeño Mundo Ilustrado y Cartas extraordinarias. Obtuvo las becas: Guggenheim, Rockefeller, Octavio Paz, New York Foundation for the Arts y Civitella Ranieri. Actualmente dirige la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Tres de Febrero en Buenos Aires..

 
 

Reseñas

Bazar americano
(Irina Garbatzky)

Revista Ñ
(Osvaldo Baigorria)

Entrevistas

 

[Bazar americano]

Casa de muñecas

Por Irina Garbatzky

Hacia finales del siglo XX, historiza Hal Foster, varios ensayos, acciones y muestras retrospectivas permitieron revisar y repensar el surrealismo, especialmente en las nociones vanguardistas esquematizadas, -la imagen como montaje que en buena medida cerraba y explicaba su procedimiento y su sentido, las fórmulas un tanto tranquilizadoras y en algún punto bienpensantes que resumían al surrealismo en un pensamiento sobre la libertad de la imaginación y del amor. Su propio libro, Compulsive Beauty, de 1993, venía a desmontar este relato y a presentar otras hipótesis, principalmente a través del trabajo de Sigmund Freud sobre lo siniestro y las zonas abiertas por Georges Bataille que colisionaron directamente con André Breton. La serie de fotografías de muñecas, de Hans Bellmer, publicadas a mediados de la década de 1930 en la revista Minotaure, entre otros casos, le permitían argumentar a Foster que en el surrealismo se presentaba, a través de la metáfora de la belleza compulsiva, una zona que en verdad disputaba la benignidad del “amor libre” para traer a escena una potencia siniestra, colocada en la amenaza de la dislocación radical de los cuerpos y en la presencia de la muerte en la vida, que horadaba la consistencia incólume de los cuerpos modernos y de sus identidades.

Publicado por primera vez en el año 2003 por la editorial Beatriz Viterbo y ahora reeditado en Entropía, El testigo lúcido de María Negroni también formula un movimiento de desarticulación de ciertas estabilidades en torno a la literatura de Alejandra Pizarnik para llevarnos por caminos poco tranquilizadores de su poética. El ensayo de Negroni sacude la escritura pizarnikiana como quien sacude una flor o una muñeca, hasta dejarla sin ropa. Un poco al modo de la bailarina del cuento de Alphonse Allais que cita Breton en el Segundo manifiesto del surrealismo y que Negroni aprovecha para la lectura: la bayadera que queda desnuda por una orden del sultán no habría de ser leída como una eterna rosa develada (así lo hizo el optimismo bretoniano, dice la autora), sino como un “manojo de aspecto sórdido” que quedaba, según Bataille, a la manera de un cadáver que baila la danza macabra del mundo.

Se trata así, de sacudir, de hacer bailar, una figura en gran medida inquietante. No se trata de leer a contrapelo la literatura de Pizarnik, sino, más bien, en espejo. Elegir los textos en prosa, por ejemplo, es el recorte para formular una hipótesis. La condesa sangrienta, Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, serían textos malditos que se yerguen frente a la poesía pizarnikiana como un “testigo lúcido” (dice Negroni, citando a Aldo Pellegrini), pero que no se le oponen. En verdad, los textos en prosa establecen una sugerente continuidad, espejeo o complemento de los poemas, pequeñas fortalezas, casas de muñecas. En este sentido, desde la mirada de Negroni, donde el pensamiento y el hilván entre la prosa y la poesía puede fluir hacia una zona común en un complejo sistema de yuxtaposiciones y reversos, aparece una economía y una teoría de los cuerpos, de sus humores, su goce y sus afectos. Una de las consecuencias de esto resulta en la cercanía de la poesía pizarnikiana con el neobarroco latinoamericano: “Escribir, desde esta perspectiva, equivale a inscribir algún signo sobre la superficie de un cuerpo desmembrado o bien, simplemente, a dejar que la lengua misma se descuartice, se vuelva voz de un sujeto disociado. El furor conduce entonces a la escaramuza o al atentado y, en ese mismo gesto, hace del corte y del cruce una fiesta extremista donde un cuerpo discursivo inestable concede, al fin, la ‘alegría inadjetivable’ de ‘ir nada más que hasta el fondo’”.

Esta idea, que hace su aparición en uno de los últimos momentos del libro, llega como corolario de un desarrollo en verdad lúcido sobre algunos lugares de la literatura pizarnikiana y sus líneas de lectura. Mencionaré algunos. Por un lado, un pensamiento acerca del poema como espacio, como morada. Si esto había sido postulado por la propia poesía de Pizarnik, Negroni agregará el adjetivo “negra”. Moradas negras o góticas son las incesantemente referidas a espacios interiores, que reversan la figura del poema como miniatura en el castillo de Erzébet Báthory o en el gabinete de curiosidades. Frente a la cárcel del lenguaje, dice Negroni, lo que emerge es el espacio de la insubordinación de la poesía. Estos “reinos interiores”, como podríamos agregar, parafraseando a Rubén Darío, trasuntan una atmósfera gótica y también modernista. Son espacios exquisitamente amueblados, pero en los que, al mismo tiempo, todo está perdido: “Deleuze hubiera visto en estas moradas negras una máquina de producir vacío, es decir una estructura subversivamente oscura que interpone una falla en la coherencia arbitraria de toda representación y, en ese sentido, constituye un espacio de fuga a contrapelo de la realidad, tal como normalmente se la concibe”. De ahí que de allí se siguen otras dos zonas de investigación, solidarias entre sí y también aledañas a la tradición antes citada. Una tiene que ver con un lenguaje que se apega melancólicamente a la conciencia de su pérdida: “La poesía es una lucha feroz contra las palabras y una queja interminable por el eterno destierro del cuerpo que ocurre a manos del lenguaje”, explica Negroni, entre muchos otras cifras iluminadoras para pensar el melancólico gesto pizarnikiano: “la escritura se ejerce como reminiscencia y se ejercita como retorno” o bien “la eterna condena del poema: ir en busca del corazón de un putridero, donde la vida no ha sido congelada aún -o no del todo- por el lenguaje”.

La segunda, se vincula con la traducción y los juegos o ejercicios de otredad. Una lista de textos “aspirados” y robados que introduce una pluralidad de voces en la escritura, para “calmar el miedo (o el deseo) de ser otra”. “La lista de textos y autores ´aspirados´”, dice Negroni, “sería interminable. Los hermanos Brentano y el círculo de Heidelberg, la biblioteca completa de los poetas malditos, el romanticismo de la fisura. Achim von Arnim, Caroline de Gunderrode”. La lista interesa porque establece una genealogía arcaica, en la que luego la ensayista incluirá al Marqués de Sade, Samuel Beckett o a Edgar Allan Poe, entre algunos más. Son lazos de una familia aberrante y monstruosa, que se deslizan hacia la otredad. Ellos se encierran en una arquitectura, una trinchera no humana, casas “poéticamente amuebladas” abocadas a las profundidades de la sombra. “El castillo pizarnikiano, en este sentido, remite a las casas de muñecas: esas casas adentro de la casa, perfectamente completas y herméticas donde se materializa un secreto, una interioridad infinita y profunda”.

El testigo lúcido nos lleva y nos guía por entre los vericuetos de esas moradas, esos castillos y espacios delimitados, como un viaje que fuera, además de una lectura, una pregunta sobre la posibilidad de escribir poesía.

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[Revista Ñ]

Alejandra Pizarnik: la parte maldita

Por Irina Garbatzky

“Más allá de cualquier zona prohibida/ hay un espejo para nuestra triste transparencia” escribió Alejandra Pizarnik. Y dentro de su obra existe una zona “apenas transitable, saturada de trampas”, al decir de María Negroni, a través de la cual El testigo lúcido mira de frente a ese espejo. Se trata de La condesa sangrienta, artículo publicado por primera vez en la revista Diálogos de México en 1965, Los poseídos entre Lilas, pieza de teatro escrita en nueve días en 1969 y que copia casi palabra por palabra a Final de Juego de Beckett, y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, un experimento en novela escrito en forma intermitente en los años siguientes.

La figura dominante de ese “tríptico criminal” es sin duda la condesa. Copiando desde el título hasta párrafos enteros a La condesa sangrienta de la surrealista Valentine Penrose, publicado en 1963, Pizarnik abordó la figura de Erzsébet Báthory, la noble depravada que en su castillo de Hungría a principios del siglo XVII asesinó a 650 muchachas de entre 12 y 18 años con cuya sangre solía bañarse en la ilusión de preservar su propia juventud. Ese abordaje fue realizado mediante la recensión o glosa del libro de Penrose, del cual Pizarnik tomó escenas que son como cuadros o composiciones teatrales de torturas, sacrificios, muertes por congelamiento, abrazos mortíferos de la “virgen de hierro” y melancólicas contemplaciones de la condesa frente al espejo.

En una breve biografía publicada en Barcelona en 2001, Aira conjeturó que Pizarnik puedo haber escrito ese texto por necesidad económica, citando una carta de la autora en la que esta describía al artículo como “mi primer –y espero, último- encuentro con el sadismo, que no comprendo, que nunca comprenderé”. Pero Negroni toma otro camino. No sólo recuerda la conocida fascinación surrealista por el panteón criminal que abarcaba a Gilles de Rais y al propio Sade, sino que descubre nexos significativos entre esa zona de sombra y la obra poética de Pizarnik, sitiada entre lo bello y sus monstruos.

Convocando a Bataille y Kristeva, entre otros, Negroni describe a esa arquitectura sacrílega como un espacio textual de insubordinación radical a la manera sadiana, donde se ejerce una soberanía absoluta sobre los cuerpos en tanto prueba de que “la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”, según escribe Pizarnik al final de su texto. En el castillo, las muchachas sacrificadas devienen alegorías de un mundo que se sustrae a las palabras, donde lo que importa es casi siempre indecible. Esa parte maldita y bastarda, en su rescate de la literatura gótica con sus mundos cerrados, sumergidos, fantasmales, confirmaría el quiebre de la promesa del poema y su resultado: “una escritura concebida como un cementerio hermoso en la cual alguien celebra un fracaso” (Negroni).

El testigo lúcido completa su recorrido con breves estadías en Los poseídos… y en La bucanera de Pernambuco, texto anti-funcional y anti-lírico que comparte su desterritorialización con marginales como Susana Thenon, Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher: cadáveres que brillan. Mediante estas indagaciones en torno a los olvidados escritos en prosa de quien fuera nuestra poeta más pura, en el sentido literal de la palabra, Negroni hace emerger un incisivo argumento en defensa del poema pizarnikiano como miniatura deslumbrante, aunque helada como un cadáver que desde su cripta puede lanzar una insurrección infantil, de cajita musical, contra el pacto comunicativo y el mundo de la razón y del orden.

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