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  Castillos
Santiago Craig

194 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2020
ISBN: 978-987-1768-60-8
   
     
   
     
 

«¿Qué es más siniestro? ¿Descubrir que el compositor de “Ob-La-Di, Ob-La-Da” canta la ominosa “Helter Skelter” o que el compositor de “Helter Skelter” cante la ingenua y previsible “Ob-La-Di, Ob-La-Da”?

En su viaje a la costa uruguaya, Julián y Elvira encuentran pequeñas y esporádicas cosas fuera de lugar: toboganes y hamacas a cinco metros de la ruta, personas que bajan a la playa cuando una tormenta bíblica está a punto de caer... Pero ¿cómo puede saber un turista cuál es la medida de lo extraño cuando visita un lugar que nunca deja de ser familiar? Esos leves desplazamientos parecen ser parte de una marea lenta e irremontable que conduce a los protagonistas de Castillos a un paisaje incierto, donde es posible vislumbrar la sombra creciente de una amenaza.  ¿O acaso no se tiñe así el aire cuando la generosidad se practica en demasía, y la lentitud para resolver burocráticamente un percance de las vacaciones se torna exasperante? Sin embargo, ¿cómo no abandonarse a esas derivas cuando lo frustrante de una vida se compensa por la seguridad que da una rutina? ¿De veras la prudencia da siempre buenos consejos? ¿Cuál canción es la que finalmente suena? 

Dueño de una prosa tan límpida como poética, pródiga en pequeñas epifanías, Santiago Craig ha escrito una novela atrapante, de las que no se dejan así nomás sobre la mesita de luz.»

Luis Sagasti

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6

Julián fumaba a veces. Era un espacio personal, más que un vicio, era una forma de estar solo. Fumaba los cigarrillos de a uno y no los terminaba. Fumaba para que el tiempo pasara distinto. Fumaba en las pausas. Abajo de una fila de árboles lánguidos, al lado de una tranquera, después de almorzar un sándwich y un café a las apuradas en un parador, Julián fumaba. 

Aunque eran las tres de la tarde, el parador estaba lleno de gente. Elvira se había quedado en una mesa al lado de la ventana, aprovechando el wi-fi. Sacaba fotos, mandaba mensajes. Julián estaba ahí afuera con los chicos. ¿A quién se le podía ocurrir poner esos toboganes y trepadores a cinco metros de la ruta? Los uruguayos eran raros. Los chicos jugaban afuera y los padres comían adentro. Era la dinámica habitual, pero a él no lo dejaba tranquilo. A él le costaba salir de esa tensión constante, dejar de masticarse las muelas. Desde hacía siete años, desde que era padre: no podía. Veía nacer el fuego en el cielo siempre, un hongo atómico, el paisaje arrasado, como en esa escena de Terminator. Los cráneos quemados, los nenes muertos en la arena y las hamacas todavía moviéndose. Todo era riesgo en el mundo de los padres: una paloma que le engordaba en el estómago, empollando terror encima de su vejiga. Una paloma que murmuraba “nunca más”, como el cuervo, pero desde adentro, con ese susurro mundano y estúpido de las palomas. Con ese idioma ensimismado. Así era el miedo de Julián. 

Julián abría la boca y dejaba que el humo saliera solo, sin impulso. Además de sus hijos había otros nenes en la plaza. Dos hermanitos rubios que se perseguían tirándose puñados de arena; una preadolescente que se balanceaba lúgubre en una hamaca mirándose las zapatillas dibujadas con marcador, un grupo heterogéneo de chicos con edades entre los cinco y los ocho años desperdigados como monitos de circo en los trepadores. Parecía un cuadro sin terminar, pinceladas sueltas. Julián iba separando los colores de sus hijos de todos los otros. Uno azul y negro, la otra rosa y violeta. Saltaban sus hijos entre los hijos de otra gente desconocida y se iban dibujando líneas: los chicos eran la luz que circulaba entre los pigmentos. Había uno, además, apartado, vestido con el equipo de Nacional, con los botines desatados, que lo miraba desde el borde opuesto de la plaza. Parado y quieto, con una pala verde de plástico en la mano, lo miraba fijo. Entre todos los colores, Julián debía ser, abajo de la sombra, mayormente gris, celeste. El chico era anaranjado. Su pelo, su piel parecían cubiertos por una capa leve de polvo de ladrillo. Julián lo miró un rato y lo saludó. El chico no respondió. No dijo hola ni sacudió la mano, le señaló, con la pala, algo arriba de los árboles. Algo entre las ramas o en el cielo; algo específico. Julián miró, trató de encontrar, buscó riéndose, forzando la complicidad, pero no vio nada. El chico agitaba la pala y, con el cuello y la cabeza, insistía. Julián se acercó porque quiso saber, porque era un chico y él era un adulto, un desconocido que, por deber, por costumbre, tenía que acercarse a un nene que le quería decir algo, que tal vez, podría ser, lo necesitara. El chico siguió callado siempre. Mirando al cielo y nunca a él. Los ojos del chico, Julián los vio claros y brillantes: eran amarillos. Caramelos redondos de limón o de miel. Le preguntó varias veces qué miraba en el cielo, qué trataba de decirle, qué necesitaba. Pero el chico no se movió del silencio. Con los ojos llenos de luz, el cuello tenso, siguió señalando algo que no eran ni ese cielo, ni esas nubes, ni ese sol brumoso; algo que cayó blando y húmedo al suelo: un pájaro muerto. Una paloma. 

Julián se asustó. Asumió, avergonzado, una enfermedad, algo raro y peligroso en el chico y en el pájaro. Tuvo miedo del contagio. Envuelto en ese susto, avergonzado, se apuró a buscar a Sofía y a Camilo, los agarró de la mano, los arrastró protestando. Les gritó. 

Vamos con mamá. 

Vamos a la ruta. 

Les pidió que no fueran caprichosos, que no se quejaran, que le hicieran caso. 

Vamos al auto. 

Vamos al mar. 

Nos vamos. 

Desde afuera, del otro lado del vidrio, le hizo señas a Elvira para que saliera rápido. Elvira lo notó agitado todavía. Le preguntó si estaba todo bien, si le pasaba algo. Julián iba a contarle lo del chico anaranjado de los ojos amarillos, lo de su palita verde señalándole la caída del pájaro muerto, lo del susto que siempre le daban los parques, los nenes sueltos, las autopistas, lo del fuego quemando las hamacas durante el fin del mundo, pero le dijo otra cosa. Porque todo eso no era verdad, ya había pasado, no importaba. Le dijo que, si no se apuraban, los iba a agarrar la noche a mitad de camino. 


 

Fragmento
     
   

Autor

 

Foto de solapa:
Julián Shebar
 
                     

Santiago Craig (Buenos Aires, 1978). Publicó el poemario Los juegos (2012) y los libros de relatos El enemigo (2010), Las tormentas (2017), finalista del Premio hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez, mención en el Premio Nacional de Letras y mención especial en el Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz) y 27 maneras de enamorarse (2018).

 


   

Reseñas

Revista Ñ
(Gustavo Álvarez Núñez)

Hotel Chelsea Mag
(Tomás Rosner)

La Nación
(Verónica Boix)

Página 12
(Brian Majlin)

La Agenda BA
(Viviana Bernadó)

El diletante
(Tomás Villegas)

Metacultura
(Martín Chiaravino)

Entrevistas

Télam
(Emilia Racciatti)

Eterna Cadencia blog
(Agustina Rabaini)


[Revista Ñ]

¿Pero son ciertas las vacaciones?

Por Gustavo Álvarez Núñez

Una pareja de profesionales –Julián y Elvira– con dos criaturas pequeñas decide pasar sus vacaciones veraniegas en una playa uruguaya. Desconectar. Reacomodar las piezas. Broncearse, pensar en nada. Leer libros pendientes. Dejar que la indolencia se deslice por la piel. Armar planes con los primogénitos. Acomodar el cuerpo al tiempo. Gozar del esplendor de la rutina.

Así presenta sus cartas Castillos, la primera novela de Santiago Craig (Buenos Aires, 1978), quien ya ha mostrado credenciales probadas de narrador refinado en tres libros de relatos inquietantes como enternecedores: El enemigo (2010), Las tormentas (2017) y 27 maneras de enamorarse (2018).

“El problema de las vacaciones era que parecían ciertas”, leemos un poco antes de la mitad del recorrido de Castillos. En esa constatación converge asimismo la duda: “Pero, aunque todo favoreciera el engaño, la vida no tenía nada que ver con eso. Ni siquiera en esos días, la vida dejaba de estar anclada a otras necesidades”, subrayamos unos renglones más abajo. ¿Se puede vivir como en las vacaciones? Aunque la desconfianza encabalga una certeza, eso no es la vida.

Como en espejo, una canción de los Beatles –la ligera “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, adoptada por el pueblo uruguayo como contraseña de la festividad carnavalesca– y un libro sobre Alfred Hitchcock en conversación con François Truffaut entran y salen de escena, salpicando de inmanencia la futilidad de los hechos. “El drama es una vida de la que se han eliminado los momentos aburridos”, le dice el director británico al realizador francés en ese texto legendario.

Tanta placidez no es gratuita. Algunos fantasmas se filtran entre los rayos de sol. “Aunque la plata les alcanzaba, aunque no los conmovía la necesidad ni la ambición de un jardín florido, de una pileta, Julián se comportaba siempre como si estuviera viviendo en la precariedad. Como si hubiera que soportar todo, porque si no, un día cualquiera, de un momento a otro, todo podía colapsar y venirse abajo”, destacamos. Esa inminencia de una tormenta es travestida al marco de lo real: se espera un gran diluvio, todos los pobladores están pendientes de su avecinamiento. Ese asedio de algo amenazante pondrá a los componentes de la familia a la defensiva sin querer.

Una ruptura con lo idílico de las vacaciones le dará al relato una densidad que lo acercará a la vida misma. Es más, se movilizarán olas subterráneas que ni el paraíso más terrenal podrá detener: “Julián esperaba siempre que pasara algo malo. Estaba preparado. Desde que se había asumido adulto, padre, esposo; desde que ya no pensaba sólo en él y su suerte, desde que tenía responsabilidades. Vivía en la anticipación de una posible tragedia”, leemos.

El drama, el truco a lo Hitchcock (el mítico McGuffin), implicará que todo aquello que trasluce reparo y sosiego pueda irse al garete y hacer trizas ese castillo de arena.

Con una prosa precisa, administrador de acotados instantes casi epifánicos, Craig va desgranando también ciertas lúcidas observaciones sobre los quehaceres del oficio de escribir y los pesares de no poder parar la máquina: “Durante esas vacaciones, no iba a escribir nada. Iba a estar con ellos. Iba a estar completamente ahí”, leemos. Como si estar fuera de lugar bosquejase un modo de ver. Como si hacer foco deparase otra apostura frente a los embates de lo real.

Suerte de ensayo sobre la vida conyugal, en Castillos Santiago Craig resetea los paradigmas de un siempre conflictivo y urticante meollo: cuánto hay de fantasía en la preciada paz bajo las cuatro paredes de la intimidad familiar y cómo un nuevo ámbito puede desmoronar la estabilidad precaria en la que estamos inmersos.

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[Hotel Chelsea Mag]

Bonsái

Por Tomás Rosner

De tanto andar sobrándole a las cosas/ prendida en un final/ falló la vida, canta el gran poeta del tango Cátulo Castillo.

Sincrónicamente, la primera novela de Santiago Craig, autor del premiado libro de cuentos Las Tormentas (Entropía) y 27 maneras de enamorarse (Factótum), se llama Castillos (Entropía, 2020) y tiene como protagonista a Julián, un hombre de cuarenta años al que las cosas le sobran. Trabaja en una oficina que no soporta y tiene ganas de escribir. Julián está y no está. Por momentos, nostálgico y, a veces, sorpresivamente resolutivo, encarna la idea de que en la vida, nada va de nuevo, pero siempre se puede ser otro. A Julián lo carcome la sensación de que hay alguien como él, pero que tiene en sus manos el verdadero manual para ser adulto.

Un verano, junto a su compañera Elvira y sus dos hijxs (mención aparte para el interesantísimo abordaje de una pareja que a pesar del paso del tiempo, se quiere y respeta las distancias) se va a un balneario uruguayo alejado: un anti Punta del Este. Ahí las vacaciones, poco a poco, van adquiriendo dimensiones propias de David Lynch. Suena “ob-la-di-ob-la-da” mientras un repositor del almacén con discapacidad mental desordena la mercadería y un libro de Truffaut se mezcla con perros tan deprimidos que no ladran.  

Con una pluma precisa y poética, Craig va llevando adelante una novela entretenida y, que a la vez, es de una profundidad incalculable. Hay acá una virtud que merece ser resaltada: la frescura y vitalidad de un texto literario de ningún modo implica frivolidad. En Castillos tenemos un ejemplo de cómo una trama interesante y simple se mezcla con momentos que adquieren un profundo vuelo ensayístico que hasta recuerda a Montaigne: “La vida eran todas las cosas, pero donde estaba el amor, estaba el tiempo de lo necesario”.

Fabián Casas suele destacar que los mejores personajes son inestables. Un personaje plano y predecible construye una historia que no genera interés. Como nos tiene acostumbrados, Craig trabaja el texto como si fuera un bonsai y, lentamente, al estilo de la mejor temporada de una serie memorable, va introduciendo elementos que hacen olfatear el peligro.

Craig escribe como habla: sin tirar postas, con calidez y profundidad, enseñando y mostrando a cada paso su compromiso con la palabra y la escritura. Como machaca en su ya mítico taller de escritura “Bien de Bien”, para él, escribir es insistir. Hacer lo que no se puede hacer. Robar tiempo. Corregirnos, aprendernos. Sabernos poca cosa.

Con Castillos Craig insiste, la pelea, y logra conmovernos. Como dijo Horacio Covertini, su novela se encamina a ser una de las mejores del año.

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[La Nación]

Un inventario de la felicidad

Por Verónica Boix

La felicidad es difícil de narrar. Más aún si se trata de familias dichosas, que, como escribió Tolstoi, son todas parecidas. Quizás por eso resulta inusual una novela como Castillos, de Santiago Craig (Buenos Aires, 1978), que relata los días de vacaciones de una pareja y sus hijos en una playa de Uruguay, y encuentra en las preguntas cotidianas una de las formas de la felicidad.

La historia es simple: Julián y Elvira están casados hace diez años, tienen trabajos que no los satisfacen, pero comparten la vocación por escribir. Necesitan vacaciones y van con sus dos hijos pequeños a Punta Rubia. Ya en el viaje Julián percibe ciertos eventos inexplicables: un nene señala el cielo y cae un pájaro muerto; aparece un lagartija destripada sobre la mesa; varias personas en distintos momentos y sin escucharse entre sí, tararean "Ob la di Ob la da" de los Beatles. Los sucesos no tienen conexión, pero interpelan a Julián, que se pregunta por su masculinidad, por la memoria y, más que ninguna otra cosa, lo llevan a cuestionar qué es realmente cierto en la vida.

A medida que pasan los días los hechos inquietantes se multiplican y empiezan a tener un peso mayor sobre la historia. Y la incertidumbre hace aún más tierno el vínculo especial que tienen Julián y Elvira. La pareja parece haber encontrado una manera propia de estar con el otro, se ríen de los mismos chistes, juegan, se acompañan, tienen buen sexo, y al mismo tiempo, cada uno de ellos -suena idílico y conmovedor- deja un espacio de intimidad personal para estar con sí mismo.

En ese marco, la reflexión sobre el lenguaje es parte de la trama. Las explicaciones simplificadas de los padres a los hijos y las conclusiones de los nenes, los microrrelatos que Julián imagina a partir de todo lo que vive y recuerda: todo lo que lo rodea es potencialmente un cuento a escribir. En su escritura, Craig -que ya fue finalista por los relatos de Las tormentas del Premio hispanoamericano Gabriel García Márquez y entrega con Castillos su primera novela- combina la honestidad para nombrar las cosas y la sensibilidad para volverlas extrañamente cercanas. "Era fácil separar, de lo demás, lo importante. La vida eran todas las cosas, pero donde estaba el amor, estaba el tiempo de lo necesario". Con frases así, la claridad de las palabras se encarga de descubrir con naturalidad el sentido de la existencia y despliega un inventario de las felicidades imperceptibles de la vida diaria.

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[Página 12]

Detención del tiempo

Por Brian Majlin

Santiago Craig tiene perfil bajo y una trayectoria sólida. Ha ganado concursos, pero sin aspavientos ni declamaciones presenta ahora su primera novela. Antes estuvieron dos libros de cuentos también muy recomendables: 27 formas de enamorarse (Factotum) y Las tormentas (Entropía).

Castillos tiene la simpleza de lo trabajado sin que se note. Su prosa es limpia, realista, cotidiana, sencilla. Muy poética, pero nada complicada. Es un hablar común, del día a día. Y se construye sobre lo ordinario, eso que Homero Simpson llamaría "el sólido material de la rutina".

Es la historia de una tormenta, unas vacaciones en la costa uruguaya, unos padres treintañeros con hijes pequeños. Un robo, un pueblo solidario. Y la aparición de lo extraordinario en eso que todos los que alguna vez se fueron a un pueblo pequeño de vacaciones se preguntaron: cuando me vaya, ¿los habitantes del lugar seguirán viviendo así? Cuando te quedas ahí, la cosa puede cambiar. Castillos es esa detención del tiempo.

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[La Agenda BA]

Ensayo sobre lo que incomoda

Por Viviana Bernadó

Una pareja con dos hijos decide pasar las vacaciones en una playa de Uruguay, el lugar es pequeño y pertenece a La Pedrera. Alquilan una cabaña en febrero, así les pueden sumar a los días previstos los feriados de carnaval. 

Desde el inicio de la novela notamos cierta desconexión en la pareja, ya no se emborrachan para las fiestas como solían hacerlo. Ya en el mismo viaje de ida, él  (Julián) lee mientras ella (Elvira) interactúa con los hijos. La grieta se exacerba el día en el que van a la playa sin los teléfonos: no saben de qué hablar, en qué ocupar ese espacio de tiempo que momentos antes dedicaban al celular. Pero de pronto algo pasa y conectan: hacen el amor, él prepara el desayuno y atiende a los hijos. Aparece el sosiego. “El problema de las vacaciones -escribe Craig- era que parecían ciertas. Después del asado, Julián se daba una ducha y pensaba que la vida podría ser así. Descalzos y sin peinarse nunca, leyendo un libro atrás de otro, tomando notas mentales para escribir algún día una novela enorme, masticando choclos hervidos sentados en el umbral de una cabaña cerca del mar”. 

Los días se suceden sin demasiados cambios, hasta que les roban. Todo se vuelve extraño: la actitud elusiva de los policías, la de los vecinos y una atmósfera enrarecida que se humedece con los relatos acerca de las personas que viven en el pueblo de al lado.

Además de inquietarlos, el robo les quitó el confort. Julián es escritor y, mientras avanza la trama de la novela, avanza en la lectura de un libro de Alfred Hitchcock.  El suspenso y el misterio acaparan la escena, hilvanando las escenas de la ficción que lee el protagonista con la situación inesperada que vive con su familia. Esa tensión va y viene a través de un narrador en tercera persona focalizado por momentos en Julián, por momentos en Elvira. El universo de lo cotidiano amenaza a cada momento con virar hacia lo fantástico o lo desconocido y sin embargo permanece al filo de la realidad, una realidad tan extrañada y a la vez cercana, que no parece cierta, aunque lo sea. 

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[El diletante]

El más insondable de los géneros

Por Tomás Villegas

Si en 27 maneras de enamorarse Santiago Craig (Bs. As., 1978) ofrecía un conjunto de recetas lúdicas, ironizando cualquier propuesta de autoayuda que se jactara de encasillar y sistematizar un camino hacia la certidumbre amorosa, en Castillos, su primera novela, Craig vuelve al amor como tema, aunque lo haga, claro, desde una perspectiva diferente: tierna, podría decirse, y, aun así, inquietante, profundamente inquietante.  

La trama reviste la simpleza aparente de una acción: Julián y Elvira, desganados con sus trabajos, se toman vacaciones en Punta Rubia, una localidad balnearia de la costa uruguaya. Son un matrimonio joven aunque lleven a cuestas diez años de relación. Como signo generacional, su amorío se consuma por razones livianas, insustanciales. Leían por entonces un mismo libro y "se convencieron de que no estaba bien que estuvieran con otras personas a las que ese libro no les importara". Con ellos viajan Camilo y Sofía, dos hijos inquietos que cuestionan nombres e imaginarios naturalizados por el mundo adulto. Lo cierto es que el viaje y el desarrollo de su estadía se impregnan, desde el inicio, de un aura ambigua, extraña. Ese enrarecimiento parece, en verdad, un destino buscado por la pareja en la medida en que Uruguay se les revela como un lugar "a la vez igual y diferente", como "reflejarse en un espejo abollado".

Julián pasa sus ratos libres leyendo las conversaciones que François Truffaut transcribió en El cine según Hitchcock, y algo de las tensiones (y omisiones) del cine del director de La ventana indiscreta sobrevuela Castillos. Poco a poco el pueblito costero se baña de una atmósfera enrarecida que recuerda a la estética de David Lynch y a ciertos extrañamientos de Samanta Schweblin. Cuando llueve, los costeños en lugar de volver, bajan a la playa; a mitad de una noche, el silencio puede ser perforado por los disparos de cazadores ocultos; a lo largo y a lo ancho del pueblo, la melodía de "Ob-La-Di, Ob-La-Da" se repite con tonos y articulaciones diferentes; los temporales transforman el cielo y el mar en una inmensa maquinaria amenazante; hasta el cuerpo mismo de Julián, quien oye rechinar sus propios órganos, se recubre de una sombra siniestra: "Era un miedo el cuerpo, un miedo propio que trasladaba después al mundo". Sin dejar de mencionar el tiempo, cuya linealidad parece estancarse y adoptar una circularidad onírica o mítica.

Quizá uno de los méritos de Craig consista en mantener cierto equilibrio entre el costado ominoso del texto y las vicisitudes amorosas de la vida en pareja. A pesar de que el ambiente se extraña cada vez más y una sensación de peligrosa inminencia se torna acuciante hacia el final, la novela persiste en los inasibles e inextricables lazos que tejen una historia de amor millennial. Julián y Elvira se aman a su manera, necesitando sus espacios de soledad y sabiendo coordinar breves momentos de dicha. Aquí también subyace una problemática generacional: a diferencia de sus padres, que experimentaban un tiempo que escindía con claridad los límites entre la esfera laboral y la doméstica, encontrando allí sentido, ellos, por el contrario, sujetos al 24/7 que propician la Web y las redes sociales, padecen la disponibilidad crónica frente a las demandas de jefes y trabajos. "Había una falla en el tiempo que les tocaba vivir", afirma el narrador.

Esa falla, en un punto, es la que vienen a suplir las funciones y el valor de la ficción. En una vida sin grandes acontecimientos, ajena a todo tipo de eventos espectaculares (dramáticos o extremos, como puede ocurrir en Hitchcock), el imaginario del terror y el fantástico se encarga de nutrir ciertos escenarios y personajes para agigantarlos y convertirlos en una amenaza, ofreciéndole a la familia la posibilidad de atravesar la adrenalina que segrega el miedo; pero puede servir, a su vez, para lo contrario, para atenuar o mitigar la angustia de los hijos o la de Elvira, que, atemorizada una noche de tormenta, le pide a su esposo que "le cuente algo".

De esta manera se entreteje la urdimbre de Castillos, con puntadas que llevan de la ficción a la realidad y viceversa. Así las cosas, todo suceso que afronta Julián, por minúsculo que sea, puede ser encarado desde una anécdota o personaje literario que recuerde o, a la inversa, puede despertar en él alguna reminiscencia narrativa de tipo literario, cinematográfico o ligado a su propia biografía. Porque si la identidad no deja de ser una forma de ficción que uno se cuenta a sí mismo, el amor y los vínculos familiares encarnan el más insondable y extraño de los géneros.

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[Metacultura]

Geografía de un anhelo

Por Martín Chiaravino

Santiago Craig construye en Castillos (2020) una novela de capítulos breves y concisos sobre la aventura vacacional de una familia argentina de profesionales de la capital que intenta desconectarse de su trabajo y de las preocupaciones cotidianas durante su descanso anual en una playa cerca de La Pedrera, en Uruguay, Punta Rubia. Allí la angustia universal ante el tedio de la vida cotidiana se convierte en una reflexión sobre las oportunidades perdidas y la adultez como aceptación de las responsabilidades que se acumulan, a la vez que la extrañeza vuelve las vacaciones una experiencia tan inolvidable como aterradora.

Castillos se adentra peligrosamente con un estilo llano y coloquial en la neurosis de la clase media argentina en la actualidad, asediada por el mandato de acumulación de experiencias, esclavizada por el teléfono celular y sus aplicaciones, mensajes, llamadas y notificaciones constantes e interminables, la adicción a las redes sociales y la relación bipolar respecto del trabajo que oscila entre la realización laboral y la sensación de esclavitud producto de la imposibilidad de desconectarse, cuestión exacerbada por la modalidad del trabajo desde la casa. La búsqueda de la realización laboral de los profesionales se mezcla aquí con la extensión de la juventud y la consiguiente falta de asimilación de las responsabilidades, que parecen imposiciones externas que se realizan sin reflexión alguna pero con una incomodidad progresiva.

Elvira y Julián son una pareja consolidada de más de cuarenta años con dos hijos pequeños en primer grado y jardín de infantes, Sofía y Camilo, una familia perfecta, ideal, exitosa, progresista, típica, que se ama, planifica sus vacaciones en el exterior, ajusta sus gastos, sueña con más pero sabe hasta dónde puede aspirar. Julián anhela convertirse en escritor mientras lee las conversaciones de François Truffaut con Alfred Hitchcock. Elvira lee novelas ligeras, ambos son la contracara del otro, su anverso, conviven, son celosos de su espacio personal y son respetuosos del espacio del otro, intentan salir de lo cotidiano pero saben que la rutina los alcanza siempre, estén donde estén. En Uruguay sienten una similitud con la Argentina, una extraña semblanza que los turba y que se hace carne durante un robo que los sume en una aventura. La mirada idílica del exterior se convierte en pesadilla cuando las vacaciones se transforman en una lucha contra la burocracia, la desidia policial y la mentalidad de los habitantes del lugar. Lo extraño y lo cotidiano se confunden en una nueva normalidad aún más perturbadora que las costumbres de la playa. Encima, el robo convierte a Julián y a Elvira en protagonistas de la única historia que circula por el páramo vacacional, ya sea entre los ciudadanos o entre los otros turistas, incomodándolos aún más y colocándolos en un lugar del que no sabrán cómo escapar.


Los recuerdos de una vida más tranquila y menos acelerada en la niñez, en los años ochenta, se mezclan con la sensación de que el mundo es un lugar de dicotomías, donde en el mismo Álbum Blanco de The Beatles se pueden encontrar una canción inocente como Ob-La-Di, Ob-La-Da y un tema tan perturbador como Helter Skelter, dos composiciones de Paul McCartney inmortalizadas por la consolidación de la industria discográfica alrededor del rock & roll y The Beatles como la gran banda que ejemplifica todos sus valores.

El alegre carnaval se acerca y aunque la pareja pretendía irse antes de la celebración el robo trastoca los planes y une cada vez más a la pareja con la comunidad con la que no querían interactuar demasiado. Castillos indaga en el temor de la clase media porteña a la pobreza, a los ritos del campo, a lo desconocido que se convierte en el núcleo de las pesadillas, a una extrañeza amenazante. Punta Rubia parece una playa tranquila, lejos de la gran ciudad, ubicada en Uruguay, hace sentir a los argentinos que pueden viajar y conocer el mundo en medio de las crisis endémicas que aquejan al país, pero también es uno de esos lugares donde lo paradisíaco puede volverse siniestro. Lo siniestro en la novela de Craig no es algo identificable, es una sensación, un temblor atávico que recorre el cuerpo pero que nadie puede expresar ni describir, una respuesta ante los planes desarticulados, ante la irrupción de la realidad en la fantasía de los personajes.

Escrito en tercera persona, Castillos también tiene autoreferencias a la vida del autor, a su experiencia personal, a sus intereses y fantasmas, a su vocación y su búsqueda literaria, e incluso al proceso de escritura de esta novela, una obra sobre cómo el período vacacional de descanso puede transformase súbitamente en una aventura digna de un libro

Castillos, de Santiago Craig, la primera novela del autor de los libros de cuentos El Enemigo (2010) y Las Tormentas (2017) y del poemario Los Juegos (2012), fue publicada por la editorial independiente argentina Entropía y es una gran aproximación psicológica a la extrañeza de la cotidianeidad familiar, su aspecto siniestro y el desconcierto del presente, una lectura insoslayable para reflexionar sobre los vínculos familiares en tiempos percibidos como normales y épocas de pandemia y confinamiento que invitan a repensar lo dado por sentado.

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[Télam]

"Si uno mira mucho tiempo algo, casi nada se salva de ser raro"

Por Emilia Racciatti

En "Castillos", su primera novela después de varios libros de cuentos, Santiago Craig presenta la historia de una familia ante la construcción de una rutina durante sus vacaciones en la costa uruguaya y que, a partir de lo incierto y lo impredecible, comienza a habitar un peligro que se instala como una nueva forma de relacionarse con sus vecinos y el lugar.

En un momento, el hijo más chico de este matrimonio le pregunta al padre qué son los detalles y éste le responde que "son lo que hace que una cosa sea distinta de otra. O no" y eso es lo que insiste en esta trama: la posibilidad de que esos días en la playa, lejos de la rutina laboral y familiar, se conviertan, a partir de detalles, en un punto de fuga que lo cambie todo.

Julián y Elvira viajan con sus dos hijos a Uruguay, habitan un modo de estar en familia en el que los momentos de soledad del otro son tan fundamentales como los propios, por eso los cuidan y se los marcan a sus hijos y con sus gestos, lecturas y desplazamientos dan forma a una novela que permite indagar en el misterio de los vínculos que nos constituyen.

Craig (Buenos Aires, 1978) es autor del poemario "Los juegos" y de los libros de cuentos "El enemigo", "Las tormentas" y "27 maneras de enamorarse" y en esta incursión en el género novela consolida su capacidad para construir universos ficcionales en los que los detalles crecen con la fuerza de lo irremediable para modificar la percepción de sus protagonistas.

A pocos días de la publicación del libro editado por Entropía, el escritor habló con Télam sobre la elaboración de la novela y los ejes temáticos que la conforman: "Me interesa mucho escribir acerca de eso que no termino de entender del todo. Lo que es a pesar de mi entendimiento, lo que está ahí, veo, quisiera decir, nombrar y no puedo. Darle vueltas a eso".

-Télam: ¿Cómo se gestó esta historia? Es tu primera novela ¿Cómo fue la decisión de salir del género cuento en el que venías trabajando?
-Santiago Craig: Las primeras ideas y apuntes para lo que iba a terminar siendo "Castillos" las anoté en la playa. Hay cosas que nos pasaron en unas vacaciones, hay otras que no. Anoté de las dos: lo que era, lo que podría haber sido. Y con esas notas fui empezando lo que creía que era un cuento. El cuento se hizo largo, se demoró en preguntas que se abrían y asumí que estaba escribiendo una novela. La idea inicial y "Castillos" tienen poco que ver. La novela está más armada con las cosas que no había anotado que con las que sí. Pasar del cuento a la novela fue algo que se dio así. A mí me gusta escribir cuentos, ahora también novelas. Yo escribo más bien lo que me sale y lo que me gusta. No siento que sea ni mejor, ni peor, ni más simple, ni más complejo escribir una novela. Lleva más tiempo y hay que tener la paciencia, el interés, las ganas de estar más ahí, en eso que vas contando. Pero el mecanismo con el que escribo los cuentos y las novelas es muy parecido.

-T: La novela se divide en dos partes y en la primera, en la que comienza el viaje, hay una tensión entre cómo vivir en familia y estar solo. Pienso en el abuelo de Julián y sus caminatas, sus padres estando al sol o Elvira con su insomnio. Tanto Elvira como Julián cuidan esos momentos de soledad del otro y se lo marcan a sus hijos ¿Cómo se fue armando esa familia?
-S.C.: Sí, yo no creo que haya una forma de explicar ni cómo ni por qué la gente se ensambla, se relaciona, se mezcla, se une, se quiere o se detesta. Las relaciones entre las personas, en este caso dentro de una familia, me parecen algo muy brumoso, muy difícil de agarrar. Y a mí me interesa mucho escribir acerca de eso que no termino de entender del todo. Lo que es a pesar de mi entendimiento, lo que está ahí, veo, quisiera decir, nombrar y no puedo. Darle vueltas a eso.

Esta familia se formó con las distintas ideas incompletas que tengo acerca de lo que puede ser un hijo, una hija, una esposa, un padre. Pero más que nada, pensando en el hecho de que, una vez que esa unidad se da, hay un momento, a lo mejor, un rato, en el que esa unidad se coagula y es algo: esa gente que se juntó y se sentó a desayunar en una casa se vuelve, de repente, una cosa necesaria.

-T: "Castillos" retoma algo que está en tus cuentos también y es lo siniestro como aquello que puede construirse en lo cotidiano, pero en este caso además está la rutina desarmada y lo que eso puede disparar...
-S.C.: Yo veo lo siniestro, si se quiere, en todos lados. Lo extraño, digamos. Si uno mira mucho tiempo algo, casi nada se salva de ser raro. Y la rutina desarmada ayuda a ese gesto de poder mirarnos un rato largo los pies en la arena, ver que la arena tiene una determinada textura, que los pies tienen una forma arbitraria y particular, que estamos quietos, pero podemos, si queremos movernos, zambullirnos en el mar, levantar una piedra y partirnos la cabeza. Vuelvo bastante a las vacaciones como contexto, porque ayudan a que lo cotidiano pase más naturalmente a estar entre paréntesis. En esta novela es probable que lo que pudiera parecer más raro, sea lo que, al momento de escribirla, se me presentó como lo más natural.

-T: ¿Qué lecturas te acompañaron durante la escritura de la novela?
-S.C.: Estuve un año escribiendo la novela, tal vez un poco más. No recuerdo mucho qué leí. Sí, leí esas conversaciones entre Hitchock y Truffaut que aparecen en la novela, también leí a Karl Ove Knausgard, creo que, mientras escribía "Castillos" empecé a leer "Mi lucha" y me gustó muchísimo. También poesía, seguro, porque siempre leo poesía.

-T: La diferencia de clases atraviesa la historia: están en los veraneantes hasta en lo que se dice sobre "Castillos" y sus habitantes. De alguna manera esas diferencias están también en las formas de habitar ese lugar: desde las costumbres, el Carnaval, los trabajos...
-S.C.: Sí, no pensé tanto en una cuestión de clases sociales, sino más bien en modos de estar en el mismo espacio, de percibirlo, de pensarlo. Quiero decir: no pensé en nada de esto cuando escribía la novela. Los personajes eran lo que eran, no meditaba acerca de su condición que, sí, en algunos casos se acerca más al estereotipo, como los vecinos de las cabañas próximas o los policías. Las costumbres y los trabajos, en cambio, a lo mejor sí, fueron elecciones más conscientes. Pensaba en ritos, sobre todo, rituales más chicos: estirar una lona en la arena, clavar una sombrilla, abrir una novela liviana y otros más grandes: salir a cazar con escopetas, disfrazarse y emborracharse para el Carnaval.

-T: ¿En qué proyecto de ficción estás trabajando en este momento? Después de la novela, te dieron ganas de seguir con ese género o de volver al cuento?
-S.C.: La novela la terminé hace ya un año y medio o dos. Escribí, en este tiempo, dos libros de cuentos. Uno ganó el segundo premio del Fondo Nacional de las Artes y ahí está. El otro solo ahí está. Además, desde hace unos tres años o poco más, estoy escribiendo una novela más larga, tiene, por ahora, unas 400 páginas. La cuarentena me apartó un poco de ese texto y empecé otro que, por lo que creo, puede derivar en una novela corta. O en nada, claro. Lo cual tampoco estaría mal.

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[Eterna Cadencia blog]

“Hay que estar seguro pero al borde de caerse”

Por Agustina Rabaini

A Santiago Craig —autor y psicólogo, declara su bio— le interesan los vínculos y los momentos de cambio, los paréntesis en la vida de las personas.Una mudanza, unas vacaciones o una tormenta pueden volverse recurrentes en sus textos, y charlar con él confirma que en la escritura busca esos paréntesis o inventa planes de escape en medio de la rutina o el tedio de la vida de todos los días.

Luego de incursionar con firmeza en la narrativa breve, Craig estrena su primera novela, Castillos (Entropía), un relato con fondo autobiográfico y sugerente historia de ficción. Como en otras aventuras del autor, aquí hay climas cambiantes, amores y amenazas, pero también canciones de los Beatles, referencias cinéfilas y un pulso narrador que esconde a un escritor que parece pensar escenas como si se tratara de planos cinematográficos.

Un escritor y una voz narradora que pregunta, se hace preguntas y cuenta desde una mirada poética, la del que sabe que nada es solamente lo que parece, y que la cosa es más grande, frágil y vertiginosa.

La banda sonora de fondo va del recuerdo de Los Goonies y El increíble Hulk a Morrisey y Los Beatles, del libro El cine según Hitchcock a Kaspar Hauser, Taxi Driver y Hemingway o London, mientras la trama sigue a Julián y Elvira, una pareja con dos hijos, en días de vacaciones en Uruguay.

También hay, en Castillos, reflexiones sobre la escritura: “Escribir es como tirar cosas en un aljibe. Quedarse mirando las ondas que se abren en el agua. Escribir es como cazar osos en la playa. Qué miedo”, se lee. Hay recuerdos y asociaciones múltiples: "Era atropellada la memoria y así pasaban las cosas también, extrañas y sencillas, siniestras” y, más allá, “lo siniestro era que lo cotidiano, armado con tanta perseverancia, por contraste, se les volvía absurdo frente a la vida que se hacía sola”.
 

¿Cómo nació Castillos y esta necesidad de escribir más largo, una novela?

Yo venía escribiendo cuentos y poesía desde chico. Había escrito ya una novela pero quedó ahíy a veces estiro las cosas para ver hasta dónde llegan las historias. Cuando empecé con Castillos no me propuse escribir largo, pero sí sabía que quería un relato que pudiera partir en dos y que cada una de las partes tuvieran un ritmo diferente. Me gusta mucho John Banville y él hace eso de partir en dos y que las partes funcionen como espejos desfigurados, o que los personajes aparezcan en circunstancias o puntos de vista distintos. Algo de eso estuvo en la génesis de Castillos.Después también hay historias personales. Yo estuve en el lugar de vacaciones del relato, por ejemplo, y ahí había dos escenarios que me servían: Uruguay como un lugar que me gusta pero también siniestro, en el sentido de extraño y familiar a la vez. Y las vacaciones como este punto en el que uno se pregunta: ¿y qué tal si esto se prolonga para siempre? ¿Y si me quedo en ojotas y me pongo el puestito?

¿Hay una ficción acá?

Hay una ficción, sí.Al construir una novela o artefacto, uno construye eso, pero en los cimientos toda ficción siempre hay un dejo de realidad. Además de conocer los lugares del libro, hay personajes que tienen que ver con mi vida y mi familia, pero no solo la propia; construcciones y pensamientos a partir de la observación de otras parejas, otros chicos y mujeres. La construcción se da un poco como con los sueños a partir de restos diurnos. El material primario está y después las cosas van sucediendo, se van asociando. Para mí lo cotidiano y lo extraño están pegados, es natural para mí mirar de esa manera.

Hay una pregunta en Castillos alrededor deElvira, la protagonista: “¿Había algo que ella estaba dejando pasar mientras la vida transcurría?”, y después los personajes encarnan insistentemente el dilema de vivir “sin esperar nada o esperando todo”. ¿En qué lugar te ubicás vos?

Esas dos ideas me interesan y creo que terminan tocándose o necesitan complementarse. Si juntás dos incertidumbres, y ahora hablo de Elvira y de Julián —esta voluntad que va para adelante y  otra que se queda— termina generándose algo que da un orden, un marco, una manera de estar en el mundo. Yo estoy más del lado del que no espera nada y no lo asumo como una derrota sino en el sentido de que lo que viene, viene.Cuando era chico leía a Rimbaud, un ídolo para mí como para otros podían ser Morrison o Kurt Cobain. Él decía que había que fijar la certidumbre o la certezaal borde de un abismo, y yo siento que hay que estar seguro pero al borde de caerse.Sé que es una respuesta rara, pero esa sería mi respuesta a esto. ¿Hay que esperar todo o no hay que esperar nada? Hay que estar en el limbo o donde se puede.

La espera también refleja incertidumbre o algo de eso en tu novela…

Sí, el esperar tienen peso, los protagonistas están entre esperando y no esperando todo el tiempo. La morosidad es algo que yo defiendo y un componente que me ayudó a darle un hilo a la novela. Me gustan algunos personajes de Robert Walser oel Bartleby de Melville, o Zama, de Di Benedetto, estos tipos que están ahí y parecen esperar algo que no pasa.

¿Y esta afición por coleccionar escenas, recuerdos, objetos, personajes? ¿Hay recolección en tu modo de escribir?

La recolección me suena, desde lo literal, a alguien que junta hojas o cosas por ahí y yo definitivamente hago eso. Tomo notas, me mando audios a mí mismo, acumulo.Puede pasar que después intercale algo de un cuento en otro, o borro y me queda algo. Uso mi propia memoria, los recuerdos de otros o ideas vagas. Mi modo escribir funciona por acumulación y después mi cabeza asocia. Eso es constante.

El libro explora y piensa la infancia, también. Para el protagonista, hasta tener hijos la infancia “no es nada, un tesoro perdido, un recuerdo”, y de repente todo ese recuerdo es una masa que se resignifica…  

Sí,los recuerdos, la memoria como añoranza, pero en el libro hay algo más. El protagonista es este tipo que piensa que todo se puede romper en cualquier momento y que no hay nada más frágil que la vida. Eso lo ubica en una especie de nostalgia inmediata o de memoria futura.Vive el momento que después va a recordar sabiendo que no lo puede aprehender o agarrar, que se le escapa de las manos.

Volviendo a la idea del residuo y las influencias. En Castillos aparecen Los Beatles y también los mitos, Medusa, Poseidón. ¿Qué hay ahí?

Los mitos son parte de un corpus de pensamiento muy arraigado en mí y me gusta tomar esas cosas para asociar ideas o usarlas como fondo. Para mí los Beatles y Poseidón tienen un aura mítica similar. Generan cosas que hacen que las personas los sientan propios, eso que ocurre también con Mafalda o con Cortázar, lo general que se particulariza.Abren un espacio de juego,magia o como lo querramos llamar y eso permite otros bordes, otra dimensión. Y también están las preguntas. Hacerme preguntas me lleva a lugares que pueden ser más o menos tortuosos, pero eso, en realidad me da más felicidad. Me amplian el mundo. Algunos mitos, Los Beatles, la literatura de Cortázar o las películas de Truffaut o Hitchcock nos ponen en un lugar de complicidad o diálogo con ellos. Yo no siento que estas personas nos hayan querido explicar la vida; la muestran o la ponen a jugar adelante nuestro y eso está buenísimo.

Hay otro momento en el libro en el que aparece la belleza de expresar algo desde una voz propia o singular (“no había en el mundo dos voces iguales”), y otro donde los chicos le preguntan al padre por los detalles y él responde que “los detalles son lo que hace que una cosa sea distinta de otra. O no”…

Sí, poder decir y escribir, hacer algo con esa herramienta que tenemos y la voz como algo que nos diferencia. Uno va buscando una especie de voz que distinga eso que dice, o se pregunta si vale la pena que alguien se tome el tiempo leyendo lo que uno escribió. Hay momentos en que los padres encuentran un modo de decirles cosas a los chicos pero no a través de la sentencia sino desde la experiencia. Una de las preguntas que me hacía cuando escribía Castillos era qué era ser un padre o qué decirles a los hijos; cómo transitar ese momento de la vida.  Decidí situar a los personajes en un lugar en el que no alcanzan a ser lo que tienen que ser; cuando hablan tratan de decir algo que se abre al sentido y tal vez encuentren algo de eso ahí. Pero no están buscando decir algo trascendente.

Hay escenas en Castillos que suceden no solo en la acción sino dentro de la escritura, en cierto goce o juego con el lenguaje. ¿Pensás en quien va a leer lo que escribís?

Sí, escribo pensando en que alguien me va a leer. Nunca escribo solo para mí, antes lo compartía con alguien, mi mamá, mi novia, un amigo, y ahora con otra gente. Siempre pienso que los lectores son mejores que yo y que no les tengo que explicar nada, que lo que yo diga lo van a mejorar. No escribo para explicar las cosas pero me interesaría que el que lea se entretenga y que los textos puedan abrir pensamientos propios porque eso es lo que me gusta leer a mí. Dejar huecos o espacios para que el lector se pueda ubicar, poner lo propio o acomodarse ahí.

¿Tenés algo más por publicar, pendiente, en los cajones?

Sí, yo sigo escribiendo. Hay dos libros de cuentos por salir y otro libro que se va a llamar Vida en Marta y cuenta la vida de una mujer desde que nace hasta que muere. Ahora debe tener 36 años y pretendo que tenga una vida más larga, así que vamos a ver hasta dónde llega. También empecé una novela más cercana al terror, y el año que viene va a salir publicado un libro para nenes por editorial Limonero.

 

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