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  5
Sergio Chejfec

177 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2019
ISBN: 978-987-1768-58-5
   
     
   
     
 

"Este libro resulta de un deseo simple e incumplido. Durante bastante tiempo quise volver a un relato escrito en los 90, en condiciones que me parecieron únicas. Pero cuanto más porfiaba el deseo de reescritura, más se perfilaba la historia como documento de trances particulares. El relato se exhibía como prueba, la experiencia como anomalía. De este modo el original adquirió una condición mentalmente definitiva y se cristalizó en su singular circunstancia.

Entonces decidí tomar Cinco como lo que había sido en un principio: una historia devocional, en parte ofrendada a unos pocos y admirados títulos. A la pregunta improbable acerca de lo que se puede hacer a partir de una ficción, añadí una respuesta: proponer una explicación. Una explicación que no explique sino que subraye los puntos de una historia inconclusa, a la manera de un bordado incompleto. Un relato no menos ficticio, pero instalado en esa zona oculta, o movediza, que es la intervención explicativa.

De ahí el deslizamiento de Cinco a 5. El número busca indicar aquello apenas aludido por medio de las letras. No se trata de la búsqueda de lo cierto, sino de una confianza en la explicación como modesta y atenta disposición comunicativa; o sea, como forma paralela a la ficción –en ocasiones muda–."

Sergio Chejfec

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La Residencia entregaba a los invitados pases de acceso a la biblioteca local, al Acuario, a algún otro lugar público, y también un abono multiuso para el transporte urbano –todavía conservo el pequeño tarjetero de plástico amarillo–. De modo que el escritor de turno podía convertirse muy fácilmente en una presencia fantasmal y a la vez frecuente en el ancho territorio de las cercanías. Me subía, por ejemplo, a cualquier autobús que recorría las localidades del lugar, y al mostrar el pase se me hacía claro que no solamente el conductor, obvio, sabía quién era este viajero, sino que los otros pasajeros también se enteraban. Luego giraban en sus asientos para mirarme, como si al comprender que yo no consistía en una mera entidad abstracta mencionada en los boletines municipales, sino en un cuerpo cierto, quisieran saber un poco más sobre mí, observándome. 

Un día normal podía incluir, para descanso de la concentración literaria, si puedo llamarla así, un paseo prolongado. Viajaba hasta alguna cabecera alejada y luego volvía en el mismo autobús. En general, sólo el chofer y yo llegábamos al final del recorrido, pocas veces alguien más. Debía esperar unos cuarenta minutos hasta la próxima partida, lapso que se imponía como una experiencia de tiempo disponible bastante física, porque las opciones de actividad se reducían a muy pocas cosas, prácticamente a una sola, como vengo diciendo, o a lo sumo dos, el andar a pie y la contemplación, ambas acciones enlazadas. Me alejaba de la caseta de cabecera a través de unas calles solitarias, cuyas casas parecían cerradas a perpetuidad aun cuando fuera evidente que estaban habitadas. Era la condición del extrarradio, una forma de lo urbano, pensaba, que parecía más secreta por el solo hecho de ser indistinta.

El chofer, por su parte, se dirigía a la caseta apenas dejaba el autobús. Allí lo esperaba el anfitrión –o inspector–, cuyo trabajo consistía en la vigilancia sosegada e inmóvil, aun más pasiva de lo que sería la rutina pensativa de un farero. Para ese «anfitrión» del refugio de cada cabecera existía un nombre particular cuyo equivalente laboral o gremial en castellano u otro idioma nunca encontré, y que tampoco sé hasta el día de hoy si correspondía a un uso local o extendido. De modo que lo llamo anfitrión, aunque también se le podría decir «inspector», como sugerí recién. La caseta del anfitrión era un módulo de materiales galvanizados y plásticos, un tanto más grande que una cabina de vigilancia; el cuerpo blanco por fuera y con ventanas apenas redondeadas, paneles de acrílico transparente semejantes a parabrisas. Seguramente una cabina así concebida para observar no sólo la llegada o salida de los autobuses sino también para verificar las condiciones generales en que se producían.

Apenas ingresaba al refugio, el chofer se ponía a explicarle algo al anfitrión y luego no dejaban de hablar en ningún momento. El anfitrión tomaba notas, como si cada palabra del chofer tuviera que ser transcripta. Yo tenía la impresión de que reiniciaban una conversación suspendida en la vuelta anterior. Como efecto de la sonoridad de los materiales con que estaban construidas las casetas, desde una gran distancia escuchaba la vibración de las voces –aunque no entendiera lo que decían–.

Una tarde tuve la impresión de que me señalaban. Todavía faltaban cinco minutos para la salida del autobús, acababa de terminar mi paseo por el barrio desierto. Observaba con atención las ventanas de la cabina, que con su forma oblonga parecían antiguas pantallas de televisión a través de las cuales una imagen a medias plausible se traducía en una visión acaso real. Obvio, me pareció asistir a la escena de un drama: el anfitrión apuntó en mi dirección con la mano, alzando un poco la voz y mirando algo recién anotado en la planilla; a ello el chofer respondió cabeceando hacia mí, como si dijera así que yo carecía de la menor importancia. Habrán pensado que los vidrios los protegían, seguramente no les importaba ser observados, aunque creyeran que eran ellos quienes observaban a través de esas ventanas, de las que –por otra parte– resultaba muy difícil apartar la mirada. Enseguida pensé que si había algún cansancio o apatía en sus gestos, se dirigía a los escritores residentes, parásitos literarios del transporte urbano que polinizaban su ocio a lo ancho de la geografía local.

Los entornos de las cabeceras eran por lo general bastante parecidos, pero dependiendo del clima mis preferidas eran las más aisladas, ubicadas en confines apenas poblados, zonas bajas y secas, con poca vegetación y una permanente luz apagada. Los bajos ribereños tampoco estaban muy lejos, el río se intuía aun cuando no alcanzara a verse. Me internaba en esos terrenos de nadie y advertía que los suelos eran de una suavidad más delicada que la arena. En algunas partes se oscurecían cuando la humedad subterránea buscaba la superficie, dibujando aureolas de tamaño variable, de un marrón intenso en el centro y paulatinamente más tenues hacia los perímetros. Al pisar esas manchas podía percibir una blandura creciente hacia el interior, hasta que los pies tendían a enterrarse, se sentían apretados o incluso engullidos por el terreno, y la lucha entre atracción y miedo a quedar atrapado, o a hundirme directamente, que ganaba el miedo, me hacía retroceder al borde seco y observar la zona oscura con inquietud, fascinación, recelo; y con un poco de vergüenza aun cuando nadie fuera a verme, porque sentía que mi reacción había sido exagerada, propia de un citadino. Suponía también que la salinidad del suelo debía ser alta, aunque me extrañaba que la superficie, mirada en lontananza, careciera de destellos plateados, aun en los días luminosos, como suele ocurrir.

Este abandono semisilvestre mechado de sencillos peligros podía hacerme olvidar el tiempo y distraerme más que las caminatas por los barrios periféricos de la ciudad. La ventaja adicional era que el espacio abierto me permitía escuchar el motor del autobús cuando se encendía; eso significaba que se preparaba para salir –y acaso de ese modo, pensaba, anunciaba al escritor invitado que debía volver a la cabecera para emprender el regreso–.

En efecto, eran tantas las coincidencias y sincronizaciones, siempre pautadas, nunca superpuestas, y tan vacío de gente era casi todo, que me preguntaba si aquel pequeño mundo no estaría montado en sus distintos aspectos y en su controlada complejidad para servir de escenografía a los escritores invitados. Sabía que difícilmente podría resultar cierto, obvio; y sin embargo imaginar la pregunta significaba introducirme en una lógica, aunque ficticia, que me brindaba la ilusión de su posibilidad. Era consciente de que todo podía parecer muy extraño, me refiero a mi pensamiento. Porque, por ejemplo, si una madrugada recibía un llamado del director de la Residencia, con toda la autoridad que también le daba ser un poeta oriundo de la ciudad, alertándome de que probablemente dormían en el departamento los fantasmas de antiguos invitados, o almas perennes del lugar, yo no habría tomado para nada en serio sus advertencias y me habrían parecido descabelladas; pero sí inclinaba de buena gana mi inteligencia, mucha o poca, a considerar si todo ese organismo urbano de miles de personas, con calles, mercado, astilleros, tiendas de vinos, autobuses y playas, no sería una puesta en escena para sostener la ficción o poesía de los invitados. Quiero decir, la poesía o ficción escrita –mal o bien– por cada uno de ellos, y la ficción o poesía de la propia anécdota de su experiencia local.


 

Fragmento
     
   

Autor

 

Foto de solapa:
Raúl Goycoolea
 
                     

Sergio Chejfec nació en 1956, en Buenos Aires. Desde 1990 reside en el extranjero. Ha publicado novelas, cuentos, poesía y ensayos. Entre sus títulos: Teoría del ascensor (2017), Últimas noticias de la escritura (2015); Modo linterna (2013); Mis dos mundos (2008); Baroni: un viaje (2007); Boca de lobo (2000); El llamado de la especie(1997); Cinco (1996); Moral (1990).

 


   

Reseñas

La Nación
(Elvio Gandolfo)

Perfil Cultura
(Mariano Buscaglia)

El diletante
(Marcelo Garmendia)

Metacultura
(Martín Chiaravino)

La Voz del Interior
(Javier Mattio)

Bazar americano
(Martín Haczek)

Entrevistas


[La Nación]

Curiosa narración por partida doble

Por Elvio Gandolfo

Es un libro curioso. En su primera edición, de 1996, lo que ahora es la segunda mitad del volumen se llamaba Cinco. Las letras se transformaron ahora en número: 5. La reedición propone un chiste serio (al mejor estilo Buster Keaton), con mucho de conceptual: el texto se ve precedido por una "Nota". de 115 páginas, el doble de lo que ocupaba el texto original. En esa nota Chejfec pretende dar explicaciones, aunque la mayor parte del tiempo se dedica a recordar, como suelen hacer los escritores. Recuerda su estancia en Saint-Nazaire, ciudad francesa que otorga una "residencia de escritor" y una pequeña beca (o viático) para elaborar un texto durante un par de meses de estadía.

Como la ciudad es un puerto con astillero, del que solían partir viajes a América Latina, la materia a priori narrativa es abundante. Una y otra vez el propósito de explicación se desliza hacia núcleos narrativos vinculados con ese tema: una panadera, un conductor de colectivo muy alto. También surge el humor grupal, en la cantina Las Cinco Letras. La respiración de la ciudad se vuelve también precisa y, a la vez, esquiva. El desvío, el semifracaso, la literatura como algo que se escurre son temas constantes en Chejfec.

Cuando por fin llega Cinco, la vieja novela, aparece como un triunfo del sistema del autor. El estilo es meditativo; se amplía o se reduce cuando se dedica a alguna anécdota, pero resiste con empecinamiento. Hay incluso ráfagas policiales: cuando Patricia (la panadera de "Nota") lo acompaña al astillero, alguien apunta y deja caer un pesado taladro para que impacte en la cabeza del escritor y ella lo aparta. A su vez le cuenta la historia de María, una mujer buena dedicada a cuidar o salvar de ahogarse a niños abandonados. Lo cual le trae a él la memoria de otro puerto (La Guaira, en Venezuela) donde un niño se encargaba de llevar a sus barcos a marinos borrachos o desmayados. También hay una muerte paterna gratuita, violenta, melodramática.

La suma de los dos bloques es sustanciosa, detallista. En el texto narrativo, el protagonista es el quinto hermano, el que se pierde, el que no se nota, el que se borra. Discreto, el autor no aclara si se trata de él mismo. Breve pero denso, lleno de buena literatura y narración, 5 obliga al lector a cambiar la velocidad más frecuente, a bajar uno o dos cambios. Seguramente Chejfec se limitaría a sonreír; su manera de decir: "Así es la literatura".

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[Perfil Cultura]

Percepciones arcillosas

Por Mariano Buscaglia

El libro de Sergio Chejfec está compuesto por dos textos: Notas y Cinco. Ambos son sinuosos, fragmentarios, se pierden en detalles minúsculos donde la perspectiva argumental se vuelve prácticamente inasible. Chejfec intuye que no hay argumentos en la vida, que solo existe una vaga apariencia de ellos y que lo 'argumentable' es la reflexión que realizamos sobre las circunstancias azarosas que nos tocan en suerte.

En Notas se relata la residencia literaria de un escritor en una ciudad portuaria. El autor es consciente de que ser escritor es ser, también, 'un artículo de inconstancia'. Un oficio que no asume obligatoriedades, pero que está anclado —y hundido— en una zona donde la invitación a escribir es 'un deber impuesto'. El escritor, en esa geografía de agasajos, es un objeto en el que asume un comportamiento acorde a la etiqueta que se le asigna. La geografía, ribereña y portuaria, coincide en sus metáforas con las sinuosidades, puentes, resacas y vocablos marinos. Hay recuerdos sumergidos, botaduras y naufragios.

En Cinco se desarrolla un pasado que puede o no ajustarse a la vida del autor de Notas. Y que, desde un principio, se construye desde el engaño para que sea literatura. La cifra que titula la novela se repite desde las Notas, por ejemplo, en ese club de amigos que describe el escritor de la residencia, o, en la novela homónima, en los cinco puentes que debe atravesar o en los cinco hermanos que preceden y continúan su destino. Cinco, también, en la simbología esotérica, es un número que se reserva para el microcosmos del individuo.

La información ambigua y contradictoria que puebla ambos textos coincide con las percepciones arcillosas que realiza el protagonista y cuya materia cambia de forma a medida que las medita. Puede que vivamos engañados, pero esos engaños funcionan como verdades y, en la gran rueda de la vida, parece no haber demasiadas diferencias entre una cosa y otra. Esa búsqueda, que Chejfec define como 'una esquina donde doblar hacia un lado u otro' es lo que decide nuestros destinos, pero rara vez su sentido.


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[El diletante]

Una sugerente desestabilización

Por Marcelo Garmendia

En tanto pone en escena una singular experiencia subjetiva, sustentada en la percepción desregulada y la vinculación con un espacio inestable, la literatura de Chejfec requiere de un tipo de protagonista que parece estar siempre fuera de lugar: extrapolado a un territorio ajeno, oportunamente desubicado. Se adivina en la mayoría de ellos una cierta vocación de extravío, un cierto abandono de sí como condición necesaria para una búsqueda que se sustenta en la pérdida. Digamos que se disponen sin reparos a una deriva que se trama en el movimiento, en un modo de andar que propicia un modo de percibir (variable y a la vez atento a detalles minúsculos), a partir del cual se van activando múltiples conexiones, en las que destellan recuerdos, asociaciones impensadas, atisbos de reflexiones, especulaciones y demás formas de la rumia mental.

La figura arquetípica de este observador impropio es el visitante solitario, el recién llegado a un lugar que desconoce, que en este libro, 5, aparece formulado con una curiosa expresión venezolana: "el asomado", al que se define como "alguien que podría no estar, o que debería no estar, pero está..." La clave de esta figura, tal como señala Alejandra Laera en el prólogo a su compilación de artículos dispersos de Chejfec (titulada precisamente El visitante), es la disponibilidad: "Se trate del narrador o de un personaje, sea en la realidad o en la ficción, Chejfec configura escritores que parece estar siempre de visita, que tienen la disponibilidad y la disposición del visitante", dice.

Una oportunidad inmejorable de encarnar de manera literal esta figura se le presentó a Chejfec en el año 1995, cuando fue invitado como escritor residente a Saint-Nazaire. La M.E.E.T (Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs), emplazada de cara al puerto, frente a la desembocadura del río Loira, alberga de manera continua a escritores de diversos países, instituyendo para la ciudad esa figura predilecta de Chejfec: el escritor visitante. El experimento, que supone que siempre hay un intruso escribiendo en la ciudad, tiene la forma de una performance que bien podría haber sido diseñada por Chejfec.

Durante su estadía como escritor residente, Chejfec escribió Cinco, una novela breve que editó M.E.E.T en versión bilingüe y que salió en argentina por la editorial Simurg. El texto hace foco en un hombre oscuro, una suerte de paria sin destino, que ha arribado a una ciudad extrajera con puerto (¿acaso Saint-Nazaire?), munido de un cuaderno donde habitualmente escribe. El narrador lo refiere a partir de las notas de ese cuaderno, y acaba de delinearlo siguiendo el trazo que le sugiere lo escrito. Nos dice en relación a su escritura que "el tono general es errático, algo contenido pese a bordear la confesión, y resignado pese a tener accesos de irritación". Agrega, además, dando la pauta de la inestabilidad de lo que se cuenta, que más de una vez "recurre al apócrifo, como una manera de enaltecer sin gravedad lo cierto, aquello que de ser expresado libre de camuflaje estaría más cerca de la impostura que de la sinceridad". El narrador, entonces, construye a partir de las notas un mosaico disperso, una ficción incompleta, ni verdadera ni falsa, que en principio refiere a la solitaria infancia de esta suerte de paria (incluida la muerte de su padre), para luego dar cuenta de su relación (parasitaria) con Patricia, una panadera que conoce en el puerto donde ha arribado. Patricia a su vez le cuenta la historia de María, una niña huérfana que salva niños de ser ahogados, y esta suerte de fábula se replica en la del Niño, también huérfano, que asume en su caso la tarea piadosa de conducir a los marineros borrachos a sus respectivas embarcaciones para que no queden varados en el puerto de la Gaida, donde muchos años después acaba recalando la Argentina, una joven insuflada de deseo sexual, que acaba convirtiéndose en una célebre prostituta. Estos cinco personajes funcionan como vértices de una figura de articulación abierta, dispuesta para que el lector la componga y recomponga a su albedrío.

Según confiesa el propio Chejfec, siempre le rondó la idea de darle otra forma a ese relato, al que sentía un tanto fragmentario y dislocado; y al parecer ese impulso le sirvió de excusa para emprender la escritura de aquella historia vacante, que tan bien se adecuaba a su sistema narrativo: la de su residencia como escritor invitado en Saint-Nazaire. El resultado se plasmó en Nota, texto que inaugura este volumen, acompañando a aquel Cinco (que permanece intacto), al que supuestamente procura explicar.

La literatura de Chejfec, asentada en la indefinición, lo eventual y lo provisorio, es a priori reacia a toda explicación. Diríase incluso que trabaja obturando toda posibilidad de una explicación unívoca; y sin embargo, o quizás precisamente por eso, Chejfec elige intervenir aquel texto de 1995 mediante una supuesta explicación, como si en esa impensada apuesta se cifrara la única posibilidad de una verdadera modificación. Se trata, por supuesto, de una explicación caprichosa, que nada explica, o que explica tan oscuramente que, una vez más, queda al lector sacar sus propias conclusiones. Nota jamás alude a la instancia de escritura de aquella pequeña novela, ni da cuenta, al menos directamente, de los devaneos propios de un escritor acerca de su composición (salvo una pequeña notación, difusa pero significativa: "Como escritor residente tenía fijado escribir algo que en mi idioma concreto y particular alcanzaba a llamar antiliteratura"). Digamos entonces que, en líneas generales, el relato se concentra en dar cuenta de las circunstancias periféricas a la escritura, concentrándose sobre todo en la relación que entabla el escritor con ese entorno que supuestamente la propicia. Si algo relata este texto es el encuentro/desencuentro entre la figura singular y a la vez arquetípica del escritor residente (encarnada en este caso por Chejfec) y la ciudad anfitriona.

Si bien se alude a una circunstancia cierta (la residencia de Chejfec en Saint-Nazaire ocurrió realmente), no se trata de un crónica verídica sino más bien de una fabulación articulada a partir de un elemento documental, en la que resulta superflua toda distinción entre realidad y ficción. Lo interesante, en todo caso, es verificar el modo en el que gravita ese andamiaje verídico, produciendo en el texto una sugerente desestabilización. Un dato sintomático es que el Chejfec protagonista de esta ficción actúa de manera equivalente a los protagonistas de sus novelas. Asimila y se vincula al espacio al que acaba de llegar plegándose a la dinámica del visitante (tal como él mismo la caracteriza en su artículo "Ficciones de un visitante"): "...observa cosas sueltas y elabora un cuadro preliminar..., está alerta a estímulos novedosos..., se pliega a pensamientos y asociaciones larvales en cuya marea ninguna historia puede desarrollarse porque nada significa aún nada en concreto..., toma partido por la lógica parcial..., razona argumentos y trama relaciones a partir de lo que ve y recuerda". Un ejemplo claro lo encontramos en las primeras páginas, cuando el recién llegado Chejfec, posicionado en el balcón del departamento que le han asignado, otea el puerto, atento a sus enigmáticas señales, entre las que se destacan unas balizas intermitentes. "Las balizas eran rojas y divergían en ritmo, forma e intensidad", dice, y agrega: "Se me dio por pensar si existía una jerarquía expresada en titilación o volumen, localización y hasta ímpetu. Era evidente que algo así debía existir en ese lugar gobernado por un poder local especialmente celoso de controles y estipulaciones".

Tal como se verifica en el párrafo anterior, el Residente Chejfec experimenta la ciudad como un encriptado dispositivo sígnico, al que procura descifrar a su manera, entregado a una deriva incierta, plena de derivaciones, que por momentos recala en eventuales motivos, muchos de los cuales corresponden, según él mismo dice, a sus rutinas: callejear y visitar vinerías con el director, observar el puerto desde el balcón de su habitación, salir temprano a buscar café y ver a los trabajadores del astilleros, conversar con los parroquianos del bar "Las cinco letras", leer con Marión (la secretaria de la Residencia), viajar en colectivo hasta la última parada y, aprovechando el intervalo que se toman los choferes antes de emprender el retorno, explorar caminando la periferia en la que ha recalado.

A partir del entramado oscilante de estos motivos, el Residente va cartografiando la ciudad, de una manera tan personal, tan atada a su perspectiva y a su historia, que acaba configurándola externa e interna a la vez, como si en la escritura sujeto y espacio se diluyeran. Colabora en el proceso la prosa, que se adecúa a la perfección a esta dinámica fluida. Su cadencia pausada, calibrada al milímetro, materializa en palabras la inclinación digresiva del visitante.

Respecto a su particular modo de escribir, Chejfec incluye en este texto una suerte de confesión, solapada en una curiosa analogía entre los choferes de colectivo y los escritores, que se acentúa hasta la identificación en la figura de Patrice. Describiendo el modo de manejar de Patrice, dice: "Su estilo de manejo era pausado, en opciones manierista... Aun cuando no se lo propusiera –detestaba llamar la atención- tenía una forma de manejar que llamaba la atención. A cualquier maniobra simple le dedicaba un poco más de tiempo que lo necesario. Era su secreto –probablemente no deliberado- para crear constantes transiciones en la ejecución del volante..."

La novela en su conjunto propone una circulación abierta entre los dos textos que la componen (Nota y Cinco), delegando en el lector establecer (o no) las vinculaciones que se insinúan. Una posible clave quizás haya que buscarla en el 5 que le da título. El deslizamiento de la palabra al número da cuenta de la continuidad pero a la vez de la ruptura con aquel texto escrito durante la Residencia, que permanece intacto y la vez modificado por la presencia de Nota. La economía del gesto subraya la importancia del "pasaje", esa instancia intermedia (entre pasado y presente, entre suceso y escritura, entre memoria e invención) en la que se juega lo más inaprensible de la experiencia. En esa zona se ubica este libro, proponiendo al lector la circunstancia inédita de transitar sus misterios adoptando la impostura del visitante.

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[Metacultura]

Deambulando en el estuario

Por Martín Chiaravino

(2019), la última novela del galardonado escritor Sergio Chejfec, que reside hoy en Nueva York, es un retorno en bucle a Cinco (1996), la nouvelle que condujo al autor de Los Planetas (1999) a encontrarse con la antinovela o antiliteratura, un género que se aparta de elementos como los diálogos o la trama para proponer un discurso más centrado en la experimentación con el lenguaje o la reflexión sobre la práctica propia de la escritura. En esta reedición, Chejfec agrega una extensa nota sobre la experiencia que condujo al nacimiento de la nouvelle en la M.E.E.T (Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs), una residencia para escritores ubicada en la ciudad francesa de Saint-Nazaire, lugar donde el escritor redactó la obra durante su estadía en 1995.

En este extenso prólogo que Chejfec agrega a la novela original, un escritor propone una explicación sobre una experiencia vivida en los años noventa. Tras su partida de una ciudad junto a un estuario, el escritor narra su vivencia en una residencia para escritores. A partir de esta situación surgen una serie de reflexiones sobre la profesión de escritor y su condición de artista, estatutos puestos en conflicto por el proyecto mismo, un emprendimiento que promueve la actividad editorial pero al mismo tiempo asfixia la creatividad imprevisible según la visión del escritor residente.

La residencia es una institución municipal de una metrópoli pequeña de gran actividad marítima de vinos y astilleros que nunca es nombrada, pero claramente refiere a Saint-Nazaire, ciudad que apadrina escritores, los acoge para promover la creatividad en un ambiente ameno al espíritu literario. Sergio Chejfec expone sus pruritos ante las comodidades de la residencia y la experiencia lo impulsa a inclinarse por la antiliteratura como respuesta inmunitaria. En sus paseos y devaneos el escritor reflexiona sobre el estatuto de la literatura, qué es lo que la literatura confronta, la conexión que la ciudad permite con el mundo literario y la desconexión que genera al mismo tiempo con la creatividad que debería surgir de la espontaneidad y no de la planificación municipal.

El escritor se adentra así con un ánimo descriptivo en el paisaje, auscultando el territorio para apropiárselo. Se asoma a una realidad nueva con asombro y suspicacia, intentando encontrar la belleza en la novedad pero reconociendo las similitudes con lo conocido. En esta obra Chejfec alterna la primera y la tercera personas según la conveniencia para reflexionar sobre su derrotero o para distanciarse de sí mismo, respectivamente.

La novela y la nota introductoria trabajan sobre una elusión constante, lo que el escritor no puede ver pero siente que pasa, los detalles que ve y los que se le escapan, los secretos que pretende descubrir, aquello que presiente que la ciudad guarda. Para ello acude a tertulias con el director de la residencia, se relaciona con su secretaria y con una panadera y entabla una amistad con un chófer del transporte público, profesión que el inquieto e inquisitivo escritor cree que le puede ayudar a penetrar en el mundo recóndito que la ciudad le veda.

En 5, el escritor se disuelve en las calles, su vida se convierte inexplicablemente en la trama de una novela del escritor belga de policiales Georges Simenon, disecciona la obra magna del escritor francés Julien Gracq, El Mar de las Sirtes (Le Rivage des Syrtes, 1951), y alaba la literatura del escritor surrealista francés Pierre Klossowski. Pero la novela también contiene una mirada social sobre la estratificación, las crisis que amenazan a las pequeñas ciudades y a los astilleros, y la precariedad de la condición de escritor, que oscila entre una presumida dignidad y la escasez constante.

Sótanos, astilleros, bares con nombres literarios, reflexiones imposibles sobre relaciones entre faxes y cruceros, relatos sobre su padre, supuestos intentos de asesinato, la rutina, cualquier cosa le sirve al escritor para indagar en los engranajes invisibles de una ciudad tan amena como hostil para un diletante de la antiliteratura que no encuentra su voz.

En esta novela publicada en Argentina por el sello editorial independiente Entropía, los libros son los grandes protagonistas de esta historia. Libros agrupados en bibliotecas o en estantes, o guardados en valijas o en proceso de ser devorados y diseccionados por algún lector, siempre presentes como compañeros de viaje que nos narran historias necesarias e inolvidables, experiencias que transforman y transportan a estos mundos, libros que Chejfec homenajea devocionalmente en 5, un original ejercicio para reencontrarse con el trance de los noventa que fue el proceso de encontrar y escribir su nouvelle, Cinco.

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[La Voz del Interior]

Asomado al origen

Por Javier Mattio

Cifrada como un número, la escritura de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) viene explorando en un arco virtuoso las intermitencias de la deriva, la contingencia y la contemplación. Ese arte del pasaje se materializa en 5, díptico que añade una “nota” a su novela Cinco (1996) explicitando los hechos que rodearon su concepción.

El procedimiento –que emula las explicaciones opacas de Raymond Roussel o César Aira– no hace sino superponer un nuevo pliegue o reflejo sobre el texto previo. Por eso la figura invocada es la del “asomado”, término venezolano para designar a aquél que “podría no estar, o que no debería estar, pero está”: poética inadvertida de acechanzas, tránsitos y variaciones como las interpuestas entre 5 y Cinco.

Con la jocosidad de un Enrique Vila-Matas transparente que cita a Simenon con insistencia, Chejfec recrea su estadía en una residencia literaria de una ciudad portuaria que nunca nombra: el lugar sería la M.E.E.T (Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs) de Saint-Nazaire (Francia), donde en 1995 redactó Cinco.

Sospechosamente elusiva, la crónica despliega distintas rutinas que marcan esa temporalidad excepcional: la frecuentación del bar Las Cinco Letras, las salidas con el director de la residencia –que se extienden a unas tertulias de vinería– y los intercambios con su secretaria, las observaciones desde la terraza o el balcón del puerto y sus balizas titilantes, los paseos a pie o transporte urbano. Será en estos últimos que entabla vínculo con el chofer Patrice, en cuyo circuito periódico el narrador ve proyectada la espacialidad de su mirada: un “régimen de fluctuación”, un “orden hecho de transiciones pacíficas” evocador de la película Paterson de Jim Jarmusch.

El narrador subraya que fue en esa residencia que su escritura adoptó la forma actual, y así 5 traza un retorno oblicuo al origen en el que se conjugan los motivos de Chejfec –el flâneur abismado (o asomado) de Baroni: un viaje y Mis dos mundos, el autor-performer de Modo linterna, la reflexión sobre la técnica de Últimas noticias de la escritura– y en el que Cinco oficia de costa documental conectada por puente levadizo.

Dispuesta a ser releída en otro contexto, la antigua novela incluye a un narrador equivalente en localidad portuaria que conecta a cinco personajes: él, la panadera Patricia, una mujer que rescata a niños pobres, un niño que salva marineros y una prostituta argentina. Lejos de dilucidar nada, Cinco mira a 5 desde el muelle del mito.

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[Bazar americano]

Ficción al cuadrado

Por Martín Haczek

La cosa es, más o menos, así: alguien recibe una beca estatal para residir en una pequeña ciudad portuaria y escribir una obra que incluya, de algún modo, al inversor. Es decir, el ente gubernamental, ahora filántropo y financista de literatura, quiere ser parte del objeto de representación: como las familias nobles de los cuadros barrocos o como esas dedicatorias delirantes que abren algunos libros de Góngora o sus contemporáneos. Este personaje vagabundea mientras hace anotaciones en un cuaderno: describe los tipos sociales que pueblan la ciudad, cruza las historias de distintas personas y recorre los espacios como si fueran las ruinas de una civilización perdida. Ese alguien es el escritor argentino Sergio Chejfec y producto de esas peripecias escribió Cinco (1996). En la reedición de la novela que la editorial Entropía puso en circulación —5 (2019)— viene acompañada de otro escrito, inédito hasta el momento, titulado “Notas”. En él, una primera persona que asume una posición autoral (digamos, por facilidad, el propio Chejfec) narra su experiencia en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire, aunque nunca se mencione el programa específico ni la ciudad. Es decir, a tono con el título que propone, el texto parecería complementario: una exhibición de las condiciones reales de producción de la novela reeditada, a la que antecede en un mismo libro.

Pero ante una lectura atenta se presentan varias interrogantes. La primera: cualquiera de las formas “complementarias” que elijamos pensar (prólogo, preámbulo, introducción, nota aclaratoria, apéndice, etc.) se encuentra completamente desbordada. Por un lado, en un poco sutil gesto que parece prestado de las Crónicas de Bustos Domecq, la “nota” duplica en páginas a “Cinco”; una aclaración que excede lo aclarado. Pero el exceso no es sólo cuantitativo. Todos estos géneros —con la excepción de los casos en los que el “apéndice” es firmado por un autor distinto— se sostienen en un pacto que “Nota” replica, pero, al mismo tiempo, juega a torcerlo hasta sus límites: el de la voz autoral como garantía de distinción entre realidad y ficción. Esto sucede desde las primeras páginas: “Visto desde hoy, podría decir que siempre me ha rodado la idea de modificar “Cinco”, el relato que esta nota acompaña”. Pero con el correr de las páginas, el narrador se corre del lugar de escritor para transformarse en un personaje típico de la literatura de Chejfec: una especie de vagabundo que recorre una ciudad fantasmagórica con intenciones poco claras y sin un destino dado. Así, aunque constantemente reafirme su condición de “escritor residente”, casi no hay nuevas menciones al texto prologado ni al momento de producción.

A su vez, las afirmaciones programáticas en relación a “Cinco” son intercambiables: funcionan también para la propia nota. Y aquí encontramos otro problema sobre la relación entre ambos textos. Tomemos como ejemplo: “Pero eso tendría a una manera fragmentaria de escribir que, todavía, asimilaba a una manera de escribir fragmentariamente”. Ese modo de construcción narrativa funciona tanto para la novela de 1996 como para la propia “Nota”. Pero los vínculos se vuelven aún más complejos. En las primeras páginas de “Cinco” se menciona el cuaderno en el que se sostiene la escritura de la obra. Sobre él, se dice: “el tono general es errático, algo contenido pese a bordear la confesión, y resignado pese a tener accesos de irritación (…) por eso mismo podría ser una gran mentira, sin embargo hay un fondo de verdad decisivo, si no en lo circunstancial por lo menos en lo accesorio”. Esta aclaración sobre el cuaderno, lugar de donde proviene el material que sostiene la escritura de la novela (incluso dentro de la misma novela), funciona también para la “Nota”, que parecería ser ese cuaderno, pero en la cual, también, aparece el “cuaderno verde” en el que el “escritor residente” anota sus anécdotas. A su vez, en la medida en que el texto avanza, los distintos apuntes, que luego aparecen reformulados en el segundo relato, se vuelven menos registros de la realidad que invenciones literarias. En este sentido, más que como una crónica de la experiencia vivencial, podemos conjeturar que “Nota” se vincula con lo real a modo de un documental experimental, de esos tan de moda en el cine contemporáneo: montando distintos fragmentos de orígenes heterogéneos al punto en el cual se suspende toda posibilidad de distinción entre realidad y ficción, entre objeto de la representación y artificio. Las formas de reciclaje de esos materiales en “Cinco” pueden pensarse también a partir de esta idea: como modos de montar imágenes, personajes, espacios, sensaciones, registros, biografías y pequeñas anécdotas. Entonces, más que un texto de explicación programática o exhibición de las condiciones de escritura, se trataría de dos relatos gemelos que ensamblan los mismos materiales a partir de distintos artificios.

Si hay algo que vincula a “Nota” directamente con el campo de la ficción (y, particularmente, con la de Chejfec) es su modo de trabajar con los espacios. El escritor residente deambula por la ciudad, la cual excede el simple lugar de escenario de los hechos. Como suele suceder en toda su obra, se trata casi de un personaje más, al que se le asigna mayor descripción y profundidad que a la mayoría de ellos. Más que un cronista, el autor parece operar como un etnógrafo; pero se trataría de una etnografía de la imaginación y la especulación, menos que de una del registro. Mirar el objeto de tan cerca, llenarlo de tantas capas de sentido, al punto que se vuelva espectral e irreconocible. Quizás el ejemplo más ilustrador de este intento imaginario de mirar la realidad sea la pregunta por los distintos silencios que engendra la ciudad.  

Otra pregunta que podemos pensar a partir del diálogo entre los relatos es si, más que de una reedición, se trata de una obra completamente nueva, en la medida en que la lectura del primer texto modifica considerablemente al segundo. Pensarlos, incluso, como dos capítulos de un texto único: de un experimento formal entre experiencia y escritura donde se piensan las tensiones y límites entre el registro vivencial y la narración ficticia. Podemos, incluso, radicalizar la hipótesis: ¿no puede pensarse “Nota” en la misma relación de explicación-explicada con toda la literatura del escritor argentino? “Porque el mundo y las personas en general resultan básicamente engañosas, y la más superflua explicación también responde a lo que procura ocultar” escribió en un fragmento de La experiencia dramática (2012), otra obra en la que el espacio, la errancia urbana y la pregunta por la ficción funciona como motivo; como si se tratase de una melodía que se va reformulando y armonizando de distintas maneras en cada una de las novelas de Chejfec.

Resulta difícil no pensar en otro libro que guarda demasiadas coincidencias con 5: los dos textos publicados por Ricardo Piglia bajo el título de Prisión perpetua (1988). El segundo de ellos, “Encuentro en Saint-Nazaire” fue escrito durante la residencia en el mismo programa en el que participó Chejfec ocho años después. Pero si sólo se tratara de eso, el vínculo entre ambos libros se limitaría a sus condiciones de escritura, en el mejor de los casos, o al mero chusmerío de mundillo literario, en el peor. Lo realmente interesante es que ambas nouvelles de Piglia pueden ser leídas como una respuesta distinta a las mismas interrogantes que exponen los textos recogidos en 5: ¿de qué forma se vinculan experiencia, escritura y ficción?, ¿cómo se monta un artefacto estético a partir del registro fragmentario de la realidad, sea en un diario íntimo (como en Piglia) o un cuaderno de etnografía imaginaria (como decidimos llamar al de Chejfec)? Más que una revelación del origen de la ficción, lo dos dúos de textos construyen ficciones de origen. Los autores, con todas sus diferencias, parecen partir de un acuerdo en común: la realidad, vista de cerca, está atravesada por los mecanismos de la ficción y ésta no tiene más esencia que ser la multiplicación de sí misma: la ficción es —en el caso, hipotético, de que ese verbo la pueda acompañar— ficción al cuadrado.