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Circuito de memoria
Raúl Castro
173 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2016
ISBN: 978-987-1768-37-0

       
       
        + Raúl Castro en Entropía    
           
           
 

Con un tratado de física del siglo XIX sobre la mesa y la pulsión demiúrgica de un Nikola Tesla, un chico de siete años se instala una tarde de los años ‘40 en el patio de su casa de Villa Devoto. En un rato construye un electroscopio. El tecnofacto funciona, y el niño, que es el autor de estas páginas, siente que ha accedido al cifrado de un mundo paralelo, que será –desde entonces– el propio. 

Es una idea antigua, helénica, que cualquier acto creador, aquel que va más allá de la reproducción de lo existente, no puede consustanciarse sin la mediación de la técnica. Que poiesis y techné son fenómenos indiscernibles, siameses unidos por la práctica. Este libro encierra, montado sobre esta vinculación, una doble propuesta. Por un lado, la autobiográfica: el recorrido por cuatro décadas consagradas al hallazgo y la invención, desde un electróforo hasta un televisor mecánico, desde una primitiva grabadora de video hasta un ratón cibernético.

Por otra parte, Circuito de memoria nos pone otra vez en contacto con la prosa de Raúl Castro, aquella que ya cautivaba en su novela Antuca: introspectiva, al mismo tiempo analítica y entrañable.

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Fragmento

Agustina

En 1860, la década en que se publicó mi viejo tratado de física, mi bisabuela Agustina partió de España en un barco a vela y por poco no llega a ninguna parte. Una tormenta desguazó la nave y tardó más de cuatro meses en cruzar el océano. Atracó en Uruguay hambrienta y desquiciada. Por lo que contaban, siguió perdida el resto de su larga vida escondiendo comida como una ardilla. Su hija, mi abuela Eugenia, sonreía poco. Salvo mi tío Pepe, los uruguayos sonríen poco. Ella era más española que uruguaya pero igual sonreía poco. Enviudó en la Argentina, con tres hijos menores, cuando mi padre tenía nueve años. Sin jubilación ni pensión no tenía mucho por que sonreír. En una de sus pocas travesuras se puso los patines de los chicos y se dio tal golpe que quedó renga por el resto de su vida. La recuerdo con su bastón y un libro en la mano. Mi abuela Eugenia siempre leía. Contaban que, no sé por qué razón, durante un tiempo quedó a su cuidado la biblioteca de Mitre, y que leía un libro por noche. Como era una lectora compulsiva, parecía saber de cualquier cosa y sus opiniones eran respetadas.

Cuando le dije que me llamaban Marconi, frunció el ceño y dijo que Marconi era un ladrón de ideas. Algo de razón tenía: el oscilador lo inventó Hertz en 1887, la antena Popov en 1895, y el cohesor Branly en 1894, la bobina de alta tensión Ruhmkorff en 1851, y diecisiete patentes de Tesla... Entonces, ¿qué había inventado Marconi? El negocio de la radio, que no es poco.

     

Autor

 

 

 

 

 

 

 

 


 

   

Raúl Castro nació en Buenos Aires, en 1936. Publicó la novela Antuca (Entropía 2005).

 
 

Reseñas

La Nación
(Soledad Quereilhac)

Revista Ñ
(Virginia Cosin)

Eterna Cadencia
(Alejandro García Schnetzer)

Entrevistas

Evaristo Cultural
(Noelia Pistoia)

Planeta Azul
(Martín De Ambrosio)


[La Nación]

Inventos y engranajes

Por Soledad Quereilhac

Al terminar de leer Circuito de memoria, segunda novela del inventor y escritor Raúl Castro (1936), es inevitable no pensar en genealogías imaginarias: el mundo de Roberto Arlt, quien transformó el discurso técnico en materia narrativa; o los personajes de El Eternauta de Héctor Oesterheld, que sintetizan en su comunidad distintas esferas del saber técnico-científico: el profesor de física, el fabricante de
baterías y el tornero fabril. Al tratarse de una novela de iniciación y aprendizaje, centrada en un niño que a los seis años fabrica por su cuenta un electroscopio y que logra todos sus inventos posteriores gracias a la lectura de viejos libros de física, revistas y manuales técnicos, los ecos de un Astier de la década de 1940 llegan con fuerza.

Pero todas estas reminiscencias no son, en realidad, estrictamente literarias, porque no surgen de una similitud estética ni de estilos de escritura. Parten de un núcleo común que está en la cultura argentina y que la literatura tomó sólo en contadas ocasiones: la figura del inventor popular, que cobró fuerte protagonismo en los años veinte y que en la década de 1940 resurgió fuertemente con el primer
peronismo. Circuito de memoria es, antes que una autobiografía, la biografía de los inventos de este niño precoz que quería ser el científico de la película Frankenstein protagonizada por Boris Karloff o un émulo de Nikola Tesla, particularmente de su imagen rodeada de rayos que tanto La Prensa como Fray Mocho divulgaron en la década del veinte.

Cada capítulo avanza sobre los inventos, exitosos o fracasados, concretados o sólo imaginados, que fueron moldeando la identidad del narrador, inventos que a su vez representan su más gozosa y profunda experiencia de vida, muy superior a la del contacto interpersonal. El narrador logra traducir un mundo que, inicialmente, no está hecho de palabras, sino de circuitos, electrones, válvulas Radiotron, voltios; describiendo la mecánica de los inventos se alcanzan clímax
narrativos, similares a los que en un western sería la persecución a una diligencia o en un policial, la resolución del enigma.

Paralelamente a esta historia, se narra una atractiva historia de la técnica en Argentina, sobre todo vinculada a aquellos inventos o innovaciones que ingresaron al hogar. La tercera dimensión que trama esta historia es el trasfondo político del país, con referencias al golpe de 1955 o a la Noche de los Bastones Largos de 1966, entre otros episodios.

Con un estilo sobrio, seco, Circuito de memoria recorre más de siete décadas de una vida que se inicia con la subida al "furgón de cola de la ciencia" y que termina, curiosamente, con la necesidad de traducir algo de esa "magia" en palabras, o de hacer de las máquinas inventadas en el pasado, los engranajes de esta nueva máquina narrativa.

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[Revista Ñ]

En los elegantes dominios de la técnica

Por Virginia Cosin

En la antigüedad los griegos distinguieron dos términos para la creación: Techné y Poiesis. Del primero deriva la palabra técnica y refiere a la actividad mediante la cual se fabrica un objeto que no existe en la naturaleza y requiere cierto tipo de habilidad práctica. Del segundo deriva la palabra poesía y nombra también a una actividad creativa pero, para esta, se necesita un saber previo. La traducción de techné al latín es ars, y de ahí viene la palabra arte.


Con el tiempo arte, técnica y ciencia se imbricaron de muy diferentes maneras. A fines de la modernidad algunos pensadores ubicaron en el centro de sus reflexiones estos modos de imbricación. La técnica estaba cambiando las formas de pensar y hacer el mundo.


La literatura, incluso antes que la filosofía, cruzó estas dos especies supuestamente distintas y antagónicas (arte y ciencia) y dio a luz un cuerpo hecho de saber científico y de fantasía al mismo tiempo. Las novelas de Julio Verne y Mary Shelley, pero también la serie Breaking Bad, son ejemplos manifiestos de esta capacidad de acoplamiento narrativo. El interés de la literatura por la ciencia, en los últimos años, ha ido creciendo como si, por fin, hubiera algo o alguien que pudiera reconocer que no hay nada de duro en las ciencias duras y que imaginación, fantasía y fe son tan necesarias para la ciencia como para el arte.


En estas aguas navega Circuito de memoria, el segundo libro de Raúl Castro. Un libro que, de tan anfibio, forma parte de una colección de inclasificables. Ni novela, ni ensayo, ni crónica. En cierto modo, autobiografía, si podemos relacionar “auto” con ese volver a sí para escribir un texto compuesto de palabras (grafía) ahora que su autor las ha dominado –y con gran elegancia– aunque de niño, y también de joven, percibiera al mundo, despojado del poder de nombrar, como un rizoma que crecía indefinidamente, del modo que lo hacen los electrones a través de sus circuitos y sus redes.


Circuito de memoria es un libro, además de extraño, precioso, escrito con la tranquilidad del que mira hacia atrás después de haber vivido un tiempo bastante largo, pero con la inquietud y la pasión del niño que recuerda haber sido.


A través de capítulos breves, la memoria establece relaciones no siempre sincrónicas, de modo que lo relativo del tiempo se hace patente en una diacronía donde conviven gramaticalmente pasado y presente, el niño que a los seis años encuentra un vetusto libro de física a partir de cuya lectura construye el primero de una larga serie de tecnofactos y el hombre que es hoy: “No sabía qué hacer –escribe–. En esos casos no sirvo para nada”.


La solapa del libro sólo nos informa sobre Raúl Castro que nació en Buenos Aires en 1936 y publicó la novela Antuca en 2005. Ese silencio celeste en el que se pierden las poquísimas referencias que nos conceden los editores es la laguna que, sólo en parte, se repone en el cuerpo del texto que le sigue y transcurre entre el descubrimiento de fenómenos físicos, la pasión exploratoria del inventor y del mago, la soledad del que se sabe poseedor de un don y el descubrimiento del poder magnético de la materia pero, también, de los afectos.

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[Eterna Cadencia blog]

La máquina del tiempo

Por Alejandro García Schnetzer

«Una condición del carácter argentino, tan sobresaliente como el valor, es la curiosidad; el afán de nuevos conocimientos; un deseo de saber, inquieto e insaciable, como no lo posee pueblo alguno de la tierra. El antiguo refrán "nadie se acuesta sin haber aprendido algo nuevo", resulta insuficiente para este país. El argentino consideraría perdida su jornada si se acostase no poseyendo, al menos, una docena de conocimientos nuevos.» Blasco Ibáñez, Argentina y sus grandezas (1910).

Ciento ocho años han marchitado bastante ese clavel retinto, cuya tenue validez sostienen sólo unos pocos. 
 
Quiero llamar la atención sobre un gran libro aparecido en 2016: Circuito de memoria, de Raúl Castro. La demora no se debe a su extensión –170 páginas– sino al tiempo que llevaba sin volver a Buenos Aires, viaje que me valió un ejemplar de la obra y la comprobación de que varios amigos, que no suelen soltar prenda, la juzgaban infalible. 
 
Hombre de 1936, avecindado en Villa Devoto, don Raúl ha ocupado su vida en la indagación de los mecanismos y en las invenciones. A los seis años, respaldado por un tratado de física decimonónico, ideó un electroscopio; a los nueve, un electróforo de Volta; más tarde, una botella de Leyden, un misil, un autómata, radios, bobinas, luces de emergencia, televisores… Al cumplir ochenta años registró esas industrias pobladas, como el camalotal cuando baja por el río, de imágenes sorprendentes. Un bicho canasto oscilando en un manzano, por ejemplo, que inspira un péndulo movido por ondas electromagnéticas. 
 
Alberto el Grande aconsejaba fijar las reminiscencias mediante la prolija asociación de imágenes turbadoras: un carnero furibundo, por caso, para los pormenores de un pleito. Sin auxilios oblicuos, las experiencias transcriptas por Castro son directas y constituyen veneros y filones para el arte de la memoria: la parrilla del tramway, la cocina de gota, la tosca mecánica del Ford T, los timbres con pila de agua acidulada; lo son también, de otro modo, la busca de los materiales y recursos para los ingenios, la procura de las fuerzas coadyuvantes y de los saberes.
 
Quien se haya propuesto escribir recuerdos sabe cuán difícil es transmutar la historia personal en un conjunto legible capaz de interesar a desconocidos. Trabajos como el de Castro superan largamente el atolladero y se encumbran en la categoría de los libros con lectores presentes y por venir, que leerán en el trasmuro del tiempo, como hoy pasa con las obras de Fray Mocho, Sarmiento, o los hermanos Mansilla. La introspección que practica les guarda correspondencia, pues recobra –como Wilde, Obligado y tantos otros– lo que fue, dejó de ser o acabaron destruyendo. Se distancia el autor en lo más necesario: no incurre en nostalgias. Castro cuenta, expone, acierta con su humor y atina en las intenciones.

Este libro se afianza en dos absolutos: transmite el azoro y conserva siempre tenso el arco del interés. Uno desea que no termine, que siga don Raúl en su taller reuniendo los componentes de Circuito de memoria, máquina perfecta de recuerdos y de asombros.

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[Evaristo Cultural]

"Una tarea continua, inevitable"

Por Noelia Pistoria

Circuito de Memoria es la segunda novela de Raúl Castro, un escritor que por la solapa solo sabemos que nació en Buenos en 1936 y que en 2005 publicó su primer novela, Antuca. Sin embargo, el enigma que rodea su figura se devela parcialmente por el carácter biográfico de la trama, que comienza con un niño de 6 años que, en los ‘40, construye un electroscopio en el patio de su casa gracias a un libro de física impreso en 1868. El vínculo con la ciencia es un legado familiar, su abuela tiene una colección de los artículos sobre Tesla publicados en La presa y Fray Mocho, su tío le regala un baúl de partes para sus experimentos, su abuelo librero le facilita tomos técnicos. Una vez subido “al furgón de cola de la ciencia”, se narra en primera persona el desarrollo de una subjetividad particular en la que el mundo exterior se presenta como una red de circuitos y tiene un lenguaje específico, el de los símbolos eléctricos, que lo permite “olfatear las ondas electromagnéticas en los alambrados, en los techos de zinc y en cualquier metal aislado de tierra”.


En simultáneo la historia se vuelve permeable al contexto y el espectáculo de la ciencia tiene como telón de fondo la historia política y económica de la Argentina. La radio galena que él mismo construye, además de enseñarle alrededor de mil tangos a los 9 años, le permite percibir, desde sus auriculares y directo a su cabeza, un tono áspero, paternal, autoritario y amable en un discurso de Perón. “Si el patrón de la estancia cierra la tranquera con candad, rompa el candado o la tranquera. O corte el alambrado y pase a cumplir con su patria”. Asimismo, cuando estalla la Revolución Libertadora y las radios repiten cada cuatro horas los mensajes de aparente control y paz, el protagonista encuentra la manera de sintonizar Radio Colonia de Uruguay con una antena de cuadro y dos planchas de aluminio, convirtiendo su casa en una oficina de prensa en la que se encuentran peronistas y antiperonistas.


Los detalles que ambientan cada una de las décadas en las que transcurre la historia, producen la misma fascinación que pasear por una casa de antigüedades. El enfoque crítico del revisionismo histórico también ofrece al lector la posibilidad de ver detrás de la televisión, el tranvía, los autos, la radio -o cualquier otro aparato que haya producido el fervor propio de una novedad tecnológica-, el resultado de procesos complejos en el que participan diferentes factores pero, sobre todo, el Estado.


Publicaste tu primera novela a los 69 años. ¿Tuviste un acercamiento tardío a la literatura o no te decidías a publicar?
Integré el grupo literario que llevó adelante la revista “Cero” entre 1964 y 1967. Circuló por quioscos y librerías porteñas junto a sus hermanas mayores: “El escarabajo de oro” y “Panduro”. Publicamos como novedad la poesía de Ho Chi Minh y un cuento inédito del Che. En esos años escribía poesía y algunos de esos trabajos aparecieron en antologías, como El corno emplumado, editada en México.


La biografía que se cuenta en Circuito de memoria está completamente ligada a la historia de la ciencia y las posibilidades del desarrollo científico en la Argentina, ¿Esta trama surge de una experiencia personal o es resultado de una investigación?
La trama surge de la experiencia personal y de ser testigo, durante siete décadas, de los procesos evolutivos de la ciencia en general. El desarrollo científico argentino ha sido quebrado en varias ocasiones. A pesar de su extraordinaria capacidad para renacer, sin una política de Estado que solvente los proyectos y les dé continuidad en el tiempo, no tiene chance.


En algún momento esbozás la disputa construida entre las ciencias “blandas” y las “duras”, ¿cuál es tu opinión al respecto?, ¿considerás que es una polémica vigente?
Creo que la disputa entre ciencias “blandas” y “duras” ya no tiene vigencia. En las ciencias físicas, a medida que aumenta el conocimiento, aumentan las dudas. Hasta que se verificó la certeza de la teoría de la relatividad de Einstein, las leyes de Newton eran inmutables. Ahora desde la mecánica cuántica se sospecha de la teoría de la relatividad. El comportamiento de las partículas elementales se vuelve impredecible. Se acumulan hipótesis, y los físicos navegan en la niebla, sorprendiendo con sus excelentes resultados. Estoy convencido que el origen de muchas teorías es la intuición.


En el capítulo correspondiente al año 1956 escribís que “como la Universidad Tecnológica fue un invento peronista, la habían ninguneado. De hecho, se discutía el título”. ¿Considerás que existe alguna similitud con el proceso de “desperonización” que se vive a partir de las últimas elecciones?
Es la misma matriz: escarmiento, vaciamiento cultural y suspensión de toda idea de independencia. Un esquema elemental, poderoso, para encapsular todo intento de autonomía. Cada tanto a los argentinos nos toca vivir desolados.


Si tuvieras que continuar la trama con el panorama científico actual, ¿cómo te imaginas que sería ese escenario?
Si hablamos del panorama científico global, soy optimista. La ciencia puede resolver muchos de los dramas que afectan a la humanidad. El problema es político: qué uso se le da a esos logros. En ese plano, no soy optimista. En cuanto a la ciencia en la Argentina, me duele mucho el trato que se les da actualmente a nuestros científicos.


Actualmente, ¿cuáles son tus proyectos? ¿Tenés pensado publicar otra novela?
Para mí, escribir es una tarea continua, inevitable. Los resultados no me pertenecen. Cuando toman cuerpo y exigen de la voluntad, que no cuento con mucha, me apodero de ellos y pueden terminar en novela, poemas o ir a la papelera de reciclaje.

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[Planeta Azul]

"El avance tecnológico es más rápido que el crecimiento moral"

Por Martín De Ambrosio

Raúl Castro (Buenos Aires, 1936) es uno de esos inventores casi secretos que tiene Argentina. Desde los nueve años, y después de encontrarse con un libro sobre la física de la electricidad de 1860, se dedicó a hacer inventos, perfeccionarlos y, lo más notable, vivir de eso en un lugar del sur de Sudamérica, cuando “eso” era tecnología de punta mundial.

Sus memorias de inventor –focalizadas en aquellos años en que las radios a galena eran toda una novedad- fueron editadas recientemente por Entropía bajo el título Circuito de memoria. “El libro es un homenaje a todos los que teníamos en esos momentos fe y fervor en el futuro, que estaba más claro. Cuando nos parecía que la ciencia iba a ser algo, el hilo conductor. La verdad es que nos fuimos encontrando con bastantes atolladeros a lo largo de todo el siglo XX”, dice Castro, sentado en un sillón de su casa de Villa del Parque, con algo de desilusión por el curso de la humanidad.

-¿Qué lo impulsó a dedicarse a inventar desde tan chico?

Mi timidez me impulsó, mi poca aptitud para comunicarme. Y también que nunca me gustó seguir el camino fácil. Por ejemplo, en el secundario, cuando tenía física y mecánica en los exámenes usaba fórmulas alternativas. No hacía el desarrollo esperado, sino de otra manera, y después tenía que explicarles a los profesores por qué lo había hecho.

-Se acuerda de cosas que pasaron hace mucho en una Buenos Aires que ya no existe, con tranvías y antes del reinado de la imagen.

Lo notable es que antes de escribirlas yo no creía que podía retener esas memorias. Pero me di cuenta de que el olvido contiene a la memoria. Tomando el desarrollo tecnológico como guía me fui a otros lugares que tenía como una foto, según fui viendo. Fue casi una arqueología de la tecnología, hasta lo que hay ahora.

-Otra de las cosas que sorprende es la construcción de televisores de manera artesanal, con sus propias manos. Hacer algo así hoy sería imposible por los niveles de complejidad requeridos.

Construí cientos de televisores, algunos eran bastante difíciles de hacer por los componentes que tenían. Fue una pasión como cualquier otra. Pero me incidió en el lenguaje: yo no pensaba con palabras sino con componentes. A través de mecanismos lo que hacía era traducir de otro idioma. Por eso cuando apareció el transistor fue como un cambio de idioma, como irse a vivir a otro país. Eso me pegó un sacudón hasta que engrané de nuevo.

-Todo ese mundo de individuos solitarios con aptitudes tecnológicas que se cuenta en el libro en cierto sentido murió.

Sí. Yo acompañaba los procesos, pero como hay fenómenos de realimentación positiva, va demasiado rápido la ciencia, tan rápido que no se puede alcanzar. El avance es peligroso porque es más rápido que el crecimiento moral de las sociedades, del sentido de la vida. Es como que el proceso superó a nuestras capacidades. Ahora es imposible además hacerlo de manera individual, todo es en equipo y está fragmentado, no se alcanza a conocer todo. A veces, quien lo hace no tiene remota idea de qué hace.

-Arthur Clarke decía que se llega a un momento en que la tecnología es indistinguible de la magia.

Tal cual. Eso lo planteo al final: los científicos están en una nebulosa, en parte son como los poetas. Cualquier teoría que pueda pensarse no se aparta de un conjunto significativo y las hipótesis se les ocurren de muchas maneras. La tecnología es una cosa, son trabajos en equipos, pero los teóricos, como los que postulan la teoría de cuerdas pueden y deben volar con la imaginación. Pero debo decir que no me gusta la ciencia ficción. Al contrario, me genera rechazo. Soy un mal lector porque leo y me embalo. La palabra me reverbera en la cabeza y me sugiere cosas que hace que yo pueda plantearme la posibilidad de actuar. Entonces, dejo de leer y me pongo a hacer.