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  Las esferas invisibles
Diego Muzzio
220 páginas; 16,5x12 cm.
Entropía, 2015
ISBN: 978-987-1768-23-3

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

También disponible en ebook en Amazon, BajaLibros, Google Play, Apple Store y Kobo.

+ Diego Muzzio en Entropía
     
   
     
 

Si el terror irrumpió en la literatura del siglo XVIII para contraponer la potencia latente de lo inexplicable por sobre la fe racionalista de la Ilustración, estas tres nouvelles de Diego Muzzio encuentran el momento preciso en que esas fuerzas colisionan en la historia local: el brote de fiebre amarilla que diezmó a la población porteña en 1871. Esta epidemia, que puso en crisis a una ciudad que pretendía dejar de ser una aldea barrosa para convertirse en una urbe cosmopolita, es el punto de partida de las tres ficciones de Las esferas invisibles.

En El intercesor, el relato gótico hace un inesperado desembarco en los fortines criollos que delimitan los contornos de la pampa rosista y los territorios aún indómitos del indio. El ataúd de ébano lleva a dos desertores devenidos marginales de los bajos fondos porteños al encuentro de lo místico y lo trascendental. La ruta de la mangosta, finalmente, construye una cuña para volver inestable la relación entre la imaginería sobre la muerte y el padecimiento de la eternidad.

Los tres relatos permanecen enhebrados por las coordenadas témporo-espaciales y por una apuesta radical en su persistencia: la puesta al día de un modo de contar que hunde sus raíces en tradiciones fundantes de la narrativa moderna y decanta con naturalidad, cada vez, en el tono necesario.

 

 

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(De El intercesor)

Desperté con el sol golpeándome la cara, y de lo primero que tuve conciencia fue del dolor que me atenazaba la cabeza. Sentía mi cráneo fragmentarse, como si los huesos se desplazaran. Me llevé las manos a las sienes. Imaginé que, en algún momento de la noche, me había golpeado. Tanteé el cuero cabelludo, buscando la textura de la sangre seca, la línea de un tajo. No había nada, salvo aquel dolor como de mazas machucando las sienes. Advertí de pronto que el malestar no se limitaba a la cabeza,
sino que se extendía a todo el cuerpo y que cada músculo, cada articulación, cada órgano emitía una queja.

Giré sobre mi costado y, recién entonces, me decidí a
abrir los ojos.

Los abrí repetidas veces. Una y otra vez levanté los párpados. Se me ocurrió pensar que todavía era de noche. Sin embargo, el sol que sentía sobre la cara, el calor que me envolvía el cuerpo confirmaban que era la mañana, una hora cercana al mediodía. Me froté los ojos, pero la oscuridad que me rodeaba era inapelable.

Oí despertar a los otros; gemidos, arcadas, gritos, puteadas. Estábamos ciegos. Ciegos como si nos hubiesen perforado los ojos, como si nos los hubiesen arrancado de cuajo. En la confusión que siguió al atroz
descubrimiento, intenté pensar metódicamente, como lo haría el médico que casi era. Debía existir una explicación a nuestra ceguera repentina. Interrogué a los demás; quizás alguno había salido indemne, tal vez alguien divisaba, aunque más no fuera, contornos o colores. Pero la
misma sombra nos rodeaba a todos. La sal, pensé entonces. La dilatada exposición de nuestros globos oculares a los destellos de la sal había irritado los iris, y ahora pagábamos con esa ceguera momentánea dicha
imprevisión. Si estaba en lo cierto, la oscuridad podía prolongarse durante un día o dos, pero volveríamos a ver. Mi razonamiento no explicaba, sin embargo, los espasmos musculares, las arcadas, el dolor de estómago. La segunda explicación a aquellos síntomas era terrible
y, tal vez para protegerme de un incipiente ataque de desesperación, no quise tomarla en cuenta de inmediato.

Sugerí que, por lo pronto, nos refugiáramos del sol. Tanteando el suelo, guiándonos por nuestras voces, nos arrastramos bajo la lona que pendía a un costado de la carreta. Una vez reunidos, expliqué que el mal que nos aquejaba era consecuencia de la reverberación de la sal en nuestros ojos, y les aseguré a todos que se trataba de un daño pasajero, que pronto recobraríamos la visión. Estaba explayándome en estos detalles cuando, en el silencio, resonó un chillido. Algún ave carroñera, pensé, pero el grito
se fue transformando en llanto y luego en una sucesión de gemidos, y de repente comprendí que se trataba del sordomudo. En la confusión general lo habíamos olvidado, y el infeliz acababa de abrir los ojos a la oscuridad.

Fragmento
     
   

Autor

 

   
                     

Diego Muzzio nació en Buenos Aires en 1969. Cursó estudios de Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Ha publicado: Sheol Sheol (Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, 1996), Gabatha (Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, 2000), Hieronymus Bosch (Segundo Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, 2004), La asombrosa sombra del pez limón (cuentos infantiles) y Mockba (Entropía, 2007).

   

Reseñas

ADN Cultura
(Martín Lojo)

Radar Libros
(Fernando Krapp)

Revista Aglaura
(Pablo Milani)

Libros del Pasaje
(Lara Segade)

Otra parte
(Pablo Potenza)

Revista Ñ
(Maximiliano Crespi)

Bazar Americano
(Sergio Frugoni)

La Nación
(Maximiliano Tomas)

Hay unos tipos abajo
(José Arenas)

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(Daniel Gigena)

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(Luciano Lamberti)

Golosina canibal
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(Maximiliano Tomas)

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(Sebastián Grimberg)

Clarín
(Ignacio Di Tullio)

Entrevistas

Página 12
(Silvina Friera)

Diario registrado
(Mariana Kozodij)

 

 

[ADN Cultura]

Gótico pampeano

Por Martín Lojo

El hábito de sólo crecer a causa de tragedias quizá defina el destino de frontera inhóspita que tiene Buenos Aires desde siempre, pese a su modernidad. Una de esas primeras tomas de conciencia de la necesidad de abandonar la indolencia y abrir al menos una ventana a la ciencia y la planificación política fue la epidemia de fiebre amarilla de 1871. El terror que trajeron los soldados que habían vuelto del infame triunfo del Paraguay causó catorce mil muertes en una ciudad incapacitada para defenderse, y la obligó a cambiar para siempre. En ese marco, ya terrible, el narrador y poeta Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) decide situar las tres nouvelles de terror de Las esferas invisibles, en las que lo inexplicable, más que la reacción de los secretos del espíritu ante las luces de la razón, son los demonios que acechan todavía en los cimientos pantanosos de la aldea del Plata, renuentes a marcharse.


En un sutil trayecto entre el campo, la ciudad y el mundo o el cuento, la imagen y la novela, los relatos de Muzzio narran historias en las que producir terror es realmente el núcleo central de la escritura, textos ajustados al género sin desperdicios. "El Intercesor" es un cuento de fortines. En los días de la fiebre amarilla un cura confiesa a un anciano inmune a la epidemia. La historia se remonta a tiempos de Rosas, cuando estudiaba medicina y cumplía funciones como capitán de caballería. Escarmentado por la impiedad política de Rosas, el joven positivista fue enviado a un desolado fortín de la provincia. Allí lo esperaba un grupo de marginales: cuatreros, criminales, opas y un amenazante "moreno" que practica la magia y salmodia premoniciones. La desconfianza en el negro seriá la condena del capitán, perdido una y otra vez en los difusos límites de la barbarie que rige el desierto. El terror aparece en la forma de un demonio descripto a la manera borrosa de Lovecraft, para estimular los peores rincones de la imaginación, y hasta cita el "palíndromo del diablo": In girum imus nocte et consumimur igni ("Deambulamos en las tinieblas, consumidos por el fuego").

El segundo relato, "El ataúd de ébano", es una nouvelle propiamente dicha por la persistencia de su misterio, y recuerda las historias de fantasmas de Henry James. Dos matreros sacan partido de los infortunios de la epidemia y se dedican a profanar tumbas para robar los ataúdes que luego, aprovechando la alta demanda, revenden. En sus correrías son requeridos por una niña francesa, asombrosamente madura, para ayudarla a darles sepultura a su padre y su hermana muertos, una tarea que será la condena y a la vez la redención de los vándalos.


En "La ruta de la mangosta" ya se notan trazos de digresión novelesca. Muzzio echa mano del terror asociado al surgimiento de nuevas tecnologías, que en la literatura local lo ponen en diálogo directo con los cuentos de cinematógrafos vampíricos escritos por Horacio Quiroga. Un aprendiz de relojero comienza a trabajar a las órdenes de Thomas Sheridan, fotógrafo que se dedica a tomar la última imagen de los difuntos para recuerdo de la familia. Su anuncio ofrece: "Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca", una frase que anticipa el maleficio por venir, en el que se cruzan la ciencia, el opio, la magia china, una Lilith oculta y terrible y un contrato con la muerte que lleva el relato hasta los comienzos del siglo XX.


Los epígrafes -de Melville, Conrad, Pushkin, Kipling, Willkie Collins- subrayan la elección estilística de Muzzio. Los relatos de Las esferas invisibles son del todo clásicos en su construcción y resultado. La paciente elaboración de los escenarios, las descripciones precisas, el cuidado equilibrio entre lo narrado y lo secreto, el vaivén entre la narración realista y la impresión subjetiva y distorsionada de los personajes: cada elemento está calculado para lograr la atmósfera perfecta y lograr el efecto justo. En esa actualización de una prosa tradicional y de reglas de género fatigadas, Muzzio logra, sin embargo, el ritmo necesario para atrapar al lector actual y generar espanto.

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[Radar Libros]

El año de la peste

Por Fernando Krapp

Tres relatos unidos por un clima gótico y por la peste de la fiebre amarilla en Buenos Aires, hacen de Las esferas invisibles una propuesta muy apropiada para explorar y discutir la frontera entre novela histórica y una narrativa más ambigua y rica alrededor de los bordes reales de una época pretérita.

Las tres nouvelles (o cuentos largos) que componen el nuevo libro de Diego Muzzio son un festín para el lector cultivado. Ya desde el corpus de citas que el autor elige, Herman Melville (de quien toma prestado el título), Joseph Conrad, Rudyard Kipling y Wilkie Collins. Y también las referencias que se respiran en los relatos, Daniel Defoe (en Diario del año de la peste), los cuentos fantásticos de Iván Turgueniev y Guy de Maupassant entre las referencias del género como Poe, Lovecraft (aunque este último no tanto, en verdad), y otros maestros del gótico. Todo parece indicar que la propuesta de Muzzio se ancla más bien en un homenaje a una determinada literatura (gótica, fantástica) y que la radicalidad de su gesto se esconde en la muñeca que empuña para enhebrar de un modo invisible su clasicismo. Dicho sea de paso, “corpus” es una palabra que define muy bien al libro, en todo sentido. 

Cuando se leen las primeras páginas resulta imposible no preguntarse ¿cómo no se le ocurrió a nadie antes (aunque seguramente estará ya el grito en el aire de que Evaristo Carriego y Lucio Masilla escribieron sobre el tema)? Sin duda, la época de la peste amarilla que asoló a Buenos Aires en las últimas décadas del siglo XIX es muy tentadora para hacer volar la imaginación; cuerpos tirados en las esquinas de la ciudad en vías de desarrollo, gente que huye, el Mal disuelto en el aire. Muzzio propone, sin embargo, hablar tangencialmente de la peste como si fuese un leit motiv que le permite unificar temáticamente las tres nouvelles, de ahí el título: tres esferas que pivotean de un modo invisible en un momento determinado. En el primer relato, un hombre convaleciente le narra a un cura una maldición en un fortín al sur de la Argentina. En el segundo, dos usurpadores de ataúdes deben salir a la captura de uno en especial. Y en el último, “La ruta de la mangosta”, el más logrado de los tres, un fotógrafo de muertos captura con su cámara el instante final, el aura de la muerte, el narrador lo llama “lúmina”, y que mezclado con el opio (para su consumo personal y de una mujer que lo cautiva) le permite vivir un estado de ensoñación y juventud mentirosa.

Muzzio no se mete en los datos pormenorizados de un determinado hecho del pasado, como sí lo haría una novela histórica, sino que busca bordear con un hábil manejo de los resortes narrativos los espacios oscuros para buscar crear posibles ficciones desde ahí. Muzzio conoce sus recursos (el hecho de que haya escrito varios relatos para chicos no es un dato menor) y elige una claridad, por momentos barroca pero precisa, para construir un ritmo narrativo. De ahí también la forma de la esfera; el lenguaje de Muzzio es anacrónico, por momentos actual, por momentos literario, por momentos de diccionario. Los personajes “copulan” o se paran en un “escaparate”, pero se hablan entre sí de un modo coloquial, con giros bastante actuales. El dilema vuelve a ser el mismo: la literatura como invención de una lengua que permita nombrar un hipotético pasado, o el pasado como una clave para construir una literatura acorde con exigencias predeterminadas (la novela histórica que todos conocemos). Muzzio se ubica cómodamente en el medio de esas dos corrientes: por un lado busca una lengua para trazar puentes hacia el pasado, pero no desdeña del rigor narrativo. Sin embargo, no idealiza el pasado con momentos de heroísmo erótico gauchesco como podría hacerlo la novela histórica del mercado que todos conocemos sino que hecha una luz quemada, por así decirlo, a aspectos oscuros que por alguna razón la literatura argentina contemporánea de cada época prefirió evitar. Si bien la peste es un hecho de decadencia social, Muzzio se mete en sus detalles. Y como toda literatura, ¿no termina enunciando de algún modo nuestro presente? No por nada el último relato de Las esferas invisibles termina a principios del siglo XX apoyándose así en un momento bisagra de la Historia argentina, que deja atrás la marca oscura de la década de los setenta (del siglo XIX), en una Buenos Aires que el narrador ya no reconoce, pero cuyas cenizas quedan metafóricamente ocultas en la forma trunca de unos árboles como metáfora de una genealogía por venir.

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[Revista Aglaura]

Dos vacíos

Por Pablo Milani

De inmediato Las esferas invisibles invita a dejar una realidad para adentrarse en lo indecible e irrevocable, la muerte. Buenos Aires en 1871, durante la epidemia de fiebre amarilla, es el escenario en el que transcurren los tres cuentos que forman parte el libro: El intercesor, El ataúd de ébano y La ruta de la mangosta. Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) pone en claro que su universo no deja ningún detalle librado al azar. El intercambio explícito, la obsesión por la palabra justa en cada una de las situaciones que describe en Las esferas invisibles, hace de este narrador exquisito uno de los más interesantes de nuestro tiempo. En principio, el libro abre con un epígrafe perteneciente a Moby Dick.

“Y si bien en muchos de sus aspectos este mundo visible parece hecho en el amor, las esferas invisibles fueron creadas en el terror.”

Desde el comienzo nos transmite un universo lúgubre, con la palabra muerte delante, girando en círculos en una Buenos Aires que aún es aldea, una acumulación de aventuras -por completo- literaria. Una ciudad que se describe desde donde nació, pero despojada de todo pintoresquismo. Un rasgo fundamental es la reserva permanente frente al abismo de la representación costumbrista. Es un narrador desconfiado, fiel a lo que él sólo describe. En ese gesto puede sintetizarse precisamente porque su calidad de escritura está basada en la ausencia de todo movimiento ampuloso y hedonista. El registro de sus experiencias es invariablemente fragmentario, como también lo son sus historias, respecto de quienes entran y salen del foco del relato.

“Giré sobre mi costado y, recién entonces, me decidí a abrir los ojos.
Los abrí repetidas veces. Una y otra vez levanté los párpados. Se me ocurrió pensar que todavía era de noche. Sin embargo, el sol que sentía sobre la cara, el calor que me envolvía el cuerpo confirmaban que era la mañana, una hora cercana al mediodía. Me froté los ojos, pero la oscuridad que me rodeaba era inapelable.”

Las esferas invisibles resurge todo el tiempo desde un sentido crudo y lejos de cualquier punto de defensa. Invade en un desarrollo intrínseco donde toda acción es también una reflexión de un mundo crispado y no apto para reflexionar. Como si todo el desencantamiento que describe Muzzio fuera mudo y exasperado del deseo y del entendimiento imposible de emoción. La angustia inevitable en una lengua trabajada e inquietante nos dice claramente que no hay desenlace sino en la muerte. Una suerte de Pedro Páramo que apuesta a ser leído al pie de la letra, sin despegarse de la escritura, sin dejar de leer una palabra.

La intransigencia de estos tres relatos se apoyan en un denominador común, ningún rasgo se abre a una relación complaciente. Muzzio ha encontrado una estrategia para experimentar el tiempo y la ausencia. Esos dos vacíos se llenan de otra materia, el espacio de la ciudad le proporciona pretexto para pensar en otra cosa, de modo que la ausencia sea el ritmo del tiempo y no una interrumpida conciencia de lo perdido.

“A partir de entonces, ya no supe diferenciar si me movía dentro del infierno de mis alucinaciones o en el infierno real de las trincheras. Ambos se asemejaban. Eran mundos gemelos, intercambiables. Pasaba de uno a otro con la misma indiferencia y abandono, moviéndose como un autómata, arrastrando mi carro-laboratorio y fotografiando miles de cadáveres para, más tarde, arrancar de ellos la lúmina que me permitiera estar vivo. Estaba tan embrutecido, tan habituado a aquel modo de funcionar, que ni siquiera había advertido que todo podía terminar cuando yo lo decidiera.”

El espacio de la ciudad con la muerte es un espacio de digresión, pero extrañamente un armazón fuerte y que al mismo tiempo delata otra causa, el nombre del libro. Las esferas invisibles no es sólo la mencionada cita de Moby Dick, sino también como ese lado oscuro de la luna en la escritura, es lo que no se ve pero permanece irreversible. El paso de una vida que culmina siempre en un mismo destino.

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[Libros del Pasaje]

Lo reprimido que retorna como siniestro

Por Lara Segade

Es frecuente que los enfermos, antes de morir, experimenten una breve pero asombrosa recuperación, un último despliegue, previo al repliegue, de las fuerzas vitales. Aunque tal vez no sea algo exclusivo de la muerte, sino un rasgo de las grandes transformaciones: estar precedidas de alguna resistencia, de un momento de máxima visibilidad de aquello que pronto será invisible.

1880 quedó fijado como el año de consolidación del Estado argentino, consolidaci ón que se produce en un contexto mundial de confianza en la razón y en el progreso, de afirmación de las naciones y establecimiento de sus instituciones, de expansión del capitalismo, de positivismo y de literatura realista.

Apenas nueve años antes, en 1871, se produce la epidemia de fiebre amarilla, que diezmó a la población de Buenos Aires y convirtió al horror de la muerte en un espectáculo cotidiano. Se sabe que el cementerio de la Chacarita se construyó con el fin de albergar a los muertos por la epidemia. Pero, para tal solución, todavía faltan unos años. En 1871, los muertos están por la calle, a la vista de todo el mundo. No se sabe qué hacer con ellos. Tampoco los vivos saben qué hacer consigo mismos. Por un momento parece que el progreso iniciará el camino inverso: de la ciudad, otra vez, al campo; de la civilización, a la barbarie. No se sabe: la incertidumbre de esos años es en sí misma una sombra oscura que amenaza los escenarios iluminados de la razón; una fuerza que resiste.

1871 es, también, el año en el que transcurren las tres nouvelles que componen Las esferas invisibles, de Diego Muzzio: El intercesor, El ataúd de ébano y La ruta de la mangosta. Y la epidemia de fiebre amarilla es el hilo que las une.

En El intercesor, un joven sacerdote es llamado a presentarse ante el único hombre en toda la ciudad apestada que está a punto de morir de otra cosa. Una vez allí, debe oír la fantástica historia de vida de ese hombre, confinado por el gobierno de Rosas a un fortín olvidado en los confines de la Pampa. En El ataúd de ébano, dos malvivientes aprovechan la epidemia para beneficiarse con el tráfico del bien más escaso: los ataúdes. Finalmente, La ruta de la mangosta cuenta la historia de un fotógrafo que se dedica a retratar por última vez a los muertos que se lleva la epidemia. Su anuncio dice: Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca. / Retratos de personas finadas, desde 1 a 12 tarjetas. / Los difuntos aparecerán en la imagen con la semblanza de la vida.

En parte, tal vez, porque la epidemia acercó al máximo la vida y la muerte, en parte porque la convivencia de opuestos es algo propio de los tiempos de cambio, las tres historias, de una manera u otra, transcurren en una zona liminar, de frontera: entre la vida y la muerte, pero también entre la civilización y la barbarie, tal como las concebía el siglo XIX; entre el mundo que conocemos y otro, subterráneo y demoníaco o fantasmático; entre el sistema político y económico que se afianza y sus márgenes; y, finalmente, entre la realidad y las fantasías a las que, en aquellos tiempos, inducía el opio.

La referencia a siglos pasados, sin embargo, no es solo temática. Por el contrario, estas nouvelles recuerdan a Poe, a Maupassant o a Hoffman (cuyo cuento, "El hombre de arena" es el que sirvió a Freud para acuñar el concepto de lo siniestro, definido como el efecto que produce el retorno de lo reprimido) sobre todo en las voces que las narran: voces que parecen estar siempre en peligro o en lucha, a punto de sucumbir bajo el peso de la amenaza que lo extraño, lo sobrenatural y lo inexplicable ejercen sobre los bordes de lo real; las voces, en definitiva, cavernosas y atribuladas pero también sostenidas del relato gótico.

En efecto, el gótico ha sido definido por Rosemary Jackson como una "literatura de irracionalidad y terror" por medio de la cual retorna lo silenciado durante el Iluminismo: "Relegadas a los márgenes de la cultura iluminista, estas 'fortalezas de la insensatez' fueron creadas por el orden clásico dominante, y ejercieron también una presión oculta contra él".

Es, así, todo aquello que el imperio de la razón confinó al submundo de la superstición lo que se asoma, amenazante, más de un siglo después, en estas tres nouvelles: lo reprimido que retorna como siniestro, lo que insiste en algunas pesadillas, lo que está ahí -lo que siempre estuvo ahí- aunque pretendamos que no; esas esferas invisibles a nuestro alrededor.

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[Otra parte]

La peste y sus fantasmas

Por Pablo Potenza

El origen de cualquier relato es diverso y múltiple, pero en el caso de Diego Muzzio se trata del evidente interés en un tema: la muerte. Ya los doce cuentos de su libro de 2007, Mockba, buscaban agotar todos los abordajes posibles. ¿Cómo seguir, entonces, una vez que parece haberse encontrado el límite? En Las esferas invisibles, el cuento se extiende en nouvelle, el pulso realista admite la sutileza gótica y la motivación temática es obligada por el escenario: la epidemia de fiebre amarilla desatada sobre la Buenos Aires de 1871 fuerza a codearse con muertos, espíritus y moribundos. La peste convoca fantasmas de la época y Melville, Conrad, Pushkin, Kipling y Collins son revisitados.

Muzzio parece encontrar en la literatura argentina del siglo XIX un vacío que no habrían logrado colmar ni las episódicas excursiones de Mansilla, ni los versos de Martín Fierro, ni la enriquecedora hibridez del Facundo; ese hueco narrativo se llena con las tres nouvelles que componen el libro. “El intercesor” cita en su epígrafe a El corazón de las tinieblas y da lugar al relato enmarcado del viajero que ahonda la oscuridad del continente y del hombre mismo, sólo que aquí hay ciertos desplazamientos: el marco no está dado por marinos mercantes en Londres sino por un cura hundido en la epidemia que escucha la confesión de un moribundo ciego; los barcos de vapor que atraviesan la selva por los ríos del Congo son reemplazados por caballos que abren y cierran “brechas” de niebla en la “pampa” amenazante; no se accede a la frontera por un afán aventurero sino por efecto del destierro; la extracción de marfil se troca en disponibilidad de un salitral; los “bárbaros” africanos que atacaban y eran controlados por la “civilización” son la amenaza añorada en el fuerte “Desolación” porque nunca aparecen; la “voz” que cautiva no es la de Kurtz sino la del negro Tumbo, mientras el “horror” —lo intolerable— se hace sobrenatural y se traduce en puro “terror”. La muerte y el atisbo de sus mundos desdibujan la frontera hasta presentarla como el espacio donde los límites se pierden y entran en tensión culturas, autoridades, comercio, monogamia, sexo, Estado, religión y realidad.

Las otras dos nouvelles —“El ataúd de ébano” y “La ruta de la mangosta”— se ocupan de los que están siempre al costado y hurgan, lucran, sobreviven y progresan entre los restos de una sociedad. En la primera, dos desertores de la Guerra del Paraguay realizan un camino de redención: de ladrones de ataúdes se convierten en arrepentidos que renuncian al dinero antes mal habido. En la segunda, la angustia ante la muerte inminente libera las memorias de un narrador: su trayecto de aprendiz a experto es el de quien —afectado por la peste— posterga su muerte gracias al hálito de vida que un viejo formato fotográfico puede capturar en los cuerpos recién muertos y lo obliga a seguir por años la ruta de guerras y epidemias. La eternidad posible, paradójicamente surgida de la muerte, se transforma en una condena diaria.

La mirada de Diego Muzzio sobre un tema universal como es la muerte viene a completar aquel vacío narrativo de la literatura argentina del siglo XIX signado en la epidemia de fiebre amarilla. No hay fragmentariedad ni dispersión aquí, sino una contundente voluntad de narrar.

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[Revista Ñ]

Supersiticiones de otras centurias

Por Maximiliano Crespi

Hay un cierto encanto de lo anacrónico en Las esferas invisibles. Este radica no sólo en el hecho de que el texto devuelva al lector a un territorio genérico que se presumía agotado; sino en el mérito de que en él se lo cultive con discreta elegancia, sin ínfulas transgresivas y sin la demanda de “actualización” que grilla la imaginación literaria del presente. Los tres relatos que componen el libro se sitúan estratégicamente entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, en el momento previo a la afirmación formal del ideario moderno que cimentará el Estado-nación burgués. Trabajan con pareja fortuna sobre el conjunto de supersticiones que sucede a la devastación producida por la epidemia de la fiebre amarilla que a partir de 1871 diezmó a la población porteña. “El intercesor” es un típico relato gótico. Su trama se desarrolla en un espacio de frontera donde las funciones y la fe racionalista vacilan ante la presencia latente de lo sobrenatural. Un joven médico castigado por traición es destinado a un olvidado fortín criollo, muy cercano al salitral donde su desdentada tropa deberá enfrentar ciega la fuerza destructora de lo inexplicable.

“El ataúd de ébano” es un relato de fantasmas que retrotrae sin duda a ciertas páginas de M. R. James, donde lo diabólico y lo milagroso anudan para dar lugar a la redención. En él, dos desertores que sobreviven delinquiendo en los márgenes de la ciudad asediada por la peste transforman su destino fascinados por la imagen espectral de una niña.

“La ruta de la mangosta” es un relato de corte fantástico. Cruza el tímido aprendizaje de un ayudante de relojería en las artes de la fotografía mortuoria con el delirio alucinado que desata el humo negro del opio. La trama crece entre la desesperación del enfermo y el miedo a la muerte, y deriva en la pesadilla macabra de una eternidad condicionada a la lúmina.

Las tres nouvelles se encuentran unidas tanto por el escenario como por una fórmula estereotipada (la de la confesión) y por un registro persistente (el del testimonio azorado). La uniformidad no es necesariamente provechosa. Los tres narradores (el médico que se confiesa en el primero, el narrador omnisciente del segundo, y el que escribe su vida en el tercero) hablan igual, con los mismos rodeos morosos y estilizados, con una misma sintaxis nítida (sobria pero a la vez elaborada), y con una competencia lexical que en ciertos casos atenta contra el propio verosímil. Pero así como Muzzio permanece fiel a la tradición moderna en la manera en que teje sus relatos, también lo es en el orden que criba su fabulación. Como las mejores piezas del género, sus fábulas presentan lo sobrenatural siempre envuelto en una bruma de sospecha y vacilación, en ese umbral donde la percepción y la lógica entran en desacuerdo, y donde lo desconocido y lo incierto se confunden. Pero también dejan abierto ese pequeño resquicio a partir del cual, aunque rebuscada, la explicación natural de los hechos se presenta todavía como posible.

La dialéctica entre lo racional y lo pulsional, entre la luz y la oscuridad, entre la civilización y la barbarie se mantiene en suspenso. En esa suspensión lábil, la literatura germina como una resistencia vital.

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[Bazar Americano]

Castillos pampeanos

Por Sergio Frugoni

Los tres relatos largos o nouvelles que integran Las esferas invisibles de Diego Muzzio conforman un intento arriesgado de revitalizar los tópicos más reconocibles de la literatura fantástica en versión gótica. La novedad del caso es el escenario que elige el autor para desplegar su repertorio de espectros, ambiguos tratos con el más allá y horrores infernales. Los sucesos extraordinarios que se cuentan tienen su centro en la epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en el siglo XIX. Un episodio clave en la historia de la ciudad, que cambió definitivamente su fisonomía y su política urbana. Hay un antes y un después de la gran peste. Luego de esos años, la aldea semirural de entonces se iba a convertir en una urbe moderna preocupada en seguir las reglas de la ciencia positivista y el higienismo a la manera de las ciudades europeas.

La epidemia tuvo lugar en Buenos Aires durante los primeros meses de 1871 y el pico de mortalidad se dio el 10 de abril. Se cree que la peste llegó a la ciudad desde Asunción, de la mano de los soldados argentinos que habían peleado en la Guerra de la Triple Alianza. De inmediato se vio que Buenos Aires no estaba preparada para recibir una epidemia y que las prácticas de prevención y respuesta del sistema de salud pública no estaban a la altura de las circunstancias.

La ciudad infectada, repleta de muertos que no encuentran sepultura, al borde del caos social, desviada de su destino de ser una “isla de civilización” es para Muzzio la ocasión ideal para la emergencia de los horrores sobrenaturales. Y lo hace con eficacia y precisión narrativa. En los relatos, Buenos Aires no es una urbe cosmopolita sino una aldea semirural de orillas barrosas, con pulperías, carromatos y ovejas que todavía pastorean en la plaza Mayor. Tal vez uno de los logros del libro sea revisitar en clave de terror la topografía imaginaria de una Buenos Aires cuyos límites con la Pampa bárbara todavía son difusos. Un gótico agauchado, criollo, en donde los horrores del desierto y los de la ciudad infectada forman un continuo inquietante que a lo largo del libro va adquiriendo sentidos históricos y políticos evidentes.  

Hay una extensa bibliografía teórica que ha leído en la emergencia del gótico una crítica a los valores de la razón iluminista. “El castillo gótico fue una gangrena en el costado del Iluminismo” escribió con elocuencia María Negroni. Las fantasías deformes y oscuras de los relatos góticos del siglo XVIII y XIX, iniciadas por El castillo de Otranto de Horace Walpole y continuadas por Bram Stoker y el Frankenstein de Shelley, representan el reverso de esas otras fantasías de orden racional y progreso humano que sostenían los filósofos de las luces y luego los militantes de la ciencia positivista.

En la primera de las nouvelles, la más lograda de las tres, el castillo gótico sufre una metamorfosis reveladora. En los confines de la frontera con el indio, un fortín repleto de dementes y criminales es el escenario de sucesos horrorosos.

“El intercesor” abre el libro auspiciado por una cita de El corazón de las tinieblas, de Conrad. Muzzio declara su profesión de fe sin resquemores ya que la nouvelle cuenta la historia de un verdadero viaje infernal al corazón del desierto pampeano. Un sacerdote joven, auxiliar de la iglesia de San Telmo y dedicado a atender a los apestados, recibe la visita de una vieja que le pide asistencia para su hermano “que había vuelto del desierto como muerto, con el cuerpo y el alma mutilados”. El cura accede y eso da inicio a un relato enmarcado en donde nos enteramos de los terribles sucesos que sufrió Francisco Vidal en el fortín Desolación, en la frontera sur de la Pampa. Vidal, un nombre con claras resonancias de criollismo borgeano, con el que el relato tiene muchos puntos de contacto, es desterrado a la frontera por obra del “Tirano”. Muzzio escribe:

Antes del amanecer, el baqueano y yo dejamos atrás los escuálidos ranchos que rodeaban al fuerte y, embozados en nuestros ponchos, nos internamos en la bruma. Los caballos progresaban al paso, nerviosos, enceguecidos a causa de esa blancura sucia que ocultaba la tierra. Estirando los cogotes, los animales embestían la niebla con sus cabezas alargadas, y luego la brecha volvía a cerrarse tras nosotros y la neblina a engullirnos como si fuésemos algo irreal o provisorio.

“El intercesor” despliega los artificios del imaginario gótico para revisitar un tópico clave de la literatura argentina: el binomio “civilización y barbarie”. En el final del viaje al corazón de la Pampa bárbara lo espera un locus horroroso, un castillo gauchesco metamorfoseado en fortín. El capitán ha desaparecido misteriosamente y Vidal se ve obligado a asumir el mando de una tropa de locos y asesinos digna de Herzog. Pronto se da cuenta de que en ese antro perdido en la inmensidad del desierto, a donde ni siquiera los indios llegan, hay una autoridad tácita que lo desafía. La soldadeja responde a Francisco Tumbo, conocido como Negro Tumba, un esclavo asesino y ladrón que ha huido de una familia cordobesa para refugiarse en las tolderías. Tumbo se revela como un practicante de magia negra que conduce rituales extraños en el desierto. Vidal, agente del incipiente orden estatal no puede hacer nada con su contraparte, la suma de todos los temores: un negro esclavo que ha vivido con los indios, que practica la nigromancia y somete a la tropa a sus rituales. De ahí en más el relato lleva al lector por un repertorio eficaz de horrores que tiene su epicentro en un episodio realmente memorable en una salina cercana al fortín. Sitio de revelaciones sobrenaturales, Vidal no volverá a ser el mismo luego del encuentro con el horror.

El segundo relato sucede enteramente en la ciudad apestada y retoma elementos clásicos de los relatos de fantasmas al estilo de Henry James. En “El ataúd de ébano” dos malandras, Sosa y Vega, aprovechan el caos de la ciudad y el faltante de ataúdes para saquear los cementerios y revender los preciados féretros al mejor postor. En uno de los viajes se encuentran con un niña que los llama desde un inmenso caserón aparentemente abandonado. La chica les reclama los féretros para su padre y su hermana, que han muerto a causa de la peste. Tiene una rara autoridad y habla como un adulto, usando cada tanto palabras en francés. Sosa, supersticioso y elemental, cae rendido a sus pies. Vega, taimado, ve la oportunidad de aprovecharse de las riquezas que pudiera haber en el caserón. Los planes no van a salir como pensaban y Vega termina envuelto en una historia sobrenatural en donde el objetivo será cumplir con las exigencias de la niña. Sus parientes muertos van a descansar sólo cuando puedan ser enterrados en un féretro adecuado. 

Un confuso episodio en el que Vega mata a un viejo en la recova del Paseo de la Alameda da inicio a un trip por la ciudad enlodada y semi rural en la que asistimos a la perspectiva alucinada del personaje. La angustia inexplicable que siente Vega se va materializando en visiones oníricas con picos intensos de horror: “Unos dedos le rozaban la mejilla. Fijó su atención en un detalle: el mechón de pelo de una joven hundiéndose en la boca de un viejo.”

Como en el primer relato aquí tampoco hay desajustes narrativos. Como una máquina narrativa implacable, Muzzio lleva a sus personajes hasta los confines del horror, la contemplación de la verdad y la redención tal como exige el canon de la representación gótica. 

Las esferas invisibles se cierra con la nouvelle más ambiciosa pero tal vez menos lograda de las tres. Diego Muzzio ha dicho que el orden de las historias respeta la fecha en que fueron escritas. Pero además las tres forman una interesante serie que le da unidad al libro. Si la primera era un viaje al corazón del desierto en época de Rosas y la segunda contemporánea a la epidemia de fiebre amarilla, esta tercera nouvelle recorre un arco temporal que va desde 1871 hasta el final de la Primera Guerra Mundial y desde los parajes oscuros de una Buenos Aires aldena hasta París y las grandes ciudades europeas. En ese periplo por “la Era del Imperio” el relato va recorriendo con minuciosidad los conflictos bélicos que destruyeron las fantasías de progreso de la Europa de fin de siglo, hasta llegar a la batalla del Somme, en pleno corazón de la guerra mundial, donde las fuerzas aliadas perdieron la mayor cantidad de vidas.

“La ruta de la mangosta” cuenta la historia de Lisandro Martinez, quien en su lecho de muerte hace un racconto de los sucesos extraordinarios que le tocó vivir. De joven ingresó como ayudante de un fotógrafo que se ocupaba de retratar a los muertos por la peste. “Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca” prometía Thomas Sheridan. El procedimiento consistía en someter a los cadáveres a una puesta en escena bizarra para que aparezcan “con la semblanza de la vida”, como fotografiarlos sobre un caballo o en poses que simulaban un cuerpo vivo.

Aquí los recovecos oscuros y ominosos del castillo gótico toman la forma del caserón en donde vive Sheridan. Una de las alas es inaccesible para el joven ayudante. Allí vive una misteriosa mujer que hace su aparición cada tanto y que será el vehículo para que Lisandro Martínez se tope con un orden sobrenatural. Sheridan además es opiómano. El relato avanza entonces con una hipótesis científica interesante como motor de la trama, que recuerda a las invenciones de Quiroga en relación al “cinematógrafo”, como en el extraordinario cuento “El vampiro”, con el que esta nouvelle no tiene pocos puntos de contacto. Las fotografías de los muertos son usadas por Sheridan para producir una extraña sustancia llamada lúmina, que al ser mezclada con opio adquiere propiedades para rejuvenecer y eventualmente garantizar la vida eterna. La pipa de opio es el medio por el que la “magia” de la tecnología representada por la cámara fotográfica se une con las propiedades pseudocientíficas de la lúmina para esquivar la muerte. La pipa en cuestión “era de marfil -un marfil ya amarillento por el uso-, salvo el hornillo, fabricado en plata. Estaba labrada en toda su longitud, representando un fantástico animal que, a medida que se enroscaba en el eje de la pipa, se metamorfoseaba en otro, sin que el observador pudiera afirmar a ciencia cierta en qué momento tal cambio empezaba a operarse y cuándo culminaba para dejar paso al nacimiento de una nueva bestia. Dicho animal tenía su origen en la cabeza de una mangosta -sus ojos eran dos rubíes encastrados en marfil-, y se iba transformando en pez, tigre, caballo y serpiente, para terminar como había comenzado, en la cola de una mangosta. Aquella pipa delirante rezumaba algo atroz; pues a pesar de ser bien real, era imposible comprender su factura, y uno tendía a pensar que no había sido hecha por manos humanas o que era la continuación de un sueño.”

La precisa descripción de la pipa también es la exposición de una poética. Los relatos góticos suelen exhibir su autoconciencia de artefactos, tal vez ese sea uno de sus rasgos más interesantes. Muzzio retoma ese legado para inscribir su poética en una tradición reconocible que intenta resignificar.

“La ruta de la mangosta”, dijimos, recorre de la mano de sus personajes, las guerras imperialistas del cambio de siglo, desde las guerras boers en Sudáfrica hasta la devastación de las no man´s land en el frente de guerra occidental europeo. Cuando los muertos de la fiebre amarilla en una ciudad perdida del fin del mundo ya no alcanzan, los personajes de la historia van a buscar a la Europa en guerra nuevos cadáveres de los cuales extraer lúmina. La técnica fotográfica que permite la utopía de la vida eterna se alía entonces con los horrores producidos por la tecnología puesta al servicio del asesinato masivo y la destrucción. En esa inflexión de la trama, la nouvelle encuentra su zona más potente como metáfora de los fundamentos de destrucción sobre las que se asienta la modernidad capitalista.

Como en su origen, aquí el gótico es mucho más que un repertorio de artificios para producir terror. Es también un modo delirante e imaginativo de reflexionar sobre los recovecos más atroces del imaginario occidental moderno.

La lectura de las tres nouvelles deja la sensación de transitar un espacio familiar, reconocible en su narrativa clásica y en los tópicos de la imaginación gótica. Sin embargo, y esta es una virtud del libro, nunca se pierde esa ansiedad que provoca el género. Muzzio conoce a la perfección los hilos de los relatos clásicos y construye sus tramas con eficacia y conciencia de los materiales con los que trabaja. Eso le permite también esquivar los caminos más fáciles y explorar todo lo que el gótico tiene todavía para decir dentro de la literatura argentina.

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[La Nación]

Diario del año de la peste

Por Maximiliano Tomas

Dos novedades editoriales simultáneas. Dos autores relativamente jóvenes. Dos obras sobre miasmas, podredumbres y apestados. Y, también, dos resultados diferentes a la hora de recrear una literatura del pasado. Una de ellas es la novela breve De ganados y de hombres, firmada por la escritora brasileña Ana Paula Maia (Nova Iguaçu, 1977). La otra lleva por título Las esferas invisibles, y se trata de tres nouvelles agrupadas en un mismo volumen por el escritor argentino Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969). Por defectos y virtudes que veremos a continuación, una queda presa de una tradición agotada y la otra logra interpretar, desde la actualidad, la codificación de géneros literarios que permanecían relegados.

De ganados y de hombres es el primer libro de Maia que se publica en la Argentina, pese a que sus obras anteriores fueron publicadas en Europa. La novela, dividida en once capítulos cortos, sigue la vida de un grupo de hombres que trabaja en un matadero, en el marco de una geografía apestada por los desechos de las faenas que se vierten ilegalmente en la naturaleza circundante: al lugar se lo conoce como el Valle de los Rumiantes (por la múltiple presencia de mataderos y fábricas de hamburguesas) y al cauce que lo atraviesa, plagado de sangre y vísceras, Río de las Moscas. El protagonista es un tal Edgar Wilson, el encargado de voltear el ganado, es decir, de atontar a las vacas a golpes de maza antes de que sean pasadas a degüello. No pocas veces Maia se solaza en la descripción cruda de las diversas etapas del faenamiento, logrando escenas de una vívida impresión, aunque cueste encontrarles la pertinencia, ya que parecen transcurrir de forma paralela el desarrollo argumental del relato, como ilustración documental. Porque el motor de la historia son los devaneos de Wilson, sus jornadas de trabajo, y la manera en que ciertos hechos misteriosos (la desaparición de ganado durante las noches, la salinización del agua del río, cierta fatalidad que se abate sobre las vidas de los empleados del matadero) afectarán el curso de sus días.


Aunque en la contratapa se relacione a Maia con Rubem Fonseca, es más sencillo atribuirle a De ganados y de hombres cierta filiación con la literatura americana rural de principios del siglo XX, sobre todo con la obra de John Steinbeck (la similitud del título con uno de sus libros más conocidos, Of Mice and Men, no parece ser gratuita). El laconismo de los personajes, el lenguaje simple, la morosidad del relato hablan de un homenaje consciente. ¿Cómo y por qué volver a una literatura que parece agotada hace tiempo, si no es desde la actualización por la parodia o el pastiche? La narración avanza y amaga con resolver una serie de enigmas que finalmente jamás se aclararán. Y los personajes, vacíos de motivos y pensamientos, tampoco sufren verdaderas transformaciones. Al mismo tiempo, flota sobre la trama cierta condena moral, un juicio externo (¿la propia ideología de la autora?) sobre el derramamiento de sangre animal, aunque sea para alimentación humana. ¿Estamos frente a la primera novela vegetarianista de la literatura brasileña contemporánea? El epígrafe que cierra el libro, atribuido a Dostoievsky, parece abonar esta teoría.

Del otro lado tenemos los tres relatos ("El intercesor", "El ataúd de ébano" y "La ruta de la mangosta") de Muzzio, quien ya había publicado volúmenes de cuentos, de poesía e incluso de literatura infantil. En Las esferas invisibles también se revela una apuesta a reelaborar cierta tradición literaria, en este caso todavía más lejana: los cuentos de fantasmas y aparecidos del siglo XVIII y XIX. Hay un hecho histórico que hilvana las tres nouvelles (el brote de fiebre amarilla que se extendió por Buenos Aires desde enero de 1871 y acabó matando a catorce mil personas) pero sobre todo hay una manera de contar a la que el libro es fiel de principio a fin: un clasicismo que se hace evidente en la estructura de los relatos y en el registro lingüístico. La virtud más evidente de Las esferas invisibles, más allá de la proliferación narrativa y de la no menos virtuosa capacidad imaginativa, reside en trasplantar un modelo original (ya sea el gótico, el fantástico o el terror) a una geografía como la rioplatense, donde no ha sido cultivado con persistencia: Muzzio escribe desde el siglo XXI pero mirando por el retrovisor a un horizonte que está dos o tres siglos atrás, como si uno pudiera cruzar a Mary Shelley y a Poe con Sarmiento y Echeverría. Lo de Muzzio está más cerca de ciertas narraciones de Leopoldo Lugones y de Macedonio Fernández que de Mujica Láinez o Sabato.


"La ruta de la mangosta" quizá sea el relato más ambicioso y el más logrado de los tres. Se trata de la autobiografía de un personaje llamado Lisandro Martínez, que enfermo de fiebre amarilla escribe desde su lecho de muerte. Allí nos revelará cómo el amor de una mujer tísica lo empujó a viajar por el mundo siguiendo el rastro de las grandes masacres de las guerras entre naciones, en busca de un misterioso elemento vital captado a través de las fotografías de cadáveres (algo llamado "lúmina") y que, luego de ser mezclado con opio e ingerido, ha logrado mantenerlos con vida hasta ese momento.


La forma en que la literatura sacude el polvo del pasado es lo que determina si en una obra nueva existirá reproducción o recombinación. En la reproducción la nostalgia y el homenaje ahogan cualquier atisbo de productividad. Es en la apuesta por la recombinación donde se cifra la posibilidad de realizar, desde el presente, un verdadero aporte a la tradición.

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[Hay unos tipos abajo]

Los años de la peste

Por José Arenas

Después de haber escuchado a Mariana Enríquez recomendar con enorme entusiasmo el libro “Las esferas invisibles” (Ed. Entropía, 2015) de Diego Muzzio diciendo que se trataba de tres nouvelles que provocaban pánico, no pude menos que hacerle caso a la chica de pluma espeluznante y argentina e ir por el libro. No solamente se le puede creer a Enríquez porque se trata de una de las principales referentes del terror rioplantense, sino que además es una de las esgrimistas literarias más importantes de la actualidad latinoamericana. En principio, fui tras las nouvelles como un chismoso que intenta corroborar lo que ha oído al pasar y que aún no le pertenece.

Diego Muzzio propone tres escenas largas del Buenos Aires de la fiebre amarilla durante el Siglo XIX, a partir del paisaje de una ciudad casi en llamas, con cadáveres apilados en las esquinas, la madera crecida con el único fin de ser ataúd y la tierra con consciencia de recibir más polvo, parten las tres novelas breves hacia destinos aún más escalofriantes. Se trata de una construcción de la historia argentina a través del tráfico gótico o terrorífico que Muzzio maneja con dos habilidades particularmente difíciles en el género: belleza y credibilidad, esa credibilidad que deviene en frío helado corriendo por la espalda. La clave del buen terror está en lo físico, en lo corporal que el lector no puede dominar en ese momento o bien, luego, cuando las imágenes le tomen el recuerdo.

Si bien es cierto que la columna vertebral de las tres historias es el mismo escenario, la narración se irá disparando hacia atrás y viajará al norte del país o quedará en el presente miserable y oscuro de la ciudad apestada. El aire lleno de muerte de la Buenos Aires afiebrada será propicio para los aparecidos, el misterio brutal o las confesiones impactantes de alguien que espera la muerte pronto y decide pasar a otros su vivencia con el terror.

El trabajo con la historia que aparece en “Las esferas invisibles” es una relojería compleja, quizá de la misma manera en que trabaja uno de los protagonistas de “La ruta de la mangosta”, la tercera nouvelle del libro. Al igual que el protagonista “borra la muerte” en la expresión de los difuntos y los fotografía como si durmieran un sueño cálido, Muzzio maquilla la historia convirtiendo el dato en un trastoque conveniente hacia lo gótico, no hace más que narrar lo pasado con una puerta hacia lo dudoso e incomprobable, y con ello, tan verosímil como increíble.

No se trata de novuelles históricas plagadas de referencias epocales que hacen un tedioso informe de manual escolar o link de Wikipedia, sino que es la historia con otros ojos, sencilla, tal como sucedió pero con pimienta, con delirios de abscenta o con íntimas confesiones del dolor y el espanto. Lo que no vimos también carga el terror de lo posible.

Con una reminiscencia borgiana en el manejo de la prosa por la firmeza con la que el autor construye cada escenario narrativo y además en el modo de crear una mitología haciendo uso de la historia traficada, las nouvelles de Diego Muzzio conforman una tríada especial para el terror local, la forma en que la historia de este sur también puede cargar con mística y mítica universal potente, porque si hay un modo de ser auténticos es también creando nuestros propios monstruos, nuestro horror local.

“Las esferas invisibles” consolida una colección necesaria para la creación y recreación del género horror/terror ahora que la letra escrita con sombra parece tener el lugar que se merece en la consideración académico-crítica. Diego Muzzio puso en escena una gran apuesta en el panorama del pánico orillero.

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[Perfil]

El viejo espanto nuevo

Por Daniel Gigena

Las producciones literarias actuales, impulsadas por cierto sentimiento de época, encuentran posibilidades narrativas inesperadas en un género poco cultivado entre los escritores locales.

Narradores y editores coinciden en que el género de la literatura de terror está aún poco desarrollado en la Argentina. Los lectores suelen hojear antologías que presentan los mismos nombres, si no se da el caso de que, en un intento honorable por establecer una genealogía del relato de terror local, algunas editoriales repitan los mismos cuentos de Eduardo Holmberg, Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga. Por supuesto, el pasado no puede cambiarse, aunque tal vez sí las maneras de leerlo; sin embargo, las producciones literarias actuales, impulsadas por cierto sentimiento de época que asocia más claramente el terror con otras series sociales, como la política, la tecnología, el culto religioso y el entretenimiento, encuentran posibilidades narrativas inesperadas en un género poco cultivado entre los escritores argentinos, apasionados por el realismo de denuncia o de impronta subjetiva.

Las esferas invisibles, el libro de Diego Muzzio publicado por Entropía hace pocos meses, causó sorpresa por el cuidado equilibrio entre una escritura tersa y unas historias bien logradas, todas ellas ambientadas en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla en el siglo XIX. Las tres nouvelles de Las esferas invisibles poseen un crescendo que el autor logra por el manejo de fuerzas oscuras, apenas insinuadas en los acontecimientos (sin contar la conciencia perturbada de los protagonistas). “No me considero un escritor abocado al género de terror. También escribo poesía y libros para chicos, y mis libros para adultos no se centran exclusivamente en el género. Pero sí es verdad que el tema siempre me interesó y que he leído con mucho placer literatura de terror y gótica. De hecho, unas de mis primeras lecturas fueron los cuentos de Poe y Lovecraft. Pero resulta difícil encontrar buena literatura de terror; quiero decir, escritores más interesados en sugerir que en mostrar lo que normalmente se considera algo terrorífico. En Las esferas invisibles está presente el temor al demonio, a los fantasmas y a la muerte, pero también el miedo a la inmortalidad. Esos son los temores que se desarrollan en cada una de las nouvelles que componen el libro. Son temas clásicos dentro del género”.

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[Eterna cadencia]

¿Hay un gótico argentino?

Por Luciano Lamberti

Literatura igual enfermedad, y enfermedad igual peste. No hay dolencia más simbólica, más cargada de tiempo y tradición. Desde la mitología griega a la judeocristiana, la peste es, por un lado, y contrapuesta a la enfermedad como proceso íntimo e individual, un fenómeno social, de un pueblo o un grupo de personas marcados por una culpa colectiva. Lo que nos lleva al segundo punto: en contraste con la idea materialista o biologicista de la enfermedad, la peste es el resultado de la decadencia moral de una comunidad: una enfermedad espiritual o simbólica. Las pústulas que supuran y revientan, la fiebre, los delirios, los cuerpos amontonados en la calle, son el justo castigo de la divinidad sobre las culpas que un pueblo arrastra sobre sí. A su vez, el caos social producto de la enfermedad propicia todo tipo de comportamiento desenfrenado y criminal. Es cada uno por sí mismo. Se cae la máscara civilizada que los aglutinaba, y a los hombres tal cual son (esto es: animales apenas domesticados) quedan expuestos en su desnudez.

Así la enfermedad que asola a los habitantes de Tebas en Edipo Rey, las sumamente crueles y divertidas del Dios del Antiguo Testamento (un verdadero artesano del dolor y la culpa), la evasión de los ricos en las quintas de las afueras de Florencia en el Decamerón de Bocaccio, la humanidad puesta a prueba en La peste de Albert Camus y un largo etcétera.

En esta tradición se inscriben la serie de tres nouvelles que conforman Las esferas invisibles, de Diego Muzzio, flamante título de editorial Entropía. Un libro, en el mejor sentido de la palabra, raro, no solo para los yeites de la nueva literatura, sino también para la novela histórica argentina de los últimos años, con sus princesas rubias y frágiles y sus aborígenes bien dotados, a la que Muzzio, por decirlo de una forma sutil, le hace el amor de parado en un baño público de Constitución. Lo que quiero decir es que hay una forma Florencia Bonelli y una forma Antonio Di Benedetto de trabajar los temas históricos, y Muzzio está definitivamente del lado de este último.

Situadas en el marco de la famosa fiebre amarilla que diezmó la población porteña en 1871, las tres novelitas bien pueden leerse como una novela compuesta de tres partes, en tanto comparten ese contexto alucinado y ese comportamiento salvaje que es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de la peste. El otro punto que los une es el lenguaje: anacrónico, borgeano, barroco, como si se adaptara al tema tratado. El tercero, sobre ese paisaje realista, siempre hay un hecho que roza o se hunde en lo sobrenatural, especificamente en su variante gótica argentina. En “El intercesor”, es el cerco mágico que un negro brujo armó en la salina para evitar que ciertos entes escapen de allí; el trasfondo bíblico de “El ataud de ébano”; el juego con la muerte, la droga y una mujer imposible en “La ruta de la mangosta” son ejemplos de esa fuerza.

¿Hay un gótico argentino? Creo que sí, y que una tradición, no especialmente fantástica lo alimenta y enriquece. En la actualidad, algunos cuentos de Mariana Enríquez o de Samanta Schweblin podrían encuadrarse dentro de ese género; más atrás en el tiempo, en algunos climas de aquella literatura que se proponía representar a la barbarie (“Cabecita negra”, de German Rozenmacher es un cuento de terror, un terror social más que fantástico, al igual que “La fiesta del monstruo”, de Borges y Bioy, que debajo del humor y los giros linguísticos esconde las alarmas de la oligarquía ante el peronismo). Ciertas escenas de Saer son góticas. Cortázar tiene sus góticos momentos. Lugones es definitivamente gótico.

Pero quizás el mejor ejemplo sea “El matadero”, de Echeverría, el primer cuento de la literatura argentina, el que servirá para medir todo lo que iba a venir. No es casual que el clima de ese cuento sea apocalíptico, como el de la peste: lluvias torrenciales, inundaciones, escasez de alimentos, católicos que claman al cielo por el fin de las calamidades e incluso planifican una procesión. Los salvajes federales acusando a los salvajes unitarios por el desastre en el que viven. Una peste invisible afecta a los porteños en esa época, el castigo divino por la corrupción del gobierno de Rosas que el pueblo acepta como natural. En ese contexto, el unitario esquilmado que “reventó de rabia” es una suerte de Cristo que se sacrifica por las faltas de los hombres, sobre todo por el silencio que rodea a las calamidades de La Mazorca.


En todos estos libros, el tema es la culpa, la propia y la ajena, un tema que, en este país, nunca deja de estar de moda.

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[Golosina canibal]

Reabrir una herida

Por Matías Raia

En Las esferas invisibles (Entropía, 2015), de Diego Muzzio hay una tensión entre lo clásico y lo novedoso. El libro se compone por tres nouvelles que recuperan tópicos clásicos de la literatura de terror (en su variedad gótica, particularmente). En “El intercesor”, la posesión demoníaca y la lucha entre las fuerzas del bien y del mal; “El ataúd de ébano”, la casa embrujada y las historias de fantasmas; “La ruta de la mangosta”, la vida inmortal y el artefacto mágico. Si el libro de Muzzio solo fuera ese juego con tópicos, estaríamos ante una simple ejercitación escrituraria de un fanático del horror. Pero no lo es.

Las esferas invisibles es más que eso y Muzzio logra ese plus por hacer algo novedoso: las tres nouvelles transcurren durante la epidemia amarilla de 1871 que diezmó a la Ciudad de Buenos Aires. Es decir, el acierto para escapar a la repetición de tópicos clásicos es la adaptación de la literatura de terror a un contexto que, incluso en términos históricos, ha sido poco visitado y analizado. Muzzio reabre una herida que la historiografía y la literatura parecen haber querido cerrar: como si tanta muerte, tanto sufrimiento y tanta enfermedad solo hubieran conducido al silencio. Las nouvelles de Las esferas invisibles exploran ese ambiente de oscuridad y cadáveres para encontrar historias que inquietan al lector, que generan pesadillas y que devuelven una mirada literaria a una época histórica que no quiere ser narrada. Esa epidemia amarilla de 1871, por otro lado, es un prisma para cruzar otros momentos de la historia argentina: el rosismo y la conquista de la frontera en “El intercesor”; la guerra del Paraguay en “El ataúd de ébano”; el desarrollo de la fotografía y la Primera Guerra Mundial en “La ruta de la mangosta”. En este sentido, en Las esferas invisibles se destaca no solo la reconstrucción de la época elegida (esa atmósfera de sombras, contagio y cementerios) sino el diálogo temporal entre las tres historias de terror.

El otro gran acierto de Muzzio para no quedar atrapado por la trampa de lo clásico es el repliegue sobre una tradición de la literatura argentina que parecía no poder decirnos nada más en el siglo XXI. Me refiero a las ficciones científicas de Leopoldo Lugones, a los relatos fantásticos de Eduardo L. Holmberg, a las narraciones de incipiente ciencia ficción de Horacio Quiroga. Muzzio parece escribir con Las fuerzas extrañas y Más allá como libros de cabecera. Las esferas invisibles son tres reflexiones sobre la muerte, la tecnología y la sociedad que encuentran en las vetustas ficciones científicas una luz de presente, una posibilidad de decir algo más. El gesto de Muzzio resulta interesante, por otro lado, porque no es un gesto solitario: Roque Larraquy con sus novelas La comemadre (Entropía, 2011) e Informe sobre ectoplasma animal (Eterna Cadencia, 2014) sigue el mismo camino. ¿Qué tiene para decirnos la ficción científica decimonónica a los lectores y a la literatura argentina del siglo XXI? Tal vez sean los saberes sometidos que revelan esas ficciones; tal vez su capacidad de encontrar en lo fantástico y el terror un modo de pensar el poder y el sujeto. En todo caso, tanto Muzzio con Las esferas invisibles como Larraquy con sus novelas están relevando una zona de nuestra literatura que parecía haber perdido su potencia entre los polvorientos volúmenes de la antigua biblioteca.

Las esferas invisibles es uno de los grandes libros de 2015 por varias razones. En primer lugar, por el trabajo literario con esa tensión entre lo clásico y lo novedoso, a través de la recuperación de una época terrible para la historia argentina y de una zona literaria frecuentemente evitada. En segundo lugar, porque junto a otros escritores como Juan José Burzi, Samantha Schweblin y Mariana Enriquez, Diego Muzzio demuestra que puede existir una literatura de terror argentina: con modulaciones propias, en terrenos y épocas nacionales. En tercer lugar, las tres nouvelles están muy bien escritas: tiene las dosis justas de descripción y narración, de reflexión y acción. Las historias se enhebran con el entorno histórico con claridad y se encuentran personajes profundos. Finalmente, Las esferas invisibles es un gran libro porque da miedo. Estas nouvelles inquietan al lector y provocan la sensación de muerte, enfermedad y desesperación que la epidemia amarilla de 1871 destiló por las calles de Buenos Aires y sus alrededores. Cerramos el libro de Muzzio como quien cierra la puerta de una casa apestada.

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[AgendaBA]

Ni descanso ni redención

Por Maximiliano Tomas

Otra de las cosas que perdí con la irrupción de las mellizas en este mundo fue mi mesa de luz, ya que al verme obligado a comprar un colchón para cuatro desapareció el espacio necesario entre la cama y la pared. Así que no tengo libros en la mesa de luz sencillamente porque no tengo un mueble que cumpla esa función (y además como no puedo leer en la oscuridad, ya lo dije, veo series). De todas formas durante el día voy leyendo de entre todos los libros que me llegan por trabajo. Hace unos meses la lectura de El espectáculo del tiempo, de Juan José Becerra, me complicó un poco la tarea: la novela es tan buena, tan ambiciosa, tan abrumadora, que por mucho tiempo todo lo que llegaba a mis manos me decepcionaba. Los libros no resistían las comparaciones y se me iban cayendo de las manos, la trivialidad se hacía evidente a las pocas páginas. Recién después de mucho tiempo di con un antídoto, quizá debido a la frescura y la imaginación puesta en juego por su autor, tal vez porque la apuesta se mostraba como el reverso exacto de la de Becerra: mientras El espectáculo del tiempo quería contar todas las historias de todas las maneras posibles (y casi siempre lo lograba), las setenta páginas de La menor, de Daniel Riera, solo seguían los designios de su protagonista, un escritor contratado para escribir una historia que pueda leerse a través de mensajes de texto, en teléfonos celulares. Sesenta capítulos de mil caracteres cada uno, que narran la historia de una bebé con súperpoderes llamada Himalaya (y tambièn la de la escritura misma de la novela). Gracias a Daniel Riera el conjuro de lectura impuesto por la novela de Becerra empezó a romperse, pero tuve que esperar de nuevo un buen tiempo hasta que apareciera otro libro que me convocara a una lectura atenta y placentera.

Ese libro se llama Las esferas invisibles y son tres nouvelles agrupadas en un mismo volumen por Diego Muzzio. En enero de 1871 se difundieron tres casos de “vómito negro” en Buenos Aires: durante los meses siguientes se desató la cuarta epidemia de fiebre amarilla en la ciudad, que se extendió por casas y conventillos y acabó matanado a 14 mil personas (Buenos Aires tenía, por entonces, poco más de 100 mil habitantes). Este suceso histórico es el único que vincula a los tres relatos de Muzzio, cada uno de los cuales se inscribe en un género literario distinto. “El intercesor” es una historia gótica que transcurre en los fortines del sur de la provincia; “El ataúd de ébano” una de fantasmas en los arrabales; “La ruta de la mangosta” utiliza las claves del fantástico para narrar las tragedias de un fumador de opio que debe prolongar artificialmente su vida y la de la misteriosa mujer de la que está enamorado.

La singularidad de un libro como Las esferas invisibles está dada por la manera de homenajear, con elegancia y sofisticación, una herencia clásica abandonada hace muchísimo tiempo por la narrativa contemporánea. Hay que estar muy seguro del propio talento y de la propia imaginación para arrojarse a actualizar una literatura que ya no se practica (el terror, el gótico, los relatos de espíritus y fantasmas), podríamos decir, desde Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones y Macedonio Fernández. Pues bien, si podemos considerar el coraje como una virtud literaria, digamos que Muzzio lo tuvo, y que el resultado de esta operación compone un libro tan extraño como atrapante, al que cuesta imaginarle compañeros en la literatura argentina actual.

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[Sólo Tempestad]

En las entretelas de un clásico

Por Pablo Martínez Burkett

A la hora de reseñar se supone que uno debe conservar cierta equidistancia, mantener una aséptica aproximación. Recaudos que deberían extremarse tanto más si uno aborda la exégesis del texto de un amigo. Pero como no tengo el placer de conocer a Diego Muzzio, no soy amigo, enemigo, deudor, acreedor, en fin, no me comprenden ninguna de las generales de ley, puedo decir que Las esferas invisibles es un gran libro. GRAN con mayúscula. Tan grande que le auguro un mañana de clásico. Tiene aspiraciones de clásico, está ejecutado como clásico y deja el sabor único de un clásico. Prometedor ¿no? Y si cumple lo que promete, tanto más.

Y eso que el libro está consagrado al terror, género que exige un pulso narrativo muy fino porque el riesgo de derrapar es grande. No en vano es un género que sigue dominado por clásicos (muy clásicos). Sin embargo, Muzzio se aventura con notable solvencia y no desentona. Es más, se luce. Y mucho.

A continuación, algunas notas distintivas para sufragar este augurio de pronta incorporación canónica.

Ya en el pórtico del libro nos topamos con la admonición de Moby Dick: “… las esferas invisibles fueron creadas por el terror”. Al leerla, no pude evitar el ejercicio de asociación libre y pensé en la música de las esferas, esa abismada armonía que rige el universo pitagórico, enseguida derivé a “La música de Erich Zann” con su espectro maldito, blasfematorio, abominable y sacrílego que acecha desde el ventanal a un violinista mudo; para terminar en “Las fuerzas extrañas”, catálogo anómalo de Lugones que a principios del siglo pasado inauguró toda una cosmogonía vernácula. Clásico tras clásico que remonta a los griegos, atraviesa por maestros de la narrativa del terror y termina en nuestras pampas australes con uno de los mejores esbozos del fantástico vernáculo. Ese es el sabor a clásico que deja Las esferas invisibles. Y repito la palabra porque aspiro a que se asocie lo uno con lo otro: clásico.

Ambientado en el Buenos Aires de segunda mitad del siglo XIX, más precisamente durante la peste amarilla, las tres nouvelles que integran el volumen usan la plaga como hilo conductor para entremezclar Teseos, Ariadnas y Minotauros hasta confundirlos entre sí en un borroneo de los límites entre lo real y lo ilusorio que resulta fascinante porque no necesita de ningún artificio ni truco al uso. Económico, preciso, delicado son adjetivos que amplifican una lectura placentera.

El manejo de los diferentes registros del habla resulta elocuente. Sin empalagar con los costumbrismos, se deslizan aquí y allá con gracia y oportunismo. Por su parte, los personajes están claramente definidos. A veces basta una deliberada pincelada fuera de cuadro para agigantar la soledad existencial en la que viven. Y en este sentido, la ominosa vastedad de estas planicies meridionales se presiente casi como otro personaje. Finalmente, una llamada especial para enfatizar la calculada dosis de ponzoña que va torciendo lo cotidiano hasta volverlo aterrador. Si me tengo que quedar con alguna de las notas tipificantes, voto por esta última.

En cuanto a los relatos, la naturaleza del cuento extraño nos obliga a ser elusivo en la glosa pero digamos que “El intercesor” es una historia dentro de otra historia. La confesión in extremis sirve para estructurar una narración retrospectiva que va enhebrando a Rosas y la Mazorca, el destierro en los fortines como una morosa sentencia de muerte y un carnaval de personajes donde nadie es lo que parece. Es, quizás, el relato donde se hacen más audibles los ecos de Dahlmann o los Gutre y el estudiante de medicina Baltasar Espinosa. En cuanto a “El ataúd de ébano”, dos desertores de la Guerra del Paraguay tratan de medrar con la muerte y sus urgencias, robando ataúdes y cuanto fuera menester. De un equívoco resulta una epifanía redentora. Y por último “La ruta de la mangosta” es, tal vez, el más retorcido de todos los relatos que, con eje en la inveterada costumbre de retratar a los muertos, flota con delicia entre los vapores del opio y una macabra peregrinación de guerra en guerra hasta que se rasga el velo que sostiene la pesadilla que como un corsi e ricorsi, lo trae de vuelta a Buenos Aires.

Ya anticipaba Borges que “…cada escritor crea sus precursores”. Censar los precursores que dialogan en Las esferas invisibles no solo que excede el marco de esta reseña sino que sería por demás aburrido. A modo de colofón recordemos lo que ya decían los romanos: “clásico es lo bueno que perdura”. Sin dudas que este opus de Diego Muzzio está llamado muy pronto a ser, si logré hacerme entender, un clásico.


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[La balandra]

Como un aullido estrangulado

Por Sebastián Grimberg

Aguanto el sueño para terminar las últimas páginas de “El ataúd de ébano”, una de las tres nouvelles que conforman Las esferas invisibles, el libro de Diego Muzzio editado por Entropía en 2015. Debería estar durmiendo hace rato, pero no puedo interrumpir la historia justo en el desenlace. Termino el libro y cierro los ojos un momento, pero vuelvo a abrirlos cuando oigo un grito que llega por la ventana, del lado del arroyo que corre junto a mi casa. Mi pareja, a la cual mi sobresalto despierta, dice que es un gato. Voy hasta la ventana. El grito, como un aullido estrangulado, llega de nuevo. Debería ir a ver, sobre todo porque se me hace que es un grito de niño, pero tengo miedo de que, precisamente, se me aparezca un chico con la cara blanca, o verde, con la mitad del cuerpo chorreando barro, con los pies transparentes. Tengo miedo de que casi vuele hasta mí, como la chica de “El ataúd de ébano”. En esa nouvelle —que acabo de terminar pero que ahora tiene más realidad que la de mi dormitorio— dos amigos, que tienen tanto de criminales como de sinvergüenzas, se dedican a desvalijar casas y a robar ataúdes. Lo hacen en la Buenos Aires de 1871, asolada por la fiebre amarilla y, en esas calles donde se acumulan cadáveres en las esquinas, van a toparse con  una niña tan malcriada como santa. Es una historia que en alguna medida recuerda a “Sur” y “Hombre de la esquina rosada” de Borges, a los tugurios que recorren los personajes de Arlt. Está narrada con tal maestría que logra generar un miedo corporal, que consigue dejar al lector en un estado de susceptibilidad que, en mi caso, antiguo consumidor compulsivo de películas de terror, hace años busco y no encuentro ni en libros ni en películas que repiten una y otra vez lo que sucede a un grupo de estudiantes perdidos y cosas semejantes. Una sensación similar me dejó “El intercesor”, la nouvelle que abre el libro. Al igual que las otras dos está situada durante la epidemia de fiebre amarilla, pero esa época de cuerpos sepultados con un apuro que, a veces, lleva a olvidar la constatación real de a muerte, es sólo el marco para un viaje hacia el pasado, hacia el sur, hacia una pequeña fortificación —aunque resulte un halago llamarla de esa manera— en los confines de la llanura pampeana. Allí, además del viento y del sol, de los espejismos de la salina, habrá otros enemigos, que poco tendrán que ver con el temido malón. El libro cierra con la historia que yo leí en primer lugar: “La ruta de la mangosta”, donde el protagonista se salvará de la fiebre amarilla, pero con un elevado costo. Durante años, el placer y la necesidad lo arrastraran detrás de las catástrofes y las masacres, y lo condenarán al opio y a algo más. Es, otra vez, una historia que, en la atmósfera, recuerda tanto a la Buenos Aires colonial como a la Londres de Jack el Destripador. Las tres historias forman un conjunto compacto, no sólo por el contexto histórico y la atmósfera, por la prosa impecable de Muzzio, sino porque todas generan una sensación de cercanía que lleva a que, por ejemplo, cualquier sonido fuera de lo habitual se convierta en un posible pasaje al terror. En mi caso, por ejemplo, el aullido de un gato, porque decido que de eso se trata, un aullido que por suerte no vuelve a repetirse y me permite cerrar la ventana y volver a la cama.


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[Clarín]

"Se enterraban personas vivas"

Por Ignacio Di Tullio

“Cualquiera que hubiese visto a los dos hombres, aquella bochornosa noche de abril, arrastrar el ataúd a lo largo de la calle desierta, habría pensado que se trataba de hermanos que, cansados de esperar uno de los carros de recolección de difuntos, habían decidido llevar ellos mismos los restos de algún familiar al Cementerio del Sur para dales cristiana sepultura. Sin embargo, aquellos individuos no iban hacia el cementerio, sino que se alejaban de él. La peste asolaba Buenos Aires: un ataúd valía su peso en oro”.

Así comienza El ataúd de ébano, el segundo de los tres relatos o novelas breves –las otras son El intercesor y La ruta de la mangosta— que componen Las esferas invisibles, obra del poeta y narrador argentino radicado en Francia, Diego Muzzio. En el relato, dos desertores devenido marginales de los bajos fondos porteños, van al encuentro de lo místico y lo trascendental.

Las tres piezas que componen el libro tienen como eje narrativo la epidemia de fiebre amarilla que azotó a la población de Buenos Aires en 1871. La de ese año fue la última ola de la enfermedad –las restantes tuvieron lugar en 1852, 1858 y 1870—, un desastre que terminó con la vida de cerca del 10 por ciento de los porteños.

Esa crisis es el marco elegido por Muzzio para desarrollar tres argumentos (que pueden leerse por separado pero adquieren una fuerza singular leídos en conjunto) en los que el autor hunde las manos en el género gótico —padre legítimo de lo que hoy conocemos sencillamente como terror—, originado en Europa a mediados del siglo XVIII.

Y así como en sus relatos y novelas, autores como William Faulkner o Flannery O'Connor supieron versionar esa narrativa de castillos, mansiones lúgubres y cementerios trasladándola a los estados norteamericanos del Sur, Muzzio trasplanta algunos de estos motivos y climas al ámbito del Río de la Plata.

El intercesor es el relato en primera persona de un sacerdote que en medio del horror y de la muerte debe lidiar con lo mágico y con el terror de las tinieblas, en un escenario de fortines criollos que delimitan los contornos de la pampa y los territorios indómitos del indio.

“A causa de la precipitación y el miedo, se enterraban personas vivas (…) No había autoridad alguna. Los pocos médicos que quedaban no daban abasto para asistir a la población. Algunos creían hallarse en el final de los tiempos, a las puertas del Juicio. En algún momento, les confieso, llegué a pensar los mismo”, relata el narrador.

Pero el autor no solo traspola el escenario de sus relatos a una realidad histórica bien definida sino que, dotado de un vasto conocimiento de la palabra poética, a su modo ambienta también el lenguaje, haciéndose eco de las tradiciones fundantes de la narrativa moderna.

El tono de Las esferas invisibles, linda con lo barroco pero se sostiene gracias a la tensión originada por lo que de macabro hay en lo mortuario y de las consecuencias humanas y el salvajismo originado por una peste.

La narrativa de Muzzio parte del realismo más crudo, pero casi siempre dejan entrever un dimensión sobrenatural.

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[Página 12]

"El terror es lo que no se puede ver"

Por Silvina Friera

“Los muertos burbujean, están llenos de una vida oculta.” El extraño comentario repercute con la misma fuerza del misterio que siembra la muerte. El brote de fiebre amarilla diezmó a la población porteña en 1871. Los cadáveres se multiplicaban a un ritmo inédito, la peste se expandía, el pánico era más contagioso que la epidemia, multitudes de desesperados se agolpaban en las puertas de las iglesias, los pocos médicos que quedaban no daban abasto para asistir a la población. El espectáculo que ofrecía la ciudad era tétrico. Muchos que no podían pagar un ataúd envolvían a sus muertos en sábanas o mantas y los abandonaban en las esquinas. Conventillos y orfelinatos, señalados como focos de infección, eran incendiados por muchedumbres espantadas. El terror que suscita un horizonte fúnebre es el inquietante tejido que despliega Las esferas invisibles (Entropía), de Diego Muzzio, tres nouvelles o cuentos largos extraordinarios que se desplazan por el andarivel de la literatura gótica rioplatense.

“El intercesor”, la primera nouvelle, es un periplo siniestro hacia el corazón de las tinieblas pampeanas en el fortín Desolación. Francisco Vidal, un joven estudiante de medicina, víctima de las redes de espionaje y delación de Juan Manuel de Rosas, que revistaba como capitán en el Segundo Regimiento de Caballería, es degradado y destinado a ese fortín perdido en el extremo sur. Vidal comprenderá, más temprano que tarde, que está aislado entre un puñado de criminales y dementes, como el Negro Tumba, que practica rituales de magia negra y que se considera a sí mismo una especie de mediador entre el mundo físico y el sobrenatural. El relato comienza cuando un sacerdote joven, auxiliar en la parroquia de San Pedro Telmo dedicado a atender a los afectados por la fiebre amarilla, recibe la visita de una vieja que le pide asistencia para su hermano –Vidal–, “que había vuelto del desierto como muerto, con el cuerpo y el ama mutilados”. El cura escucha la confesión de Vidal, un minucioso racconto de la “barbarie” gótica. “Mi mano rozó una cosa con ojos, dientes y pelo, y supe que era una cabeza. Aparté el despojo de un manotazo y seguí reptando sobre charcos tibios y viscosos. Junto a mi cuello, sentí de pronto una respiración y me encontré envuelto en un hedor inenarrable”, evoca el atribulado personaje.

Los dos personajes centrales de “El ataúd de ébano”, Eusebio Sosa y Rufino Vega, ambos desertores de la Guerra de la Triple Alianza, se dedican a profanar tumbas para robar ataúdes y revenderlos al mejor postor durante lo peor de la peste. El clima se enrarece más con la irrupción de una extraña niña que les reclama ayuda a Sosa y a Vega para sepultar a su padre y hermana muertos. Los planes se desvían y Vega termina matando a un viejo en un confuso episodio. “Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca”, es un “mandato” que presagia una condena en “La ruta de la mangosta”, la tercera nouvelle. Un aprendiz de relojero empieza a trabajar con Thomas Sheridan, fotógrafo que se dedica a sacar la última imagen de los difuntos, como si estuvieran vivos, para recuerdo de las familias. “El momento histórico de la epidemia siempre me interesó. Estuve investigando sobre el tema y me pareció interesante situar estos relatos en ese momento porque me permitía utilizar ese ambiente como otro personaje más”, cuenta Muzzio a Página/12. “En Mockba, mi primer libro de relatos, aparecen algunos cuentos de terror, aunque no los escribí pensando en el género. En cambio, en Las esferas invisibles fue bien consciente de mi parte escribir novelitas de terror. Los dos protagonistas de ‘El ataúd de ébano’ son desertores de la Guerra del Paraguay, y Sheridan, en ‘La ruta de la mangosta’, no se sabe si estuvo en la Guerra del Paraguay, pero tiene fotos de esa guerra.”

Una de las preocupaciones de Muzzio fue que el elemento fantástico no estuviera a la vista. “No quería entrar en la descripción de lo que sale del salitral, o que la niña de la segunda nouvelle es un fantasma. No me gusta (Howard Phillips) Lovecraft porque describe el monstruo y se regodea en el horror que puede generar. Es mejor sugerir porque si uno describe demasiado termina por acostumbrarse al terror y no genera temor”, plantea el autor de varios libros de poemas, El hueso del ojo, Sheol Sheol (Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, 1996), Gabatha (Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruza, 2000), Hieronymus Bosch, Tratado sobre la ejecución de animales y El sistema defensivo de los muertos. “El terror es eso que uno presiente que está ahí, pero no puede ver. Como le pasa al personaje de la primera nouvelle, que siente lo que está pasando, lo escucha, pero no sabe qué es. El resto de su vida vuelve a esa noche para tratar de explicarla, pero no puede”, señala el escritor. “Siempre me interesó mucho la época de Rosas. Dicen que la habitación de Rosas estaba donde hoy está el monumento a Sarmiento, qué gran ironía, ¿no? Me gusta imaginarme cómo era la ciudad en el siglo XIX y eso puede ser anacrónico –admite–. En cuanto a la escritura, me gusta contar una historia de la mejor manera posible. Para mí es trabajoso escribir, estoy mucho tiempo corrigiendo porque me gusta la claridad y la limpieza de la prosa.”

Autor de libros de literatura infantil como La asombrosa sombra del pez limón, Un tren hacia Ya casi casi es Navidad y El faro del capitán Blum, entre otros títulos, Muzzio escribe como un arqueólogo que escarba en las ruinas para descubrir aquello que está oculto. “No es un trabajo consciente escribir como un arqueólogo. Sí sabía que la manera de escribir las nouvelles tenía que ser algo anacrónica. Aunque creo que no es todo lo anacrónica que podría haber sido –aclara el escritor–. Lo más complicado fue la corrección del lenguaje, no hacer algo demasiado barroco. Tampoco quería caer en un lenguaje campestre o regional. Quería que fuera una mezcla que sugiriera, mediante algunas palabras y giros idiomáticos, que eran personajes de fines del siglo XIX. Esa época es un poco como volver a casa, no sé por qué. Me hubiese encantado tener una máquina del tiempo y pasar un par de semanas en la Buenos Aires de 1871. No sólo en el momento de la fiebre amarilla, sino antes. Hay un libro muy interesante de Mardoqueo Navarro, un periodista catamarqueño que escribió un diario de la peste y consignó día por día la cantidad de muertos y de hechos curiosos que sucedían, como el entierro de gente viva o la resurrección de algunos que creían muertos.”

Muzzio (Buenos Aires, 1969) estudió Letras. En 2004, la lengua del amor fue más fuerte que los torpes balbuceos en francés. El escritor viajó a París, ciudad donde vivió diez años. “No sabía francés, aprendí ahí, a los ponchazos. Mi refugio siempre fue la escritura. Trabajé como preceptor y no podía casi ni hablar; tenía un papelito con frases anotadas. Algunos chicos se me reían en la cara. Me lo tomaba con humor, pero al mismo tiempo era muy agotador porque volvía a casa muy cansado”, recuerda el escritor que regresó a Buenos Aires el año pasado y actualmente trabaja en la biblioteca del colegio Franco Argentino de Acassuso. Lo primero que leyó en francés, después de ese aprendizaje fatigoso, fue El extranjero de Albert Camus. “(Marcel) Proust no me gusta en francés ni en español. No lo puedo leer en ninguna lengua”, reconoce con esa pasmosa calma que cultiva este narrador y poeta de bajo perfil. “La poesía es un laboratorio muy fuerte para mí, ahora ya no tanto porque creo que encontré mi voz –advierte Muzzio–. Uno siempre tiene la ilusión de que la poesía es un terreno donde se puede experimentar. La experimentación me parece válida puertas adentro, como un ejercicio personal. Después uno va sabiendo qué puede escribir y qué cosas no valen la pena.”

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[Diario Registrado]

"No sé si en este marco hay algún lugar para la razón"

Por Mariana Kozodij

"El intercesor", "El ataúd de ébano" y "La ruta de la mangosta" son los tres cuentos largos que componen "Las esferas invisibles", editada por Entropía.  La peste de la fiebre amarilla, los miedos y la muerte galopan entre las historias que forman tríadas fluídas a partir de escenarios y personajes narrados con una precisión fotográfica.

El primer relato nos saca de una pútrida ciudad en la que un sacerdote avanza entre los convalecientes y nos revela una confesión de la que se desprende una historia cruel y mágica en los llanos gobernados bajo el mando de Juan Manuel de Rosas.

Una trama dentro de otra,  en la que la tradición gauchesca gana espacio con refinadas construcciones como "ranchos que se desangran" y "Marejadas de polvo desfiguraban la línea del horizonte".  Este primer relato tiene la particularidad de darle al paisaje un animismo que atrapa y convence por sobre el resto de las tramas.

La segunda historia "El ataúd de ébano" es interesante pensarla más en términos de exorcismo que bajo la idea de una redención y perdón. Una sutileza que amplía la manera de comprender el accionar de Sosa y Vega; dos ladrones de cajones en una ciudad llena de vidas fantasmas que no permiten diferenciar a los vivos de los muertos.

Por último "La ruta de la mangosta" ofrece exquisitas imágenes a la hora de "borrar la muerte del rostro" con un aprendíz, Lisandro Martinez, adicto al opio que necesitará atar cabos antes de sucumbir a los recuerdos de sus actos como fotógrafo- y algo más- de los muertos.

Dialogamos Diego Muzzio, autor de "Las esferas invisibles" que nos adentra en la imaginería de estas historias, que se retroalimentan, ante una ballena mortífera que nada entre la vida, la muerte y la eternidad.

- La frase de Melville que da nombre al libro pone el eje en el terror ¿Dirías que son historias de "miedos", en plural?

Diego Muzzio (D.M.)- Son historias de terror, en efecto, y hablan de distintos miedos que, me parece, han obsesionado desde siempre a los hombres y que, por ende, aparecen una y otra vez en la literatura: Los demonios, los fantasmas, el ansia de inmortalidad y la maldición que puede acarrear la consumación de este deseo.

- La fiebre amarilla funciona como nodo que une las tres tramas. Tomaste la última epidemia (1871) que azotó Buenos Aires en tu primer relato ¿Cómo surgió tu interés en la enfermedad como marco y motor de este libro?

D.M.- No creo que sea un interés particular por la enfermedad, sino por lo que generó en ese momento, por el ambiente que propició y también por los cambios posteriores que impulsó en la fisonomía de la ciudad. La Buenos Aires de entonces era un lugar insalubre, donde restos de animales se pudrían en las calles; no había cloacas ni agua corriente. La epidemia de fiebre amarilla obligó a subsanar estos inconvenientes. Por otro lado, soy de esas personas que pueden caminar mucho tiempo por una ciudad observando los restos visibles del pasado, intentando imaginar cómo sería la ciudad en otra época. Escribir estos textos era como andar caminando por esa Buenos Aires de otro tiempo. Por otra parte, esa ciudad casi vacía y fantasmal, asolada por la epidemia, me parecía un buen escenario para situar los relatos. Me daba la posibilidad de utilizar de otra manera el marco, de ponerlo, de alguna manera, casi al mismo nivel de importancia que la trama, como si la ciudad fuera otro personaje más.
 
- ¿El orden en que están publicadas las nouvelles es el mismo en el que fueron escritas?

D.M.- Sí, los relatos aparecen en el libro en el mismo orden en que fueron escritos. Con períodos de mayor o menor actividad, es un libro que trabajé durante diez años. El intercesor empecé a escribirlo cuando me fui a vivir a Francia, y El ataúd de ébano, el último relato, lo empecé y lo terminé muy rápido, poco tiempo antes de volver a vivir a Buenos Aires.
 
- La magia juega un factor importante; primero en un sentido más pleno, luego como una especie de exorcismo y finalmente como algo más tecnológico, como herramienta. ¿Sentís que se prioriza lo mágico por sobre la razón en estas historias?

D.M.- Hay, en efecto, un componente fantástico en cada nouvelle. Me parece muy interesante lo que observás, en el sentido de que dicho componente va mutando según el tiempo real del relato. El primer texto es un flash back. Cronológicamente, es el relato más antiguo, sucede antes de la epidemia, y es en donde aparece este terror que podríamos catalogar de más antigüo, que es el miedo al demonio. En el segundo, en cambio, estamos ante un terror bien anclado en el siglo XIX, que es el miedo al fantasma. Y, en el último, es casi un terror tecnológico, a futuro, y que, de alguna manera, estamos viviendo hoy, que es el alargamiento artificial de la vida humana. En cuanto a tu pregunta, al menos en este libro lo fantástico es el núcleo de las tres historias, de manera que no sé si en este marco, hay algún lugar para la razón…

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