| Su pequeña mano [página 23] 
 ¿Cómo es que las llaman? ¿Puertas plegables?, ¿puertas 
        tijera?, ¿de fuelle?, ¿acordeón? Son esas puertas 
        de ascensor antiguo; ésas que cuando están cerradas forman 
        versos de Marinetti. Ésas ideales para arrancarse dos o tres dedos. 
        Ésas que permiten palpar, aunque sea por un instante, el misterioso 
        universo que se esconde entre el techo de la planta baja y el embaldosado 
        del primer piso. Bueno, una de ésas era la puerta interna del ascensor 
        de mi nuevo edificio. Y así eran también las puertas externas 
        de todos los pisos, excepto la puerta de la planta baja. La de la planta 
        baja era distinta. Un biombo de siete macizos paneles de chapa verde. 
        No vi ese detalle cuando elegí mudarme a este departamento. Debí 
        esforzarme por ser más atento, debí consagrar mis sentidos 
        a los detalles. Siete paneles que casi impedían ver el interior 
        del ascensor cuando uno entraba en el edificio. Un biombo fatídico 
        que administraba el régimen de visibilidad inmobiliario. Pero el 
        sistema no funcionaría si no alentase el deseo de mirar. En la 
        cuarta chapa la más simétrica, la chapa rectora, 
        la historia torcía ligeramente su rumbo, condescendiendo el ingreso 
        del azar. La cuarta chapa tenía una pequeña ventanilla de 
        veinte centímetros de alto por unos diez de ancho. El caos introducía 
        por allí su pequeña mano, permitiendo que las miradas que 
        se posaban sobre ese vacío vieran una ínfima porción 
        de lo que sucedía dentro de la cabina del ascensor. Por lo general, 
        no ocurría nada extraordinario. Pero hoy, al regresar de la casa 
        de Valdivia tras deambular como zombi por las calles, por esa ventanita 
        vi uno de sus ojos. Y luego pelo, luego tela, y luego negro.
 El ascensor fue hasta el cuarto piso. (Ahora que lo pienso creo que ese 
        ojo también me vio, Montenegro. Creo que lo que vi no fue un ojo, 
        sino una mirada. Una mirada ciclópea. El cíclope más 
        hermoso que se haya visto.) Luego, el mismo ascensor, por exclusiva petición 
        mía, bajó hasta el nivel del mar. Y luego subió hasta 
        el quinto piso. Y luego ya les perdí el rastro. A todos.
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