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  Los modos de ganarse la vida
Ignacio Molina

148 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2010
ISBN: 978-987-24797-8-7
 
     
   
     
 

Dos parejas, sumergidas en la cuadrícula repetitiva de los protocolos urbanos, enfrentan y sobreviven a la mecánica de la cotidianidad. Su deriva en este universo en que todo parece fosilizado (las obligaciones, los diálogos, los desplazamientos) es el núcleo de esta novela de Ignacio Molina. Su mayor riqueza se encuentra en los intersticios por donde irrumpen leves irregularidades sobre la superficie de lo ordinario para convulsionar una estructura uniforme sólo en apariencia.
Los modos de ganarse la vida podría en una primera
instancia leerse como una epopeya de lo elemental, una hermenéutica de la rutina. Pero se trata más bien de
un entramado complejo en el que lo profundo y lo trivial confunden sus niveles, donde lo nimio y lo definitivo se fusionan hasta conformar un único discurso que encuentra su cifrado en la disección obsesiva del entorno.
Alternando puntos de vista y apoyado en la cautivante prosa que marcaba sus cuentos de Los estantes vacíos, Ignacio Molina presenta un revelador extrañamiento frente a lo más próximo.

Contratapa
     
   

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Aunque la habitación estaba en penumbras, por la intensidad de la luz que entraba por las rendijas de la persiana supe que era un día soleado. Mientras Cecilia me hablaba, yo, mirando sus cejas, pensaba en lo que podría haber estado haciendo en la calle. Me ima­giné caminando hasta una plaza, tirado boca arriba en el pasto, y distinguí los ruidos que nos llegaban desde afuera: el motor de un auto que frenaba en la esquina; los gritos de unos chicos que pasa­ban corriendo; la música que un vecino ponía a esa hora del domingo.
El sonido del timbre fue la excusa que esperaba para levan­tarme. Cecilia siguió hablándome desde la cama mientras yo bus­caba plata en los cajones, pero enseguida, cuando me alejé hacia el living, la dejé de escuchar. Para abrir la puerta corrí los suplementos con un pie, y como estaba en calzoncillos asomé sólo la cabeza.
El canillita me saludó sin mirarme a los ojos. Al ver el billete de cinco pesos me dijo que también tendría que pagarle el diario del domingo anterior. Aunque yo estaba casi seguro de que no le debía nada, mientras le pedía un minuto y volvía al cuarto pensé que pa­garía mucho más de tres pesos con cincuenta con tal de no iniciar una nueva discusión.
– . . . hoy salimos campeones –me dijo él antes de darme el vuelto en monedas, y yo deduje que, mientras me esperaba del otro lado de la puerta, había intentado hablarme de fútbol.
Metí casi todos los suplementos dentro del cuerpo principal, y hojeando el deportivo me encerré en el baño. Giré uno de los grifos de la  ducha. Antes de prender la luz esperé a que mis ojos se acos­tumbrasen a la oscuridad. A medida que el ambiente se iba llenando de vapor vi cómo mi imagen desnuda se iba haciendo borrosa en el espejo. Recién cuando Cecilia me preguntó en voz alta si podía pa­sar, yo regulé la temperatura del agua y me paré bajo la lluvia.

A las cuatro y media Cecilia me sacudió un hombro para decirme que en un rato la pasaría a buscar una amiga. Me avisó que había un mensaje para mí en el contestador y me preguntó dónde tenía monedas. Yo tardé unos segundos en abrir los ojos, y desilusionado, mientras me hacía a la idea de que las imágenes que se iban yendo de mi cabeza eran parte de un sueño, le dije que sobre la heladera había dejado el vuelto del diario y le pedí que antes de irse abriera la ventana.
Me despabiló el timbre; volvió a sonar tres veces mientras ella bajaba en el ascensor. Junté las partes del diario sin levantarme y me puse a hojearlo por segunda vez en el día. El vapor y las gotas de la mañana habían en­durecido las páginas centrales. Con el televisor mudo en un canal de noticias desplegué los suplementos sobre la cama, y decidí no dejar de leer hasta que alguno de los titulares del papel coincidiera con alguno de los que pasaban en la pantalla.
Unas horas más tarde, cuando salí a la calle con ganas de fu­mar, vi que el almacén de enfrente ya estaba cerrado. Calculé el nú­mero de cuadras que tendría que hacer hasta Rivadavia. El bar de la esquina desbordaba de gente; todas las mesas estaban ocupadas y en la vereda había unas diez personas que, por no haber conseguido lugar o no haber querido pagar una consumición, intentaban mirar el partido a través de las ventanas.
Caminé hacia la avenida por la calle desierta. Desde algu­nas casas me llegaban voces de relatores. Durante los segundos que tardé en pasar frente a la ventana de la primera planta baja intenté registrar la mayor cantidad de imágenes posible, como si estuviera sacando una fotografía mental: el mantel de hule, la pantalla verde, el empapelado violeta, las piernas del hombre sentado en un sillón.
El kioskero también estaba mirando el partido. Tenía un televisor debajo de la caramelera, un lápiz detrás de una oreja, y una camiseta de un equipo europeo. Sin mi­rarme a los ojos me preguntó qué necesitaba, y para no desconcen­trarse siguió atendiéndome con señas: me dio el atado y las mone­das del cambio sin decir una palabra.
Durante el camino de vuelta empezó a anochecer. Aunque era consciente de que no tenía encendedor, me puse un cigarrillo en la boca. En la planta baja del último edificio habían bajado la persiana casi hasta el fondo; todavía quedaba un espacio de cinco centímetros pero no me animé a agacharme para volver a espiar. Como el alum­brado demoraba en prenderse y en algunas veredas había baldosas levantadas, tuve que caminar mirando hacia abajo.
Tirado en la cama, mientras veía cómo se deshacían los aros de humo antes de llegar al cielorraso, pude oír el inicio de los festejos: un coro de bocinazos que venía de la calle y dos gritos que me llega­ron desde los departamentos vecinos. Enseguida prendí la luz y to­qué el control remoto hasta sintonizar un canal deportivo. Viendo los preparativos de la vuelta olímpica, pensé en cómo el bar de la esquina ya habría empezado a va­ciarse.
A las nueve de la noche Cecilia me llamó desde la calle; como si en algún momento me hubiera informado que se iba al Parque Le­zama, me retó por no haberle avisado que se jugaba "un campeonato importante" en la cancha de Boca. Me contó que de pronto, mientras esperaban al 168 de vuelta, habían visto cómo los colectivos pasaban de largo y todo el barrio se llenaba de gente.
Ahora me hablaba desde un teléfono público porque se le había acabado el crédito del celular. Me dijo que no la esperase a comer, que se quedaría en el Británico hasta que todo se calmara. Aunque estaba claro que me había llamado con la idea de retarme, no percibí demasiado enojo en su tono de voz. Escuchando los gritos y los motores que pa­saban por detrás de sus palabras, me tiré en la cama para subir el volumen del televisor y, acordándome del mensaje guardado en el contestador automático, apuré la despedida.

 

Fragmento
     
   

Autor

 

   
                     

Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976.
Publicó en Entropía Los estantes vacíos (2006, cuentos).
Los modos de ganarse la vida es su primera novela.

 


   

Reseñas


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[Bazar Americano]

La dimensión desconocida

Por Matías Moscardi

No sé/ si el amor/ es para/ mantenerlo”.
Ximena Sariñana Rivera, “Martes”, Ciencia de los inútiles.


Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010) es la primera novela de Ignacio Molina y empieza así: “Aunque la habitación estaba en penumbras, por la intensidad de la luz que entraba por las rendijas de la persiana supe que era un día soleado”. El enunciado de apertura tiene un poder expansivo, ya que en el mundo de la novela todas las transparencias aparecen opacadas, los objetos que puede atravesar o refractar la mirada (ventanas, vidrieras, pantallas, espejos, parabrisas) están siempre sustraídos de su función visual: “A medida que el ambiente se iba llenando de vapor vi cómo mi imagen desnuda se iba haciendo borrosa en el espejo”; o en la otra punta: “Achiqué los ojos para ver mejor, pero la gente que pasaba por la vereda y las letras pintadas en el vidrio me molestaban”. De este modo, la niebla, el vapor, el exceso de enfoque, los obstáculos, las interferencias atentan contra la posibilidad de completar apenas un indicio visual del mundo, ya que las imágenes que circulan en la novela de Molina están tramadas sobre su propia disfunción, una zona borrosa que va dando lugar al extrañamiento. Esta “dimensión desconocida” en la que se desarrolla la novela –adelantemos– es nada más y nada menos que la vida cotidiana en pareja: Luciano (el narrador) y Cecilia son dos personajes pendulares que fluctúan entre la soledad y la vida conyugal.


Las imágenes han perdido, entonces, su legibilidad, su contingencia. Luciano parece un narrador con los ojos entrecerrados que ha optado, como una persona que está a punto de quedarse ciega, por agudizar el oído: “Cerré los ojos para dejarme guiar por los sonidos”. Pero al comienzo todo es ruido: “Escuchando los gritos y los motores que pasaban detrás de sus palabras, me retiré en la cama para subir el volumen del televisor”. Por eso, a lo largo de la novela, asistimos a un entrenamiento del oído narrativo, que intenta decantar, del trasfondo de distorsiones de la vida cotidiana en pareja, un resto de sonido que sea la constatación de aquel mundo de imágenes mutiladas: “Sólo me convencí de que ninguna moneda era falsa cuando escuché cómo se imprimía el boleto”. El sonido, luego, viene a suplantar la legibilidad perdida del plano visual y, en ese movimiento, traza las únicas huellas de la cartografía cotidiana por donde circula el protagonista, en donde los sonidos son el último ticket de regreso: “un bocinazo lo volvió a la realidad”.

La primera y la última parte de la novela están ordenadas, de manera progresiva, de la A a la Zeta, como si el orden de las letras fuera el índice de una cesación, de un límite, pero también como si en esa serie pudiera leerse una dirección temporal irreversible: la temporalidad del lenguaje, eso que Saussure llamaba la linealidad del significante, pero con una carga metafísica que, si se quiere, daría como saldo el peso irrevocable de las cosas dichas, el carácter sentencioso y definitivo de todo acto verbal. En este orden solapado del relato, confluyen la centralidad del sonido, los ruidos de fondo y las palabras de intercambio en una pareja que –intuimos desde un comienzo– está a punto de separarse.


En la punta del lenguaje que Luciano estira con esfuerzo para tantear los bordes de lo real, encontramos el complemento del sonido: ecos de microescrituras diseminados a lo largo de la novela, como si fueran las migajas del cuento infantil, esparcidas por un bosque oscuro para saber cómo volver a casa: escrituras reencontradas de la escuela secundaria, en el reverso de un mapa de Buenos Aires, una palabra invisible en la ventanilla de un ómnibus, una nota pegada en la heladera, el aviso de búsqueda de un perro extraviado, escrito a mano, y así hasta llegar, incluso, al título de la novela, que el narrador bosqueja como una cavilación frente a la reciente situación de desempleo en la que se encuentra su novia: “Durante una tanda publicitaria, y en los espacios libres de la revista del cable me puse a hacer una lista. Los modos de ganarse la vida, anoté con el capuchón en la boca. Hice un cuadro de doble entrada y alcancé a escribir oficios, empleos, servicios antes de que sonara el teléfono”. Como si esas microescrituras incorporaran una temporalidad intersticial, a contrapelo del lenguaje, de su orden alfabético, cronológico: una temporalidad en definitiva anacrónica, que se mueve como en una máquina del tiempo, teletransportando sentidos en el devenir de los personajes: desde el pasado hacia el presente (Luciano se reencuentra con un mapa de Buenos Aires escrito en el dorso con palabras sueltas que usaba como índice para no quedarse mudo mientras hablaba por teléfono con las chicas que le gustaban en la secundaria; o también recuerda la palabra invisible en una ventanilla de colectivo, como huella de su historia con Marina, que actualmente es la novia de su mejor amigo); pero también desde el presente hacia el futuro, como alteración del rumbo de los personajes (una nota de Cecilia pegada en la heladera, en donde le avisa a Luciano que pasará la noche en otra parte o las escrituras a destiempo que la pareja intercambia por chat).

En esta temporalidad de los sonidos y las microescrituras, se produce el efecto “máquina del tiempo”, el efecto “dimensión desconocida”, que hace que los personajes no puedan comunicarse entre sí, porque parecen vivir en bloques que laten a distinta frecuencia: de ahí que Luciano siempre se encuentre con la sensación de “estar viajando hacia el pasado” y perciba que el barrio donde vive “parecía quedado en el tiempo”, mientras que otras cuadras “parecen vivir en constante renovación”; o que los titulares vertiginosos de las noticias sean “lo único que me daba noción del paso del tiempo”.

El vértice transversal que une estos planos superpuestos es la idea latente que circula en la pareja: la posibilidad, afirmada o negada, de tener un hijo es el tema que recorre fluvialmente la novela con un pulso subterráneo imperceptible pero que de todos modos erosiona los lenguajes en común, reforzando la alienación en la que están enfrascados los personajes, sin posibilidad. Porque un hijo es, finalmente, aquello que divide el mundo de las imágenes del mundo de las palabras. Tener un hijo: “una escena que me costaba concebir: una imagen que sólo podía poner en palabras”.

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[Ría Revuelta]

La vida es una moneda

Por Matías Matarazzo

Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976 y desde 1992 vive en Buenos Aires. En su infancia y adolescencia jugó al básquet en uno de los 21 clubes que desarrollan ese deporte en la ciudad, Napostá. Cientos de veces habrá tomado los colectivos bahienses, las 500, que te dejan a pocas cuadras de tu destino o habrá comprado caramelos en kioscos de barrio, atendidos por sus dueños. En su primera novela Los modos de ganarse la vida (Entropía 2010), esos usos del espacio público, tal vez más humanizados, dejan lugar a un relato que se estructura al ritmo de los grandes centros urbanos donde la vida también es papel de cambio.

Así como comprar cigarrillos en un kiosco, pagar el pasaje de colectivo o negociar con el canillita un diario de hace dos semanas son los intercambios comerciales más básicos a los que nos somete la vida cotidiana; hablar de fútbol con un compañero, pedir empanadas por teléfono en la misma rotisería todos los viernes o cederle el asiento a una embarazada, son los intercambios humanos más elementales.

De eso va Los modos de ganarse la vida: la negociación permanente con las obligaciones, la rutina, los imprevistos, la familia, los amigos, los desconocidos, los deseos reprimidos, los no reprimidos, para intentar ganarse la vida.

Porque el kiosco, además de un espacio de intercambio comercial, se convierte en un lugar de escape, a donde se va sin necesidad, sólo para ir, o puede ser un refugio en un día de lluvia o una excusa para caminar por determinada avenida. Porque los colectivos sólo te llevan a destino cuando querés andar por la vida sin demasiada precisión y tenés monedas en el bolsillo. Porque, aunque no te importe el fútbol, le charlás de fútbol a Ezequiel a cambio de que te alcance a la oficina en su auto y Etelvina, que atiende el teléfono de la rotisería donde pedís empanadas, resulta ser tu amante.

La voz principal de la novela es la de Luciano, un joven de 27 que vive con su novia, Cecilia, pero sobre todo convive consigo mismo y su percepción obsesionada de lo cotidiano. En el medio, una tercera persona nos presenta escenas de la vida de Guillermo y Marina, una pareja de amigos; escenas que después se retoman desde la perspectiva de Luciano.

Con todo esto, Ignacio Molina construye una narrativa muy precisa. Pero precisa no significa descriptiva, sino todo lo contrario. La novela no describe la magnitud de la tormenta que engendra lo aparentemente elemental, el tamaño de las nubes y los truenos que estremecen la tierra: te cuenta lo que Luciano estaba haciendo y pensando en el momento exacto que el viento cambió al sur y volaron las primeras hojas.

Los atardeceres, siempre son más interesantes que los mediodías. Una narrativa clara, pero que se cuida de que el exceso de luz no vele la trama.

Es llamativo que Los modos de ganarse la vida prácticamente pase por alto el mundo laboral de los personajes. Todo sucede en los trayectos y en lo que se omite. El ojo no está puesto en la producción, sino en el intercambio: comprar la golosina que te permita recibir un vuelto en monedas para viajar en el colectivo que te lleva a ningún lugar. Porque, en última instancia, cambiar fuerza de trabajo por dinero no es ganarse la vida.


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[Eterna Cadencia]

Cuatro puntos para extender Los modos de ganarse la vida y un epílogo

Por Patricio Zunini

1. En antropología existe un término que introdujo Arnold van Gennep: liminalidad. El estado liminal podría definirse como el estado ambiguo del ser entre estados del ser. Un ejemplo: un chico de 12 años de una tribu debe atravesar por un rito para convertirse en hombre. En ese pasaje (después del antes pero antes del después) está en estado liminal. Victor Turner ha dicho que el estado de liminalidad es un estado sagrado y peligroso, y que los ritos tienen el poder para restringirlo y canalizarlo, para proteger el orden social.

2. Los cinco disparos de Mark Chapman no sólo congelaron el tiempo de Lennon y el edificio Dakota. Chapman tenía un libro en el bolsillo (después de matar a Lennon se quedó ahí leyendo): El cazador oculto. Holden Caufield se preguntaba dónde van los patos en invierno. Chapman dijo que había ido a ver a Lennon porque él tenía la respuesta.

3. Pedro y Sofía se conocen, se enamoran, se conquistan. Mientras la historia de amor se desarrolla, un video interrumpe la trama para explicar con pedagogía cómo fluyen químicamente en el cuerpo la sensaciones que produce el amor. Cuatro directores filmaron a dos actores en El amor (primera parte): Leonora Balcarce y Luciano Cáceres tienen una escena de sexo en tiempo real magistral, se diría que se están amando en cámara. El video explica científicamente que el amor dura aproximadamente dos años. La frase final de la película es desoladora.

4. “Nene, levantate que tenés que ir a la escuela. / Hombre, levantate que tenés que ir al trabajo”. Hay un libro (que no leí) que tiene un título maravilloso: Si te gustó la escuela te encantará el trabajo. También está la película fracesa: El empleo del tiempo. En todos los casos el trabajo deshumanizante. La obligación de compartir el espacio con conocidos desconocidos, gente con la que probablemente no tomaríamos ni un café.

*

La convivencia, el amor, el trabajo, la paternidad. ¿Qué marca el ingreso definitivo en la adultez? Ignacio Molina se interesa por estos temas: Luciano, un chico de 27 o 28 años que vive con su novia, es tironeado entre la vida y las obligaciones. Y mientras su pareja perdió el idilio, su mejor amigo le cuenta que con su mujer -de la que Luciano siente una atracción- comenzaron un tratamiento de fecundación asistida.

Los modos de ganarse la vida de Ignacio Molina es una novela excelente con una escritura que se compone de imágenes aparentemente simples, pero que se vuelven complejas en el todo final. Está escrita con una voz que avanza a tientas al igual que el protagonista. Tiene un cierto aire de desprolijidad que le da una potencia que rompe el texto.

Si yo fuera usted y volviera a tener 27 o 28 años y trabajara en un empleo sin futuro y viera como mi pareja se desahace y sintiera que soy un Holden Caufield tardío y creyera que ya es tiempo de hacerme hombre, no tardaría en correr a comprarla y leerla antes de año nuevo, esta época donde se suele tomar las grandes decisiones que se traicionan en enero.

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[ADN Cultura]


Lo cotidiano, campo de batalla


Por Daniel Gigena

Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976) publicó en 2006 el volumen de cuentos Los estantes vacíos, con el cual Los modos de ganarse la vida comparte estilo narrativo y cierto repertorio temático. También es autor de los poemas de Viajemos en subte a China y de un manual sobre "culturas juveniles" titulado Tribus urbanas. En su blog Unidad Funcional, aparecen reseñas sobre sus libros, misceláneas y una singular defensa del kirchnerismo.

Dos amigos y sus parejas, Luciano y Guillermo y Cecilia y Marina, transitan casi siempre por un mismo espacio: Primera Junta, Caballito, Flores, Ramos Mejía, Caseros, el Centro. Quioscos, puestos de diarios, demasiadas pizzerías, paradas de colectivos, cuadras con luminarias descangayadas, albergues transitorios, barrios detenidos en los años setenta (la política asoma solamente en una consigna de esa época: "Libertad a los presos de Trelew") construyen un escenario que sobresale por su falta de atributos. De casa al trabajo y del trabajo a casa, surgen no obstante en esta chata topografía rodeos, desvíos, contratiempos que van desde fumarse un porro con dos desconocidos en una plaza porteña hasta sofocar una crisis amorosa con rondas urbanas. Como átomos con conciencia (y una ética elástica), los personajes van tejiendo redes que, pese a sus fisuras, configuran tarde o temprano redes de supervivencia en las que apenas se perfila el esbozo de una respuesta, una rendición o una revuelta íntima (separarse, reconciliarse, emigrar, embarazar a la novia de un amigo), en una ciudad hostil para adultos y jóvenes, solitarios y emparejados, desocupados y trabajadores.

A los personajes de Los modos de ganarse la vida se les puede achacar carecer de una estrategia vital o tener planes contradictorios, anémicos, resignados. No puede decirse lo mismo de la estrategia literaria del autor. Dividida en tres partes, en las que se operan unos desplazamientos temporales y de foco narrativo (en la primera parte y en la tercera, el narrador es Luciano, y en la segunda la perspectiva narrativa recae en Guillermo), su novela va, según las palabras de Luciano, "clasificando temas y registros". El fútbol, las chicas y la comida, además de los ritos domésticos y laborales (que incluyen sendos viajes en tren y colectivo para los que nunca hay monedas suficientes), encabezan la lista de los primeros.

Entre los registros, hay interioridades más o menos impostadas ("Muchas veces, cuando estaba solo e iba escuchando música, hacía ese tipo de actuaciones: me metía en algún papel, siempre más dramático que cómico, hasta que, al menos durante una milésima de segundo, me lo terminaba creyendo"), estereotipias verbales y un nihilismo subyacente, que definen la idiosincrasia de los jóvenes protagonistas. Seres pasivos ante los acontecimientos, parecen atentos a una segunda línea narrativa que sólo aflora en forma ocasional para cuestionar un falso consenso (el de la lealtad entre los integrantes de una pareja, por ejemplo, o el de los códigos honorables atribuidos a la amistad, que en la novela se asfixian mutuamente).

Drama de la endogamia en el que circulan y se intercambian parejas, ropa, dinero, comida, semen, modos de hablar y de comportarse, la primera novela de Molina tiene un aire de familia con las producciones de otros narradores de su generación (Félix Bruzzone, Aquiles Cristiani, Romina Paula, Iosi Havilio) en su manera simuladamente distraída o anticlimática de representar la realidad cotidiana como un campo de batalla.

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[Radar Libros]

Lento viaje a la vida


Por Sebastián Basualdo

Si bien Los modos de ganarse la vida es la primera novela de Ignacio Molina, los notables cuentos que integraron Los estantes vacíos (Entropía, 2006) ya daban muestras de que nos encontrábamos frente a un narrador cuyo dominio en la técnica narrativa excedía los parámetros del realismo minimalista, logrando una vuelta de tuerca al género y sobre todo a sus limitaciones. Una vez más, el escritor nacido en Bahía Blanca retoma esas descripciones íntimas y minuciosas, pero esta vez desde la perspectiva de un joven cuya relación con la realidad parece un inventario preciso de todo aquello que conforma su cotidianidad y que, llevado al límite, se convierte inevitablemente en una gran metáfora de la sensación de soledad que provoca vivir en un mundo vulnerable que cambia pero mucho más lentamente que en la vida real (por ejemplo, en la novela los cassettes conviven aún con Internet), a finales de una década, con una adolescencia tardía a cuestas y un sentido de la vida adulta todavía desdibujado por una ciudadanía que no se reconoce ni en lo político ni en los valores propios de una sociedad de consumo.

“Después, en orden no cronológico, cociné y almorcé un omelet, fumé un cigarrillo de marihuana que guardaba desde hacía cuatro meses en un cajón, dejé los cubiertos en la pileta de lavar y me encerré en el baño, con la luz apagada y bajo la lluvia tibia, durante unos cuarenta minutos”, dirá Luciano, personaje principal de una novela que podría definirse como la extensa letanía del no decir.

Aquí está el secreto de Ignacio Molina: concentrarse en lo no dicho. Priorizar lo secundario para esconder, muy por debajo, lo importante y hacer de Los modos de ganarse la vida una gran amalgama de historias que no buscan una resolución sino perpetuarse como experiencia. En apariencia trivial y cargadas de lugares comunes, es cierto; pero es deliberado, se trata aquí de extrañar situaciones que resultan próximas y familiares. Luciano, un joven de veintisiete años que vive con Cecilia, su novia, está sumergido en la cotidianidad y en la repetición de los días cargados de obligaciones, tareas y recuerdos, hasta que, en un determinado momento, todo se desbarata internamente para nuestro joven protagonista y, como recordando al Mersault de Camus, el tiempo se torna extraño y ajeno, incluso el amor, o sobre todo el amor y el deseo, quizá la amistad, el sentido de la lealtad y los códigos de un muchacho de barrio. “Aunque sabíamos que el almacén no quedaba lejos, Cecilia y Guillermo volvieron antes de lo que esperábamos. Por detrás de la música y de la respiración de Marina oí el chirrido de la puerta de calle. Al sentir las voces cada vez más cerca, ella fue a encerrarse en el baño. Yo tuve que hacer un esfuerzo para acomodarme los pantalones, y, antes de girar la llave, me tomé de un solo trago lo que quedaba en el vaso.” La vida sin luchas resulta trivial.

Dividida en tres partes, con un interesante cambio de perspectiva en el abordaje de los personajes, por medio de una prosa depurada y sin rodeos, Ignacio Molina ha escrito una novela donde cada detalle se sustenta a sí mismo como una constelación. Que el título no nos confunda: ganarse la vida no siempre tiene relación directa con ganar dinero. A veces ganarse la vida quiere decir otra cosa, y el mero hecho de levantarse cada mañana lo estaría justificando.

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[Revista Ñ]

Las palabras y las cosas

Por José Villa

Lo primero, o lo esencial, que este relato propone es el tema del desorden de la realidad y el orden de la narración. La meticulosidad del narrador, la primera persona gramatical casi constante, organiza un recorrido que casi siempre es exterior, con alguna que otra elipse o cambio de punto de vista, que aun siendo muy leves, son importantes si se tiene en cuenta que el relato es muy liso. Los modos de ganarse la vida, primera novela de Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976), quie publicó Los estantes vacíos (cuentos, 2006), Viajemos en subte a China (poesía, 2009) y Tribus urbanas (ensayo, 2009), propone un minucioso desplazamiento por la vida cotidiana fijando cortes en la percepción y trazos para la interpretación. Las palabras quieren reflejar ni más ni menos que el hecho: si se fuma marihuana, sólo se fuma marihuana, no provoca mayor efecto que el acto de decirlo. El recorrido del narrador protagonista es el del joven y adulto ciudadano medio de la gran urbe (Buenos Aires): calles, bares, oficinas, dudosos amigos, amantes, esposas, continuo relato del desapego. No obstante, hay una serie de equidistancias y comparaciones, observaciones que viajando por el vacío de la narración finalmente se casan con otra. Cada tanto, el relato se cierra y, principalmente, se fija, aunque el intento sea el de constituir una narración “pura”, con poca escena: cada tanto ocurre que, por acumulación, empiezan a emerger nombres propios bastante convencionales (de novela natural) y objetos del consumo, sucesos mediáticos o episodios que afectan cierto tono sentimental del narrador. Uno termina preguntándose en qué papel se anotaron tantos hechos memorizados, en qué tiempo se escribe el relato y, por último, por qué el narrador oculta lo que oculta. Posiblemente, porque utiliza la narración para decir: yo no soy éste, cuando narra, y ésta es la verdad de la historia, cuando hay un silencio antes de que el relato vuelva.

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[Perfil Cultura]

La épica de lo particular

Por Patricio Féminis

En la combinación de intuiciones y temores, lo pasajero y lo inevitable, el asumir que sólo se puede dejar la rutina, tal vez, con fatalidad, está el peso de los miedos de ganarse la vida que ofrece Ignacio Molina en su primera novela: en tratar de ir más allá de las experiencias aparentemente nimias o contingentes de dos, tres, cuatro jóvenes (luego, algún otro, olvidado; alguien venido de Europa, uno de Mendoza; el que se quedó a pelearla en Buenos Aires luego de la crisis) entre los cuales oscila Los modos de ganarse la vida, con el buen oficio de quien sabe mirar lo cotidiano sin volverlo escándalo o artificio. El valor, aquí, está en los puntos de vista contrastados sobre el día a día cuestionado: un accidente podría detener las cosas o despertarlas; el amor podría irse, o una pareja reencontrarse; alguien, robar porque sí; un embarazo, ocurrirle a otra; unas vacaciones en la playa, tiempo muerto; un amigo de antes, recobrado, menos que nada.

Es la épica de lo particular, o sus posibilidades girando en las mentes correlativas de sus amigos -Luciano, Guillermo-: uno, contado en tercera persona; el otro, buscándose desde la primera, como puede, y cada uno lo que elige ver o irá viendo con su novia, con quien vive. ¿Demora uno en pensarse, en ponerlo en blanco? ¿Actúa, o está ahí para que las cosas ocurran? Molina no frena a su narrador para comprobarlo; no encierra intimidades en el tono del diario privado: el entorno y el mundo mismo debe modificarse con cada vínculo o decisión, como una compuerta abriéndose lentamente. No es casual que ciertos datos de contexto aparezcan sin muchas repercusiones directas en la trama: esa dificultad, en el relato, es la que han de vivir los personajes desde una ciudad grande y caótica, donde la rutina es fuga: algo más lejos, afuera -saben ellos-, podrían estar pasando otras cosas.

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[Veintitrés]

La extrañeza de lo cotidiano

Por Diego Rojas

La vida es esa construcción que se realiza día a día, noche a noche, en la que el paso del viento de la historia o el acto que marca a los héroes forman parte de lo excepcional, del acontecimiento que se realiza como tal sólo mediante la delimitación del rito de lo cotidiano. Sin embargo, toda vida es excepcional. Así lo demuestran las páginas de Los modos de ganarse la vida, primera novela de Ignacio Molina, que se detiene en la cotidianidad de sus protagonistas: jóvenes que avanzan –o que ya ingresaron, pero de todas maneras no lo podrían asegurar– hacia la madurez que requiere la vida adulta, que realizan ese avance sin estridencias, tal vez sumergidos en el tedio. Sin embargo –y a diferencia de cierta literatura actual que, para describir el tedio, lo hace a través de páginas tediosas–, la rutina de los personajes se nutre de la vitalidad de los detalles de tal modo que cada acto, por pequeño que sea, se transforma en un núcleo narrativo muy dinámico. El texto se estructura a través del relato en primera persona de un joven oficinista sumergido en una vida de pareja que no puede disimular su crisis –aunque lo intente–, una voz que no sólo acierta en definir cada parcela de su circunstancia a través de una ágil y la vez obsesiva descripción, sino que atrapa en la narración de la habitualidad. Un intermedio –no tan logrado– interrumpe a esa voz con otro relato de la vida cotidiana de una pareja amiga para regresar en la última parte a la cotidianidad del protagonista central. Molina acierta a la hora de que lo no dicho se convierta en una parte activa de la narración y permite que el relato urbano de la rutina adquiera esplendores de una aventura suave y sencilla, como la vida.

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[El Litoral]

“Escribir es algo que hago por placer”

Por Sol Lauría

ESCRIBIR TE ALCANZA. “Empecé a escribir como a los 20 años. De chico tenía sensibilidad por la música y, a través de ella, por las letras. Trataba de escribir canciones, pero no lo asociaba con la literatura. A los 19 años compré mi primer libro, Vagabundo, de Eduardo Galeano, y empecé a copiarlo. Me daba por el lado del escritor comprometido. Eso cambió cuando leí a Carver. Entendí que era mucho más interesante escribir un relato con una estructura determinada. Ahí empecé a armar otro tipo de textos, con personajes ficticios y relaciones entre ellos. Y arranqué de a poco. Después vi la película Silvia Prieto, de Martín Rejtman, en el 99, y me quedé enganchado. Me influenció el minimalismo de sus libros. Y ese año escribí “Ejército de Salvación”, el primer cuento de lo que sería Los estantes vacíos”.


SER O HACER. “Sé que soy escritor porque escribo; es una derivación natural. Pero no me autoproclamo escritor. Tal vez si viviera monetariamente de mi tarea como escritor, lo tomaría de otra manera. Pero también tengo que trabajar de otras cosas. Si bien trabajo de cosas relacionadas con la escritura, no de la escritura que a mí me gusta. Entonces nunca deja de ser algo que hago por puro placer. Gano poca plata con los libros, sé que en algún momento podría ganar más, pero nunca pienso en esos términos en una carrera de escritor. Sí lo tomo con un compromiso diferente que hace diez años, en cuanto la escritura en sí misma y a las meta que me pongo”.

DE INSPIRACIONES Y PLACERES. “Tengo hábitos por proyectos que me planteo. Ahora estoy escribiendo una novela y trato de sentarme a escribir todos los días. Porque tal vez estoy en la calle y se me ocurre algo, pero se me va a ocurrir algo mucho mejor si en ese momento estoy escribiendo. Si borro, tacho, intento otra cosa, algo va a ir saliendo. La inspiración llega con el trabajo. Lo que más disfruto es pensar y elaborar un mundo creado por mí, pero que al mismo tiempo parezca independiente de mí. Porque uno crea los personajes, crea alguna situación, pero lo que termina en una novela o en un cuento es otra cosa, es la suma de todas las cosas que uno imaginó y algo diferente también. Cuando leo una novela mía, sé que no la pensé conscientemente palabra por palabra, las cosas fueron saliendo así de alguna manera. Y en el momento de la escritura también pasa eso: hay una voz que te va dictando, no es algo mágico, pero pasa. Y es un momento muy placentero”.

LO VIOLENTO. “La parte tortuosa es que no llegue la inspiración. O ponerte a escribir y leer lo que escribiste y decir ‘esto es malo’. Eso pasa mucho: no te sale nada o pensás que lo que estás haciendo no tiene sentido. Publicar no me resultó difícil. Presenté mi primer libro en Entropía y lo editaron a su costo. Con la novela pasó igual. Claro que siempre trabajé con editoriales medianas, que tienen otro trato hacia el autor. Si bien hay menos plata, hay más confianza, más intimidad, te dejan trabajar mejor. En cuanto al mercado de lectores, es muy difícil acceder a uno amplio. En los casos de mis libros, los potenciales lectores se cuentan por cientos. Mis libros tienen una tirada promedio de 1000 ejemplares”.

LAS OBSESIONES. “En el momento de la escritura mis obsesiones son la métrica, el ritmo, el tono. El tono, sobre todo. Es el gran desafío de la ficción: escribir una historia que todo el mundo sabe que es mentira y que parezca verdadera. La literatura es una de las actividades lúdicas más maravillosas que podés ejercer en la adultez. Y otro desafíos es que el texto sea lo más perfecto posible pero sin que se note que intentaste hacer eso. Que parezca natural. Esa es la preocupación de mi primera lectura: que no parezca artificial, que sea verosímil, que tenga un estilo propio. Que no suene forzado”.

LO POLÍTICO, QUE ATRAVIESA. “Más allá de la intención que tenga, el autor vive en una época y está atravesado por ella. En mi caso pasa eso. Si hay algún signo político en mi literatura, no es consciente. Los lectores pueden elaborar su propia teoría sobre el texto. Y yo no estoy de acuerdo ni dejo de estar de acuerdo con eso, porque no es mi tarea. A las diferentes lecturas críticas yo las respeto mucho y me encantan, pero no analizo demasiado mi obra desde un punto de vista político o sociológico. En algunos autores sí se puede ver algo político más explícito, pero yo prefiero analizarlos literariamente. Creo que el poeta que dice cosas como “soy un poeta kirchnerista” y antepone esa etiqueta a la propia obra, relega la calidad a esa etiqueta que lo define. Para eso, es preferible que haga un panfleto”.

¿QUIEN ES?
Ignacio Molina nació en Bahía Blanca, el 5 de agosto de 1976. A los 15 años fue a vivir a Buenos Aires. A los 29 publicó su primer libro de cuentos, Los estantes vacíos. Siguieron Viajemos en subte a China (Pánico el pánico, 2009) y el ensayo Tribus Urbanas (Kier, 2009). En su primer novela, Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010), logra encerrar la cotidianidad en una sucesión de detalles que refuerza, y hasta excede, al realismo minimalista.

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[Blog Eterna Cadencia]

Neurosis y deshonestidad

Por Patricio Zunini

La convivencia, el amor, la paternidad: qué marca el ingreso definitivo en la adultez. Ignacio Molina se interesa por estos temas en su primera novela, Los modos de ganarse la vida (Ed. Entropía) con una escritura que se compone de imágenes aparentemente simples, pero que se vuelven complejas en el todo final. Luciano, un joven de 27 o 28 años que vive con su novia, es tironeado entre la vida y las obligaciones. Y mientras su pareja perdió el idilio, su mejor amigo le cuenta que con su mujer -de la que Luciano siente una atracción- comenzaron un tratamiento de fecundación asistida.

Los personajes tienen unos 27, 28 años. ¿Qué te interesó de esa edad?
Es una edad interesante, como etapa de transición. La gente a esas edades está empezando a vivir una vida más adulta, proyectándola o ingresando a ella pero todavía sin poder verla plenamente. Sobre todo cuando todavía no son padres y pertenecen al sector de la clase media que retrata la novela.

¿Cuánto le debe Luciano, el protagonista, a Holden Caufield?
Nunca me lo había preguntado, pero creo que es cierto que es una novela de iniciación. Me parece que algo bueno de los personajes de mis novelas y mis relatos es que, tengan la edad que tengan, siempre están en la búsqueda de algo.

¿Le prestaste muchas neurosis a Luciano?
Sí. Pero creo que mi neurosis o la de Luciano no se alejan demasiado de la neurosis que todo el mundo tiene. Lo que pasa es que, tal vez, narradas en una novela esas neurosis resultan más extrañas, pero me parece que todas las personas tienen un alto grado de neurosis, aunque no sean tan conscientes de eso. Luciano, por ejemplo, está sentado en un banco de una estación, su novia ya subió al tren y él piensa “no me voy a levantar hasta que alguien no se siente al lado mío”. No tiene mucho sentido eso que se plantea, pero no creo que sea el único que piensa en ese tipo de boludeces. Yo pierdo mucho tiempo en esas cosas, pero por suerte las puedo usar para algo. Supongo que, de alguna manera, escribo para descargar la neurosis.

¿Es una novela melancólica?
Me lo han señalado muchos lectores, a veces casi como una crítica: “¿por qué tiene que ser tan melancólica?” Y yo tengo un conflicto con eso, porque no la pensé de esa manera y cuando la leo tampoco la veo tan así. Tal vez yo tenga un espíritu bastante melancólico y eso se cuele de alguna forma en lo que escribo, pero no es algo consciente. No creo que en la novela haya más tristeza o melancolía que la que hay en la vida cotidiana. A mí me obsesionan mucho el pasado y la historia de las cosas. Eso, sin dudas, está indefectiblemente vinculado con la melancolía. Y por lo visto se ve reflejado en lo que escribo. Pero creo que si me propusiera escribir algo melancólico, no me saldría nada.

La novela atraviesa diferentes relaciones de parejas. ¿Qué pensás de la pareja?
¡Uh! La pareja es la relación más deshonesta que existe. En una amistad hay honestidad, en una relación familiar hay honestidad: son relaciones fundadas en eso. Pero en una pareja lo último que hay es honestidad. Y se me hace un problema insalvable, sin solución. ¿Cómo se explica que alguien te parezca el mejor del mundo mientras te siga queriendo, pero cuando deja de hacerlo se transforma en el peor? ¿Qué clase de amor es ese? No me entra en la cabeza que dos personas se vean uno, dos o diez años, y que de un día para otro pasen a ser extraños. Si uno lo piensa fríamente, no sólo es doloroso sino que es hasta absurdo. La persona que fue la más importante en tu vida pasa a ser indiferente o despreciada. Es muy doloroso. No te voy a decir que prefiero la amistad a la pareja, uno tiene que seguir sus impulsos, pero sí sé que la amistad es un tipo de relación en donde hay más sinceridad que la pareja. Y todo esto no lo digo en base a experiencias propias; es lo que veo que sucede en general.

Otro tema que suele aparecer en tus textos, y de hecho aquí aparece, es la paternidad. ¿Cómo lo vivís?
Yo trato de no ser muy explícito y no trasladar las cosas que me conmueven a mí directamente a lo que escribo, salvo en los poemas que sí pueden ser más autorreferenciales. No escribo sobre la paternidad por el hecho de ser padre: en esta novela, por la tipología y por la edad que tienen, los personajes se enfrentan a esas situaciones. No es algo que yo les imponga. En los poemas sí me expongo más, también en ciertas cosas que publico en el blog o en un próximo libro que va a salir por 17 grises, cuyo título tentativo es Literatura del yo. Ahí sí hablo de mí, son textos autobiográficos y lo hago con impunidad. Pero no en las novelas. Por ejemplo, yo soy de Bahía Blanca, pero ni en Los estantes vacíos ni en Los modos de ganarse la vida nombro a la ciudad. En Los estantes sólo aparece mencionada como el nombre de una calle en Floresta. Siempre intento poner un poco de distancia. Creo que, si para algunos lectores esta novela tiene un dejo melancólico, si yo escribiera cosas más estrechamente vinculadas a lo que me pasa los textos ya saldrían inverosímilmente melancólicos.

Pero, ¿te da dolor escribir?
Al contrario: lo mitiga. El dolor en cierta forma es un motor para la escritura. Escribir no me provoca dolor; a lo sumo me puedo irritar o malhumorar cuando algo no me sale… Si no fuera por la escritura, el dolor en mi vida estaría mucho más en primer plano.

     
     

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