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  Los puentes magnèticos
Ignacio Molina

166 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2013
ISBN: 978-987-1768-13-4
   
   
 

+ Ignacio Molina en Entropía

           
             
                 
       
 

A lo largo de las páginas de Los puentes magnéticos, la voz de su narradora y protagonista va hilando con naturalidad lo trascendente y lo rutinario. Las escenas de los almuerzos familiares se funden con los encuentros sexuales, las clases de inglés se mezclan con el rodaje de una película independiente, una reunión de consorcio antecede a una sesión de pornografía en Internet. Las jerarquías narrativas se desdibujan para habilitarle al lector el acceso inmediato e íntimo a un personaje marcado por las secuelas de la desaparición de su padre y la inestabilidad de sus relaciones de pareja.

Al registro despojado que ya caracterizaba los anteriores libros de Ignacio Molina se agregan aquí las disrupciones de la dimensión onírica y una aceleración que lleva el ritmo de esta novela, de modo igualmente intencional y desprevenido, hasta el momento en que todo se transforma de manera definitiva.

Entre la pérdida y la ansiedad, la transgresión, el deseo y el pudor, la protagonista de Los puentes magnéticos atraviesa los días del mismo modo en que suele cruzar la ciudad en colectivo: por recorridos que se reiteran y, sin embargo, siempre se experimentan de forma diferente.

Contratapa
 
 
   
       
   
 

Los demás limpian las armas

Durante varios años, desde que egresé del colegio hasta la desaparición de mi papá, tuve un sueño recurrente: ya soy adulta pero tengo que volver a clase; llegó una carta informando que me faltaba una materia para terminar el secundario. El delantal me queda chico, mis compañeros me miran con asombro y yo soy bastante torpe para moverme en el aula: me choco con los pupitres y todos se burlan de mí. A veces La Bellido me encuentra desnuda en la sala de profesores y me pone amonestaciones. Según me fui enterando cada vez que lo contaba, ese mismo sueño, con algunos matices, es bastante común.

Desde hace siete años esa pesadilla fue reemplazada por otra: cada tres o cuatro meses sueño con el Amazonas. Sobre un suelo de hojas secas, bajo un techo de árboles que casi no deja que se filtren rayos de sol, mi papá da vueltas alrededor de su grabador de periodista. Se lo ve un poco más barbudo y canoso que la última noche que caminé con él por Chacarita, pero sigue teniendo, tan blanca y planchada como siempre, la camisa que usaba para ir a la redacción. Mientras gira en círculos graba mensajes para mi mamá, para Matías y para mí en un portuñol tan cerrado que casi no alcanzo a descifrar.

A veces, en el sueño aparece una variante: la selva amazónica se convierte en el monte tucumano, y la vegetación tropical en cañaverales. Entonces aparece un grupo de guerrilleros con fusiles al hombro que se acercan a preguntarle a mi papá a qué compañía pertenece. El líder de ese grupo es el papá de Eugenia; cuando se reconocen de la puerta de la escuela se saludan con un abrazo y se quedan charlando sobre sus hijas mientras los demás limpian las armas.

Este año ese promedio subió: en lo que va de la semana ya soñé dos veces con lo mismo. Todo empezó la noche de mi último encuentro con Cristian y del recital de El Silencio Gitano. Ya en mi casa, como no me podía dormir, prendí la computadora, entré a la casilla de mails y el primero que vi terminó de despabilarme: Isabel Suárez me decía que el fin de semana iba a estar en Buenos Aires y que le gustaría encontrarse conmigo para charlar. Yo me quedé paralizada unos segundos, después pensé en responderle que no, pero al final sólo lo eliminé sin contestarle nada y proponiéndome hacer de cuenta que nunca lo había leído. Volví a la cama y me dormí recién tres horas más tarde.

Isabel es la chica rionegrina que hace siete años viajó a Brasil de vacaciones con su novio. Se alojaron en una posada de Itapiranga, un pueblito cerca del río Amazonas, y una mañana, mientras él seguía en la cama, ella le dijo que iba a salir a hacer compras. Al mediodía, cuando se levantó, el novio no la vio por ningún lado y descubrió que se había llevado una mochila con algunas cosas. Entonces empezó a llamarla al celular pero nunca la encontró. Pocos días más tarde la noticia ya estaba en las tapas de todos los diarios, y mi papá viajó con un fotógrafo a cubrir el caso.

La mañana siguiente a su llegada, las autoridades del municipio local le ofrecieron subir a un helicóptero para recorrer la parte del Amazonas en la que se decía que podía estar Isabel. El helicóptero no volvió a aterrizar a la hora esperada e Isabel apareció al día siguiente en una ciudad cercana a la frontera con Venezuela: se había fugado con un brasilero y sólo al enterarse de que la estaban buscando tan intensamente llamó a su novio para pedirle perdón. El brasilero, al ver una foto de ella en el sitio de un diario argentino, se había escapado en plena noche del hotel que compartían. El novio, que había colaborado en la búsqueda, no la perdonó, y los padres viajaron a buscarla.

Los que no aparecieron, en cambio, fueron mi papá, el fotógrafo y los tripulantes brasileros. Tampoco se encontraron restos del helicóptero; era como si se lo hubiera tragado la tierra. Mi mamá y el director del diario, con el apoyo de la embajada argentina, se instalaron un mes en la zona para seguir de cerca la búsqueda, pero tuvieron que volver a Buenos Aires casi sin esperanzas. Desde entonces, Isabel trató de hablar conmigo y con mi familia varias veces pero nunca la atendimos. Ahora venía a Buenos Aires "por razones de trabajo" e intentaba hacerlo una vez más.

Esa historia se la cuento a Javier, con algunos detalles más, una tarde en que lo veo conectado al chat. También le pregunto cómo estuvo el recital y vuelvo a pedirle disculpas por no haber podido ir. Él me dice que estuvo bien, que no fue ni el mejor ni el peor de la historia del grupo, y que le hubiera gustado verme ahí. Yo le digo que al próximo no voy a faltar. Lo que no puedo decirle –porque ya no tengo vuelta atrás en mi mentira– es que mi mejor momento de los últimos días lo pasé escuchándolo y viéndolo con la guitarra colgada en el escenario. Por eso, como forma de agradecerle, cuando me invita a salir acepto enseguida.

 

Fragmento
               
 

Autor

 

 

 

 


 

   
   

Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976.
Publicó los libros de relatos
Los estantes vacíos (Entropía, 2006) y En los márgenes (17 Grises, 2011); la novela Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010); los libros de poemas Viajemos en subte a China y El idioma de que usan todos (Pánico el pánico, 2009 y 2012).

 
 

Reseñas

ADN Cultura
(Daniel Gigena)

Bazar americano
(Matías Moscardi)

Revista Damasco
(Flora Vronsky)

Maviticias
(Matías Luque)

La única
(Manuel Quaranta)

Revista Veintitrés
(Miguel Zeballos)

Asunto Quinta
(Laura Biagini)

Entrevistas

Página 12
(Silvina Friera)

Libros, nocturnidad y alevosía
(Sandra Ávila)

Eterna Cadencia Blog
(Patricio Zunini)

Télam
(Juan Rapacioli)

 

[ADN CUltura]

Coreografías urbanas

Por Daniel Gigena

La segunda novela de Ignacio Molina, narrada por una joven profesora de inglés, con las monedas contadas (la acción transcurre antes de la SUBE, así que los personajes viven juntando monedas para usar el transporte público), añade al realismo tibio y desencantado de su obra una mirada onírica, si no psicodélica, que irrumpe en el flujo monótono de los días.

Separada de su pareja, con quien compartía un departamento en Belgrano, Camila vive ahora en Parque Patricios y recuerda los días con su ex (¿felices?,¿mezquinos? La indeterminación infiltra las frases: “Yo al principio fingí negarme, pero como no encontré excusas ni motivos para seguir haciéndolo tuve que ceder”). Trabaja bastante pero el dinero apenas cubre el alquiler y las comidas y, en una de las típicas coreografías urbanas que Molina dibuja con acierto, se acerca a los demás, y se aleja de ellos, para cobrar un impulso que no termina de formarse.

Esa clase de impulso también define la figura de la novela. Vacilante, abandona los aspectos dramáticos: el difuso duelo por el padre desaparecido, la falta de una pareja estable (y de una vivienda fija). Establece, en cambio, juegos de parecidos y de enigmas sobre el tiempo y registra el erotismo infatigable de la joven, sus amores clandestinos, que, de una manera cómica, se duplican en otras parejas, como la de su vecina y un punk de los años 80. Una elipsis de varias semanas en el relato diario deja a los lectores en la orilla de una narración diferente, como si se estuviera ante la suspensión del efecto de una anestesia aplicada con obstinación para callar el ruido externo, pantalla del desasosiego íntimo.

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[Bazar americano]

Magnetismo y literatura

Por Matías Moscardi

Hay una escena de Los puentes magnéticos, segunda novela de Ignacio Molina, que podríamos pensar como entrada de lectura: Camila –una joven profesora de inglés, narradora protagonista– asiste de casualidad al rodaje de una película independiente también llamada Los puentes magnéticos y participa como extra en una de sus escenas.

Entonces, a partir de lo anterior, Los puentes magnéticos podría leerse, en su doble alcance nominal, como un artefacto en cuya superficie de inscripción confluyen lo narrativo y lo cinematográfico. Pero no me refiero tanto a la escritura de Molina en términos de estilo –escritura que efectivamente podría convocar una relación de afinidad con el montaje: por el linde entre el fraseo y la calibración de un plano preciso, por la contigüidad entre el párrafo y su potencia de síntesis en cuanto a la progresión secuencial de una acción determinada–; me refiero, en cambio, a este acontecimiento aparentemente insignificante que, no obstante, da nombre a la novela, o en todo caso coincide con él: una vez que la protagonista aparece en la escena de aquella película, algo cambia.

Hace ya bastante tiempo que Camila se separó de Cristian. Ahora se encuentra en una etapa de transición donde predomina el intento, siempre trunco, por recuperar un resto de la experiencia amorosa: los encuentros un poco insulsos con Rodrigo; los primeros acercamientos de Javier, guitarrista de una banda punk llamada El Silencio Gitano; y las fantasías con Emiliano, el hijo de su vecina, al que conoce dictándole clases particulares de inglés. Pero lo que sucede después de que Camila aparece en la escena de Los puentes magnéticos no tiene las características de un giro argumental en el orden del relato. La alteración, por el contrario, tiene lugar como fenómeno de lectura: porque el acontecimiento insignificante de aparecer por unos segundos en la escena de una película, vuelve visible algo que ya estaba ahí pero que todavía no podía ser percibido, leído; no hasta que Camila se transforma, por un segundo, en actriz. Entonces algo queda suspendido en la lectura a partir de ese momento: y es precisamente esa posición actoral, y por lo tanto espectral del personaje. Porque después de que Camila participa en la escena de esa película independiente dirigida por un compañero del secundario, advertimos, tanto hacia atrás como hacia adelante, que todo sucede como prótesis de esa actuación: “…cuando la escena termina me siento muy extraña. Una sensación de vacío me atraviesa todo el cuerpo”, escribe Camila después de verse a sí misma en el estreno de la película.

Por eso, en el transcurso de la novela, siempre irrumpe como extrañamiento la sensación de que Camila repite una y otra vez, como si se tratara de un ensayo, el guión de un extra; tal es así que casi nunca puede decir que no ante una invitación o una propuesta y entonces se ve arrastrada por el pulso irrefrenable de los acontecimientos que se transforman, así, en una especie de destino guionado, pero que, sin embargo, Camila experimenta casi como si actuara bajo cierta garantía dilatoria de poder filmar cada escena siempre una vez más, de reescribir la performance de su propia vida, de su propio relato como artificio. El vacío, entonces, en este caso, no tanto como afección metafísica, tampoco como alienación imaginaria ante la percepción del Yo como Otro en la pantalla del cine, sino más bien como condición topológica que demanda un tipo de escritura avasallante, magnética, cuyo poder de atracción (sobre las imágenes, los recuerdos, las experiencias, los cuerpos) está potenciado precisamente por un espacio en blanco, vacante, siempre imantado, en posición receptiva: “…en lo que más pienso es en la bandeja de entrada vacía de mi celular”.  Ese espacio es, precisamente, el espacio del relato: una superficie de recepción depurada que funciona por imantación de recuerdos y atracción de cuerpos.

Entonces, ¿qué es, en definitiva, lo que aparece como proyección, como profundidad, en una historia cuya superficie ya no se asemeja a la trama estriada del hilvanado textil sino más bien a la tela lisa de la pantalla de cine, que es también la superficie del puente, y por lo tanto del tránsito, del pasaje y de la conexión? Como en las películas, el mundo cotidiano de Camila adquiere, progresivamente, un carácter espectral, pero no en un sentido fantasmagórico, sino en el sentido de ese mismo papel que Camila interpreta en el artefacto de Los puentes magnéticos: porque, en definitiva, todo funciona bajo la lógica del extra, que es también la lógica de la aparición fugaz.

En la historia de Camila no habría, luego, relato en tanto tejido, sino puro deslizamiento sobre la superficie del relato como pantalla, como bandeja de entrada, como puente conectivo. Los ojos cerrados de Camila, acción que retorna como imagen una y otra vez, son la parte analógica de esa superficie, la clausura de toda textura, de todo relieve y por lo tanto símil de la pura circulación, del tránsito, del movimiento: un espacio de inscripción magnetizada en donde cualquier afecto puede superponerse con cualquier sujeto; cualquier imagen puede advenir sobre cualquier otra, pero nunca de manera caótica sino como fatalidad, como imposición: bajo la forma de lo inevitable.

Al comienzo, por ejemplo, es lo que sucede con Rodrigo y Cristian: “…Rodrigo me arrincona contra la heladera, me besa el cuello (…). Después, en la cama, cierro los ojos y trato de imaginar que el cuerpo que tengo encima no es el suyo sino el de Cristian”; o un poco más adelante: “…pienso en las manos de Rodrigo, en la voz de Cristian”. De este modo, por lo tanto, no hay presencias ni vínculos puros, personajes que no lleven inscriptas, desde el vamos, las huellas del otro, ni siquiera en el caso de la narradora, que en un sueño, por ejemplo, se funde con una amiga de la infancia: “Tengo un sueño raro. Me encuentro con Verónica. Tenemos siete años y estamos solas. De repente, después de dar vueltas a la calesita, nos convertimos en una sola persona”.

Tampoco hay espacios donde territorializar, en tanto los lugares por los que se mueve Camila, o bien están cargados con el peso de su historia personal, y por lo tanto son dolorosos; o bien son lugares transitorios: es el caso de su propio departamento, que de un día para el otro, por un tema con la renovación del contrato, se transforma en el lugar “...que está dejando de ser mi casa”. Así, Camila cierra los ojos una y otra vez para imaginar trayectos posibles de vida, decisiones que no puede tomar y efectivamente no toma, escenas que no ocurrieron, no ocurren ni ocurrirán nunca: un tiempo, por lo tanto, conjetural, suspendido en ese ejercicio recurrente de proyección imaginaria que circula por la novela de Molina.

Y en este sentido, la historia del padre de Camila es significativa. Nos ubicamos en el pasado. Isabel Suárez desaparece cerca del río Amazonas. El padre de Camila es periodista y viaja a cubrir el caso. De pronto, Isabel reaparece: se había fugado con su amante. Pero como contrapartida, el padre de Camila, el fotógrafo y los tripulantes brasileros que habían ido en su búsqueda desaparecen de manera misteriosa. Más tarde, Isabel vuelve a aparecer por segunda vez, por medio de un e-mail: quiere encontrarse con Camila para charlar. Camila nunca contesta, pero el hecho de que este mensaje haya ingresado a la bandeja de entrada del relato ya es índice de algo.

Decía, antes, que la novela de Molina construye un espacio de inscripción que opera bajo la lógica magnética del aparecer (de los recuerdos, de las imágenes, de los afectos, de los cuerpos). Ahora podemos arriesgar un motivo: aquello que funda y produce esa lógica de la aparición magnetizada es nada más y nada menos que la desaparición del padre de la protagonista. Porque esa desaparición es precisamente aquello que no puede dejar de aparecer, de distintas maneras, como variación constante, marcando casi un síntoma del relato que atraviesa toda la escritura de la novela y alcanza a imantar de una manera poderosa la experiencia de lectura, experiencia que tiene que ver, por último, con la celeridad del puente: como si la metáfora de la voracidad (la novela se devora) hubiera sido suplantada por una metáfora de circulación vial (la novela se atraviesa), ya que como en todo puente, uno no podría detenerse en la mitad o pegar media vuelta para volver atrás: dar el primer paso es, necesariamente, cruzar.

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[Revista Damasco]

El susurro como grado cero

Por Flora Vronsky

En una entrevista reciente, Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976) declara: ‘Cuando empecé a escribir intenté hacer una literatura que no pareciera literatura’. Bien podría ser la frase inicial de una programática ambiciosa, de una ‘poética del no’ canonizada hace tiempo a partir de Bartleby & Co. Sin embargo, Molina ha escrito bastante, ha recorrido diferentes géneros y se ha posicionado dentro del cuadro literario actual. Su ‘preferiría no hacerlo’ se versiona en un ‘preferiría no hacerlo de tal modo, con tal impronta’. Un intento de quebrar el literaturnost, la especificidad de lo literario como sistema inmanente, autoclausurador. Hay una punta de coraje en semejante objetivo que, como toda empresa, conlleva altos grados de riesgo. Uno de ellos es perder de vista que la literaturidad sólo se define en cuanto sistema (en el caso de que exista tal posibilidad) a partir de la relación que se establece con otros sistemas, a partir de su pertenencia a un polisistema heterogéneo, contaminado, con gusto a palimpsesto. Desarreglar de esa manera la ecuación puede provocar que el soliloquio se quede balbuceando en autoperformance, en grado cero.

Los puentes magnéticos es bastante más que ese soliloquio porque encadena secuencias narrativas flexibles que van desde una película retrofuturista que involucra a Perón hasta el devenir burgués de algunos punkies de los ’70, pasando por diferentes registros de ausencias y desapariciones que rozan los años de la dictadura como una infusión tibia, dejada allí para que se enfríe. En ese sentido, podría decirse que la novela efectivamente propone un macrosistema y lo respeta. Asimismo, también se nos manifiesta como estructura el hilo conductor que sostiene las secuencias: el devenir de Camila, la protagonista. Una treinteañera melancólica y solitaria que entreteje los puntos de su presente anodino a base de corporizar en su rutina actual aquellos episodios relevantes de su pasado que le permiten asomarse de puntillas a todo eso que representa una historia transformada continuamente: el futuro. La accidentada desaparición de su padre, la ruptura de un vínculo sentimental, un cambio de registro espacial y urbano, la irrupción de nuevas relaciones o la conexión casi franciscana con el dinero son, para Camila, materia de reflexión y evocación, por un lado, y fuente de nostalgia y melancolía, por otro.

En este punto el título de la obra es revelador. Porque el péndulo que se desplaza entre el pasado y el presente bien podría establecer esos puentes que consigan configurar para Camila una autocomprensión más lúcida, más acabada. Funcionan también como conectores entre la historia política argentina de la década del ’50 y un futuro de trama policial cien años después, apuntalados por las tuercas de una revisión cultural velada y subyacente que arrancaría en el 2001. Incluso amplían su espectro semántico hasta el trazado urbano y el transporte como vasos comunicantes entre las arterias asimétricas y disímiles de una ciudad como Buenos Aires. Los puentes, entonces, como sistemas de interconexión en varios niveles de lectura y construcción narrativa.

Sin embargo, el adjetivo magnéticos que los acompaña produce cierto chirrido incómodo, como fuera de tiempo. La energía magnética es un fenómeno físico por el cual los objetos ejercen fuerzas de atracción o repulsión sobre otros objetos. La palabra clave es el verbo: ejercer. Usado en esta acepción implica acción, movimiento, propulsión hacia un algo que es otro, algo diferente de mí. Atracción o repulsión. Y allí es precisamente donde la ecuación sistémica de la novela se resquebraja. Porque no hay magnetismo en esos puentes. No verificamos como lectores esa fuerza, esa potencia que atraiga el sistema del tiempo del relato hacia el tiempo de la historia. O que la repela. O viceversa. La desconexión entre el sistema configurado por el péndulo de los puentes y el sistema autorreferencial de la rutina ascética de Camila es tal que ese gusto a palimpsesto se deshace en la boca de manera rápida, casi instantánea. No se nos permite integrar ambos tiempos en un polisistema que se contamine de manera intermitente. Las relaciones internas entre los elementos narrativos se desdibujan no porque la vida de Camila sea francamente aburrida y emerja como representación del resultado posible de una generación atrapada en un monoambiente con poca luz, sino porque esa anoia vital, ese spleen devaluado en miserias materiales consigue clausurarse de tal manera sobre sí mismo que rompe relaciones diplomáticas con cualquier sistema coyuntural que pretenda enmarcarlo, darle una forma. La estructura, de este modo, tiembla trémula y susurra a media voz un soliloquio en gran medida intrascendente.

Quizás Ignacio Molina entienda precisamente esto como ‘la literatura que no parece literatura’. Quizás su programática se esté desarrollando aún, ensayando su arte del parecer en un registro nostálgico y realista, que en efecto logra ser evocado. Quizás su ‘modo de ganarse la vida’ (que da título a su primera novela) esté mucho más relacionado con el objetivo que se propuso cuando comenzó a escribir. En su registro poético, Molina parece amigarse con el spleen de época y permite que ciertos magnetismos irrumpan, recuperando una potencia que sin lugar a dudas habita en él. En cualquier caso, seguirá siendo interesante hacer dialogar la heterogeneidad de sus sistemas y acompañar de cerca su deseo legítimo de construir de un literaturnost singular y propio.

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[Malviticias]

Vacío constante

Por Matías Luque

La nueva novela de Ignacio Molina, Los puentes magnéticos, retrata la vida de Camila, que entre la docencia, las relaciones, las familias disfuncionales y los vacíos arma un entretejido donde el costumbrismo y el realismo conviven y saturan el libro.

37 capítulos cortos conforman Los puentes magnéticos, donde Molina entrega, bajo la voz de una narradora, un escenario reconocible, cercano. Nada queda librado al azar, todo se explica al extremo sin dejar al lector formar ningún imaginario. La protagonista de la novela es una joven profesora de inglés que terminó una relación hace poco tiempo, y aunque sigue enamorada de su ex, mantiene relaciones insignificantes con otros hombres de su misma edad. Comienza a dar clases particulares al hijo de su vecina del cual después se sentirá atraída; visita y cena con una amiga; participa de extra en la película de un amigo del secundario; ve en distintas ocasiones (gestionadas por ella) a su ex; no le renuevan el contrato y debe volver a casa de su madre, donde los recuerdos traen al presente la desaparición de su padre en un accidente aéreo en Brasil.

Predominan las intenciones, los intentos por volver, por perder, por dejar, por alcanzar, por recordar y por amar. Esos deseos se repiten y son los mismos en el transcurso de toda la novela. Hay una idea, una trama realista, costumbrista. Con una prosa sencilla y de fácil lectura, sin pretender bajar línea ni hacer ningún tipo de juicio de valores, se tocan temas como el peronismo y los desaparecidos.

Editada por Entropía, como en otras ocasiones (Los estantes vacíos, 2006 y Los modos de ganarse la vida, 2010), en Los puentes magnéticos hay un vacío constante en todos los personajes del libro, hueco que intenta llenar en todo momento; abandonos y encuentros forzados. Tal vez sea una novela anacrónica, donde todo es pasado, donde los recuerdos abundan, donde todo es viejo, obsoleto, como el diario en papel.

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[La única]

La atracción magnética de los orígenes

Por Manuel Quaranta

Si a Jorge Luis Borges le resultaban extraños los laberintos porque eran construcciones hechas por el hombre con el insólito objetivo de perderse, a mí me llaman poderosamente la atención los puentes debido a que su único destino es cruzarlos. Un puente implica, así, un tránsito, que metafóricamente resulta siempre doloroso dado que algo se deja atrás. Como una mudanza constante, como el devenir que nos transforma.

Los puentes magnéticos narra la historia de Camila, una joven profesora de inglés enamorada de sus orígenes. Ella piensa, imagina, piensa, duda, piensa, calcula, piensa, posterga, piensa y se arrepiente (“nunca me decido”). Camila, obsesivamente, con sus secretos, espera que algo suceda, un llamado, un mensaje de texto, un mail, una novedad paradójica que la devuelva a un momento en el que se encontraba a gusto: con un padre, con un novio, con un hogar.

Los puentes magnéticos cuenta, a partir de retazos, el intento de Camila por recuperar o reconstruir un pasado: localizar a un padre que lleva siete años desaparecido, reconquistar un ex novio que parece decidido a no renovar los lazos amorosos, en definitiva un personaje que pretende revivir situaciones cotidianas que, si bien en ocasiones pueden repetirse, jamás serán iguales (el barrio no es el mismo, los mozos que la atendieron no son los mismos, las amigas no son las mismas, el ex novio no es el mismo: “el Cristian con el que yo había vivido casi dos años no existía más”; el mundo, en definitiva, ha cambiado).

La novela de Ignacio Molina es, sin duda, una pregunta acerca de cómo podemos congelar o enfriar (ver la cantidad de veces que se menciona una heladera) el devenir de los sentimientos para que no se derritan como las hamburguesas que lleva Camila cuando se reencuentra con un viejo amigo que le propone un pequeño papel en su película Los puentes magnéticos: “consistía en que pasara caminando por el puente”, sintomáticamente denominado Brasil, país que parece haber devorado a su padre.

En realidad, la novela de Molina no es sólo una evocación nostálgica sino también, y sobre todo, un intento de afrontar el presente que permita desprenderse del pasado y así poder abrir un camino hacia el futuro. Los puentes magnéticos, entonces, es una novela de pasajes, de cambios: punks y hippies que devienen empresarios, padres desaparecidos (Eugenia, amiga de Camila, también tiene a su padre desaparecido, aunque bajo las circunstancias del terror estatal de la última dictadura militar) que reclaman ser enterrados, mudanzas, rupturas, nacimientos, ¿cómo cortar los lazos invisibles? El título del CD de la banda musical de Javier, El silencio gitano,uno de los amigos de Camila, que además figura como epígrafe de la novela, nos acerca a la respuesta: “Soñé que no había que hacer ningún esfuerzo”. Agrego: soñé que no había que hacer ningún esfuerzo para vivir, para enfrentarse con las incertidumbres, con el presente, el pasado, para romper los lazos, para mirar hacia adelante, para convertirse en adulto, envejecer, para decirle basta al cuento de hadas. Sí, hay que realizar un esfuerzo sobrehumano para aceptar el ingenuo juego del devenir.

En el final Camila comienza a presentir la necesidad del desprendimiento, del viraje, de mirar hacia adelante: “También me planteo la posibilidad de reformar todo esto, de tirar los diarios y los papeles que juntan polvo, regalar los muebles y limpiar las paredes; que ya es hora de darle a mi papá el lugar que se merece y no el de un desaparecido al que todavía estamos esperando con sus cosas intactas”. Este fragmento es clave, ya que la protagonista toma conciencia de que el lugar merecido por el padre (un fantasma) es el de muerto, un padre muerto y enterrado que la habilite a continuar con la vida y los proyectos. Inmediatamente después, una señal, un primer paso, “miro un bloque entero [de Videos asombrosos, su programa favorito] y me doy cuenta de que ya no me gusta tanto como antes este tipo de programas”.

Los puentes magnéticos de Ignacio Molina pone en evidencia la angustia extrema que genera esquivar la atracción magnética que tienen los orígenes cuando se los concibe de modo mítico,  orígenes que se encuentran, irremediablemente, perdidos, sobre todo para un personaje obsesivo como Camila que necesita evadirse del mundo (estar siempre en otro lado) y construir una protección mental que baje la ansiedad ante las penosas situaciones,  aunque este procedimiento le impida muchas veces distinguir con precisión entre una ficción vital y una realidad acuciante: “La repaso tantas veces que en un momento me doy cuenta de que la versión que termino imaginando tiene muy poco que ver con la original”.

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[Revista Veintitrés]

Cámara Gesell

Por Miguel Zeballos

La cadena de pensamientos de la narradora y protagonista de Los puentes magnéticos salta de detalle en detalle. En ese tránsito, los recuerdos se suceden ya no por nostalgia o añoranza, sino como complemento de un cuerpo que deambula –¿perdido?– y de una mente que insiste en hacer asociaciones disímiles con las personas y los lugares que va cruzándose, como si esa voz femenina al surcar los puentes magnéticos insistiera en vomitarnos en la cara su puesta en escena de la memoria.

El 118, Emiliano, Parque Patricios, Rodrigo, podrían considerarse el presente. Su padre, Cristian, los ex compañeros del secundario, el pasado. Sin embargo, para Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976), el tiempo parece elástico, se estira a más no poder, no se rompe nunca, y para dar cuenta de que pasado y presente tienen el mismo peso, conviven en el centro de la conciencia de la protagonista, que a su vez será el centro de la conciencia de los lectores.

Dan igual sus clases de inglés, los encuentros casuales, las mudanzas, Chacarita o Paternal, Javier o Emiliano, la desaparición misteriosa de su padre, dan igual en tanto y en cuanto esa suerte de cámara Gesell en la que ella parece vivir no se rompa del todo. Cámara Gesell o frontón de situaciones con el que parece chocar una y otra vez de manera hipnótica, o como reza el título, magnética.

Aunque parezca lo contrario, no hay repetición sino insistencia, y es ese modo afiebrado como el autor de Los modos de ganarse la vida (2010) vuelve al ruedo para contragolpear con su trabajosa y cristalina prosa.

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[Asunto Quinta]

Un escenario despojado de escenografía

Por Laura Biagini

Encontré Los modos de ganarse la vida, la primera novela de Ignacio Molina, escondida en un estante al ras del suelo de una librería del centro. Estaba medio ajada una de las solapas pero me la llevé por el color borravino tan hermoso y las fotos superpuestas del arte de tapa. Para qué mentir, me la llevé sin leer más que el título. La tarjeteé furiosamente y pedí que me la envolvieran para regalo.

Al terminarla me quedó una sensación dura, un descalabro emocional, como volar a causa de una patada ninja rotunda ahí donde termina el esternón. Después de eso, bueno, sucedieron un montón de cosas que hacen a mi humanidad pero no a este comentario.

A fines de 2014 llegó a mí casi por casualidad Los puentes magnéticos, su segunda novela, esa que no solo cierra la trilogía urbana*, sino que además le da el carácter. Es este libro y no los otros el que carga con el mayor poder identitario. 

La novela gira en torno a Camila, una profesora de inglés que araña los treinta reproduciendo una rutina que descansa sobre duelos irresueltos y una culpa que no puede -no sabe- purgar. Como escribiera Jimena Arnolfi, todo hace ruido. Su profesión, su padre periodista desaparecido en Brasil. La relación con su madre y su hermano menor. Una amiga a la que comienza a ver luego de hacer que pierda su trabajo. Una película en la que hace de extra. Los hombres: Emiliano, el alumno adolescente que la desorienta y con el cual se acuesta; Cristian, su ex-pareja; Rodrigo, el pibe con el que tiene algo; Javier, un profesor suplente. Todos se la cogen. O casi todos. Elijo decirlo de esta manera por un motivo. Hay un uso de ese cuerpo que no nos es indiferente. 

Tanto en Los modos de ganarse la vida como en Los puentes magnéticos hay una escena en la que el protagonista ve interrumpido su trayecto del supermercado a su casa -por causas absolutamente dispares- y debe tirar las hamburguesas que había comprado porque ya se habían descongelado. Al leer ambos pasajes pensé lo mismo: ¿Es esto real? ¿Tiraríamos tan fácilmente un paquete de hamburguesas porque no las pusimos inmediatamente en el freezer, porque nos retrasamos más de la cuenta? ¿Es realmente necesaria esta escena? Y en ambos casos convine que sí. Hay un metrónomo molesto que les marca un tiempo que acecha, que no controlan; comparten, en una comunión imposible, la pérdida de autoridad. De hecho, la muerte del padre de Camila queda signada por una desaparición confusa que solo hace a la idea de algo demorado en el tiempo, no de algo -de alguien- que ya no está. 

Los puentes magnéticos es, en esencia, un escenario despojado de escenografía. Allí donde otros dispondrían de múltiples recursos narrativos, Molina elige ignorarlos y construir desde adentro. Termina erigiendo un personaje dotado de una pesadez etérea; es Camila la entera responsable, al suplir los objetos que faltan, de dar cuenta del espacio y del tiempo. Hay mudanzas, sí, hay establecimientos fuertes y marcas espaciales ingeniosamente destacadas, pero no hay espacios libres. Nunca hay espacios libres. Es difícil, por momentos, no confundir la prosa limpia con una historia llana; pero esa simpleza encierra reveses allí donde se ponga la vista.

Los puentes magnéticos podría ser un manual de instrucciones o una receta de cocina. En algún lugar esconde celosamente las pautas para rehuir de las decisiones ajenas, y las pistas para intentar no quedar recluso de las propias. Hace unas meses le dije en un mail que me resultaba fácil creerle porque su escritura se adivinaba desde un primer momento honesta. Y quizás, pienso en frío ahora, sea la mejor forma de describirla: desde la sinceridad, que no es lo mismo. La idea que deja es que no finge, no fuerza. 

Sexo y género. Al avanzar sobre la historia, percibí los géneros cambiados en diferentes personajes, como si Camila por momentos fuera un hombre, como si todos esos hombres que se deslizan fueran mujeres. Podría interpretarse como un error en la conformación de los personajes. Podría, no lo sé. No creo que sea tan importante. Me interesa lo que sucede después. De Rodrigo, de Cristian, del profesor, de todos sus ex, Camila es objeto. Pero hay un vínculo en el que se nota el final de un proceso, el que rompe con todo lo anterior y monta, sobre pilares precarios pero genuinos una identidad modificada, nueva: es el que se desarrolla entre ella y su alumno. Hay una escena puntual en la que su sexualidad le es restituida. Él la llama pidiéndole ayuda, tomó cocaína y está asustado, ella va a ayudarlo, lo calma y lo cuida, y cuando él entra en calor, cuando se tranquiliza, algo en ella se activa y lo busca; se adivina que se acuestan; él pasado de rosca, ella de algún  modo también. Al final del libro se confirma que está embarazada. Todo esto es muy importante. Su sexualidad, su cuerpo de mujer, se restauran con este chico. Su identidad -y la de su padre- se reconstruyen con el otro pibe -el que espera-, su bebé por nacer. Mientras que se adivina que está lista para dar a luz, su padre está listo para morir. 

Los finales que elige este escritor parecen mostrar un avance en la deliberación de los personajes. Si el lector no esta advertido quizás interprete que ese estancamiento y ese devenir cotidiano pueden, por generación espontánea, dejar una impronta marcada, una enseñanza atroz. Pero si es, definitivamente no es por generación espontánea. Es tan terrible a veces no saber si es el mundo o somos nosotros.

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[Página 12]

"Ser punk hoy"

Por Silvina Friera

Una pregunta, como un poema, puede ser una breve crispación del tiempo. Una discreta herida de lo real. “Desde cuándo me interesa la política” es el interrogante que Camila, una profesora de inglés, interpelada por su hermano en una reunión familiar, nunca responderá cabalmente. Aunque el lector sabrá que estuvo a punto de contestar “desde siempre”, la frase quedará suspendida, a mitad de camino entre lo que se piensa y no se dice. Conviene no ignorar ni pasar por alto esa especie de modesta epifanía de Los puentes magnéticos (Entropía), segunda novela de Ignacio Molina, que inscribe la deriva de su protagonista en un tiempo muy preciso –2009– y a la vez muy elástico por ese vaivén que desde el presente, desde una cotidianidad casi microscópica signada por la desaparición del padre en un accidente aéreo en la selva amazónica, se produce entre pasado y futuro. Los azulejos del buffet del colegio donde enseña despliegan algo que a la narradora le resulta familiar: son iguales a los que tenía en la cocina su mejor amiga de la primaria, cuyo padre desapareció 18 días antes de que ella naciera. Secuelas de ausencias que se cruzan entre recorridos por la ciudad –de Parque Patricios a Chacarita–, clases particulares, el rodaje de una película de cine independiente con detectives enviados al 2050 por el segundo gobierno de Perón, vestidos como en 1952, en busca de los secretos escondidos en algunos puentes peatonales de la ciudad; ex punks devenidos padres y madres y una montaña rusa emocional de Camila en la que se mezclan su ex novio, su ¿novio actual?, su amante y el hijo adolescente de su vecina.

“En mis libros hay muchas familias disfuncionales, gente que se relaciona de maneras extrañas. Me gustan las pequeñas sociedades entre los ex novios, el vínculo que siguen teniendo, aunque no se vean”, cuenta Molina a Página/12. “Nunca toco explícitamente temas relacionados con la política, si bien la política atraviesa mis relatos, novelas y poemas. Sí aparece la política como relación y vínculo entre las personas. Y la relación con el dinero, el trabajo, las relaciones interpersonales. Eso siempre está puesto en juego y eso es político, sin duda. Por primera vez, en esta novela, aparece el tema de los desaparecidos.”

–¿Por qué aparece por primera vez?

–No sé, fue algo que surgió. Yo no premedito mucho las tramas. Empiezo a escribir cuando tengo al personaje. Sabía que iba a ser protagonizado por una chica de unos treinta años, pero al principio estaba narrado en tercera persona. Entonces tenía algunas escenas sueltas que había empezado a escribir, pero no me convencía. Hasta que encontré la voz de ella y ahí empezó a desplegarse todo su universo. Apareció primero la historia de su ex novio, Cristian, una suerte de fantasma que, al igual que su padre, atraviesa la novela. Y la de su actual novio, Rodrigo. Y después aparecieron las amigas; relaciones que se van armando con un sistema de casualidades propio de la novela. Que el padre de la amiga esté desaparecido no lo busqué. Se dio así. Creo que hay escritores que se sientan a escribir su novela teniendo toda la idea en la cabeza, pero yo soy otro tipo de escritor. Me pongo a escribir con la voz del protagonista que me va llevando.

–El clima que se generó a partir de la irrupción del kirchnerismo y la apertura de los juicios, ¿podría ser una de las razones de fondo que hizo posible que en esta novela aparezca la cuestión de los desaparecidos?

–No sé si tiene que ver con la época política. Yo soy muy kirchnerista, pero cuando apareció eso en la trama tuve dudas de si ponerlo o no. No me gustan los autores que anteponen su ideología a la obra. Me parece que toda la obra es una excusa para hablar de lo que ellos piensan o sienten. No me gusta la corrección política expuesta en la literatura. Entonces, lo pensé un poco una vez que apareció, pero quedó porque trabajaba eso en función a la historia personal de Camila, que tiene un padre desaparecido bajo otras circunstancias. Y no lo vi forzado, sino que era natural que estuviese dentro de la trama.

Molina dice que le interesa la política desde que era adolescente, en los años ’90. Antes del kirchnerismo depositaba su voto en partidos trotskistas y se sentía orgulloso de no elegir a nadie que fuera a gobernar. “Yo voto a los que sacan el uno por ciento”, repetía en ese pasado donde se jactaba de ser “muy punk y anti sistema”. En 2003 votó al Partido Obrero; en las presidenciales del 2007, a Pino Solanas, un voto del que se arrepiente, confiesa. “Como muchos en 2008, durante el conflicto con el campo, ya tenía simpatías con el kirchnerismo, pero ahí me animé a hacerlas explícitas y a que no me diera vergüenza apoyar a un gobierno que está gobernando con sus claroscuros, con sus cosas buenas y malas”, plantea. “Ya tenía más de treinta años, era padre y eso te ubica de un modo un poco diferente en la realidad. La realidad ya no se mira desde afuera; uno está inserto y se tiene que embarrar. En ese momento, no sólo era lo menos malo el kirchnerismo, sino que es algo que nunca hubiera imaginado que iba a pasar.”

–En Los puentes magnéticos también está presente el peronismo en una película independiente en la que participa Camila, “un policial retrofuturista”.

–Quise que estuvieran esas marcas: desaparecidos, peronismo, pero no bajando línea, sino como parte de la realidad de la novela, sin hacer un juicio valorativo. No sé cómo denominar lo que escribo, no soy muy bueno leyendo mis libros. Si bien hay muchos que pueden llegar a decir que son costumbristas, para mí no es exactamente costumbrismo. Es un realismo que tiene sus propias lógicas internas, su propio sistema de casualidades.

–El punk emerge como un mito político, ¿no?

–Me interesó pensar cómo sería una chica del primer movimiento punk de fines de los ’70 y principios de los ’80, con esa cosa medio mítica que también tiene que ver con la época. Hace treinta años no había modo de reproducir lo que pasaba. Lo que queda de aquel tiempo son los relatos orales y eso agranda el mito. El movimiento punk era de clase media más bien tirando a alta, una clase que tenía posibilidades de viajar o conseguir discos o revistas inglesas. ¿Cómo se transformó la vida de esos punks?

–Los ex punks de la novela, como la vecina de Camila, aunque la palabra suena anacrónica, se aburguesaron.

–Se aburguesaron, sí, sin duda. Tampoco está mal; es algo lógico del transcurso de la vida que uno sea punk de adolescente y burgués a los 45 años. No hay una lupa puesta en juzgar si eso está bien o mal.

–Hay una obsesión por el dinero en Los puentes magnéticos. Se supone que una profesora de inglés, que da clases en escuelas y también de modo particular, no debería estar tan ajustada económicamente, aunque alquile. El tema del dinero suele ser escamoteado en la literatura y ante muchas novelas el lector se podría preguntar cómo vive y qué hacen los personajes, ¿no?

–En principio siempre busco que esté la problemática del trabajo y del dinero. Hay novelas en que parece que los personajes viven de rentas o no se sabe de qué viven. Camila trabaja por horas en colegios, alquila... es verdad que lleva una vida muy monacal y asceta. Me gusta el ascetismo en la prosa, en el modo de contar, y supongo que esto se trasladará a los personajes. Yo no diría que es una persona tacaña, pero sí que le gusta vivir con lo mínimo, con poco. Que no necesita más que eso. Y eso tiene su correlato con la historia y con el modo en que se cuenta la historia.

–¿Por qué se escamotean los modos de ganarse la vida en la literatura?

–No sé, habría que verlo con cada autor. Desde que empecé a leer es algo que me llamó la atención. Cuando empecé a escribir intenté hacer una literatura que no pareciera literatura. En la literatura se habla siempre de grandes temas, de grandes problemas, pero no se iba a lo cotidiano, que es lo que las personas piensan a diario. Uno se levanta y piensa qué voy a comer, qué colectivo me tengo que tomar, cuándo voy a cobrar, qué voy a hacer con esa plata. Yo quería que eso apareciera en mis relatos, en mis novelas. No es que en mis novelas o en mis cuentos se haga una épica con eso, pero se sabe de qué viven los personajes, con quién o quiénes viven, dónde viven, si alquilan o no alquilan, algo primordial que es alquilar o no alquilar. A veces no se sabe si los personajes alquilan o no alquilan, si les regalaron la casa o el departamento. Y acá entra la dimensión política, la política diaria, el tema de las clases y la relación entre personas de diferentes clases. Cuando Camila va a dormir a la casa de uno de sus amantes que está en barrio Norte, mira por la ventana y ve a una mucama, vestida de mucama, un sábado a la mañana saliendo a colgar la ropa. Ella se extraña porque en Parque Patricios, donde vive, jamás pasaría eso, menos un sábado a la mañana.

–Cuando a Camila le roban, ella no quiere escuchar que nadie empiece con el discurso de la inseguridad.

–Ahí hay un pronunciamiento claro. El pedido de que no le hagan ningún discurso sobre la inseguridad es todo un pronunciamiento.

–Quizá el tono de Camila como narradora hace que sus pronunciamientos sean como “a media voz”, que no tengan énfasis, que no sean tajantes. ¿Esto es deliberado?

–Sí, es una sutileza con la que me gusta trabajar. Prefiero que los personajes se pronuncien.

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[Libros, nocturnidad y alevosía]

"Cada libro me ayuda a periodizar mi vida, como un noviazgo, un trabajo o la casa en que viví"

Por Sandra Ávila

¿Cómo surgen una nueva historia y sus personajes?
Siempre de modos diferentes. Puede ser a partir de una escena, una sensación, una línea de diálogo, algo que me contaron o que escuché en la calle, algún recuerdo filtrado por el tamiz de la ficción, etc. Y las características y las voces de los personajes van surgiendo a medida que voy narrando y que la historia empieza a tomar vida propia.

¿Qué relación tienen tus libros publicados entre sí?
Los estantes vacíos (2006), Los modos de ganarse la vida (2010) y Los puentes magnéticos (2013) podrían formar parte de un mismo proyecto estilístico, que es el que mejor me define como narrador. En los márgenes (2011) tiene más que ver con mi escritura ligada a los blogs y a las redes sociales: una clase de escritura con tintes más autobiográficos y menos pensada. También están los poemarios, que si bien forman parte del mismo universo que los demás se diferencian por el uso de lo que un lector amigo definió como URC (uso responsable de la cursilería). En el primer grupo de libros me alejo tanto de eso –de manera inconsciente– que nunca vas a leer palabras como amor o melancolía –aunque el amor y la melancolía puedan sobrevolar o abrazar los relatos-. En los poemas, en cambio, me permito ese tipo de palabras. También publiqué un libro más periodístico, que nada tiene que ver con los demás.


¿Cuánto tiempo te lleva desde la primera página a la última?
Es diferente en cada caso. Los cuentos de Los estantes vacíos me llevaron seis o siete años, aunque no empecé a escribirlos pensando en un libro. Entre la primera y la última palabra de Los modos… habrán pasado dos años, más o menos igual en Los puentes… Es difícil precisarlo porque, salvo cuando estoy muy enganchado, promediando o acercándome al final del texto, no escribo todos los días ni con una rutina establecida. Puedo estar escribiendo, o intentándolo, seis horas un día, y después dejar reposar eso durante una semana. Pero ese lapso no es ocioso: en mi cabeza va tomando cuerpo y solidificándose el relato. Supongo que si me dedicara solo a escribir libros, si pasara ocho horas diarias haciéndolo, podría terminar cada novela en dos o tres meses. Pero como hago muchas otras cosas –entre ellas, laborales–, es difícil dar una respuesta. Cada libro me acompaña durante un lapso de mi vida y me ayuda a periodizarla, como ayudan los noviazgos, los trabajos que se tuvieron o las casas donde se vivió.

¿Trabajas en borrador y luego va mutando?
A mano no escribo más. Hasta Los modos… escribía primero a mano en un cuaderno y después lo pasaba al Word. Y en ese tránsito el texto tomaba mejor forma. Pero ahora ya me cuesta bastante más escribir a mano. Tomo notas, escribo apuntes, diálogos, escenas, en el Word, y después, en el mejor de los casos, todo se va encaminando y cobrando vida.

¿Cómo fueron tus comienzos?
Supongo que como casi todos los que se dedican a alguna disciplina artística: en la adolescencia, como un cable a tierra, como un modo de canalizar miedos y obsesiones, como una forma de hacer más llevadera la vida, de liberar y expresar cosas que no se pueden liberar de otra manera. Y –también como casi todos–, no pensándolo como un oficio.


¿Cómo te inspiras?
La única manera consciente de invocar a la inspiración es poniéndose a escribir. En ese trance se llega a un estado mental donde ya no es uno el que decide las palabras que va escribiendo, sino una voz misteriosa que se las va diciendo al oído o, directamente, una fuerza que va moviendo los dedos sobre el teclado. Eso es la inspiración para mí.

¿Qué estás escribiendo ahora?
Algo que espero que termine siendo una novelita corta. Y quiero terminarla para retomar una novela que empecé a escribir y dejé hace unos meses. No me gusta hablar mucho de lo que escribo mientras lo hago.

¿Te gustaría escribir un libro con otro escritor?
No. Sería una lucha constante. Los escritores tienen demasiado ego.

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[Eterna Cadencia Blog]

Trilogía sobre el devenir cotidiano

Por Patricio Zunini

En Los puentes magnéticos, la nueva novela de Ignacio Molina, una mujer joven registra el intento diario por rehacer una vida hecha de jirones: una fallida relación de pareja, un padre desaparecido hace años en Brasil, una búsqueda personal sin prioridades, y el devenir cotidiano que la empuja a realizar acciones irreflexivas. La convivencia, el amor, el trabajo, el dinero, la paternidad: ¿qué marca el ingreso definitivo en la adultez? Son temas que el escritor abordó en sus trabajos anteriores, Los estantes vacíos (2006) y Los modos de ganarse la vida (2010) y que, por eso mismo, permitirían pensar que conforman, aun sin ser algo programático, una trilogía.

—A veces lo pienso así —dice Molina—. Tienen muchos puntos en común. Los puentes magnéticos es más clásico, menos “experimental” con respecto a Los estantes vacíos. Esta es una novela con una trama más definida, si bien no se puede hacer —como tampoco en los otros libros—una sinopsis en cinco líneas. Es difícil, porque de qué trata: ¿de un duelo por la desaparición de un padre, un duelo por el fin de una relación sentimental, de la búsqueda emocional o laboral de una mujer de treinta años, de las relaciones intergeneracionales? No sé bien de qué trata: de un poco de todo eso.

—Hay ciertas cuestiones recurrentes en tus libros, como las relaciones sentimentales. En este caso elegiste contarlo desde la visión femenina: ¿por qué?

—Camila, la protagonista, es una mujer; empecé escribiendo en tercera persona, pero no me convencía. Escribí algunas escenas sueltas: el primer capítulo, una reunión de consorcio, un almuerzo familiar, pero no me convencía el tono. Entonces me propuse escribirlo en primera, pero no fue algo premeditado. Si bien la intención no era emular la voz de una mujer, supuso un desafío mayor que hacerlo desde el lugar de un hombre. Creo que salió bastante natural. Lo más difícil fue empezar a escribir los dos o tres primeros capítulos. Luego, cuando tenés la voz del narrador -en este caso narradora- en la cabeza, ya te va llevando solo.

—¿Cuáles son las dificultades y los desafíos de narrar la rutina de una persona?

—El peligro es que sea aburrido y que no tenga un límite. Si me pongo a narrar todo lo que me pasó desde que me desperté no va a tener un interés ni para mí ni para el lector. Muchas veces cuando se trata de emular la cotidianidad se cae en un realismo costumbrista a lo Pol-Ka, tipo “Gasoleros”. Todavía se sigue diciendo que esas novelas están buenas porque son como la vida misma, pero la vida es más compleja que eso. Ahí se recurre a muchos clichés, lugares comunes, incluso a coloquialismos, y en realidad la vida es más extraña y más compleja. La realidad de todos los días no es tan simple como se puede percibir a simple vista. El desafío es volcar esa extrañeza de la realidad y que de alguna manera quede representado eso. A veces me dicen que Camila empieza pensando una cosa y termina con algo completamente diferente o que más que por decisiones propias es llevada por factores como el dinero, el clima o algo que le dijeron en la calle. Yo creo que la vida es un poco así.

—Ese es el rasgo adolescente que tienen tus protagonistas.

—Los protagonistas de Los estantes vacíos eran casi adolescentes de veintipocos porque yo escribí los cuentos con entre veintidós y veintinueve años. Luciano, que es el protagonista de Los modos de ganarse la vida, tenía veintisiete; yo lo escribí a los treinta y uno. Y ella, que este libro lo escribí a los treinta y cinco, es un poco más grande. No sé cómo será en diez años, pero creo que siempre van a tener un rasgo así porque no lo vinculo tanto con la adolescencia como con la vida de las personas. Por más responsabilidad u obligaciones que uno tenga en determinado momento hay una parte que nunca deja ser así.

—¿Por qué la novela está en presente?

—Para mí hay dos grandes tipos de relatos. Están los que llamo “había una vez”, que son aquellos en los que el narrador sabe cómo termina lo que está contando. Cuenta toda la trama sabiendo cómo termina: es más fácil contarla en pasado. Pero cuando yo empiezo a escribir algo no sé hacia dónde va. Empiezo con escenas sueltas que en un momento se van conectando entre sí formando un tejido y agarran un cauce. Entonces me parece que eso tiene un correlato con el tiempo verbal que se cuenta. En el presente pasa una sucesión de hechos; en un punto es como un diario íntimo. El narrador no sabe lo que va a pasar. De hecho, hay personajes que terminan siendo muy importantes que aparecen recién en el capítulo 16. Contarlo en presente me da la idea de que no sé a dónde estoy yendo.

—Uno de los personajes toca en una banda que se llama El silencio gitano. Leí en internet que tuviste una banda con ese nombre en Bahía Blanca.

—Un principio de banda. Me gusta mucho el nombre El silencio gitano y me gustó meterlo acá. De hecho, uno de los primeros cuentos que escribí hace veinte años se llamaba “El silencio gitano”. Y en la novela anterior también estaba la banda y hay un capítulo que se llama “El silencio gitano”. En los libros hay muchas metatextualidades. Por ejemplo, hay un párrafo donde hay dos ex combatientes de Malvinas vendiendo en un vagón del tren que está en los tres libros. En lo que estoy escribiendo ahora también aparece El silencio gitano. Por ahí tiene que ver con la sensación de trilogía que decías al principio, me gusta que se conforme un universo, que, si bien no siempre están los mismos personajes, sí tenga una atmósfera en común, un modo de relacionarse, de conectarse, un factor en común que está en los tres libros.

—Casi tan presente como los temas de pareja es la relación con el dinero. De hecho, hasta hay 200 dólares que aparecen en un libro que sirven para reconstruir una relación rota.

—El dinero juega un factor bastante decisivo. Esos 200 dólares reconstruyen, al menos por un tiempo, la relación con el ex, pero también ellos se separan cuando se está por vencer el contrato de alquiler y se dan cuenta que no vale la pena seguir viviendo juntos. Sucede que en las novelas nunca se sabe de qué trabaja la gente, de qué vive o qué relación tiene con el dinero. Y en la vida el dinero es primordial. Si uno no tiene plata, no podría tomar un café, comprar un libro o tener una computadora para escribir. Me interesa reflejar la relación que tiene en la vida cotidiana con el dinero, cómo incide en las personas. Ella tiene una relación conflictiva porque no tiene una situación holgada. En algún momento de hecho tiene que volver a la casa de la madre porque no le alcanza la plata para alquilar. El dinero es un cauce que la va llevando por diferentes lugares.

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[Télam]

La invención de la vida cotidiana

Por Juan Rapacioli

Camila, la narradora de la novela publicada por Entropía, es una joven profesora de inglés que pasa sus días entre clases particulares y públicas, almuerzos familiares, cenas con amigas, encuentros sexuales, viajes en colectivo y caminatas solitarias por distintos barrios de una Buenos Aires que parece estar siempre vacía, desolada, a punto de llover.

Pero en el fondo de esas acciones se percibe, sin lugares comunes, un extrañamiento que atraviesa, en diferentes niveles, todos los estados de la protagonista, quien no parece moverse sino por las circunstancias y la otredad. En ese sentido, la novela hace una pregunta clave: ¿Cuánto de lo que hacemos es decisión nuestra?

“Cuando me pongo a escribir y encuentro la voz del narrador me dejo llevar, trato de meterme en su personalidad. Hay muchas cosas no premeditadas que luego, cuando recibo opiniones, me doy cuenta por dónde iban”, cuenta Molina (Bahía Blanca, 1976) en diálogo con Télam.

- Desde el comienzo de la novela, el tono de la narradora es convincente, ¿eso responde a un equilibrio entre lo austero y lo excesivo?
- Es un tono que no busca ser coloquial. Es otro registro, que no puedo definir con precisión pero que sin duda no intenta ser una copia exacta de una voz real. Creo que hay dos grandes tipos de relatos: en uno, el narrador sabe todo lo que sucede. En el otro, no sabe lo que va a pasar cuando se pone a escribir. De la segunda forma escribí esta novela. Esta forma de narrar, aunque sutil, interviene en la trama, porque como autor no sé adónde voy a terminar y la narradora tampoco sabe hacia dónde avanza, lo va descubriendo. Esa es la forma en que se construye la acción.

- Al estar construida en capítulos cortos, la novela puede entenderse también como una serie de fragmentos aislados que componen una historia no necesariamente lineal…
- La novela no tiene un fin utilitarista en ningún sentido, no está pensada para tal o cual cosa, es una narración de acontecimientos. Con respecto a mis libros anteriores (“Los estantes vacíos”, “En los márgenes”, “Los modos de ganarse la vida”), este es más clásico, tiene un final preciso, pero avanza más bien a través de sutilezas y detalles que no fueron muy pensados ni premeditados, sino que se fueron construyendo al compás de la narración.

-  Por cierto abordaje minimalista, ¿pensás que esta novela tiene alguna relación la tradición del realismo sucio estadounidense?
- Leí mucho a (Raymond) Carver y a otros escritores estadounidenses en ese estilo, pero no lo veo muy relacionado a este libro, ni en la estructura ni en el tono ni en lo que se cuenta ni en la construcción de los párrafos. Entiendo que alguien la pueda relacionar con esa tradición, pero yo no veo un vínculo muy claro en ese sentido.

A mí lo que me interesa y da placer es narrar, contar, ahí encuentro la fuerza. Y me gusta analizar desde ahí, desde la manera en que se los analizaría en un taller de escritura, que es a lo que me dedico. Cuando el análisis de un libro se centra demasiado en la teoría siento que ya no es está hablando ya del texto en sí sino de otras cosas.

A veces leo críticas que siento que no me dijeron nada sobre el libro; puedo darme cuenta que el autor que la escribió sabe del tema y que es muy inteligente, pero no me dice nada sobre la obra. Claro que son legítimas esas lecturas, pero no las veo como parte del oficio del escritor. Me concentro más en otro tipo de cosas, no me interesa encasillar y clasificar la literatura.

- ¿Se trata de una novela realista con dosis de extrañeza?
- Cuando me dicen que la novela es realista, por momentos pienso que está bien, pero en otros momentos considero que tampoco se puede leer del modo en que se lee algo realista, como una crónica. No me interesa si el tono puede sonar inverosímil para la realidad, pienso más en la propia naturalidad que se da en el relato, ahí tiene que ser verosímil.

Creo que en la vida cotidiana hay un extrañamiento que uno nunca termina de percibir y que es difícil meter en una novela. La realidad es mucho más extraña que las representaciones que se hacen sobre ella, porque nunca es lineal ni lógica. El desafío está en ver cómo se traduce esa extrañeza en lo que escribo.

- Algo interesante de la acción es que la narradora parece moverse por circunstancias y condicionamientos ajenos a sus decisiones…
Lo interesante de los condicionamientos es que no surgen de grandes conflictos sino del clima, el dinero, los horarios, cosas de todos los días que, sin embargo, modifican nuestros modos de pensar y de relacionarnos. Tampoco es algo que piense demasiado cuando escribo, pero cuando lo veo, me doy cuenta que es algo que me interesa plantear.