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  Cuaderno de Pripyat
Carlos Ríos

98 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2012
ISBN: 978-987-1768-08-0
  +Carlos Ríos en Entropía      
             
           
             
 

En el paisaje radioactivo de Pripyat, la ciudad anestesiada, inmovilizada, adormecida, sitio abandonado a saqueadores y cibercomerciantes, las cosas cantan entre restos de animales y caballos sagrados. Las cosas son sonidos, imágenes y palabras: mirar y filmar para escribir las letras contaminadas, hechas para ser tocadas, además de oídas. Casi mil años separan aquel paisaje del retorno de la vida: antiguamente había una actividad llamada arte y Malofienko, el probable protagonista, es y no es un artista. Malofi –como lo llama Fridaka, amante con quien intercambia mensajes electrónicos–sigue el rastro de su familia muerta en el accidente nuclear de Chernobyl el 26 de abril de 1986, cuando tenía algunos meses de vida. Contando con el auxilio sospechoso de dos guías asociados a cazadores y traficantes de objetos de la zona de exclusión, no desiste en su búsqueda del pasado reciente, en el lugar en que “cualquier muerte” es buena y en el momento exacto de la caída de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Poetas y niños ucranianos escriben el nuevo relato de Carlos Ríos con “restos de mampostería verbal”, con bueyes revolucionarios, al son de violinistas que se niegan a dejar Chernobyl y resisten tocando, sucios y heridos, en los escombros del teatro de Ópera de la ciudad. Finalmente se acredita, según las cuatrocientas voces del Cuaderno de Pripyat, que todo es verdad.

Jorge Lobo de los Santos

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El hombre regresa al lugar donde nació, después de permanecer en un asentamiento volátil, y encuentra que ambos sitios son semejantes, las caras de una misma moneda. Hay un centro urbano vacío, conocido como Pripyat, y en su periferia el anillo de una ciudadela bautizada con el mismo nombre, por simple correspondencia o para refundar eso que madres y abuelos abandonaron hace décadas. Al filo de la medianoche, el transporte municipal abre una de sus puertas para que baje el único visitante, vestido con el overol característico de las plantas nucleares, alguien a quien podríamos llamar, de manera provisoria, Malofienko. El viaje, lejos de agotar sus fuerzas, lo ha educado en el insomnio. Deja para más tarde el alojamiento en el Nuevo Polissya y se dirige al primer sector de la ciudadela, hasta dar con la avenida que conduce al barrio familiar, un cajón cuya estructura permanece idéntica si se la compara con los registros fotográficos de hace veinte años. Hay una luz de luna que aligera la vista, se apodera de ella, evita su derrumbe. En tonos sepias, los mal ponderados edificios soviéticos ganan definición, se hacen gruesos al ojo, recobran algo de su antigua potestad. Como en un antiguo juego, Malofienko podría caminar con los ojos cerrados y llegar hasta la puerta de la que fue su casa. Y gritar ¡victoria!, aunque ese reconocimiento sea más la reconstrucción falsa de una experiencia que el subproducto original de una vida. No importa: ahora es un comando desplazándose por corredores de pasto, un navegante entre sombras. Sabe a qué vino. El destino se inscribe en una medalla de plata con un nombre y una fecha de nacimiento, el día de la evacuación y su traslado en los brazos mecánicos de una mujer cuya identidad siempre le estuvo reservada.

Orientándose por los pinos que plantó su padre camina hasta meterse, por el patio de atrás, al edificio diseñado por Lev Rudnev, el arquitecto-estrella del constructivismo proletario. Malofienko pliega su cuerpo y se mete en la pajarera donde su madre lo escuchó gritar por primera vez. Hospital 126. Un muñeco duerme sobre un cuello ortopédico, el manojo de sondas le acaricia la cabeza. ¿Esto es un lugar? Capas incontables de saqueos transformaron la habitación en un espacio simbólico. Entre las grietas crece una controlada floresta. Mírenlo: en su rostro se enciende la decepción de quienes imaginan un regreso a toda orquesta. Nada de eso, aunque podría afirmarse lo contrario. Lo que se ve, como suele decirse, desgarra.

Fragmento
             

Autor

 

 

 


 

   
       
                 
     

Carlos Ríos (Santa Teresita, 1967) es autor de los libros de poemas Media romana (2001), La salud de W.R. (2005), La recepción de una forma (2006) y Nosotros no (2011); de las plaquetas La dicha refinada (2009) y Háblenme de Rusia / Iglú (2010); de los relatos A la sombra de Chaki Chan (2011) y El artista sanitario (2012); y de la novela Manigua (Entropía, 2009).

   
                 

Ediciones internacionales

L'Atelier du tilde
(Francia)

 

 


 

 

 



Reseñas

Radar Libros
(Ángel Berlanga)

Los inrockuptibles
(Rodrigo Ottonello)

El taller cultural
(Mariana Zalazar)

Eterna Cadencia
(Yamila Bêgné)

Bazar Americano
(Mariano Dubin)

Revista Mancilla
(Nicolás Maidana)

Entrevistas

Página 12
(Silvina Friera)

Tiempo Argentino
(Jonás Gómez )





 






 



[Radar Libros]

Entre las ruinas

Por Ángel Berlanga

El hombre de overol llega al filo de la medianoche al lugar donde nació, ve cómo el transporte municipal se aleja y queda a solas, bajo la luz de la luna, en la ciudadela que debió ser evacuada veinte años atrás, luego del desastre nuclear de Chernobyl. “Sabe a qué vino”, anota Carlos Ríos, casi al comienzo; “¿A qué viniste, Malofienko? ¿A qué fuiste?”, se pregunta casi al final. En principio, este reportero llega a Pripyat con el propósito de “acopiar testimonios para un documental casi vendido a los jefes” de Proyecto de Naciones Unidas para el Desarrollo/Fondo para el Medio Ambiente Mundial, pero el descalabro externo e interno le van complicando el objetivo. Le dice Fridaka, su novia, por ejemplo, en la despedida: “Andate a la mierda, vos, no sé qué buscás metiéndote en ese caldo radiactivo. ¡Estúpido obsesivo! Te inventás historias todo el tiempo. ¡No hay nada tuyo ahí! ¡Nada!”. Pero sí hay. Y excede, por lejos, al hecho de que Malofienko pueda llegar caminando a su vieja casa con los ojos cerrados, o que se oriente por los pinos que plantó su padre. Como ocurre en Manigua, su novela anterior, los escenarios aparecen devastados, inhóspitos, con unos pocos habitantes que se adaptaron a condiciones extremas y que, en consecuencia, se han endurecido para sobrevivir. Acaso en consonancia con los fragmentos que quedan, y con los fragmentos de la vivencia y la memoria que puedan ser rescatados o hilados, la escritura de Cuaderno de Pripyat también es fragmentaria. Y poética, como en la novela anterior, pero aquí aparecen además rasgos de humor. Ríos engancha en su ficción a muchos ucranianos reales: Leonid Stadnyk, por ejemplo, fue durante un tiempo “el hombre más alto del mundo” (mide 2,60 metros, y al tipo lo mete en un Tavria, que es un cochecito). Aparecen como referencias, también, los collages de Sergei Sviatchenko y de la poeta Oksana Zabuzhko, una de las “entrevistas” que el protagonista hará en Pripyat. “¿El lugar de mi poesía? ¿A quién le interesa eso? –retruca ella–. Sin embargo, debo decir que es necesariamente el lugar del no integrado. Si no me integro, puedo observar mejor.” Algo de eso late con fuerza en la jugada apuesta literaria de Ríos.

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[Los Inrockuptibles]

Radiaciones lejanas

Por Rodrigo Ottonello

La literatura argentina no es ni tiene por qué ser literatura sobre la Argentina. Cuaderno de Pripyat, segunda novela de Carlos Ríos, es un relato sobre las radioactivas ruinas ucranianas en torno a la explotada central nuclear de Chernobyl. De hecho no es la primera vez que un escritor local se ocupa del tema: lo hizo Juan José Saer en uno de sus últimos cuentos (“Lo visible”) y Ríos lo reconoce en un epígrafe. Sin embargo de ello no se desprende que Cuaderno de Pripyat sea la negación del color local en un momento en que buena parte de que la literatura local se aferra intensamente a la descripción de rasgos y gestos nacionales. No lo es porque se despega de un localismo para aferrarse a otro: en vez del Conurbano, la periferia de la Unión Soviética.


El protagonista de la novela se dedica a mirar antes que actuar y a yuxtaponer sensaciones antes que a expresar lo que siente; llega a la ciudad de Pripyat para hacer un documental y en su habitación de hotel se dedica a componer collages; es, en definitiva, muy parecido a los argentinos pasivos y con dificultad para decir de los que nos hablaron tantos relatos de los últimos tiempos, más interesados en describir paisajes y costumbres que en narrar. Cuaderno de Pripyat se construye intercalando testimonios de habitantes de la ciudad, postales sombrías de las zonas en las que se supone que no debería vivir nadie, escenas de vidas contaminadas por la radiación y retazos de los pensamientos torturados de su protagonista. El conjunto luce descompuesto, tal vez en un intento deliberado por dar cuenta del mundo en ruinas del que habla. Ello no quita que haya pasajes intensos, crueles y hermosos, como aquél en que los bueyes plantean revelarse contra los carniceros y destruirlos, pero enseguida se preguntan si luego no serán otros hombres quienes buscarán sus carnes y si eso no será aún peor. Son fragmentos cuyos diálogos con los otros fragmentos quedan en silencio para el lector, quien oscila entre reconstruir lo que no se dice o resignarse y aceptar que solo hay destrozos.

En su primera novela, Manigua (09), Carlos Ríos también se había ocupado de lo lejano, contando viajes de tribus africanas a través de desiertos y de ciudades de cartón y plástico. Allí, también atendiendo a lo desolado y descompuesto, introduciendo cierta mirada antropológica, Ríos había construido un relato con ritmo de aventura que lograba ser singular. En Cuaderno de Pripyat, en cambio, la búsqueda de nuevos horizontes literarios parece limitada a la búsqueda de nuevos paisajes extranjeros, cuando quizá lo que importa, menos que a dónde mirar, es con qué ojos hacerlo.

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[El taller cultural]

Notas sobre el silencio post-atómico

Por Mariana Zalazar

“Nadie brinda por lo que tiene, eso quedó atrás”, escribe Carlos Ríos en Cuaderno de Pripyat, su última novela publicada recientemente por Editorial Entropía. Un lugar a espaldas de quien narra, un topos ya inaccesible, un tiempo rehén de la irreversibilidad. Los apuntes de una ciudad amortajada por la radioactividad, cuyo fantasma vaga frente a los ojos del provisorio Malofienko, el protagonista embarcado en la búsqueda de un imposible: la resurrección de una identidad mutilada por el dióxido de uranio y el sobrecalentamiento de un reactor nuclear.

Mucho se ha dicho – también escrito y filmado- sobre los corolarios de Chernobyl desde aquel funesto veintiséis de abril de 1986. Pero, así como los numerosos saqueos transformaron las habitaciones del relato de Ríos en espacios simbólicos excluidos, las incesantes producciones literarias y cinematográficas sobre la mutación y el horror acabaron por dotar a la narrativa del desastre de una peligrosa cuota de vacuidad. Del extremo de la resistencia, nombres tales como el escritor español Javier Sebastián Luengo –quien publicó el año pasado El ciclista de Chernóbil-, el ensayista ucraniano Yuri Andrujovitsch y autores del otro lado del océano como Juan José Saer (estos últimos dos citados por Ríos enCuaderno), ofician de buenas compañías para una prosa que no pretende hablar de transformaciones genómicas, sino de la ambigüedad de los olvidos y ausencias que pueblan el silencio pos-atómico.

A pesar de ser oriundo de Santa Teresita, Ríos describe los paisajes devastados de la zona de alienación con una inquietante cercanía. El mismo ejercicio que ya había practicado en su primera novela, Manigua (2009), en cuyas líneas –escritas durante sus años de residencia en Puebla, México- transita la africanidad de una muerte anunciada en clave swahili. El núcleo primitivo del hombre, la animalidad, la degradación del presente, la paranoia de la memoria, la tensión de los lazos familiares y la reevaluación del peso de la existencia son elementos que sustentan la estructura emotiva de ambos trabajos, donde los personajes -según el propio autor- “todo el tiempo tienen que ir negociando su vida en un mundo de restos”, de identidades agonizantes. Algo así como el intento infructuoso al cual hace referencia la citada Clarice Lispector, esa tentativa por franquear el umbral del óbito y dar el primer paso en la desaparición de, ni más ni menos, la propia persona.

Esta segunda incursión de Ríos en la novelística no sólo representa la continuidad de una tesis fundamental de corte antropo-filosófico, sino también la profundización de un exquisito puntillismo poético en la construcción de su prosa. No es sorpresa que haya dado sus primeros pasos como escritor en el universo de la métrica. Media romana (2001),La salud de W.R. (2005) y La recepción de una forma (2006) son algunos de los poemarios que le valieron numerosos premios en su país así como en las tierras de Amado Nervo. Tanto Cuaderno de Pripyatcomo su antecesor se valen de la fragmentación en capítulos de un modo inhabitual, lejano a la cronología y más próximo a un intento por encerrar bajo cada título una postal autónoma, con valor estético-expresivo propio. Como las hojas de un diario o de una bitácora, donde los registros se contradicen, se superponen, se alimentan desde la falta de una linealidad inequívoca. “El montaje de referencias lo entiendo un poco como un trabajo de composición. Siempre pienso en esa idea de un texto como un imán que atrae elementos diferentes. Cuanto más salvaje sea esa intrusión, en el sentido de que lo que llegue mine, genere inestabilidad, incertidumbre, incertezas, mejor”, afirma Ríos en una entrevista publicada en el diario Perfil, amante confeso de una sintaxis de costuras visibles.

Malofienko se adentra en el horizonte contaminado de Pripyat signado por una infancia en fuga y por una adultez acosada por el reproche de una amante que le asegura que no hay nada que le pertenezca en aquel lugar. La radioactividad le deja, como falso consuelo, un caballo degollado y un montículo de collages alusivos que actúan como memoria extracorpórea. La quema de muebles, la falta de medicamentos, los escombros, la desolación. Pensar que a principios del siglo XX la vedette Löie Fuller se atrevía a preguntarle a Marie Curie si el extraordinario radio que había logrado aislar no podía servir para iluminar los vestidos de gala que lucía en el Follies-Bergére. Es que para ella, claro, los brindis aún no habían quedado detrás.
       
             
       

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[Eterna Cadencia]

El collage de la ficción

Por Yamila Bêgné

Frente a un collage, los ojos disparan dos miradas: una se dirige a la totalidad; la otra se tienta con los recortes. El mismo ejercicio de lectura doble requiere la nueva novela de Carlos Ríos, Cuaderno de Pripyat que, entendida como escritura de investigación y collage, apela a una lectura activa. Malofienko, el protagonista, “arma un collage en el cuaderno y otro en el espejo del botiquín.”. Como su personaje, Ríos (Santa Teresita, 1967), que tiene publicados ya cuatro libros de poesía, dos de relatos y una novela, Manigua, incorpora en la confección de su segunda novela la estética del pastiche: entrevistas, anotaciones e impresiones se yuxtaponen para lograr una totalidad narrativa que encuentra su lugar en la frontera entre lo onírico y lo histórico. Para este collage de Cuaderno de Pripyat, entonces, vale una doble lectura.

Pripyat desde arriba. La historia de Cuaderno... es la historia de Malofienko, un “hombre que regresa al lugar donde nació”, Pripyat, la ciudad que quedó vacía desde la explosión del reactor cuatro de la central nuclear de Chernobyl. Con la intención de reunir material para un documental, el protagonista parte hacia la zona de exclusión luego de discutir con Fridaka, “su-casi-novia” urbanista, que decide no acompañarlo. En cambio, contará con la compañía de Leonid y Nikolai, “los guías sugeridos por la administración del hotel para entrar en la ciudadela”. A ellos se suma una tríada de personajes que tanto podrían ser material de sueños como mutantes o creaciones artísticas del mismo Malofienko. Son el destazador, la Preobrazhénshaya y el pequeño Tymoshyuk: entre liquidadores y exploradores, este trío puebla las anotaciones del protagonista.

El entramado histórico de fondo (la explosión, la posterior evacuación y el regreso a la zona de alienación, en Ucrania), está trabajado desde una estética que liga a Ríos con Saer, de cuyo cuento “Lo visible”, también situado en Chernobyl, la novela toma el epígrafe. África y la lengua swahili en Manigua, Ucrania y sus cirílicos en Cuaderno...: la concentración en un espacio delimitado y sus voces es el rasgo que vincula a Ríos con Saer, y, de entre los más jóvenes, también con Hernán Ronsino.

En Cuaderno... funciona también una lógica onírica de la repetición, que enlaza la novela con los textos de Aira y con los últimos libros de Pablo Katchadjian. En esta línea, la novela ofrece a un búho de cerámica, al pájaro de las cuatrocientas voces y a los caballos de Przhevalski, seres que rozan lo fantástico y que aparecen, desparecen y vuelven a aparecer. Completa el arco estético la vuelta a tópicos que Ríos ya venía trabajando: la carne, presente en sus poemas y tan cara a la literatura argentina, retorna de manos del destazador, que “corta lonjas de carne y en la mesa de madera arma un corazón con esas tiras”; las reflexiones sobre el lenguaje, centrales en Manigua, se recuperan también en esta segunda novela: “Cada palabra es un pez líquido”.

Pripyat desde adentro. Pero eso no es todo. La lectura del detalle indica que la novela de Ríos puede entenderse en el marco de lo que Juan José Mendoza llama escrituras past. En su “teoría de las emulsiones”, Mendoza señala que lopast “está pergeñado por una acumulación clandestina de referencias; efecto rebote, bucles en el tiempo regidos por las leyes de la lectura y la reescritura”. Una emulsión así es la que rige la construcción de Cuaderno..., que fusiona datos y personajes históricos, fragmentos de notas y entrevistas periodísticas disponibles on-line, referencias literarias, artísticas y científicas y hasta una fábula de Esopo. Así, por ejemplo, el pequeño Tymoshyuk puede develarse también como Anatoliy Tymoshyuk, un crack del fútbol ucraniano; la Preobrazhénshaya puede ligarse a Olga Preobrazhénshaya, bailarina del Ballet Imperial Ruso; y Mariika, uno de los personajes que Malofienko entrevista, se identifica como la única niña nacida en la zona de exclusión después de la catástrofe.

El procedimiento entusiasma: Carlos Ríos despliega una escritura de investigación que apuesta a una práctica de lectura activa ligada a las búsquedas en internet. Al leer Cuaderno de Pripyat con Google como herramienta, el lector va construyendo, a la par de Malofienko, su propio pastiche de la zona de exclusión. De alguna forma, este hilo para la lectura ya estaba sugerido en los mails que Malofienko y Fridaka se envían: “Sí, al principio no entendía el chiste porque no sabía quién era esa persona. ¿Esto también me lo contaste vos? ¿O lo averigüé por mi cuenta? Da lo mismo”

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[Bazar Americano]

En busca del espacio perdido

Por Mariano Dubin

Apuntes previos a una reseña o eso que arrasó con nosotros

Carlos Ríos tiene conciencia barroca; leer su obra es el pulso de la finitud; la estrechez de sentir que uno corre, irremediablemente, hacia el mismo lugar. Como en algunos sonetos de Quevedo (“y no hallé cosa en qué poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte”) o en La lección de anatomía de Rembrandt la muerte aparece en toda su materialidad: ahí está, no lo olviden. Decir esto, sin embargo, es decir poco.

Por otro lado, se ha relacionado insistentemente sus recursos literarios a modos antropológicos; el mismo escritor consideró su primera novela como una “antropología del desastre” (Página/12, 25 de marzo de 2009), lo que, contrariamente, nos permite leer un más allá de ese tipo de lectura. Decir que las novelas de Carlos Ríos son antropológicas es, también, decir poco. Obviemos que un etnógrafo es un investigador que estudia una comunidad ajena ingresando y conviviendo con ella, y que las tribus africanas de Manigua (2009) o el pueblo ucraniano deCuaderno de Pripyat (2012) son para el escritor solamente puntos remotos del mapa. En Ríos no hay mirada etnográfica porque desaparece el elemento primario de la etnografía: la descripción. En Ríos hay, en cambio, una mirada política que no se preocupa por restablecer un estado de la cuestión. Por el contrario, hay un gesto político, anterior a cualquier deseo descriptivo, que es la conciencia del desastre.

En su poemario Nosotros no (2011) el autor se pregunta: “¿Qué fue eso que arrasó con lo poco que teníamos?” (“Eso que fuimos”). No hay mirada etnográfica, repitamos, porque Carlos Ríos no va en búsqueda de una descripción; hay una mirada política que irá desglosando los extraños y perversos armados del poder, donde los etnógrafos, como sucede en Manigua, pueden ser parte: la complicidad de los espectadores. Citemos, otra vez, Nosotros no:

“La fuente nunca dice todo lo que sabe (1) La fuente es siempre más débil de lo que aparenta (2) La fuente construye desde sus palabras el rostro del que pregunta (3) La fuente, mientras mira el rostro del que pregunta, hace votos para no doblegarse (4) En ocasiones la fuente es amistosa con el que pregunta y permite el avance del interrogatorio (5) Sin embargo, esta táctica puede ser un engaño (6) La fuente, por más cooperadora que se muestre, nunca deja de ser el enemigo del que pregunta (7) Ellos, todos, sus epígonos establecen un parámetro donde lo que se dice es mas importante que lo que no se dice (8) Nosotros (9) No” (“Work camp”)

Carlos Ríos indaga los mecanismos de la perversidad más allá de “lo que se dice”: las mentiras de los epígonos en Nosotros no; la guerra y el hambre en Manigua; el destierro en Cuaderno de Pripyat. Los analiza desde el sentimiento de los derrotados, de los desterrados, de los que perdieron su mundo y ahora se preguntan cómo volver a eso perdido, cómo encontrar a las personas que uno amó y han desaparecido. El autor hace preguntas modernas (no se resigna al vacío): “¿Qué fue eso que arrasó con lo poco que teníamos?”.

Las peripecias de las novelas de Ríos son infructuosas pero obligatorias. En todo caso, tanto Apolon, protagonista de Manigua, como Malofienko, protagonista de Cuaderno de Pripyat, deben realizar su viaje: es un mandato anterior al sujeto. La peripecia es la que permite lamirada política: el descubrimiento del desastre. Ese movimiento, como en todo fenómeno literario, es sentimental. Las imágenes irán estrechando el ánimo del lector: proliferará el caos del hambre, de la carne trozada, de los animales salvajes, de la desorientación. A no confundirse: toda muerte es política. Como el hermano de Apolon siempre aceptamos “dejar este mundo en un espacio público”.

“Nadie te enseña a ser vaca / Nadie te enseña a volar en el espanto” escribe Juan Gelman en “Allí” (Valer la pena, 2001). Un poema que Carlos Ríos decidió colocar como “cita preferida” en su perfil público de facebook. Es una síntesis de lo político en su obra: nadie puede ser enseñado a vivir el fin de un mundo. Nadie puede “romper la memoria para que se vacíe”. Si Gelman se pregunta: “Mataron y mataron compañeros y / nadie te enseña a hacerlos de nuevo. ¿Hay / que romper la memoria para / que se vacíe?...”, Carlos Ríos escribe en Cuaderno de Pripyat: “En las paredes de la ciudadela se escriben los apellidos de los jóvenes disueltos por la garra radioactiva: Hodiemchuk, Kordyk, Yuszczuk y Telyatnikov. Todos en Ucrania los conocen, saben cada detalle de sus vidas, a pesar de los mármoles sustraídos de plazuelas y mercados (…) Que estén fuera de los manuales de historia no significa la clausura de su ejemplo”. Cita que se complementa bien con la advertencia de Apolon en Manigua: “No voy solo. Los hermanos desaparecidos animan mis pasos”.

Cuaderno de Pripyat 

Lo etnográfico concentra recursos para organizar la narración. Malofienko está realizando un documental en Pripyat, pueblo donde en 1986 explotó uno de los reactores de la planta nuclear de Chernobyl. La obra parte de una narración en tercera persona que se complejiza con los distintos materiales que escribe y recolecta el protagonista: entrevistas, diarios, cartas con su pareja Fridaka, los registros de las incursiones a la zona de exclusión.

Cuaderno de Pripyat es el regreso de Malofienko a la tierra donde nació, luego de un largo exilio. Un pueblo que debió abandonar poco tiempo después de haber nacido cuando la explosión exigió la evacuación de los habitantes. El viaje es, entonces, un retorno a una lengua que no es más la suya. Metáfora de la escritura de Ríos: cómo escribir sobre uno, su vida, su mundo con otro lenguaje, con materiales que no son los inmediatos de la propia cultura. Esa traducción se presenta necesaria: para hablar de un espacio personal hay que buscar un idioma ajeno. En Manigua, ese idioma ajeno es la recreación de una “cultura africana”; en Cuaderno de Pripyat, la “cultura ucraniana”. El escritor retoma una de las obsesiones literarias del siglo XX: cómo escribir en la escisión entre experiencia y lengua.

Pripyat es (en los pequeños extrañamientos de la prosa de Carlos Ríos) un lugar fantasmagórico, asediado por bestias salvajes y saqueadores; donde los animales han mutado; y, sin embargo, algunos pobladores, indiferentes a toda prohibición gubernamental, continúan viviendo allí: “Hay un centro urbano vacío, conocido como Pripyat, y en su periferia el anillo de una ciudadela bautizada con el mismo nombre, por simple correspondencia o para refundar eso que madres y abuelos abandonaron hace décadas”.

La vida que se desarrolla es, inevitablemente, bestial. En los cuadernos de Malofienko leemos escenas de la vida cotidiana de los pobladores:

“En la plaza se juntan los hijos abandonados por las familias del barrio de Kreschatik antes de migrar a las provincias hiperbóreas. Habían prometido que regresarían por sus hijos pero la radiación los aniquiló mucho antes de intentarlo. Ahora los jóvenes armaron sus propias familias en los barrios más oscuros de la ciudadela. Después del accidente, siguen encontrándose en la explanada, donde intercambian figuras que reproducen los rostros de sus padres.”

Las imágenes post apocalípticas de Pripyat nos recuerdan el verso del Indio Solari: el futuro llegó (“Todo un palo”). No importa que sean hiperbólicas o alegóricas o grotescas. Las imágenes de Pripyat son de este mundo:

“Cada madrugada, los hijos de estos campesinos se reúnen con los perros en la puerta de la carnicería. El destazador les exige que hagan una sola hilera si quieren recibir su ración de carne. La res contaminada cuelga del gancho y brilla como un amasijo de krill puesto a secar. Es imposible poner orden. Los dos grupos se abalanzan y a dentelladas acaban con la pieza hasta rasparse las mandíbulas en los huesos infectados.”

La imagen de El Matadero de Esteban Echeverría nos propondría un entramado literario. Obviémoslo. En ese párrafo está la hambruna del mundo. Recordemos sino cuando el camión jaula volcó con ganado vacuno en el año 2002 en la autopista Buenos Aires-Rosario, y los animales fueron faenados rápidamente por habitantes de los asentamientos próximos. No dudemos, en Cuaderno de Pripyat toda muerte es política: “Cualquier muerte es buena acá, el que muere no puede ir a un lugar peor que éste”.

Escribir después de Chernobyl

Carlos Ríos escribe en una lengua mechada por sus años mexicanos, por su español rioplatense, por su barroquismo. Esa escritura mestiza es la justa para hacer ingresar los sentidos del destierro: el sentimiento migrante de haber perdido un espacio. No hay recursos festivos. No hay nada de los modos encomiásticos de las estéticas posmodernas. Le escribe Malofienko a su Fridaka:

“Y más, Fridaka, una oración cuya fuerza abre al medio el cielo de la ciudadela: ´Casi seguramente no nací aquí; no sé dónde nací; en estos sitios no hay una casa ni un pedazo de tierra ni unos huesos de los que pueda decir esto era yo antes de nacer´. Es así, Fridaka, no aprendí a hablar de otra cosa. Mi cuerpo también rechaza la idea de un regreso.”

Cuaderno de Pripyat podría parecer una peripecia trunca. Aclaremos: si en Manigua, Apolon descubre que los hermanos desaparecidos animan sus pasos, en Cuaderno de Pripyat la clave es la lengua materna. Una manera de responder, de sobrevivir o de no olvidar a “esos espíritus, víctimas de la radiación, tan tuyos como míos”. El encuentro de la palabra que permita nombrar a Pripyat. La búsqueda ya no es recuperar el espacio sino la palabra que pueda nombrarlo.

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[Revista Mancilla]

Atractor extraño

Por Nicolás Maidana

En los bordes de la literatura argentina reciente sobreviven, sigilosas, ciertas obras que se animan a erigir su pequeño gran proyecto secreto. Pero aunque parezcan microscópicas, solapadas bajo el flujo inabarcable de publicaciones, aquello que osan murmurar desde afuera consigue filtrarse en el interior de esa coraza autosuficiente que simula ser la literatura argentina. Es el caso de los libros de ficción de Carlos Ríos -tres “novelitas” hasta la fecha: Manigua, Cuaderno de Pripyat y el inconseguible A la sombra de Chaki Chan-, los cuales interpelan a la literatura desde una suerte de exilio artificial, un medioambiente alejado de las obsesiones recurrentes con que nos vino acostumbrado la ficción argentina reciente: las variadas formas de neorrealismo suburbano o las poéticas epigonales de los herederos de César Aira (dos ejemplos más o menos reconocibles). A diferencia de aquellos excedentes contemporáneos, la novelística de Ríos irrumpe en el horizonte para oxigenar un poco el panorama a través de otra clase de topografías, otras marginalidades; muy lejos del exotismo aireano (cuyos libros, uno sobre otro, a través de las décadas, se impusieron con la soberbia del que reclamaba para sí un lugar central en el canon, Olimpo del que parece inamovible). Por el contrario, la literatura de Ríos hace existir cuidadosos objetos experimentales. Tal vez sólo con la intención de circunscribir pequeñas zonas, mínimos habitáculos en el interior del cual eso que todavía llamamos ficción pudiera malearse con docilidad.

En el caso concreto de Manigua, asistimos a la travesía de Apolon en busca de una vaca sagrada con el fin de honrar el nacimiento de su hermano, escenificada en un África fantasmagórica, primitiva y apocalíptica al mismo tiempo -trayecto que nos es referido a través de una voz que va alternando entre la primera y la tercera persona-. Una topografía delirante plagada de leyendas, de éxodos tribales, de formas de vida antropológicamente localizadas (kikuyus, kambas, hombres-hormiga, etc.), de fragmentos de ficción que de repente asumen unprotagonismo absoluto (como un primer plano que amenazara con impregnarlo todo: aquella cabeza de roedor gigante que desentierran los ocupantes del autobús en el medio del desierto) sólo para esfumarse tiempo después (la misma cabeza de roedor gigante, esta vez atada al techo de un autobús que se va hundiendo poco a poco en el pantano), son parte de una maquinaria narrativa que evoluciona a través de destellos, como intensidades puras propagándose por el mismo espacio literario que las propicia.

Los ojos van recorriendo esas superficies compuestas por diferentes temporalidades y voces al tiempo que absorben esa escritura lacónica, exacta, que a diferencia del estilo “científico” de Mario Bellatin (con el que, indefectiblemente, se lo ha comparado), no disimula su matriz poética. Por el contrario, la ficción en Ríos se permite hacer evolucionar la frase siempre un poco más allá, hasta que va diluyéndose, como si se deshidratara en mojones episódicos. La arquitectura fragmentaria con que está organizado el libro (una serie de bloques numerados, elípticos), propicia, creo, esa tensión necesaria entre la pulsión atemporal, mítica, de la frase y el carácter autosuficiente de los párrafos, cuya concisión permite circunscribir la lengua y activar esa suerte de chamanismo desmesurado con que la ficción, en algunos momentos privilegiados, no cesa de aparentar que poetiza:

“Mi hermano es una especie de lente a través de la cual se filtra la vida en el desierto, allí donde la magia se ha retirado por ausencia de bosques. Sin su vida, sin sus arrebatos orgiásticos, sería imposible descifrar el mundo y penetrar en el aceite de su gran ilusión.”


La reseña completa, acá.

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[Página 12]

"Durante años, nos han educado en el olvido"

Por Silvina Friera

Las partículas radiactivas de un mundo en ruinas, como suele decirse, desgarran. En el rostro de Malofienko, el hombre que vuelve al lugar donde nació, una ciudad fantasma devastada por el accidente nuclear de Chernobyl en abril de 1986, se enciende la decepción de quien imagina un regreso a toda orquesta. Tenía apenas meses cuando perdió a toda su familia. El propósito de ese viaje es hacer un documental, una reconstrucción acaso improbable en un ámbito donde las “capas incontables de saqueos transformaron la habitación –donde su madre lo escuchó gritar por primera vez– en un espacio simbólico”. En este itinerario imprevisible, emergen dos guías conectados con la rapiña y el tráfico de objetos varios, y una seguidilla de entrevistas y testimonios, como el de Oksana, poeta y “traductora de epitafios”, que acaso encuentra en una cita de Clarice Lispector la medida exacta de la despedida: “No sabré franquear el umbral de la muerte y dar el primer paso en la ausencia de mí...”. En Cuaderno de Pripyat (Entropía), segunda novela de Carlos Ríos, las versiones de poetas y niños ucranianos se acumulan y ensamblan en la tentativa de “abrir un mundo en otro mundo”.

El calor del mediodía provoca que lo que está fuera del radar inmediato de la mirada parezca más lejano todavía. Como si el exceso de luz anulara la vista panorámica. Hace cuatro años que Ríos decidió regresar, luego de vivir ocho años en Puebla (México). Apenas llegó publicó su primera novela, Manigua. Poco tiempo después empezó a dar talleres literarios en cárceles de la provincia de Buenos Aires. La historia deCuaderno de Pripyat –cuenta en la entrevista con Páginal12– estaba “armada en mi cabeza”. Y sin embargo, hubo un trabajo de campo: miró muchos videos y fotos para dejarse llevar por esas imágenes en las que abunda la desolación post Chernobyl. “No me interesaba escribir una novela realista, aunque cada nombre tiene una referencia en algún jugador de fútbol, un escritor, un arquitecto, una actriz. Me interesaba que los nombres ucranianos fuesen como una caja de resonancia. Si uno va a buscar el origen de esos sonidos, a veces se va a encontrar con que tienen un poco que ver con la novela. Pero otras, no”, subraya el narrador y poeta.


–En uno de los testimonios que aparece en la novela se plantea que nunca se puede volver, que el intento de regresar geográficamente en realidad esconde la intención de volver a un tiempo, lo que es imposible. ¿Malofienko escribe para volver al tiempo porque sólo la literatura le permite esta empresa?

–Ahí se instala una paradoja, porque Malofienko vuelve a un lugar del que supuestamente se fue siendo un bebé. ¿Qué memoria podría tener de un lugar donde solamente nació y no tuvo una infancia y no tiene un recuerdo sensorial? Cuando vuelve bajo la excusa de generar un documental, tiene que reinventar su vida. Tiene que reinventar una biografía pero en un espacio clausurado, vacío, obturado desde 1986 hasta la fecha por el desastre nuclear, por la explosión del reactor número cuatro. Tenés razón: es una tarea imposible volver, pero Malofienko sabe que tal vez no logre refutar la posibilidad de generarse una biografía. Y por eso lo intenta. Trabaja desde la creencia de que tiene que construir una biografía con lo que encuentra a su paso, con los restos de lo que sea.


–Esos restos, como se los llama en un momento en la novela, son de “mampostería verbal”, ¿no?

–Sí, son marcas, heridas, cicatrices que quedan en el territorio de una lengua. Malofienko indaga esa tensión que se produce en el momento en que uno piensa que se está comunicando con alguien pero la comunicación se interrumpe.

–Como poeta, Oksana dice que reivindica el lugar del “no integrado”. En esta perspectiva está implícita la creencia de que si no se integra puede observar mejor. ¿Le interesa, cuando escribe, adoptar esta posición del “no integrado”?

–Desde la perspectiva de Malofienko, hablar desde el lugar del “no integrado” es pedir que le hagan un lugar. El va a ese espacio desarticulado, donde cada cosa ya no es lo mismo sino algo diferente, porque busca la integración. Del otro lado de la moneda, el artista siempre está buscando desmarcarse. En ese sentido, coincido con lo que dice Oksana. Creo que la única forma de poder decir algo sobre la realidad inmediata es generar un sistema de desmarcaciones, que puede ser familiar, social, artístico... Mi sistema de desmarcaciones ha ido variando. En esta novela hay una tercera persona que narra la historia de Malofienko, mientras que en Manigua había una primera persona que estaba alternando con una tercera, pero el sujeto protagonista era el que contaba la historia. En cambio acá hay un narrador que instala la duda sobre un sujeto que posiblemente se llamaría Malofienko.

–Uno de los vasos comunicantes entre ambas novelas podría ser la cuestión de la familia. Malofienko es un huérfano que dice que si la familia está, molesta, y si ha dejado de existir, también molesta. Qué paradoja, ¿no?

–La falta de familia activa una búsqueda que permite establecer filiaciones. No sé si el deseo es encontrar finalmente una familia o hacer ese recorrido para crear filiaciones, que no necesariamente tiene que ser con personas; puede estar mediada por la cultura, por la música, por el ojo de una cámara. Lo que hace la familia, cuando está presente, todo eso es lo que tiene que hacer Malofienko al no tenerla. El tema de la familia se trabaja de maneras distintas en mis novelas. En Maniguaqueda la voz autorizada de un padre diciendo “vamos para allá”, pero en esta novela la ausencia es total. Malofienko, además, tiene una doble orfandad, esa orfandad de la cultura que lo ha dejado sin techo, a la intemperie; es un tipo que para sobrevivir tiene que granjearse una historia familiar y una cultura.

–¿Logra granjearse una cultura?

–Creo que queda en suspenso, porque importa más el recorrido que el resultado. En un momento se da cuenta de que haber hecho ese recorrido le permite sobrevivir. Ahora que lo pienso, tal vez termina más o menos parecido a Manigua..., en el sentido de que Apolon (enManigua) decía que no iba solo, sino que estaban sus hermanos de aire que le pedían que continuara caminando. Algo así, ya ni me acuerdo (risas). Y acá también hay una especie de congregación mental de personajes que son los que ha ido entrevistando o con los que se ha ido cruzando o los que fue imaginando en sus cuadernos, personajes que tienen una biografía fuera de la novela, que existen, como Oksana, que es una poeta ucraniana. Todo ese grupo tiene un encuentro en la cabeza de Malofienko; serían sus “hermanos” que le permiten continuar.

–¿En qué lengua habla Malofienko? No parece pertenecer al mundo lingüístico de lo “ucraniano”, ¿no? Y más que hablar, escribe.

–No lo sé y no me interesaba definirlo en el territorio de la novela. Pero tiene un lenguaje hecho de muchas lenguas; tiene muchos registros y correspondencias con el español que se habla en Argentina, en México, incluso con alguna cadencia del portugués. A veces parece que habla una especie de lengua que estuviese fraguada en los medios de comunicación. Malofienko se las va arreglando de acuerdo con el interlocutor que le toca. Y tenés razón: no habla tanto; está escuchando o escribiendo.

–¿Tiene algo de eso que suele llamarse “espíritu ruso”?

–Sí, creo que tiene cierta melancolía, cierta tragedia y cierta violencia contenida.


—"Olvida para recordar” es una frase-idea que aparece hacia el final del recorrido. ¿Qué es lo que olvida Malofienko: el intento de escribir su biografía, el intento de construirse una identidad alternativa?

–En el caso de Malofienko, el “olvida para recordar” implica qué cosas debería olvidar para que aparezcan otros recuerdos que no aparecerían si no olvida ciertas cosas de su vida. Sabemos la importancia que tiene como sociedad tener una memoria histórica. Durante años nos han educado en el olvido; como sociedad tuvimos que revertir ese proceso. Me parece que gran parte de la política argentina hoy se resuelve en qué cosas debemos levantar y no olvidar nunca, qué cosas hay que recordar para no olvidar.


Cada gesto demanda ser leído con un significado nuevo. Ahora que da talleres literarios en la Unidad Penal N° 1 de La Plata cuatro veces por semana, algunos le preguntan si esa experiencia es motivadora, “como si la cárcel fuese un escenario productor de historias para llevar al territorio de la ficción”. No es este aspecto el que más le interesa a Ríos. “El objetivo más importante del taller es que los internos logren mejorar su expresión oral y escrita. Y que ensanchen el territorio de las palabras para tener un margen mayor –explica–. La mayoría ha tenido una experiencia traumática con la educación. Cuando han decidido o no dejar de concurrir a la escuela, no hubo nadie desde la familia, el barrio o la misma escuela que les dijera que la escuela es su lugar, que no se fueran. El taller interviene recuperando esos hilos que quedaron sueltos, atrayéndolos en la experiencia de la lectura y escritura.”

–¿Qué estrategias o anzuelos utiliza?

–El año pasado, con uno de los grupos con que estoy trabajando, empezamos a armar un diccionario. No es un diccionario de términos tumberos, es un diccionario con palabras que pueden surgir y que no entienden de algún poema que leemos, o de un artículo de un diario. La consigna siempre es la misma: cómo le explico a alguien que no sabe lo que es un perro qué es un perro. Contrariamente a cualquier diccionario que podamos usar de la lengua española, que es un diccionario que sustrae la experiencia en función de dar una definición lo más desprovista de la experiencia para que la pueda usar cualquier persona; el diccionario que están armando los internos es el diccionario de la experiencia.

–¿Escriben mucho?

–En el taller todos escriben, salvo que un día no tengan ganas. La escritura domina la escena: hay que escribir, hablar sobre lo que se escribe. Y leer. Entramos por una canción de León Gieco o un poema de Fabián Casas, o un cuento clásico de terror. Las entradas son muy diversas. A veces hay un acento más literario y otras más confesional, en el sentido de cómo contar la experiencia. Quizá cuesta mucho pensar en términos ficcionales. Se trata de una población que no ha leído mucha literatura. Quizá lo más “literario” que tienen a mano es la Biblia. Pero cuando detectan que la representación del mundo puede hacerse de otra manera, empiezan a utilizar esos recursos de representación para entrar en lo profundo de una experiencia. Y ahí es donde la literatura se activa y profundiza.


–¿La experiencia de dar estos talleres impactó de alguna manera en su escritura?

–Cuando entrás a trabajar en una cárcel, le ponés caras al encierro. Hasta ese entonces, no había ingresado a una cárcel. No tenía caras. Y cuando salgo, pienso en los que quedaron adentro, que tienen la libertad restringida y no pueden entrar y salir como yo. Aunque para entrar tengo que despojarme de mi documento, de mi celular, atravesar cuatro o cinco candados para poder trabajar en el taller con los alumnos. En la escritura va empezando a aparecer algo de esta experiencia, sin que me lo proponga. Acabo de terminar un libro de poemas, Unidad de traslado, donde el tema carcelario aparece muy mezclado con el sistema literario, como un sistema cerrado, un campo que funciona con sus propias reglas. No hay forma de dar talleres en una cárcel si no te interesa qué hacer con un sujeto que perdió la subjetividad y la capacidad de tener una vida...

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[Tiempo Argentino]

Imaginación, poesía y unas fotos encontradas al azar

Por Jonás Gómez

En estos días Editorial Entropía editó Cuaderno de Pripyat, el nuevo libro de Carlos Ríos. La novela gira en torno a Malofienko, que tuvo su infancia en Chernobil, en los años del accidente nuclear. Pasado el tiempo, Malofienko regresa para filmar un documental que lo ayude a comprender, tanto su pasado como lo que sucedió en la zona.


Con respecto a la escritura trabaja con la condensación del lenguaje poético, en un tono personal, fragmentario, que desarrolla y propaga sus elementos. Cuaderno de Pripyat se construye a partir de uno de los grandes atributos de Carlos Ríos: la imaginación.

–¿Cómo surgió la idea de Cuaderno de Pripyat? ¿Cuál fue el germen del libro?

–Estaba trabajando en un diario de México, en Puebla, donde viví siete años, y por azar encontré unas fotos de Pripyat. Por supuesto que conocía, como mucha gente, lo que había ocurrido en Chernobil, y en Pripyat, que es la ciudad en la que está el reactor 4. Me impactaron mucho las fotos, eran de una página artística que ya no está online. Ese fue el chispazo, el detonante.

–¿Qué fue lo que te llamó la atención en esas fotos? ¿Hubo algo con el color, en las estructuras de la ciudad?

–En principio, lo que me impactó fue ver una ciudad vacía, abandonada, muerta, una ciudad sin gente. Había muchos artefactos, objetos, desde muñecas hasta sillones en algún hospital, libros tirados en el piso en escuelas y bibliotecas, la famosa rueda del parque de diversiones, que es una foto emblemática de Pripyat. También me llamó la atención la vegetación, escasa, pero metiéndose por todas las grietas, copando todo el espacio. Fundamentalmente fue eso, el vacío. Uno asimila el espacio urbano con la gente que lo habita, que lo recorre, y en estas fotos no había gente recorriendo o habitando ese lugar. 

–En algunas de tus obras anteriores, Manigua, A la sombra de Chacki Chan, incluso en Cuaderno de Pripyat, hay un elemento recurrente, la ciudad en ruinas, los desechos, en este caso Pripyat está destruida, en el caso de Manigua hay una ciudad construida a base de cartón, plástico. ¿Hay algo en los desechos que te llama la atención o es algo que apareció en los textos sin que lo buscaras?

–Digamos que soy un escritor un poco carroñero, cartonero, en México dirían pepenador. Me gusta trabajar con los restos, con lo que va quedando fuera del circuito social de los relatos. Escribir fue darme la oportunidad de habitar ese espacio vacío. También me interesaba ver las transformaciones que suceden en los que se quedaron. En la novela está la ciudad vacía, un centro vacío, y alrededor se configura un anillo habitacional, la gente entra desde ese anillo y saca muebles, caza animales, comercia con esa zona de exclusión a la que no se puede entrar. El protagonista vuelve con el afán de documentar esa realidad. Volviendo al tema de la ciudad construida con desechos, me interesa la inestabilidad, el momento en el que una ciudad, que es algo construido aparentemente para siempre, se desintegra, se pierde. 

–El anillo construido alrededor de Pripyat funciona como una réplica de Pripyat, ¿la historia de amor entre El destazador y Preobrazhénskaya sería la réplica de la historia de amor entre Malofienko y Fridaka?

–Pienso que tiene una estructura de muñecas rusas. Serían como versiones de la misma historia. Hay una historia central, que es la de Malofienko, y por otro lado están sus incursiones al centro vacío, donde está el reactor, están las entrevistas que él hace y los testimonios que recopila de la gente que vive alrededor del anillo, y está la historia sentimental entre él y su novia urbanista, que está en Noruega. También aparece un cuaderno, un diario alucinado a partir de los personajes que conoce, que adquieren una dimensión irreal. Un diario busca testimoniar la experiencia, acá Malofienko la ficcionaliza al límite, hace delirar la historia hasta que la historia es otra y los personajes se distorsionan. Esto se relaciona con las mutaciones que sufrió la gente que vivía ahí y que fue evacuada en el '86. Los animales, las plantas, las personas, todos sufrieron en carne propia esas transformaciones. La operación fue llevar al sistema de la novela esa contaminación, esas mutaciones que ocurrieron en el '86.

–Otro elemento que aparece en tus libros es el origen en torno a la violencia, a la tragedia, de los protagonistas. Está muy presente la carga de los vínculos padre-hijo entre los protagonistas y sus padres. ¿Es algo que te interesa marcar en los textos o apareció involuntariamente?

–Cuando escribí Cuaderno de Pripyat no encontré conexiones directas con Manigua, pero hay ciertos temas, está la cuestión de la búsqueda, lo filial, lo familiar está el movimiento, el traslado de personas por un espacio. Está, también, la voz de autoridad del padre. Y están presentes la dispersión y la fragmentación. Quizás leyendo las dos novelas haya ciertos elementos similares en la configuración. La intensidad original es la misma, parten de un mismo centro, pero cada una va hacia un lugar diferente. En Manigua se alterna una voz en primera persona con una voz en tercera, en el caso de Cuaderno de Pripyat hay un mosaico de voces, hay un narrador, pero los personajes intervienen, hablan en primera persona de sus experiencias. 

–También está presente la yuxtaposición de culturas, de realidades, los personajes ocupan el mismo espacio pero cada uno lo percibe de distinta manera.

–Creo que cada uno se inventa su propia ciudad. Hay una tensión entre los modos culturales de vivir una ciudad y la percepción propia que uno tiene de la ciudad. La novela, de algún modo, intensifica la particularidad de cada personaje en la mirada. Me gusta que la novela no pierda cierto aspecto informativo. Soy muy curioso de las culturas, hago indagaciones, leo manuales, antropología, soy como una especie de etnógrafo virtual, de Internet. Pero todo se mezcla, en Cuaderno de Pripyat hay elementos de Ucrania, pero también de México y Argentina.

–En los últimos años se generó una tendencia a editar libros breves, editoriales como Pánico el pánico, Nudista, Clase Turista, Tamarisco, mismo Entropía, están publicando prosa breve. ¿Cómo llegás a la extensión de tus novelas?

–Llegó a través de la escritura poesía, del intento de lograr una pequeña totalidad. Un capítulo corto es como un poema, así escribí Manigua. Cuaderno de Pripyat es un trabajo de siete años, hay capas narrativas superpuestas, es una experiencia diferente de escritura. Si escribís 300 páginas inevitablemente tenés que formular momentos de transición, pasajes, yo necesito menos lenguaje, menos palabras, me siento cómodo en la brevedad.