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  ¿Cómo fue que todo
salió bien?
Al Alvarez

416 páginas; 23x15 cm.
Entropía, 2021
ISBN: 978-987-1768-70-7
   
     
   
     
 

Cada vez que se menciona el nombre de Al Alvarez surge de inmediato el mismo diagnóstico: que se trata de un autor “inclasificable”. Y es absolutamente cierto. Si bien tuvo en Oxford una formación clásica ligada a la alta literatura y empezó su carrera en el ámbito académico, sus intereses fueron variando con el tiempo de forma drástica, y los libros que más adelante lo harían célebre abordan mundos tan poco ortodoxos como el póquer, el montañismo, el divorcio y el suicidio (y son, además, producto de experiencias personales, directas). Pero no es sólo la materia de sus textos aquello que lo vuelve un escritor único; si despierta la admiración de sus lectores es porque su pericia narrativa, cualquier sea el tema, resulta hipnótica: da lo mismo que hable sobre John Donne y la poesía metafísica o sobre los tahúres de Las Vegas, la obra de Samuel Beckett o una expedición al Everest.

¿Cómo fue que todo salió bien? no es la excepción. Estas minuciosas memorias ratifican esa cadencia irresistible, esa prosa inmisericorde, aguda y calma que deslumbra en El dios salvaje, La noche y En el estanque. Alvarez evoca aquí sus orígenes familiares en el seno de la comunidad judía de Londres y recupera la Inglaterra de su infancia –un mundo que ya no existe, cuando la clase media vivía con una pompa hoy inimaginable, cuando las bombas alemanas llovían cada noche desde los cielos–, repasa los amores literarios de su juventud –en particular Auden y D.H. Lawrence–, analiza el vínculo inestable con algunos contemporáneos –Kingsley Amis, Philip Larkin– y regresa, con una mirada inteligente y reveladora, sobre sus poetas favoritos, aquellos que ayudó a difundir desde su lugar como crítico –Berryman, Lowell, Hughes y sobre todo Sylvia Plath, con quien tuvo un vínculo muy cercano–. Aunque se trata de una autobiografía con una fuerte conexión con las letras, Alvarez logra trascenderlas con creces: establece un modo radical y único de situarse entre la vida y los libros. O, en sus propias palabras, entre la adrenalina de estar vivo y “todo ese desatino” de la literatura.

 

Contratapa
     
   
Del capìtulo "Más allá del principio de delicadeza"

Ese mismo año Terry decidió que el Observer debía publicar poemas y que yo tenía que ocuparme de elegirlos. No era algo que los diarios dominicales hicieran en aquel entonces, salvo en raras ocasiones y sólo para completar algún hueco. Terry pensaba que la poesía era importante y que debía aparecer en el diario de forma regular.
Empezamos en marzo de 1959 con un poema de R.S. Thomas y terminamos –o al menos yo terminé– en febrero de 1977 con cuatro poemas de Jean Rhys, los primeros que publicaba en su vida. Algunos domingos seleccionábamos un único poema y de tanto en tanto ninguno, pero por lo general un cuarto de página –o media– estaba dedicada a la poesía, a veces de un autor solo, a veces de varios –los conocidos, los no tan conocidos y los ignotos, todos mezclados–. Varios poetas consagrados, como Graves, Auden y MacNeice, aparecieron en el Observer, así como Larkin, Amis y Enright, pero los que publicábamos asiduamente eran aquellos a los que yo más admiraba, en particular Ted Hughes, Thom Gunn y algunos estadounidenses cuya reputación aún no era tan sólida en Inglaterra, como Lowell, Berryman, Roethke y Eberhart.
También fuimos el primer diario británico en publicar series de poemas traducidos al inglés de Zbigniew Herbert y Miroslav Holub, con breves introducciones de mi autoría. Y tal vez lo más importante: el Observer difundió los últimos y notables poemas de Sylvia Plath en un momento en que muy pocas revistas del país los aceptaban, y tratamos su muerte como una tragedia para la literatura, no como un chisme. El domingo posterior a su suicidio publicamos “Epitafio a una poeta”: cuatro de sus mejores poemas de aquella época –“Límite”, “El temeroso”, “Bondad”, “Contusión”– junto con un retrato suyo y un párrafo mío. Ese texto intentaba demostrar –una ingenuidad de mi parte– que sus escritos eran muchísimo más importantes que las circunstancias de su muerte:

El lunes pasado murió inesperadamente en Londres Sylvia Plath, poeta estadounidense y esposa de Ted Hughes. Tenía treinta años. Había publicado su primer libro de poemas, El coloso –un volumen muy logrado–, en 1960. Pero fue sólo recientemente que la peculiar intensidad de su genio halló su perfecta expresión. Durante esos últimos meses había escrito sin pausa, casi como poseída. En esos poemas finales indagó sistemáticamente esa zona estrecha y violenta que yace entre lo viable y lo imposible, entre la experiencia pasible de ser transmutada en poesía y aquella que resulta abrumadora. Se trata de un verdadero hito para la poesía moderna, algo que la convierte –creo yo– en la poeta más dotada de nuestra época. Los siguientes poemas fueron escritos pocos días antes de su muerte. Sylvia deja también dos hijos pequeños. La pérdida para la literatura es incalculable.

Palabras como “genio”, “intensidad” e “hito” garantizan el rechazo instantáneo del establishment literario de Londres, de modo que mis afirmaciones sobre la obra de Plath fueron consideradas, naturalmente, meras exageraciones. Aun así, me gusta pensar que el modo en que esos últimos poemas alcanzaron por primera vez a un público masivo sirvió para cimentar la reputación de Sylvia. Como el Observer era un diario de alcance nacional y los lectores se tomaban muy en serio sus páginas dedicadas al arte –Ken Tynan estaba a cargo de las críticas teatrales–, durante un tiempo quizá resultó más influyente que cualquier revista de poesía en el país.

 

Fragmento
     
   

Autor

 


 
                     

Al Alvarez (Londres, 1929-2019) fue poeta, narrador, crítico y ensayista –además de escalador y aficionado al póquer–. Estudió en Oundle y en Oxford, y antes de dedicarse de lleno a la escritura dio clases en Inglaterra y los Estados Unidos. Como crítico, colaboró con medios como The New Yorker, The Observer y The New York Review of Books. Escribió varios estudios literarios y una decena de títulos de no ficción sobre temas tan dispares como el suicidio, el divorcio, la noche, el montañismo y la vejez, entre los que se destacan El dios salvaje, Alimentar a la bestia y En el estanque (Diario de un nadador).

 


   

Reseñas

Revista Ñ
(Ezequiel Alemian)

Otra parte
(Juan F. Comperatore)

El diletante
(Manuel Crespo)

El Diario AR
(Agustina Larrea)

Radar Libros
(Fernado Krapp)

La Nación
(Pedro B. Rey)

Perfil
(Elvio Gandolfo)

 


[Revista Ñ]

Adrenalina del curioso insaciable

Por Ezequiel Alemian

En el prefacio a su libro La noche (1994) dice Al Alvarez (Londres, 1929-2019) que investigar un tema como ese es parecido a tirar de un pañuelo de mago: “una cosa lleva a la otra en una cadena interminable y extravagante”. En La noche, a la descripción de la casa de la infancia del autor sigue la visita que hace a un laboratorio de sueño, donde pasa varias noches viendo dormir a un paciente.

A la actualización de las investigaciones neurológicas de punta sucede un análisis de la función onírica en los textos de Coleridge, en los de Nerval y en los surrealistas; luego hay una crónica de las rondas nocturnas que Alvarez hizo por las calles de Nueva York subido a un patrullero de la policía y después una descripción de las costumbres de una lechuza. Cierra una cita de Samuel Beckett, más como si el libro fuese la sucesión de imágenes de un largo poema sobre la noche que una investigación puntual.

Si existe algo así como una verdad en este libro, se trata de una verdad poética. Y si existe algo así como una verdad poética, está probablemente en esa exploración singular, en la metamorfosis del recorrido del texto. Es la soberanía que se atribuye en la indagación la que hace al poeta.

Esa “magia” singular de Alvarez, que alguien definió como “romántica”, se sigue también de libro en libro. El dios salvaje (1971) es un ensayo sobre el suicidio. En Life After Marriage(1982) escribió sobre el divorcio, en The Biggest Game in Town (1983), acerca del póker y la ciudad de Las Vegas. Contó la vida de los trabajadores de las plataformas petroleras del Mar del Norte en Offshore (1986) y en Alimentar a la bestia (1988) la de un escalador de montañas. En el estanque (2013) es su diario de natación en los estanques helados de Hampstead Heath, en Londres.

“Mi motivación fundamental siempre fue la curiosidad,” escribió Alvarez. “Viajaba a esos lugares sobre los que escribía porque me había dado cuenta, de muy chico, que iba a pasar por este planeta una única vez, y que más me valía entonces ver con mis propios ojos toda esa diversidad. No solo me intrigaba saber cómo vivían los otros sino cómo se juzgaban a sí mismos y cómo evaluaban su propio desempeño”.

En Alvarez todo es existencial, autobiográfico. De lo que se trata, dice, es de “transmitir lo que se está viviendo en este mundo: un cúmulo de matices y detalles simplemente inaccesibles a quien no haya estado ahí y sea incapaz de dar el salto imaginario necesario”.

Alimentar a la bestia es una suerte de mise en abime de la poética de Alvarez. Ahí la experiencia subjetiva que se vive es tanto la de la escalada en piedra, la de la búsqueda de esa adrenalina que Alvarez persigue como un adicto, como la de decidir qué contar de la vida del escalador al que acompaña, Mo Anthoine.

Mo es casi un amateur. “No eran (las suyas) expediciones como el público las imagina, sino más bien versiones de un día al aire libre con los amigos”, dice Alvarez. No hay cobertura de medios ni récords conquistados; son tours de vacaciones, que se aprovechan para conocer lugares nuevos y culturas diferentes. Mo tiene un negocio de carpas, trabaja como doble de riesgo en films como Rambo y La misión y guía equipos de filmación en alta montaña.

Los relatos de los ascensos a los muros de El Ogro, Los Dolomitas y Old Man son de un gran pulso narrativo. Las pocas fotos que acompañan el texto, de compañeros de expedición, son hermosas. Alvarez es un detallista abismal. Esa intensidad de la prosa es la misma que aplica en las páginas en que cuenta el funcionamiento de la nueva fábrica de Mo, o en los largos párrafos de descripción de las sogas y arneses que usa para trepar.

Es un detalle de la observación y de la escritura, que conduce a cierta abstracción, y a la hipnosis. “La escalada se convierte en una adicción capaz de alterar la química de la mente del mismo modo que la heroína altera el cuerpo”, dice Mo. La noche que él y Alvarez pasan colgados al borde de la muerte en una pared helada está contada en otros libros. “Uno se pone deliberadamente en situaciones difíciles para hacerse una idea acertada de sí mismo, Por eso me gusta alimentar a la bestia. Es una especie de chequeo anual”, cita otra vez a Mo.

Alimentar a la bestia es un libro de apenas 150 páginas. Podría ser el perfil de un hombre común, también la historia de una amistad contada en dos o tres anécdotas.

Ahora acaba de editarse en castellano, en una estupenda versión de Juan Nadalini (también responsable de la de Alimentar¿Cómo fue que todo salió bien?, una minuciosa autobiografía que Al Alvarez publicó en 1999.

¿Cuál es el interés de leer la vida de alguien a quien no parece haberle sucedido nada demasiado extraordinario? ¿Es el discípulo aventajado de los brillantes Frank Kermode y V. S. Pritchett? ¿ El crítico que desde The Observer impulsó la lectura de Robert Lowell, John Berryman y los poetas del Este europeo en Inglaterra? ¿El que batalló para imponer a Ted Hugues y Sylvia Plath, de quien además estuvo a punto de ser amante? ¿El que supo descifrar un gesto que le hizo Auden (“Los escritores escriben libros, no cositas sueltas y artículos, no libros sobre libros de otras personas.”)?

Los Alvarez, los Levy. Sus padres se casan en la página 57. Él nace en la página 72. Su niñera. La enfermedad en una pierna que le hace perder el miedo al dolor físico, la pasión por el ejercicio intenso, el descubrimiento de la poesía, la guerra. Un joven de la Inglaterra de posguerra. La ansiedad colectiva. Oxford. El descubrimiento de la escalada. Estados Unidos: Princeton. Su obsesión con D.H. Lawrence. “Académico sin puesto permanente”, siempre parece estar alejándose del mundo literario.

¿Cómo fue que todo salió bien? tiene algo de libro infinito; su continuidad es proliferante, como si a cada paso cada detalle volviera a abrirse en otro. A medida que se lo va leyendo, el libro desafía al lector a buscarle otros títulos. Cómo fue que me hice crítico, podría llamarse. Cómo fue que dejé de ser crítico y escribí mi primer libro, también. Las personas que me cambiaron la vida. En el prefacio es el mismo Alvarez quien ensaya una alternativa: Cómo es posible transformar el desánimo en dicha.

“Pritchett sentía una curiosidad insaciable por comprender qué transformaba a una persona en individuo”, recuerda. Para Alvarez, lo central de vivir se resumía en “tres S”: swimming, sleep, sex. En ¿Cómo fue que todo salió bien? aseguró que la palabra que mejor definía su vida era “suerte”. Alguien se permitió corregir esta apreciación y dijo que el término más apropiado era “riesgo”.

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[Otra parte]

Cada traje que se prueba le queda bien

Por Juan F. Comperatore

Acaso como efecto imprevisto de un origen escindido, Al Alvarez trajinó una existencia bicéfala. Haber nacido en una familia de origen judío sefardí asentada varias generaciones atrás en Inglaterra, y cuyas ramas paterna y materna abogaban, a su vez, una por el goce material y otra por el respeto ilustrado, parece haber signado un irremediable hálito de ajenidad y, como contrapartida, el deseo de conciliar mundos; en particular, los de la vida y el arte. Si hay alguien que sabe de las diferencias entre ambos, ese es el autor de El dios salvaje, que más sabe, además, de sus vasos comunicantes. Porque, claro, mundo sólo hay uno, por más empeño que pongamos en dividirlo. Basta con leer ¿Cómo fue que todo salió bien?, su autobiografía publicada en 1999 y ahora traducida por Juan Nadalini para Entropía.

El pliegue autobiográfico, que implica mostrar lo íntimo sin revelar el artificio, posee en Alvarez el encanto del relato. La historia familiar adquiere, así, visos de novela decimonónica. Su madre, una mujer cándida, despistada y temerosa, y su padre, un melómano apocado cuya vida “transcurría en otra parte”, fueron dos figuras desdibujas por el peso aplastante de sus propios progenitores y que poco podían cobijar a su único hijo varón. A pesar de haber nacido con lo que en principio parecía un tumor cancerígeno ubicado en el tobillo izquierdo, el cuidado y la ternura los recibía de su niñera. Esos primeros momentos de desvalimiento y superación obraron a favor de cierto gusto por la independencia y la sed de adrenalina que marcarían su trayecto vital. Un trayecto que la guerra vino a trastocar, aunque con rumbo favorable porque, en raudas salidas clandestinas durante los atronadores relámpagos de bombardeos nocturnos, logró aunar el peligro y la belleza. Su encendida defensa, años más tarde, de la nueva camada de poetas ingleses puede leerse como un corolario extraviado de dicha conjunción.

En cierto modo, su aproximación a la lectura rigurosa de la poesía —que luego formularía en términos de “un estado de atento desapego”— supuso altas dosis de atrevimiento en un contexto académico que ensalzaba su inasible misterio oracular o el flanco político. Su célebre antología que dio mayor circulación a los nombres, entre otros, de Sylvia Plath y Ted Hughes, así como el intento de fundar los cimientos de una nueva crítica literaria, le valieron a Alvarez algo más que un ceño fruncido. El escritor de En el estanque siempre hizo gala de una curiosidad insaciable que no se avenía del todo con la pilcha de catedrático pavoneándose con un ejemplar del Ulises bajo el brazo. La escritura fue el salvoconducto que le posibilitó salir de sí para volver multiplicado. Allí conviven el amor por Eliot y el alto modernismo, un turbulento noviazgo calcado de una novela de D.H. Lawrence, y luminosas páginas sobre Auden y Larkin. También están los entrañables y desgarradores encuentros en sendos neuropsiquiátricos con Pound y su cohorte de acólitos lobotomizados, y con Robert Lowell perorando sobre El paraíso perdido de Milton y sobre Hitler. Son momentos donde el autor tiene la cortesía de no interponerse, sabedor del grano de vida que respiran.

Cada traje que Alvarez se prueba le sienta bien. Puede escribir con igual ductilidad sobre el divorcio, el suicidio, la escalada, sobre una plataforma petrolífera, el póker o los chapuzones en un estanque helado; el tema es circunstancial como inmanente el vigor que rezuma cada página. En uno de sus primeros ensayos, Alvarez sostuvo que es la voz y no el estilo aquello que distingue a un escritor. La suya es elegante, hospitalaria y reflexiva, benévola con el padecimiento ajeno y briosa cuando es necesario; capaz de insuflar vida a cualquier recuerdo, si se parapeta en un yo lo hace para mostrar lo que hay a su alrededor. Una voz —mérito indudable de una versión tan diáfana como pletórica en matices— que continúa hablando a pesar de su ausencia. Tendiendo, quizá, hilos de plata entre distintos orbes.

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[El diletante]

La odisea de un escritor en busca de una literatura que no está en las letras

Por Manuel Crespo

¿Se puede escribir desde la satisfacción? ¿Se puede hacerlo, además, sin ostentaciones y hasta con perplejidad? Y si se puede, ¿queda explicada una vida, su sentido último, el dibujo terminado, sólo porque quien la vivió se haya decidido a contarla? Amén de las dos primeras preguntas, encapsuladas en el título del libro, puede que Al Alvarez ni siquiera haya querido dar respuesta a la última (nadie feliz suele exigir cavilaciones filosóficas de este tipo). La pregunta se forma más bien sola en la lectura. ¿De dónde viene y qué significa, entonces, la sensación de que mucho o poco en el libro recién cerrado salió bien?     

Estamos frente a un Alvarez ensamblado, una especie de kaiju compuesto a partir de los temas que nutrieron sus libros anteriores: la poesía, el suicidio, el montañismo, el póker. A veces hundiéndose hasta perderse en el gesto evocativo, a veces pasando revista a sucesos como si se tratara de la vida de alguien más, el londinense ordenó en sus memorias aquello que hasta entonces había sido una constelación de inquietudes, una diversidad que siempre guardó en el aspecto biográfico un hilo subterráneo. Alvarez hizo poesía y también hizo mucho por la poesía de otros, intentó suicidarse, escaló como un maníaco, se adentró en la matemática tenebrosa de los naipes, y después se puso a escribir sobre todo eso.

Lo que quizás separe a este libro de los demás es la exploración del árbol genealógico, giro o ampliación del viejo berretín de hablar de uno hablando de otra gente. Alvarez elige dos momentos para referirse a sus ancestros, la prosapia judeo-española que desembarcó en Inglaterra ya bien entrado el siglo XIX, y ambos, ubicados con sentido estratégico al principio y al final del volumen, tienen su punto álgido en las semblanzas inmisericordes que el autor dedica a su padre y a su madre, personas tristes, presas de un matrimonio infeliz y de vidas diseñadas para el abatimiento que se adhiere a los trabajos indeseables y el encierro hogareño. A fuerza de avanzar mirando hacia atrás, Alvarez da cuenta de cómo la desdicha de sus mayores inmediatos se volvió el motor que lo llevó a atravesar una infancia marcada por la invalidez en un tobillo, la insistencia en el deporte como válvula de una adicción a la adrenalina que recién encontraría sus surcos en la adultez, las noches con la música clásica a todo volumen para ahogar la discusión del cuarto de al lado y la electricidad que desfilaba por las calles de Londres durante los meses que duró el Blitz alemán. La distancia que Alvarez se impone para narrar el declive que empujó a sus progenitores hasta muertes abruptas o cansinas revela un afán de verdad que se levantó a sí mismo mientras los años goteaban y la necesidad de huir de la casa paterna en Hampstead, suburbio burgués y acomodado, se iba haciendo cada vez más recalcitrante.

El salvoconducto fue, al menos por un tiempo, el que se tarda en admitir los errores de origen, la carrera académica. Los claustros de Oxford, la crítica literaria y las estancias en universidades norteamericanas modelaron una vida que incluyó un matrimonio y su consiguiente divorcio con una descendiente de D. H. Lawrence, y que terminó manifestándose como una jaula aún más asfixiante que la primera. Alvarez apenas alude a su incidente con las pastillas ?centro de la indagación que motivó El dios salvaje?, pero el desaliento se dilata hacia las demás escenas, punteadas por viajes de estudio y menciones a colegas, literatos y editores con los que se codeó durante su década extraviada, a medida que el hastío empasta una prosa de pronto obediente a ciertos mandatos de género: gratitudes a personajes relevantes, el name-checking que inmuniza todo libro contra ofendidos e invisibilizados.

Hay destellos, por supuesto. La defensa de los poetas anglosajones más importantes de los cincuenta ?los innovadores de vertiente clasicista: Lowell, Berryman, Plath y Hughes? y su rivalidad con la camada posterior ?liderada por Allen Ginsberg, que pone la cara para recibir la mayoría de los golpes? dan lugar a ensayos lúcidos acerca de la vacuidad de cierta poética programáticamente desenfadada. Y está, claro, otra vez, la conversación terrible que mantuvo con Sylvia Plath en las vísperas navideñas de 1962, semanas antes de que la autora de La campana de cristal se quitara la vida. Aquella noche Alvarez la escuchó leer sus últimos poemas, la vio llorar y decidió irse para que la angustia no se le pegara como un virus. La escena es invernal y frágil, además de culposa, y da la impresión de estar reprimiendo un desborde informativo tal vez inconveniente.

¿Cómo fue que todo salió bien? puede pensarse como la odisea de un escritor en busca de una literatura que no está en las letras, que necesariamente debe ser extraída de ámbitos más vitales. Con la reaparición de viejos amigos ?el escalador Mo Anthoine, el tahúr Terry Steinhouse?, el libro reverdece justo a tiempo. Después de todo, la vida que Alvarez siguió tras correrse de la academia es la que lo llevó a escribir sus maridajes más ricos y espontáneos de crónica e investigación confesional, guiados por una definición propia del principio de placer y por una serie de experiencias obligadas a ser hondas antes de alcanzar su réplica en letras de imprenta.

Mal que le pese al título, las más de cuatrocientas páginas no cubren todo. Publicadas originalmente a finales del siglo pasado, aumentadas más tarde y traducidas ahora al español por Juan Nadalini, las memorias dejan afuera los últimos veinte años de una existencia larga y abundante, que de algún modo se completa con el diario En el estanque, editado en estas orillas también por Entropía, donde Alvarez registra sus nados cotidianos en los remansos de Londres y cuece despacio, como distraído, una metáfora sobre la senectud que no sólo es aplicable a una persona, sino también a un mundo que ya está muriéndose, pero al que sobrevivirán, al menos mientras queden lectores, las anotaciones de un prosista que aprendió a vivir fuerte primero y a escribir claro después.   

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[El Diario AR]

Suicidio, adicciones y poesía según Al Alvarez, el gran escritor sin rótulo

Por Agustina Larrea

“En 1982 empecé a escribir asiduamente para el New Yorker de William Shawn. Pero mis temas –jugadores profesionales de póquer en Las Vegas, plataformas petroleras en el Mar del Norte, montañismo– no encajaban con mi sobria imagen de crítico literario, y si tenía algún público logré alejarlo”, señala Al Alvarez en ¿Cómo fue que todo salió bien? (Editorial Entropía, 2021), y sigue: “De todos mis libros, el más placentero de escribir me resultó El gran juego. Pero no salió reseñado en el suplemento literario del Times, y cuando quise saber el porqué uno de los editores me respondió: ‘No sabemos cómo clasificarte’. El hombre sonaba ofendido, como si fuera culpa mía. Me lo tomé como un elogio”.

Tan diversos fueron los intereses de Al Alvarez a lo largo de su extensa vida –nació en Londres en 1929 y murió también en esa ciudad, en 2019– que decir que fue crítico literario, académico, adicto a la adrenalina, montañista, fanático del póquer y nadador tenaz es apenas un esbozo.

La editorial Entropía, que tiempo atrás había publicado del mismo autor En el estanque (Diario de un nadador), acaba de editar ¿Cómo fue que todo salió bien?, un libro de memorias de este escritor sin rótulos, en el que repasa su infancia en una familia judía en una Londres asediada por los bombardeos alemanes, sus dolencias apenas nació por una malformación en una de sus piernas que lo llevó a estar en reposo durante mucho tiempo, las tensiones familiares entre un ala con gustos artísticos y otra dedicada al comercio, sus primeros encandilamientos literarios, su juventud como académico entre Oxford y los Estados Unidos, sus experiencias extremas como montañista y sus amores, entre muchos otros episodios.

Con una prosa cautivante, Alvarez puede pasar de una memoria íntima a contar sobre sus estudios literarios –fue un crítico pionero, desde su rol como editor a cargo de la selección de poesía en The Observer, entre 1956 y 1966, donde les dio espacio a escritores como Robert LowellJohn Berryman o Sylvia Plath, entonces desconocidos para el público británico–. Y puede hacerlo con gracia, sin caer en golpes bajos ni en pomposidades eruditas, pero tampoco en simplificaciones.

Al pasar las páginas de ¿Cómo fue que todo salió bien?, editado originalmente en 1999, queda la impresión de que Alvarez podía escribir hasta sobre el tema más tedioso o intrincado –¿un trámite? ¿un diagnóstico médico?– hasta convertirlo en una experiencia encantadora.

El libro también abre interrogantes sobre la identidad de un hombre que se describe a sí mismo como un londinense “de alma y corazón” más que como un inglés, pese a que su familia de origen sefardí llevaba viviendo más de 200 años en su país cuando él nació.

“Hoy resulta inconcebible que alguien haya vivido tan alegremente desconectado de la realidad política cuando el Holocausto estaba a la vuelta de la esquina. Pero casi todo lo que sucedió en mi primera década de existencia parece inconcebible visto desde el presente, empezando por el nivel de vida que llevaban mis padres: una niñera, una cocinera, dos mucamas con vestido de algodón almidonado, focia y delantal blanco con puntilla”, describe sobre sus primeros años de vida en una mansión en Hampstead, al norte de Londres. 

Sin embargo, el tono que elige el autor para trazar la autobiografía no tiene vínculo con la melancolía ni con un pase de facturas: “Hoy todo aquello suena inimaginable, errado desde el vamos, confuso y perturbador, una superposición de miedos absurdos y de esnobismos más absurdos todavía. ¿Cómo fue entonces que todo salió bien? Cuando más pienso en mi pasado, menos lo entiendo. O mejor dicho: los acontecimientos de mi vida no me causan problemas, salvando algún que otro detalle, lo que me sucedió a mí es más o menos lo mismo que le sucedió a cualquier otro inglés de clase media con una educación convencional que se hizo mayor de edad en los sosos años cincuenta. Según Freud, ‘todos los casos son únicos y parecidos’, y creo que lo que hizo única mi niñez fue el breve interludio del Blitz de Londres, cuando las convenciones se fueron al diablo y la vida resultó cualquier cosa menos aburrida”.

Entre otros momentos, con observaciones agudas y un ritmo hipnótico, Alvarez recorre sus días como un adolescente que, pese a la dificultad en una de sus piernas, quería destacarse en los deportes en una escuela/internado entre tétrica y exigente. Es a partir de ese momento, además, cuando inicia lo que él llama “una doble vida” y se vincula para siempre con la literatura.

“Según T.S. Eliot, ‘los poetas inmaduros imitan, los poetas maduros roban’. Lo que quiso decir, entiendo, es que la mayoría de los escritores se inician en este oficio fatal enamorándose de otros autores, imitándolos y luego descargándolos a medida que van hallando una voz propia. Es lo que me pasó con Housman, Auden, Empson y D. H. Lawrence. (John) Donne, en cambio, era un poeta demasiado remoto, difícil y talentoso como para tratar de emularlo. Sin embargo me parecía un modelo a seguir en muchos aspectos, como hombre y como escritor. Me enamoré de él a los quince años y aún hoy lo adoro, más de medio siglo después. Fue una especie de matrimonio ideal: como encontrar a la persona perfecta en el momento justo, sentar cabeza y vivir felices por siempre”, relata Alvarez.

En ¿Cómo fue que todo salió bien? no faltan situaciones del protagonista vinculándose con la escena literaria de gran parte del siglo XX, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, en medio de grandes amistades y también de tensiones. Porque Alvarez, amante del agua (tal como quedó registrado en su diario de nadador En el estanque), del montañismo (otra de sus pasiones, inmortalizada en su libro Alimentar a la bestia, que en español se consigue en edición de Libros del Asteroide) y por momentos crítico de un ambiente intelectual que a veces se le hizo sofocante, es una suerte de anfibio.

En su relato cuenta que necesitó darle de comer a su “bestia” interior, trabajar sobre su adicción a la adrenalina, ponerse a prueba y llevar al límite su resistencia física y mental con los deportes y también con el póquer, actividad en la que llegó a participar de competencias internacionales y por la que se hizo habitué de Las Vegas.

En su autobiografía tampoco faltan relatos sobre sus amores, la dificultad de establecerse en un lugar, la amistad, sus matrimonios, la paternidad.

Sylvia Plath y el suicidio

Entre los recuerdos que reconstruye Al Alvarez en ¿Cómo fue que todo salió bien? está su vínculo con la escritora Sylvia Plath. Alvarez recuerda las semanas finales de la poeta y cómo ella le fue mostrando sus últimos escritos en un departamento que armó con dificultad mientras se hacía cargo de sus hijos en soledad, luego de separarse del escritor Ted Hughes, a quien Alvarez también conocía.

En esas jornadas de lectura e intimidad, Alvarez, que como Plath había tenido un intento de suicidio tiempo antes, pudo entrever que el tiempo para la autora de La campana de cristal se estaba por terminar. Lo notaba en los poemas que le mostraba y también en su aspecto físico. Al poco tiempo de verse con su amigo por última vez, la escritora se quitó la vida.

“El suicidio era otra de las cosas que Sylvia y yo teníamos en común. Los dos éramos socios del mismo club y hablábamos a menudo del tema. Y es algo que también integra el legado de remordimiento que me dejó. Como adicto avezado a la adrenalina siempre había creído que el arte de verdad era un asunto riesgoso y que los artistas se lanzan a experimentar con nuevas formas no para llamar la atención si para escandalizar sino porque los viejos procedimientos ya no les sirven para lo que desean expresar. En otras palabras, lo que Sylvia aportó de nuevo tenía poco que ver con la experimentación técnica y muchísimo con la exploración de su mundo interior –un viaje al fondo del sótano para confrontar  a sus propios demonios–”.

Fue a partir de su cercanía con Plath y de sus propias vivencias que Alvarez publicó un libro descomunal llamado El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, que por estos días la editorial Fiordo volvió a editar en español con traducción del escritor argentino Marcelo Cohen (quien, también para Fiordo, tradujo hace algunos años La noche, otro ensayo de Alvarez).

“Cuantas más investigaciones técnicas iba leyendo, más me convencía de que lo mejor en mi caso era abordar el suicidio desde la perspectiva de la literatura –anticipa el escritor en el prólogo de El Dios salvaje–, para ver cómo y por qué tiñe el mundo imaginativo de los creadores”.

Y casi como una clave para la lectura de toda su obra y su alucinante biografía, dispara: “La literatura no es solo un tema sobre el cual sé algo; es una disciplina que, por encima de todo, se ocupa de lo que (Cesare) Pavese llamó ‘el oficio de vivir’”.

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[Radar Libros]

El buen salvaje

Por Fernando Krapp

Durante noventa años Al Alvarez vivió una doble vida. Tuvo días ordenados, sedentarios, los de un escritor intelectual a quien se le mezcla la ansiedad del académico siempre en fuga, que habita entre chimentos de pasillo y se lanza a peleas encarnizadas por esos salvoconductos hacia la estabilidad llamados becas. Y por el otro lado, persiguió con esmero una vida noctámbula, en el límite, entregado al cultivo de las pasiones y los placeres de la noche, del juego y de los deportes extremos. En diversas ocasiones un mundo alimentó al otro, o bien logró una coexistencia saludable en su monorritmia, o bien entraron en colisión como dos planetas que chocan en la nada. Vivía esa histeria con gracia y desenfado, atendiendo con bastante regularidad a los llamados de lo salvaje, para alimentar, como un buen amigo de él lo llamó, “a su bestia” interna. Aunque también pasó noches de desvelo preocupado por mantener el ritmo de un escritor que vive de lo que lee. Eso parece indicar el rictus apacible de su rostro, su sonrisa transparente taponada por una pipa de hobbit.

Aunque fue educado ni más ni menos que en Oxford, Alvarez nunca dejó de ser un escritor proletario. Siempre con un pie por fuera de los universos a los que se asomó y por los que fue interpelado, mantuvo una distancia elegante y sincera sin caer en cinismos para salvaguardar el fuego sagrado de su escritura. Nació en 1929 y murió en el 2019. Durante su tiempo en la Tierra - ¡casi un siglo! - mantuvo inscripto en la piel curtida el conflicto que Gustave Flaubert planteó en sus cartas a Louise Colet, ¿vida o literatura? El conflicto aparece y reaparece en tres nuevos libros que invaden en simultáneo las librerías virtuales y presenciales de Buenos Aires. El primero de la lista es su clásico estudio sobre el suicidio El dios salvaje, en la traducción que Marcelo Cohen hizo para la vieja editorial Norma, y que ahora Fiordo suma a su catálogo, luego de reeditar, hace unos años atras, La nocheLe sigue un simpático perfil sobre el montañista y aventurero Mo Antohine, Alimentar a la bestia, literatura de montañas, publicado por la editorial española Del Asteroide con traducción del argentino Juan Nadalini. Y la perla de esta verdadera “panzada” es su magnífica autobiografía, las memorias literarias que el viejo Alvarez tituló con gracia ¿Cómo fue que todo salió bien?, publicadas por Entropía, con una impecable traducción de Nadalini, nuevamente.


COMIENZOS DIFÍCILES

En este último libro de cuatrocientas páginas, escritas y publicadas en el año 1999, Alvarez recorre setenta años de formación intelectual. Nacido en una familia pequeño burguesa de Londres, siempre tuvo problemas con su “procedencia”. La familia Alvarez, de origen sefaradí, habría llegado a Londres luego de la expulsión de los judios de España en 1492. Proveniente de una larga lista de banqueros y comerciantes, Bertie, el padre de Al, trabajó en la empresa textil de su padre abandonando sus sueños de convertirse en músico. Se casó con Katie Levy, hija de un exitoso empresario gastronómico y dueño de una cadena de cervecerías y comida rápida muy popular en Inglaterra. Los Levy hicieron su fortuna en la crisis del 30 y se extendieron hasta bien entrados los años 60.

Bertie y Katie tuvieron un matrimonio infeliz. Ellos mismos fueron hijos de una época torturada y torturadora. Venían, dice Alvarez, de familias castradoras, y carecían de las herramientas suficientes como para madurar a tiempo, con una falta de afecto y de oportunidades para perseguir su deseo y ponerle el cuerpo a sus elecciones. Los años 30 y 40 fueron tiempos de mucha rigidez que parieron a una generación de chicos y de chicas cuya forma de vida esquemática y preestablecida entraría en conflicto con el mundo desbocado y urgente propuesto por la juventud de los años 60. Ese fue el trabajo que tuvo Al con su propia historia: desarmar los nudos que heredó del vínculo afectivo que recibió en su casa. Según él, un escritor hace un trabajo similar al que hace un psicoanalista, con la diferencia de que es terapeuta y paciente al mismo tiempo.

Aunque tampoco le fue tan bien con su tarea, al menos al comienzo. Alvarez se casó muy joven, motivado por la pasión de su segundo gran amor literario: D. H. Lawrence. Tan obsesionado estaba con el escritor de El amante de Lady Chatterley, que viajó hasta Estados Unidos y México, y vivió en una cabaña para estar cerca de Frieda, la mítica viuda de Lawrence. Su obsesión no termina ahí: logró finalmente conocer a la viuda y a su nieta, una chica muy joven, de veintipocos, con quien se casó a los dos meses de haberla conocido. Alvarez tuvo un primer matrimonio infeliz al que le dedicó muy poco espacio en sus memorias porque ocupa el tema de dos de sus libros: Life after marriage: love in the age of divorce El dios salvaje.

Su matrimonio frustrado no es el centro de este último ensayo sino que funciona como uno de sus dos puntapiés. Alvarez tuvo un intento de suicidio también frustrado poco antes de tomar la decisión de separarse de su esposa a los treinta y un años. El otro puntapié de El dios salvaje es su amistad breve, fugaz e intensa con la poeta norteamericana Sylvia Plath, a quien conoció luego de entrevistar a quien fuera su esposo en ese momento, el poeta Ted Hughes. Alvarez se toma el tiempo en el prólogo de narrar ese encuentro y de hacer una lectura sobre la última poesía de Plath, que funciona como puerta de entrada para su reflexión sobre la relación entre el suicidio y el proceso creativo en Occidente. Alvarez repasa el lugar maldito que tuvo el suicidio para los griegos y los romanos, y la demonización que el cristianismo de la edad media (hasta el Renacimiento, incluso) hace por tratarlo de egoista frente a la afrenta que hace el ser humano al regalo más prodigioso que Dios le dio sobre la tierra: su propia vida. La postura sobre el suicidio adquiere nuevos matices con la figura del poeta inglés Thomas Chatterton, que se quitó la vida a los 17 en el año 1770, atormentado por las deudas y la falta de trabajo. Esa figura es la que sobrevuela durante el romanticismo hasta consumarse en uno de los personajes de ficción más populares de la historia: el joven Werther, creado por J. W. Goethe. La vida breve de Werther produce un impacto profundo en la esfera social: la gente empieza a enamorarse locamente, a andar con paso apesadumbrado, y sobre todo a suicidarse. Aparecen estudios sociológicos y psicológicos, con los que Alvarez busca discutir al ubicar el sucidio en el centro de la creación literaria moderna. “A partir de sus tribulaciones privadas los mejores artistas han inventado un lenguaje público para consolar a conejillos de indias que desconocen la causa de su muerte. Para conseguir esta meta, el artista, en su papel de chivo expiatorio, pone la muerte y la vulnerabilidad a prueba en y para él mismo”.


Alvarez intentó poner su vida a prueba, pero los somníferos le jugaron una mala pasada, y le salvaron la vida con un lavado de estómago. Si bien su muerte voluntaria no surtió efecto, nunca dejó de escribir poesía, razón por la cual decidió anotarse en Letras al terminar la secundaria y rechazar una interesante oferta laboral que le ofrecía su tío empresario por parte de su madre. Todo poeta tiene un mito de origen; si no lo tiene, se lo inventa con el tiempo. El mito está vinculado a la lectura, al encuentro anómalo con la palabra escrita, al influjo extraño y sugerente que la lectura de un poema tiene sobre una mente joven. Ese primer amor Alvarez lo tuvo con John Donne, el gran poeta inglés nacido en 1592. Al lo leyó en sus clases de literatura de instituto Oundle en la adolescencia, un internado para varones, a donde había llegado “turbado y débil” y de donde saldría, gracias al deporte, “con brazos de leñador, cuarenta y dos centímetros de cuello, y un vívido desprecio por cualquiera que no fuera capaz de tolerar los rigores de eso que en aquellos años llamábamos educación”. El descubrimiento de Donne le hizo cambiar su parecer con respecto a la poesía. El poeta metafísico hablaba sin vueltas, con palabras directas: “El mensaje de Donne, a mi entender, era que la vida no solo era más urgente y caótica de lo que otros poetas nos hacían creer, sino también más animada e interesante”.

LOS NUEVOS INTERESES

Para sorpresa de su madre y alegría de su padre, Alvarez terminó la carrera en Oxford en donde se recibió con los más altos honores y empezó lo que parecía ser una promisoria carrera académica. Alvarez le dedica gran parte de sus memorias a recuperar y narrar esa época (tal vez porque nunca la había transitado con detalle en otros libros). Esos pasajes como estudiante en el campus son bellos e intensos. Busca los puntos fuertes de su narración personal para entender el porqué de sus decisiones. Y lo que tiene para contar sobre su vida en el campus es cómo su amor por la poesía lo fue acorralando hacia una vida muy poco intensa y cómo, de fondo, latía en su interior, la intención de buscar otro modo de vivir de la literatura. Durante su tiempo como profesor en el campus de Oxford, forjó muchas amistades, como por ejemplo con el crítico Frank Kermode, una de las mentes más lúcidas de su generación, formador de una profusa camada de críticos entre los que se destacan Terry Eagleton, entre otros.

Seducido por una idealizada vida con mayores riesgos, que Alvarez veía en los cameos lisérgicos de Aldous Huxley y en la experiencia turbada, al límite y descompensada de su adorado D.H. Lawrence, se convenció que debía perseguir el sueño alocado de la aventura en la tierra más soñada de todas: Estados Unidos. Postuló para una beca con la intención de continuar sus estudios en Princeton en el año 1953. Por supuesto, la obtuvo. En las afueras de Nueva York, encontró una sociedad académica menos pacata y más frontal que la inglesa. Compartió habitación y trabó una larga amistad con el gran escritor inglés V. S. Pritchett, que trabajaba como un escritor profesional a tiempo completo. Pritchett le reveló que podía trabajar de escribir sin necesidad de morir en el interior. También conoció al poeta y crítico Richard Palmer Blackmur (fundador de “la nueva crítica”) quien lo introdujo en los Seminarios Gauss, un grupo de prestigio que se juntaba para debatir sobre política, estética y poesía. Alvarez conoció al gran poeta John Berryman y a Robert Lowell, entre otras figuras de importancia en el mundo académico, en quienes se detiene y les dedica a cada uno una hermosa semblanza a lo largo de ¿Cómo fue que todo salió bien?

La poesía de Berryman y Lowell tendrían en Alvarez un impacto profundo (a quienes también analiza en El dios salvaje, ya que ambos poetas se quitaron la vida). Él sería el encargado de llevar esas dos voces y de fomentarlas al otro lado del Atlántico. Alvarez los incluyó en una antología titulada The new poetry de 1962, cuando volvió a Londres y obtuvo un puesto como director del suplemento literario del influyente diario The Observer.En su prólogo, Alvarez señalaba que la poesía de Berryman y de Lowell (junto a la de Ted Hughes y a Sylvia Plath, esta última incluida en la revisión de 1966, que junto con Anne Sexton son las únicas dos mujeres de la antología), se oponía a la tendencia conservadora y estilista de los escritores y poetas formados en Oxford (y ex compañeros de Alvarez), conocidos como “the movement”, entre los que se destacan y se recuerdan a Phillip Larkin y a Kingsley Amis (también incluídos en la antología, con ánimo de polemizar). En cambio, para los poetas seleccionados por Alvarez, la poesía establecía un equilibrio perfecto entre la indagación personal y la búsqueda formal. 

La publicación de la antología supuso una excusa perfecta para que tomara distancia de un mundo que lo empezaba a fastidiar: el de los poetas y de los escritores. Durante los siete años que estuvo a cargo del suplemento, frecuentó fiestas, eventos, presentaciones de libros. Sabía los detalles del chusmerío de la escena. Hasta que, gracias a una charla reveladora que tuvo con W. H. Auden, abandonó su puesto para perseguir otros intereses. ¿Cuáles eran esos otros intereses? De todo. El póker, las plataformas petroleras en el océano Atlántico, la noche en Las Vegas y, sobre todo, un amor que cultivó durante muchos años desde una edad muy temprana: el montañismo. Fiel a esta doble vida, a esta tensión entre escritura y vida, Alvarez divide a su biografía en dos. La primera parte, la más extensa, termina con la publicación de su primer libro, El dios Salvaje (un éxito de ventas) a los 46 años, y la segunda parte repasa cómo fue el proceso de escritura y de publicación de sus libros por los cuales fue catalogado un escritor de intereses eclécticos. Pero Alvarez, escritor proletario, no andaba por el mundo pensando en temas y escribiendo lo que le daba la real gana. Encontró un lugar para desarrollar esa curiosidad por “temas” raros en el lugar indicado: The New Yorker dirigido por el mítico William Shawn. Lo que Alvarez hacía estaba alineado con las bases del “nuevo periodismo” de John McPhee y Joan Didion.

Su mirada estaba puesta en temas laterales, pequeños e ínfimos. En Alimentar a la bestia, su libro sobre el montañismo que surgió de una nota más breve, Alvarez no narra un ascenso peligroso ni una expedición que salió mal. Es un libro sobre un amigo. Mo Anthoine, un escalador de roca muy dotado, montañista de vida nómade, empresario por casualidad, y eventual doble de cine, que sin grandes logros en su vida al aire libre (no tenía en su CV todos los “ocho miles” con los que sí cuenta Reinhold Messner, por ejemplo) se las ingenió para ocupar su tiempo alimentando ese llamado interno, ese susurro hipnótico al que responden todos los amantes de la adrenalina. Pero para Anthoine había algo más que el logro personal de alcanzar una cumbre. Lo importante de la aventura radica en el gesto, en su lógica de pérdida y de gasto energético, y no en los logros o el éxito; está en pasar un buen momento en la montaña antes que en poner en riesgo la vida propia y la de otros. El libro de Alvarez es un bello canto a la amistad que surge cuando un grupo decide subir una montaña, enfrenta situaciones incómodas, se pierde en un bosque o tiene que detenerse en una cueva a esperar que pase una nevada o una tormenta. Este breve libro, inédito hasta hoy en español, condensa lo que se lee hacia el final de las memorias de Alvarez quien siempre le dio prioridad a pasarla bien con la escritura antes que en vivir atormentado por no escribir la gran novela del siglo o el mejor poema de la década. “Por mucho que apreciara la literatura siempre creí que de verdad había cosas más importantes más allá de todo ese desatino” escribe hacia el final del libro citando una frase de la poeta norteamericana Marianne Moore.

La forma en la que Alvarez reconstruye su vida, en la que narra a sus amigos y recuerda los momentos de su juventud, sin embargo, son un logro literario. Se leen con el mismo placer que produce el primer encuentro con una novela de Charles Dickens. Como si, a sus setenta años, vida y literatura hubieran encontrado una forma atemperada de amalgamarse. Las escenas que elige para cerrar el libro, en donde describe el reencuentro con su madre y la relación vivaz y compleja con su segunda esposa, lo convierten en un narrador de una destreza admirable para analizar caracteres y transmitir emociones; un escritor capaz de generar empatía sin perder el distanciamiento necesario que se precisa para hacer avanzar las acciones. Tanto su biografía como sus otros dos libros toman la estructura de la novela de aprendizaje; de cómo se forma un escritor. Y la moraleja - si es que hay alguna en los aprendizajes - es que no hay fórmulas ni atajos cuando se trata de formación literaria. ¿Cómo fue que todo le salió bien a Al Alvarez? Quizás la respuesta a esa pregunta retórica esté en la premisa de Raúl Gonzalez Tuñón: la búsqueda de un poeta o de un artista consiste en encontrar un equilibrio entre el arte y la vida, porque, cuando alguna de las dos falla, algo anda mal, algo anda mal.  

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[La Nación]

El paraíso de la adrenalina

Por Pedro B. Rey

Decir de un escritor que es inclasificable resulta un facilismo, pero ¿cómo definir al inglés Al Alvarez (1929-2019) si se prescinde del adjetivo? Se supone que era poeta y novelista, pero la gran mayoría de sus lectores lo conocen por libros de lo más diversos. Tiene uno sobre cartas (Poker. Crónica de un gran juego) y otro sobre la nocturnidad y los sueños (La noche), otro sobre la escalada de montañas (Alimentar a la bestia) y un diario de nadador (En el estanque), que es también un sensible tratado sobre el arte de envejecer. El más conocido de todos es el primero, El Dios salvaje(1971): su tema es el suicidio y, aunque propone toda clase de conexiones, comienza con un escalofriante e inolvidable capítulo sobre su amiga, la poeta Sylvia Plath.

Suena inverosímil que Al Alvarez, con su fácil capacidad para contagiar entusiasmos, haya tenido en algún momento de zozobra su propio intento de autolesión. Fue, por suerte, un suicida frustrado. “Es una confesión triste –anota en el epílogo de El Dios salvaje– pues en realidad, se diría, no hay nada más fácil que quitarse la vida”. Suena más inverosímil todavía al leer su autobiografía, ¿Cómo fue que todo salió bien?, un franco balance (lo publicó hace poco Entropía) en el que sus avatares individuales, tangenciales en los restantes libros, se presentan ordenados en una cronología zigzagueante.

Dejo para la próxima su experiencia dentro del campo poético, donde como editor trató, además de a Plath y su marido Ted Hughes, a Auden, John Berryman o Robert Lowell, entre tantos otros. El quid de Alvarez como individuo precede, en todo caso, esa mundanidad. Está en la infancia, y el elemento fundamental tiene un nombre: la adrenalina.

El escritor nació en una familia judía, parte de la cual estaba afincada desde el siglo XVIII en Inglaterra y había hecho su fortuna con una cadena de tabernas. “Al igual que todos los integrantes del establishment anglo-judío, mi familia era más inglesa que los ingleses”, dice, aunque al mismo tiempo siempre quedaba una vaga sensación de extranjería por ese apellido español que recordaba un viejo pasado ibérico. Los padres, en todo caso, no estaban muy bien considerados por el ala comerciante. El, por su parte, estuvo condenado desde un principio a la resiliencia: había nacido con un tumor en un tobillo que lo tuvo a maltraer y que, a partir de los 10 años, lo llevó a encontrar en el deporte una compensación. Lo primero fueron los saltos en trampolín, ocasión inaugural de temor y temblor. “La adrenalina –escribe– es sumamente adictiva; genera el mismo efecto de dicha e intensidad que embarga –imagino– a los heroinómanos luego de cada dosis, y altera la química cerebral del mismo modo en que la droga altera la química del cuerpo”. Alvarez se entregó a partir de entonces a reproducir la sensación de júbilo y alivio que deja el paso de ese fulgor. A lo largo de los años se sucederían el rugby, el alpinismo, el squash, el nado. En algún momento de adolescencia se sumó como factor de riesgo y emoción la poesía gracias al descubrimiento de John Donne, el autor del Biathanatos. Fue un amor a primera vista, el encuentro con un hermano y maestro de otra época: “El mensaje de Donne era que la vida no solo era más urgente y caótica de lo que otros poetas nos hacían creer, sino también más animada e interesante”.

Pero hay todavía otra instancia motorizada por la adrenalina que figura en ¿Cómo fue que todo salió bien? y puede ayudar a ilustrar el funcionamiento último de la psique poética. La guerra, para Alvarez, entonces de diez años, tenía un lado lúdico. Londres, dice, fue un buen lugar para vivir durante el blitz. O al menos Hampstead, el suburbio en que creció, donde el ruido de las bombas a distancia le producían un escozor de excitación. Camino de la escuela, los chicos atesoraban fragmentos de metralla y jugaban a rastrillar el frente de batalla para, por la noche, dedicarse a observar el ballet “hipnótico y letal” que se producía en el cielo con su combinación de belleza y peligro. En el caso de Al, la adrenalina del momento –la certeza de estar vivo– sería para siempre más poderosa que cualquier paraíso artificial.

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[Perfil]

Memoria y adrenalina

Por Elvio Gandolfo

Si uno no sabe nada de Al Alvarez la mente, casi siempre perezosa, sospechará que se trata, por ejemplo, de un ensayista estadounidense con raíces latinas. Es, en cambio, un judío londinense cuyo apellido tiene su origen en la España antigua. Su libro más difundido es “El dios salvaje”, sobre el suicidio, para el cual tenía calificaciones propias (había intentado matarse) y la distinción de haber sido amigo tanto de la celebérrima poeta Sylvia Plath (que se suicidó) como de su ex esposo Ted Hughes, uno de los grandes poetas británicos de postguerra.

Este macizo tomo de memorias articula todos sus intereses en una corriente única. Nacido con un defecto en un tobillo, criado por padres complicados, Alvarez reconoce que siempre había pensado en irse de la casa, y que lo que más lo excitaba en sus acciones era el condimento de la adrenalina, lanzarse a desafíos que parecían imposibles.

Así, fue un tozudo deportista, sintió al extremo los límites y las ridículas costumbres del ambiente académico (estudió en Oxford) y el ambiente literario. Tuvo una columna muy influyente en “The Observer”, donde además dirigió una sección de poesía que, unida a un antología varias veces reeditada, produjo cambios definitivos en el ambiente lírico inglés. Alvarez tiene un estilo de conversador inteligente, lleno de humor, ironía y una esencial predisposición al acuerdo (y, si eso no es posible, a la lucha franca). Aquí dibuja retratos memorables de Plath y Hugues, como era de esperarse, y también de W.H. Auden y del polaco Zbigniew Herbert, un poeta con un carácter inadecuando para un país comunista.

También desfilan ámbitos como la BBC, el semanario “The New Yorker” o directamente lo que suele llamarse “el ambiente” de escritores o intelectuales, con una pluma a la vez lúcida y atenta y un inconfundible gusto por la vida, que lo hizo llegar a los 90 años.

El título está sacado de una gran comedia hollywoodense (“Los productores”) donde el desbordante Zero Mostel reconoce: “Conseguí un mal libreto, un mal director, un mal elenco. ¿Cómo fue que todo salió bien?”.

Lo mismo piensa Alvarez de su vida. No siente la menor simpatía por la infancia, pero, a partir de la segunda mitad de su vida, siente que podría repetir las frases de Zero Mostel con el mismo asombro.


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