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Antuca
Raúl Castro
256 páginas
 
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11

[...]
Le ato un pañuelo. Trato de ajustárselo bien, pero la palma es un lugar difícil. Me dice que no me preocupe, que en la casa hay un botiquín con agua oxigenada y vendas. Trato de acompañarlo pero no quiere. Se lo ve avergonzado. Me mira, da media vuelta, y se aleja entre los tamarindos. Quedo muy confundida y apenada. Lo que pasó, no me parece intenso, me parece boludo.
“Qué boludo, qué boludo”, repito, con una amarga sensación de impotencia. Me incorporo y miro el mar. Desde acá se ve toda la bahía. No hay nada. No hay nadie. Sólo arena y mar.
Bajo del médano hacia el mar muy angustiada, y me largo a correr por la playa desierta, levantando gaviotas. Creo que escapo, pero es muy difícil soportar esta especie de caída, este planeo continuo. Narcotizada, sigo corriendo hasta que el aire quema mis pulmones. Entonces caigo o me tiro sobre la arena, y lloro. Un continuo mar se revuelve en mi playa. Una energía inútil que va y viene en esta soledad que me sobrepasa.
¿Por qué yo no puedo descansar?
¿Por qué yo no puedo descansar? Mis viejos amigos son todos pequeñas personas. No quiero ser cruel, pero es inevitable. La locura de Lucas no me interesa, es una locura tonta, inmadura. Así que prefiero olvidarme de Antuca y no comprometerme en ninguna absurda aventura.
No me interesa volver a la casa.

No me gusta estar sola. Vuelvo.
No imaginé haberme alejado tanto. Es increíblemente largo el trecho que me falta. No hay nadie. Sólo las gaviotas y la playa, entre los médanos y el mar. Mientras voy caminando me sereno. A lo lejos un pescador parece recoger sus líneas. A medida que me acerco se va definiendo su perfil. Es un muchacho joven, poco más que un adolescente. Tiene unos pantalones raídos, un buzo holgado y un gorro tejido, hasta las orejas. Cuando estoy a unos veinte metros me descubre. Apoya la caña en una cruz de hierro clavada en la arena y me mira sorprendido. Nos miramos hasta que estoy a su lado.
–Hola –nos decimos.
Me detengo y le pregunto: –¿Sos de acá?
–Por ahora, estoy acá. Cuando me canse, me voy.
Me confunde el timbre de su voz, la forma de su cara, su boca. Descubro sobre el amplio buzo, la ligera insinuación de sus senos.
–¿Cómo te llamás?
–Marina, ¿y vos?
–Teresa.
Mi sangre se encrespa como el mar. Nos miramos. Nos medimos. Creo que a esta altura de mi vida conozco mucho de mujeres, de sus inclinaciones, de ciertas complicidades perversas y sus guiños, pero Marina me desorienta con su frescura, su juventud y esa malicia agreste en el fondo de sus ojos claros, de color indefinido, como este mar.
–¿Hace mucho que andás por estas playas?
–Casi dos años.
Dos años es una vida. Me cuenta que anduvo vagando por las playas del sur, hasta que encontró un lugar, y se quedó. Me habla de la gente con quien vive, y lo que hace.
La veo hablar. La miro hablar. Sus labios se juntan, se deslizan, se separan. Su boca es un extraño animal. Un feroz animal. Mis hormonas bailan como abejas furiosas. Mi lengua empuja contra mis dientes apretados.
Basta.
Miro el mar y respiro hondo para tranquilizarme.
Marina sigue hablando.
Me acerco. Deslizo mi mano por su mejilla hasta la comisura de sus labios. Marina sigue hablando. Siento sus palabras en mis dedos. Es fuerte y dócil. Inclina su cara acompañando mi caricia y cierra los ojos.