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Un año sin primavera
(Apuntes sobre la poesía y el tiempo que hace)
Marcelo Cohen

151 páginas; 20x13 cm.
Entropía, 2017
ISBN: 978-987-1768-42-4

       
     
           
           
           
 

«“Teníamos, al final, sólo el tiempo como tema”: así empieza “El membrillo”, un poema de Louise Gluck. Pero no se refiere al tiempo que todo lo devora, ni al clima, sino al, llamémoslo así, tiempo que hace. Subestimado como excusa para charla de circunstancias, el tiempo que hace es en realidad un llamado incesante a la atención abierta; un sin fin de presentes. Nos conecta con la física y la biología, con los meteoros, la imprevisibilidad, con los movimientos del aire y las mutaciones del paisaje material. El tiempo que hace un día, o cada día, no sólo se empeña en defraudar las previsiones: es un tema de conversación infinita. En un momento cualquiera confluyen miríadas de sucesos que, con distinto paso, duran o se disipan para dar lugar a algo nuevo. Las polirritimias de la atmósfera enloquecen el pulso inflexible del tiempo que pasa; piden otras escansiones y oponen diferentes matices a ese camino homogéneo que lleva del deseo temprano a la memoria crepuscular. El tiempo que hace es catástrofe y plenitud, trastorno e impulso, fuerza, abandono y fusión. Los poetas, algunos poetas, saben que el lenguaje es una búsqueda de afinación de la palabra que nunca acierta el temperamento. “El membrillo” continúa con estos versos: “Por suerte, vivíamos en un mundo con estaciones”.»

Marcelo Cohen

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Fragmento

Era agosto de 2014. Mi mujer tenía una beca de investigación de la Universidad de Columbia y nos íbamos a Nueva York por cuatro meses. En Buenos Aires se había desatado una ola de calor impertinente. Veintitrés grados, alta presión, asfixia bajo las frazadas, una encubierta amenaza arbórea de brotes prematuros que iban a estropear la desolación invernal. La copa del ciprés del colegio de enfrente se plagaba de hinchazones, de pulsaciones; parecía que se le hubiera alterado la circulación de la savia. Como cada vez que pasan estas cosas últimamente, en las charlas sobre el tiempo arreciaban las alarmas sobre el cambio climático. Buenos Aires se tropicaliza. Nadie va a dudar ya de que el equilibrio de la vida en la Tierra está en peligro por obra de la desmesura humana, pero, yendo al día a día, en vano se señala que para estimar el clima de una región se necesitan datos recogidos durante unas décadas. Se encienden los diferendos sobre los inviernos de antes, los de ahora, sobre las temperaturas y precipitaciones del año pasado, la floración de las hortensias... No es sólo una forma de entretenimiento. Es un parloteo entusiasta, como si por unas veces fuera imposible regodearse en el reuma, el sistema linfático o el yo anímico sin explayarse en la consistencia del aire, las reacciones de plantas y apuestas sobre el embarazo de las zorzalas. Hay un parpadeo entre lo interior y lo exterior, y casi siempre una lucha contra frases hechas adornadas de terminología informativa: anticiclón, hectopascales, frente polar. La tercera semana del mes cambió el viento y de golpe refrescó antes de lo que anunciaban los pronósticos. En las efusiones de la radio y el mercadito del barrio noté no tanto burlas a los meteorólogos como un festejo por la irrupción de lo inesperado. No es que hubiera irrumpido, claro. La atmósfera tiene su estilo; es dionisíaca. Los cambios atmosféricos son escándalos en la pauta del tiempo crónico. Más ahora, cuando, con la conciencia tomada por dispositivos y prótesis indefectibles, por la urgencia de hacerse productor y gestor eficiente de sí mismo, de ganarles al reloj y al calendario para crecer, consumarse como y en proyecto, por el mandato de disfrutar y mimarse como está prescrito sin que decaigan los rendimientos, y encadenada a rendir y recibir información verbal y fotográfica inmediata sobre cada pormenor íntimo y noticia política, el tiempo de la vida sólo aprueba fugaces vistazos sobre la enormidad exterior a la pyme personal. Los ciclos de la atmósfera y sus anomalías impregnan esas escapadas de asombro, confianza, irritación o pasmo. Entonces se toca la cuestión menos epidérmicamente que de costumbre. Se activan conexiones en todos los sentidos.

     

Autor

 

 

 

 

 

Foto: Rafael Calviño

 

 


 

   

Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951) es escritor crítico y traductor. Ha publicado volúmenes de cuentos, una docena de novelas y varios libros ensayísticos. Entre estos últimos se destacan Buda, de 1999; ¡Realmente fantástico! y otros ensayos, de 2003, y Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), editado en 2014.

 
 

Ediciones internacionales

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(México)

 

 

 

 

 

 

 

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[Revista Ñ]

Visiones y epifanías a la intemperie

Por Ezequiel Alemian

"Crónicas que ensayan y Ensayos que narran” se titulan las dos secciones que incluyen la mayoría de los artículos de Marcelo Cohen recopilados en Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas, sustancioso volumen de más 300 páginas que llega a las librerías prácticamente al mismo tiempo que Un año sin primavera, libro donde crónica que ensaya y ensayo que narra son más una sola otra cosa que nunca.

Un año sin primavera habla sobre el tiempo que hace y la poesía. Se inicia en agosto de 2014, en otoño, con la llegada por correo de un libro del poeta Chris Andrews, en momentos en que el narrador y su mujer están por viajar a Nueva York, donde ella dará clases durante unos meses, y concluye en julio de 2015, otra vez en Buenos Aires, con dos grados de sensación térmica.

Cuando en “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua”, un texto sobre la traducción incluido en Notas..., Cohen propugna, en contra del estado, la región, el clan, la ciudad, el barrio, la familia, el yo, una “expresión polimorfa”, dice: “formas que abran la conciencia a los vaivenes del viento”.

Un año sin primavera es sobre el clima, lo meteorológico, el weather porn, el blablá negacionista, la alteración artificial, las armas climáticas, las prácticas religiosas. “El tiempo que hace arrebata la vida breve para los ciclos de muerte y renacimiento; y la sume en el accidente”, escribe Cohen. Se refiere a Baudelaire forjador del modelo contemporáneo del “peregrinaje interminable por el trajín de la jornada diurna hasta la meditación solitaria de la noche, lavadora del fastidio con la corrupción ajena y del remordimiento por la propia”, y cita al Wallace Stevens de Los poemas de nuestro clima: “un poema es un meteoro”.

“Ando detrás de formas equivalentes a las formas momentáneas en que cuaja el desorden de la atmósfera”, dice Cohen. Un poco a la manera de una serendipia, el libro incorpora con una facilidad asombrosa impresiones, reflexiones, citas y subrayados. Es lo que está ahí, sucediendo: son citas de lo que se lee, fragmentos de traducciones, resultados de búsquedas en librerías, por Internet, lo que se impone a través de los medios, recuerdos, apuntes. Todo es pertinente, o lo parece. La figura autobiográfica del narrador se atomiza en un self de agregaciones. El sujeto mismo se convierte en atmósfera.

Anne Finch, Daniel Durand, Lisa Robertson, Alessandra Liverani, Anne Carson, Charles Wright, John Burnside, Arturo Carrera, Charles Bernstein, Louise Glück, Susan Stewart, Mirta Rosenberg, Antonio José Ponte, Charly Gradin, Geoffrey Hill, Tom Maver, Damián Ríos, Horacio Zabaljáuregui, Ted Hughes son algunos de los poetas traducidos, citados, interrogados.

“La poesía de hoy no tiende a la intemporalidad de la forma, no entroniza el poema. (...) Ausentes los pronombres, se pierde en una conciencia de sí que solo es posible por contraste. Emisor, destinatario y objeto se disgregan en una desmesura de componentes”, escribe.

¿El clima como modelo de cambios impredecibles? Cohen recuerda un libro de John Ashbery basado en obras del artista Henry Darger, que solo hablaba de meteorología y durante años llenó su diario personal con entradas sobre el clima en Chicago. “Va recogiendo retazos que le vienen al encuentro a medida que el pensamiento se desliza por el lenguaje, y los dispone en un fluido patrón de rescate”, dice sobre Ashbery. La explicación aborrece el clima, dice Cohen.

Sobre el final, de regreso en Buenos Aires, el narrador lee y traduce a Andrews: “Cuando no está pasando nada, pasa el tiempo que hace / Puede pasar cualquier cosa, que igual un tiempo hace”.

Empujar la libertad de las palabras hacia lo imprevisible con la excusa de no someterlas al valor de cambio, dice Cohen. La pregunta por el deseo de abrir las formas a “los esplendores y amenazas del desorden” recorre los dos libros. En “Caos y argumento”, incluido en Notas..., Cohen señala la necesidad de “argumentos capaces de fundir el incidente súbito, el episodio ajeno, el detalle de lo real en dispersión y la fractura del momento como impulso de una nueva dirección que no estaba prevista cuando se empezaba a contar”.

En quiénes está pensando cuando habla de historias que produzcan más futuro que indignación, contra mitos y héroes opacos, no performativos, puede deducirse de los escritores de los que se ocupa en los artículos que siguen en el libro: William Burroughs, Martín Rejtman, Antonio Di Benedetto, Agota Kristoff, Lorenzo García Vega, Alexander Kluge, Jonathan Lethem, David Markson, Raúl Zurita, Alasdair Gray.

Algunos artículos son más generales, sin llegar nunca a la generalidad de una teoría. Otros confluyen en el análisis de autores o libros particulares. Cohen construye con una rara maestría el objeto de que habla. Su descripción del trabajo de Di Benedetto, de Kristoff, de García Vega provoca entusiasmo. Hay textos bellísimos sobre jazz (Fernando Tarrés, Uri Caine), y crónicas de la Barcelona de los 80. El trabajo material de cada día, los usos de la tecnología, el desgaste de los cuerpos, son interrogados una y otra vez. Sobre el final, unas caminatas por Once, por Retiro, y un extravío a la búsqueda de los libros que leen los pasajeros en los transportes públicos, amplían las formas de ese “escritor transformable, rebelde de la posmodernidad”, dibujando una apertura hacia otro tipo de solicitaciones que las climáticas.

En “Prosa del Estado y estados de la prosa” Cohen se vuelca sobre la narrativa argentina contemporánea. Prosa del Estado, define, es la que cuenta las versiones prevalecientes de un país, incluso los sueños, las memorias y las fantasías, y hoy patrocina una literatura y una poesía. “Para que renazca la literatura hay que reventar la prosa del Estado, pero destruir es una tarea triste”, señala.

Distingue entonces dos alternativas: por un lado la infraliteratura, o “mala literatura”, que gana adherentes, opuesta a las Bellas letras o al mercado, mal escrita, antiartística, que recurre a los estereotipos para fluir, y por el otro la hiperliteratura. “Como escribir simplemente bien les parece envenenarse, los narradores hiperliterarios exacerban la escritura mediante tropos, relativas y cláusulas prolongadas, siembran asonancia y digresiones y arrastran todo lo que la frase vaya alumbrando, sin perder nunca las concordancias ni resignar la entereza de la sintaxis, hasta volverla sobrenatural a fuerza de escritura”. Entre los primeros: Alejandro López, Fabián Casas, Washington Cucurto. Entre los segundos, Juan José Saer, Alan Pauls, Sergio Chejfec.

El fantasma que se cierne sobre estas versiones es el del fin de la literatura. “Espera una intemperie inmune a los virus de la prosa de Estado, incomprensible a sus categorías, donde elaborar un arte de la palabra del cual solo se sabe que quizá deba tener otro nombre”.

O quizás el fantasma que acecha sea el fantasma del comienzo. Dice Cohen en su artículo sobre García Vega que “tal vez la literatura empieza cuando se reconoce cuán difícil es escribir suprimiendo las intenciones, la huella de las tradiciones, todo lo que carga las frases de contenidos personales, de expresión y de la ilusión de elegir”.

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[Perfil Cultura]

Hacer obra

Por Damián Tabarovsky

¡El que esté libre de pecado que deje el celular desbloqueado! Perdón, quise escribir en rima pero no me sale. Lo mío es hacer estos chistecitos sin gracia, la poesía no me ha sido dada. Una pena, porque me considero lector de poesía, y de ensayos sobre poesía. Por eso, rápidamente leí Un año sin primavera. Apuntes sobre la poesía y el tiempo que hace, de Marcelo Cohen, publicado hace algunas semanas por la editorial Entropía, en la colección Apostillas, colección que es una de mis favoritas –sino mi favorita– entre lo que se edita hoy en día (un comentario al pasar: me hubiera gustado que el subtítulo constara en la tapa del libro, solo eso para objetar sobre un libro hermoso). En la página 49, leemos: “Después de ocupar por milenios un lugar literario de preferencia, el tiempo que hace se volvía un lastre para el arte de la ficción, y en la vida un tema de conversación banal. Durante casi todo el siglo, vanguardias, altos modernistas y experimentalistas, le restaron importancia, si no lo evitaron, como cláusula implícita de una poética”. De las cuatro palabras antes dichas (vanguardias, altos, modernistas, experimentalistas) la única que se abate sobre mí es alto, sin embargo, a mí también pocas cosas me resultan más irrelevantes que charlar sobre el tiempo, el clima, la temperatura y la humedad. Pero Cohen se las ingenia para vencer ese obstáculo, y escribir un ensayo sutil, que va del diario de apuntes al análisis de poemas sobre el tema, pasando por laterales –pero evidentes- tomas de posición política, y reflexiones sobre la traducción, la escritura y sobre todo la lectura. Sigo pensando a ¡Realmente fantástico! y otros ensayos, como de lo mejor de la obra de Cohen, en el que lleva adelante un agudo trabajo de prosa teórica, que tomó luego un giro hacia algo que bien podríamos llamar “menor” (en el mejor sentido del término, en el sentido de lo pequeño es hermoso, o en una lectura libre del uso que le da Deleuze), en esa especie de ensayos al paso que son, primero, Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), y ahora en Un año sin primavera.

Hace muchos, muchos años que vengo leyendo a Ashbery, pero conocí a Charles Bernstein precisamente gracias Cohen, en una lectura que Bernstein hizo en Buenos Aires, también hace años. Me volví también lector de Bernstein, y con ese historial, disfruté sobremanera de los pasajes que Cohen le dedica a ambos. La idea de que Bernstein “en modo escrache” propone una “inflexibilidad” ante el hecho de que “ya no se puede alumbrar, cantar, evocar, confesar o combatir nada en particular sin antes (o la vez) haber puesto en escena las celadas y los pretextos del lenguaje” me parece una de las descripciones más ajustadas que se hayan hecho sobre la poética de Bernstein. Inmediatamente, con la misma justeza, define a los poemas de Ashbery como “antídotos contra los hábitos de la conversación”.

Es interesante que Cohen establezca esas advertencias hacia el final del libro y no al comienzo. Si hubiera sido así, el libro caería en un tono prescriptivo, del tipo “vamos a hablar de lo que ya no se puede hablar”. No es el caso. Todo ocurre como si Cohen –que hace de la autoconciencia de la escritura su principal virtud, y a veces también su límite– se instalara en ese delgado desfiladero, en ese intersticio, para desde allí hacer obra.

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[Eterna Cadencia blog]

Bajo estos cielos impredecibles

Por Martín Libster

El debate es tan viejo como la literatura: ¿qué capacidad tienen las palabras para captar lo real? ¿Cuál es la distancia entre la letra y el referente? Y, en última instancia, ¿importa? De este combate a priori perdido, de esa imposibilidad, está hecha gran parte de la literatura del siglo XX. No es extraño que los grandes escritores del período, aun reconociendo la derrota de antemano, se acerquen una y otra vez al tema. Y si lo real, además de inasible, es efímero, la tarea es aun más complicada. ¿Y qué hay más efímero que “el tiempo que hace”, el estado particular de la atmósfera en un momento dado, que puede parecerse al de ayer y al de mañana nunca pero nunca es el mismo? El tema es recurrente; en la literatura argentina los ejemplos sobran. Como escribió Carlos Gamerro, nadie hacía llover como Juan José Saer, que describió obsesivamente la atmósfera cargada de las tardes del litoral. ¿Y los ríos de Juanele y Haroldo Conti, la lluvia infinita de Martínez Estrada o el fuego celestial que cae en el cuento de Lugones…?

El tiempo que hace y el clima del texto; la temperatura y la atmósfera del poema. Son tópicos de la crítica, repetidos hasta el cansancio y, sobre todo, hasta la pérdida de sentido. No es extraño, entonces, que Marcelo Cohen haya dedicado Un año sin primavera (Entropía) a intentar restituir el sentido a estas palabras. La génesis y el programa del libro se leen en la segunda página: “Esto, apuntes e historia, empezó a mediados de 2014 con un fastidio atrabiliario con el uso inicuo de las palabras; por la desidia de los profesionales y la narcosis simbólica de los usuarios”. En su doble función de escritor y traductor (dos campos en los que se encuentra entre los mejores de la literatura argentina contemporánea), el diarista pasa una temporada de ocio en la ciudad de Nueva York. Desde su observatorio, con un pie en la ciudad física y otra en la biblioteca universal, dedica sus días a dar cuenta del “tiempo que hace”, esa expresión que utiliza para hacer referencia a la impermanencia e impredictibilidad de los cambios de la atmósfera y sus efectos sobre los atribulados seres humanos.

El tiempo cambiante es, de todos modos, un espejo de las mutaciones de la literatura y de las formas que ésta ha utilizado para reflejarlo. Es así como Cohen se embarca en un paseo, a la vez erudito y caprichoso, por la tradición literaria universal (sin desdeñar la producción contemporánea, porque si el tiempo nunca es idéntico, la descripción del mismo debe ser sempiternamente nueva). La curiosidad del diarista es infinita; a cada momento encuentra en internet (e inmediatamente traduce) nuevos poemas que procede a examinar libremente, con un método juguetón que combina el rigor textualista, la asociación libre y una admirable capacidad de apropiación; los poemas hablan de lo que hablan pero, en manos de un gran ensayista, hablan sobre todo de lo que este quiere. Un tema lleva a otro en rápida sucesión; una de las grandes virtudes del texto es la concisión. Una o dos páginas alcanzan y sobran para dar cuenta de un aspecto específico del tiempo atmosférico-literario que hace; luego es tiempo de pasar a otra cosa. Y cada fragmento es tan denso en su multiplicidad de fuentes y sentidos posibles que la sensación es la de haber leído un texto mucho más largo sin el agobio que suele provocar un tratado de 500 páginas.

Una de las consecuencias del calentamiento global es la pérdida de referencias climáticas; ¿qué son estos días calurosos en pleno invierno? ¿Qué es este agosto que parece noviembre? La falta de puntos de apoyo atmosféricos tiene su correlato en la perplejidad que suele provocar el arte y la literatura contemporáneas; ¿qué es esto? (nuevamente Martínez Estrada) ¿Cómo se lee? (la pregunta de la madre de Rimbaud). Aquí Cohen es amplio y generoso; siempre dispuesto a indagar lo nuevo, incorpora a su diario-ensayo poetas consagrados e incipientes, experimentados y novatos, e indaga la relación de sus textos con el tema que lo ocupa. Decidido a seguir leyendo y al mismo tiempo a seguir observando el confuso paso de las estaciones en la ciudad de Nueva York, el diarista metaboliza con alarma moderada (sin caer en la desesperación pero con una posición clara) el desorden de los ciclos. Vaivenes atmosféricos, pero también políticos y económicos, dejan su marca en la producción literaria de una época. Y, por supuesto, sobre temperaturas y fisonomías urbanas. El clima es la suma de todos estos planos.

Un año sin primavera es un libro que sólo un gran escritor puede darse el lujo de escribir; un libro que, tomando como tema la poesía y el tiempo que hace, habla un poco de esto y de aquello, pero resulta invariablemente interesante por la gracia de un estilo a la vez omnívoro y liviano. Y es, además, un libro que intenta pensar algo que, a primera vista, parece un caos: la irregularidad del clima y el arte contemporáneos. Y, como la buena poesía, lo logra con un fogonazo de belleza y lucidez poco frecuentes bajo estos cielos impredecibles.

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[Radar Libros]

El tiempo que hace

Por Federico Reggiani

“Siempre que una persona me habla del tiempo que hace, tengo la absoluta certeza de que me quiere dar a entender algo más, y eso me pone muy nerviosa” se queja Gwendoline en La importancia de llamarse Ernesto. La observación de Wilde –no es injusto atribuirle las agudezas de sus personajes– exhibe su pensamiento paradójico: nos acostumbramos a creer que quien habla del clima sólo quiere, de la conversación, retener su cualidad de cemento social, sin el riesgo del sentido. Un año sin primavera, el nuevo libro de ensayos de Marcelo Cohen, hubiera puesto realmente nerviosa a Gwendoline.

Los ensayos de Cohen suelen tener una estructura musical en que un tema aparece, se distorsiona y resurge entre la progresión de frases de una elegancia que parece recordarnos en cada página lo feo que se escribe en el mundo exterior. Una preocupación que está en el origen de las observaciones que componen el libro: “Esto, apuntes e historia, empezó a mediados de 2014 con un fastidio atrabiliario por el uso inicuo de las palabras; por la desidia de los profesionales y la narcosis simbólica de los usuarios”. Y la primera y fundante preocupación del libro es la traducción del inglés weather: entre el tiempo y el clima, Cohen descubre la opción “el tiempo que hace” (que se aprovechó aquí para traducir a Wilde), como contraposición frente a “el tiempo que pasa”. Se trata de una decisión de traductor que dispara el conjunto de reflexiones sobre la política y sobre la poesía que recorren el resto de las páginas.

Un año sin primavera es una mezcla rara (puesto a usar con maldad uno de esos adjetivos imprecisos que hacen enojar a Cohen) entre diario de viaje, panfleto y antología. El diario es el relato de un año con dos otoños, pasado entre Nueva York y Buenos Aires. La efusión autobiográfica es moderada, apenas una excusa para detenerse en las sutiles gradaciones de la variación atmosférica y en las lecturas que acompañan al cuerpo en esos descubrimientos. La preocupación más intensa de Cohen, traductor y novelista, es sin dudas la lengua: cómo traducir –entre lenguas, entre estados de la experiencia, entre literatura, pintura y música–, como resistir “la desaparición masiva de matices semánticos”. Se ofrece el goce del vocabulario específico de los reportes del clima, el weatherporn, pero sobre todo el goce que ofrece la posibilidad de abandonar las palabras que todo lo abarcan (como “rara”) para descubrir, con una habilidad notable, las designaciones más inesperadas: no habíamos visto antes el amarillo de margarina y el bronce al borgoña en los follajes de los árboles, ni las nubes parturientas, algodonadas, filamentosas, amoratadas, fulígenas, oblongas, raudas, pachorrientas o pendulares; ni los cielos azulejados, marmóreos, ¡ajedrezados! y del color del pomelo rosado.  

Ese diario de impresiones sobre el tiempo que hace, y sus efectos sobre el cuerpo y la lengua, deriva en una preocupación política sobre los efectos de la técnica y el capital sobre el clima. Son las únicas zonas del libro que tienden en ocasiones a leerse en diagonal, sin la delectación morosa en el fraseo: en los momentos más débiles parece entregarse a la indignada transcripción de informes pesimistas sobre el calentamiento global, a veces “previsión de autonomista cauto”, a veces “fantasía de novelista distópico”. Es curioso que el lenguaje político no encuentre modos de decir de mayor intensidad, incluso en un escritor atento al problema de que “los activistas de la resistencia usan el lenguaje como un sampler de consignas”.

Por suerte, el libro ofrece sobre todo maravillas: Cohen recopila una antología caprichosa y exquisita de poemas y fragmentos dedicados al tiempo que hace, y ofrece a la vez una lectura de esas poesías que es una lección de crítica. Sin oscuridades, con una atención estricta a los efectos sintácticos y sonoros y una preocupación por captar aquello que el poema dice más que por hacerlo probar un concepto previo: “No existe ‘leer poesía’: necesitamos poemas”. Un año sin primavera es uno de esos libros generosos, que uno cierra sólo para pedirle a Google más poemas de esos escritores que acabamos de conocer o recordar fascinados; un recorrido por el canon y la novedad (contemporánea en inglés, sobre todo), que nos hace buscar a Emerson y a Chris Andrews, a Arturo Carrera y a Phillip Larkin, a Damián Ríos y Louise Glück. Esos poemas son “un programa de educación auditiva en la vivencia de las dos clases de tiempo”. La poesía permite ligar el tiempo que hace con la cronología, el cosmos con lo humano, la flauta de Pan y la lira de Apolo.

Todo ensayo es un género que limita con el periodismo y con el paper académico: a veces comparte con ellos la variedad de objetos y el rigor, a veces la torpeza y el tedio. En sus mejores exponentes, en libros como Un año sin primavera (o el anterior libro de Cohen, Música prosáica), el ensayo ofrece el espectáculo de una inteligencia entregada al acto mismo de pensar: encontrar relaciones nuevas entre objetos diversos, seguir el hilo de una duda, discutirse a sí mismo. Tienta describirlo con las palabras que usa Cohen para Levi Strauss: “coalición de conocimiento, atención razonada, obstinación científica y retórica de la imaginación”.

El pensamiento que ofrece Un año sin primavera es por momentos desesperanzado: encuentra en el mundo todos los indicios de la disolución; ve una humanidad entregada a una destrucción de la Tierra que comienza con las marcas en el clima, ese tiempo que hace. Una imaginación del desastre que parece ser parte de nuestro estilo de época. Sin embargo, detrás de ese pesimismo explícito, la celebración de la poesía termina construyendo una imagen de esperanza. Es una celebración sin patetismo ni sensiblería: la certeza de que la primavera va a llegar, de que “volverán a estallar de fucsia las matas de las azaleas, se van a abrir las glicinas y una nevada de jazmines va a cubrir la hiedra” y de que habrá voces para contar ese esplendor.

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[La Voz del Interior]

Estados del tiempo

Por Javier Mattio

En la atmósfera cotidiana se cifra el transcurso imperturbable de dos tiempos, sinónimos ambiguos en lengua española: el cronológico y el climático, a la vez pertinentemente interconectados. Del pathos romántico obnubilado por nubes, lluvias y ocasos al indiferente y rutinario reporte meteorológico, del panteísmo quirúrgico del haiku a la charla pasatista sobre el frío, el calor o la humedad entre interlocutores callejeros, los fenómenos naturales que condicionan la vida en la Tierra hacen de motivo continuo tanto para el arte como para la ciencia, para los medios masivos como para la poesía.

De esa amplitud de acepciones y abordajes de lo aparentemente inocuo se nutre Marcelo Cohen en Un año sin primavera para desplegar una digresión sabia y sensible acerca del ubicuo estado de cosas, ese “tiempo que hace” que marca el termómetro cósmico y que el autor acopia en preocupación ecológica, crítica literaria, crónica urbanista y contemplación al natural. Engañosamente disperso y ligero como un cielo despejado, el texto –complemento del indispensable Música prosaica, dedicado a la traducción– se encapota hacia el final en su densidad etérea de minimanifiesto, un elogio de la escritura poética en tiempos de carencia simbólica e impotencia colectiva.

Activado por una estadía de cuatro meses en Nueva York y un antes y un después en Buenos Aires –que explica el año “sin primavera” o con dos otoños del título–, el diario ensayístico se compone de asistencias a muestras, disquerías y recitales, de paseos por Manhattan y barrios porteños, de citas de versos recordados, encontrados o rastreados en Google, de observaciones filosóficas, políticas y neurológicas, de notas cut-up del afluente cacofónico, de epifanías y sincronías del carpe diem. No importa si es la mención de un artículo urgente de Naomi Klein en el New York Times o una orina de despedida en el Central Park que precede al avistamiento significativo de un halcón castaño (eje errante de El peregrino de J.A. Baker, libro que comienza a traducir Cohen en aquellas jornadas); Un año sin primavera acierta en su condición simultánea de astro y bóveda celeste, de telescopio y microscopio: la atención y la percepción se vuelven así ethos aéreo, emblema híbrido de la síntesis entre afuera e interior que persigue la poesía.

Ante todo, Un año sin primavera es una lectura inquieta y fragmentariamente total de esa aporía llamada realidad (ambivalente en su eternidad diaria como el “tiempo que hace”) desde las iluminaciones intermitentes y minoritarias de la poesía contemporánea, presente en nombres como John Ashbery y Charles Bernstein, que el autor esgrime en un tono ejemplarmente sereno, pacífico y vital.

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[La Nación]

Variaciones sobre el tiempo

Por Gabriel Caldirola

En castellano, la palabra "tiempo" designa tanto la sucesión cronológica como la situación climática. En esta segunda acepción, el tiempo atmosférico, además de constituir el objeto de estudio de la meteorología, ha sido, y es, uno de los motivos medulares de la poesía. Tema incidental, por antonomasia, de la pequeña charla cotidiana, el "tiempo que hace" desliza, para Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951), "un parpadeo entre lo interior y lo exterior", revela una connivencia entre el yo anímico y la consistencia del aire, y ofrece un modo de intimar con una zona inefable de lo cotidiano. Es que en la irrupción de lo inesperado (una tormenta, un cambio de viento) anida aquello que "no se deja decir y provoca interminables intentos de decirlo de todas las formas". Aquello que, ante la desidia y la narcosis del habla diaria, pide ser dicho de nuevo.

Escrito en su mayoría entre agosto y diciembre de 2014 en Nueva York, Un año sin primavera (el título alude a la concatenación del otoño austral y el septentrional) tiene algo de diario personal y de cuaderno de viaje. Constataciones de las variaciones del clima y de sus efectos inmediatos (desde el cambio de la ropa que usa la gente en la calle hasta las modificaciones fisiológicas registradas por el propio organismo) conviven con consideraciones nada optimistas acerca del fenómeno insoslayable del cambio climático. Intentos de erradicar la imprevisibilidad del tiempo atmosférico trazan un arco que une prácticas atávicas de intercesión para afectar el tiempo con la meteorología moderna, cuyos pronósticos acaban en el "pornoclima" de los informes televisivos. Lejos de limitarse a la crítica literaria, aunque la incluyan, estos "Apuntes sobre la poesía y el tiempo que hace" (así reza el subtítulo del volumen) ensayan reflexiones al pie de una observación atenta de las condiciones atmosféricas, que abarcan, como se ve, una amplia variedad de aspectos.

En Un año sin primavera abundan las citas y las referencias. No se trata de una manía antológica. Responden, más bien, al afán de quien busca "formas equivalentes a las formas momentáneas en que cuaja el desorden de la atmósfera". Un concierto de música improvisada del trío de Ches Smith, una muestra en la que el pintor David Hockney registra el detalle del paso de las estaciones, una descripción abrumadora y fascinante de un atardecer trazada por el antropólogo Claude Lévi-Strauss, se ofrecen, así, a la avidez de quien procura reflejar una experiencia tan plena de matices como las variaciones meteorológicas que los sentidos son capaces de verificar.


Se cuelan entre las páginas poemas, en su mayoría anglosajones, traducidos por el propio Cohen (quien hace unos años reflexionó en otro libro, Música prosaica, sobre el oficio de traducir): Philip Larkin, Anne Carson, John Burnside, John Ashbery, Louise Glück son algunos de los nombres a los que lo conducen la libre asociación, la coincidencia y el azar, entre páginas de libros y expediciones en la Web. Según una dinámica de entrecruzamientos y secretas avenencias, un encuentro con una anciana que contempla cómo se seca una haya en el Central Park, el avistamiento de un halcón, una lectura en un vagón atiborrado del metro, retazos de conversaciones oídas al pasar constituyen discretos hallazgos, epifanías que gotean al ritmo de caminatas por calles, parques, librerías, disquerías y museos de la metrópolis estadounidense.

"Una membrana asfáltica de utilidad impermeabiliza el lenguaje", escribe el autor. Es un diagnóstico, y a la vez un llamado a que la vía poética, la pulsación siempre inédita del mundo sea capaz de permearlo. Para que eso suceda, hace falta "atención sin juicio", "afinación", "asentimiento a lo que hay". Sólo de esta manera el tiempo que hace puede llegar -gracias a la observación aguzada de Cohen- a transformarse en una experiencia.

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[El Boomeran(g)]

The Weatherman

Por Patricio Pron

Cutberto de Lindisfarne, Memnon "el Taumaturgo", Nicolás de Myra y Erasmo de Formio son invocados por los pescadores cuando hay tormenta. Medardo era todavía un niño el día que los campesinos vieron que "un águila extendió sus alas sobre él para mantenerlo seco y a salvo" de la lluvia: es, según el Santoral, el protector de los fabricantes de paraguas. Donato de Münstereifel, Alejo de Roma, Gerardo de Toul, Perpetuo de Maastricht (quien resucitó a tres hombres abatidos por el rayo pero se abstuvo de curarles las quemaduras), Helena y Procopio de Vyatka protegen de los relámpagos. Isidro Labrador, que fue campesino, es invocado durante la sequía.
 
A las veleidades del tiempo les dedicamos cientos de horas y una ilusión de competencia, en particular las madres; pero también una literatura ingente, compuesta de versos de circunstancia y de grandes obras. Hablar acerca del tiempo supone aspirar a unos conocimientos mínimos y nunca completamente acreditados acerca de la temperatura y la humedad, a veces también sobre la presión: se habla del tiempo "para pasar el tiempo", pero esa actividad no es totalmente improductiva, ya que una cierta percepción de "el tiempo que hace" resulta (se "hace" en) de esos intercambios. Una estancia de algunos meses en Nueva York llevó a Marcelo Cohen a enfrentarse algún tiempo atrás a "un año sin primavera"; del secuestro de una estación del año y de la contemplación de una naturaleza infrecuente para el escritor argentino surgió el deseo de revisitar las "muchas ficciones que empiezan mencionando la meteorología" (50), pero también el de "interrogar" el tiempo como tema: "no en busca de una respuesta sino para detectar alguna verdad en la esencia de las preguntas" (12).
 
Cohen no apunta a la predicción de ninguna borrasca y su interés por la meteorología es (afortunadamente) mínimo. Un año sin primavera traza, en cambio, un puñado de recorridos: los que van de una instalación de David Hockney a un artículo de Naomi Klein, de un poema de Henri Meschonnic a uno de Eduardo Wilde, de las voces de Anne Carson, John Berrymann y John Ashbery a las de Arturo Carrera, Tom Maver, Chris Andrews y Damián Ríos, de los diarios meteorológicos del singular Henry Darger a una obra canónica de Claude Lévi-Strauss, del extraordinario libro de J. A. Baker El peregrino (que Cohen tradujo en 2016) a las presentadoras del tiempo en América Latina, de la discusión acerca de la necesidad de la poesía a la constatación de que la destrucción del medioambiente y el cambio climático nos dejan, literalmente, sin tiempo para una reacción (a su vez) improbable.
 
Si la publicación de Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas (Barcelona: Malpaso, 2017) permitió a los lectores constatar recientemente la poderosísima inteligencia y el rigor intelectual de la obra de Marcelo Cohen, este "año sin primavera" franquea el acceso a un Cohen más personal, cuyas preocupaciones son el producto de una observación agudísima, y su estilo, el de una larga y algo azarosa conversación íntima. Marcelo Cohen es tan bueno que consigue resultar deslumbrante incluso allí donde se permite la (supuesta) frivolidad de hablar del tiempo: en realidad, el suyo es un libro sobre poesía, y, al mismo tiempo, un libro "de" poesía a cargo de un narrador extraordinario. Necesitamos más libros como éste.

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[Vice México]

Entre la forma y el decir

Por Rodrigo Márquez Tizano

Hace mucho que dejó de ser un secreto a voces: Marcelo Cohen es uno de los narradores más interesantes y particulares en lengua hispana del último medio siglo. Un distinto. No solo su prosa es de una confección meticulosa, siempre pendiente del trenzado entre la forma y el decir, sino que además, sensible a los signos ostensibles en la literatura de género, desde hace años su obra ha cartografiado mundos alternos, habitables desde la primera línea. Su labor como traductor, sin embargo, es tan significativa como su trabajo narrativo. Quizá porque para él se trata de una obsesión y por ello en su obra ensayística tienden a salir, tarde o temprano, intimaciones sobre los devaneos propios del oficio. En Un año sin primavera, la premisa nuclear está cifrada en la polisemia de la palabra tiempo, que contiene por igual nociones cronológicas y climáticas: el tiempo que es y el tiempo que hace. Como ambas han sido imprescindibles en el recorrido histórico de la poesía, Cohen enhebra concordancias y desavenencias a través de su propia manía: la traducción. Así, de la mano de poetas como Ashbery, Carson o Larkin, Cohen construye, desde el recuerdo de una estancia en Nueva York, un artefacto literario que fluctúa entre el cuaderno de viajes, el diario íntimo y la ensayística.

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[Colofón]

Una poética sobre el tiempo que hace

Por Emanuel Acevedo

La charla sobre el clima: es probable que ningún otro sintagma ilustre con mayor eficacia el carácter banal que adquiere la conversación, vale decir, la palabra al uso, cuando queda subordinada al hábito aplanante del mero intercambio verbal. Marcelo Cohen no lo ignora; los apuntes y anotaciones que conforman Un año sin primavera (2017), tomados entre Nueva York y Buenos Aires, conjugan en una misma reflexión la disquisición léxica y el tiempo que hace, la poesía y la meteorología, la política de la lengua y las políticas sobre el cambio climático. O mejor aún: Un año sin primaveracomete el acierto de tachar la conjunción “y”, lo cual equivale a desbaratar, por un lado, la oposición esencializante entre poema y mundo exterior y, por el otro, a señalar el hecho de que no podría haber allí sino intimidad: que no hay forma de vida sin forma de lenguaje. El nombre nos dirige. Sea. Alguien podría, aquí, escuchar Meschonnic. No estaría sordo: Cohen lo convoca, Meschonnic acecha. Sin embargo, en ese gesto no hay sublimación, tampoco alabanza, y el del francés es tan solo un nombre entre la multitud de los que frecuentan el libro. Pero, si se trata de frecuencia, son los poemas (en su mayoría traducidos por el propio Cohen) quienes tienen cita con mayor regularidad en el libro: parpadeos inesperados de aquello que escapa a toda categorización.

Geopolítica y geopoética. La conjugación entre el tiempo que hace y el estado de la lengua, tal como se vislumbra en Un año sin primavera, tiende a resultar un agravante en cuanto se comprueba  que el descalabro climático que padece el planeta, consecuencia de los gases de efecto invernadero, en su mayoría producidos por los grandes consorcios económicos, se encuentra acompañado, en el plano lingüístico, por una masiva desaparición de los matices y gradaciones semánticas. No resulta extraño. Hay un poder real que, así como brega por tergiversar la información del debate público y niega que pueda existir tal cosa como un “cambio climático”, mientras goza de los resultados efectivos que disparan sus dividendos, sustenta estoico su dominio mediante el monopolio de una palabra soporífera. Impedir la decadencia progresiva de la hospitalidad geológica del mundo y formular una denuncia política con respecto a la crisis que escape a los binarismos conceptuales y logre ser, en efecto, escuchada (y no tan solo oída), entre el murmullo atronador de los medios informativos, se anotan en una misma lista. Por supuesto, Un año sin primavera no propone una solución o programa al respecto, y sería ingenuo por parte del lector esperarlo. Lo que hay, en cambio, son impresiones, inquietudes y reflexiones varias hiladas en una escritura que revela, no obstante, una concepción política de la lengua. Su sintaxis dilatada y por momentos escabrosa, sumada a una adjetivación inopinada, que tiende a romper la alienación asociativa del lector, constituyen un frente explícito en la pugna contra la hegemonía de la frase hecha, la transparencia del slogan publicitario y del flash informativo, así como también frente a las consignas más bien pobretonas y desabridas que suelen articularse desde los partidos de izquierda (consignas que, digámoslo, solo pueden convencer a los ya convencidos). Se trata de un intento por agrietar “la membrana asfáltica de utilidad (que) impermeabiliza el lenguaje”. Ni lagaña de mico, ni moco de pavo. La escritura de Un año sin primavera se encuentra alentada por la misma preocupación que, según interpreta Cohen, ha animado el grueso de la poesía moderna. Léase: “volver el lenguaje contra su propia inercia de división conceptual”.

En este punto, el lector de esta reseña podría sospechar, en un goteo de escepticismo, que lo dicho hasta entonces no es más que una regurgitación de la conocida antigualla de la salvación por la poesía. No estaría mal. Pero no resulta una inquietud ajena a las páginas de Un año sin primavera. En efecto, Cohen llega a considerarla. El movimiento de su pensamiento parece estar regido por los vaivenes propios del tiempo atmosférico: primero afirma y luego se desdice, vuelve a interrogar, intenta una respuesta y sospecha de sus conclusiones. Va un ejemplo: “me pregunto si creo en todo esto o lo escribo como una maniobra falaz de consolación por la filosofía”. La suya no resulta una inquietud desdeñable, y no abundan quienes puedan revisar, con semejante sinceridad, sus propios fundamentos teóricos o vitales. En cualquier caso, y como sucede siempre, la tarea de sacar conclusiones corre por parte del lector. Lo que parece seguro es que, luego de leer Un año sin primavera, difícilmente se pueda seguir considerando el tiempo que hace como una banalidad.

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[Eterna Cadencia blog]

Entre paréntesis

Por Antonio Jiménez Morato

Marcelo Cohen es una figura determinante para entender la literatura en el mundo hispanohablante. En primera instancia por su labor, determinante, como traductor. Él ha sido el responsable de verter al castellano un número tan ingente de textos que muchas veces corremos el riesgo de olvidar todo lo que hemos leído a Cohen. Los traductores practican uno de los dos géneros más inaprensibles y poco reconocidos de la literatura. El otro es el de editor. Son dos figuras imprescindibles para que lleguen los libros al lector y casi nunca aparece su nombre en los libros. Curiosidades. Por suerte, hace unos años la editorial Entropía puso en circulación un libro breve pero fundamental para entender la traducción y tantas otras cuestiones relacionadas con la lengua, como es Música prosaica. Hace unos días, mientras leía los despropósitos que tantos leyeron en la mamarrachada esa del Congreso de la Lengua de Córdoba lo único que me venía a la cabeza era preguntarme por qué no sentaron a todos esos a escuchar una lectura en voz alta del libro de Cohen. Con eso habría sido suficiente para darle un poco de fuste a un evento lleno de paparruchas y solemnes bulos.

Pero, en todo caso, la fama de Cohen dentro del panorama literario no se debe tanto a su labor como traductor o ensayista, sino a su pujanza como narrador, vertida en siete libros de relatos y trece novelas. Veinte libros son muchos libros, y siempre se destaca al hablar de ellos la creación de un universo propio, el Delta Panorámico, que sirve como escenario de muchas de esas narraciones. Esto ha generado un equívoco en la percepción de su obra, me temo, ya que cuando se habla del Delta Panorámico se lo relaciona con otros espacio ficcionales salidos de la imaginación de sus autores como la Santa María de Onetti o la Zona de Saer, y de ese modo se buscan las hipotéticas claves interpretativas del mismo. Creo que dicho enfoque obvia el verdadero alcance de la apuesta de Cohen: el Delta Panorámico no es un territorio geográfico, espacial, sino lingüístico, discursivo. Lo que torna este entorno en un prodigio de narración especulativa, por usar un término querido al propio autor, es el trabajo de creación de un entorno sintáctico y morfológico propios, reconocible por el lector pese a su constante labor creadora y disruptiva. Cuando uno lee las narraciones del Delta Panorámico, desde la psicológica Donde yo no estaba a la más lírica Gongue, pasando por las más, solo en apariencia, convencionalmente novelísticas como Casa de Otto o Balada, la labor de desplazamiento de eso que hemos consensuado en llamar «realidad» se produce dentro del terreno lingüístico. El Delta Panorámico es una lengua, propiedad de Cohen, sí, pero que aún así se permea con la visita del lector, que es convidado a clausurar cada uno de los nuevos significantes, a sumergirse en sus innovaciones sintácticas. Cohen propone un mundo hipotético que dialoga de modo privilegiado con el contrastado, para obligarnos a intentar comprender los mecanismos de esa invención humana llamada Historia, tanto en sus plasmaciones contemporáneas como en sus discursos pretéritos, esas dos ficciones llamadas presente y pasado, reventando de ese modo la idea, algo superficial, de que la ciencia ficción habla del futuro o de que la narración especulativa plantea realidades alternativas.

Por eso resulta paradójico, y al mismo tiempo muy seductor, el aporte que en ese universo, ficticio y tangible como pocos, representa Un año sin primavera. De difusa adscripción genérica, ya que se presenta al mismo tiempo como diario, como anotaciones sobre el devenir climatológico –acaso la más fugaz y perpetua de las obsesiones humanas–, dietario de lecturas, homenaje a la relación indisoluble entre poesía y relación con el mundo, desagüe de obsesiones profesionales y vitales, este volumen, engañosamente breve, pareciera ser un paréntesis en medio de la ingente actividad poligráfica de Cohen. Pero, sin dejar de ser todo esto, es, en realidad, una poética desviada y potentísima del resto de la producción de su autor. Abundan las descripciones, muestras de la relación más tangible y fiel de la capacidad deíctica y descriptiva de la lengua, que debe trasponer en un universo de significantes arbitrarios la rotunda e irreductible materialidad del mundo. En ese plano, podría leerse Un año sin primavera como un ejercicio de tensión de las ideas de Saussure y Peirce, que ven en la escritura una trasposición fatalmente fallida de la realidad del lenguaje, la enunciación, y la postura opuesta de Derrida, que ve en la escritura realidades que escapan a esa mera trasposición y cuestiona, al completo, la idea de la relación arbitraria entre referente y signo para ofrecer todo un universo en el que ambas realidades no es que se relacionen de modo arbitrario, sino que terminan por desactivarse entre sí. Cohen abole el paso del tiempo y sus condiciones meteorológicas al volcarlas en escritura, al fijarlas y proponer un nuevo universo, que es ficticio sin serlo, donde pueda pasar un año sin cambios estacionales. La escritura fija ese transcurrir alterado, trastocado por un capricho profesional, y al mismo tiempo genera un nuevo año, especulativo, en el que la primavera ha desaparecido.

Pero eso, que podría deberse a una mera circunstancia de agendas, de cambio de hemisferio, es el verdadero asunto del libro. Acaso el más apegado a lo tangible, a lo mensurable, el más «científico» y menos «ficcional» en apariencia de sus libros, que sin embargo es el más terminantemente especulativo de sus textos. La voz que vertebra Cohen en este libro está constantemente informando no ya del tiempo que hace, al estilo victoriano, de los cambios meteorológicos, sino del cambio climatológico. Cohen atiende a la paradoja de que, frente al meteoropoder inducido que permite la evolución tecnológica –canales dedicados por entero a la meteorología, en todas sus versiones, información en tiempo real a través de la web, aplicaciones para teléfonos inteligentes que informan del tiempo que hará con precisión casi absoluta–, un dominio de la información sobre lo que sucederá, y por tanto una negación de la esencia especulativa que regía nuestra relación con esos cambios, fuente de tantos mitos primigenios en tantas cosmogonías –salvo las religiones monoteístas todos los panteones tienen, por ejemplo, sus dioses del trueno, o estos fenómenos son leídos como actos divinos, algo que se hace más patente si cabe en la cultura anglosajona donde se llega a hablar a efectos legales en las pólizas de seguros de acts of god–, si por algo se caracteriza el antropoceno, o mejor dicho, la consecuencia más evidente del mismo, es el descontrol absoluto que hemos provocado en el clima. Cohen va hilando la observación individual de esos cambios con atinadas explicaciones sobre la irrupción de esa nueva realidad, forjada, como su literatura, de innovaciones lingüísticas, acaso la más famosa sea la acuñación misma del término cambio climático, como la de antropoceno y tantas otras, que son meticulosamente constatadas en este texto. Así, frente a una literatura especualtiva lo que Cohen cartografía es el mundo especulativo al que nos enfrentamos o, dicho de otro modo, el libro pivota en torno a los modos en que deshacemos las certezas sobre esa realidad consensuada y mensurable en el transcurso a un universo inédito y acechante, que se venga de nuestros propios actos y al que, de modo ingenuo, pensamos poder controlar tan sólo por ser más capaces de reflejar mediante los avances científicos. En última instancia Cohen, tan consciente de los mecanismos del lenguaje, por extensión de la creación del mundo, va tanteando el tema central del presente: la ingenua idea de que mediante el acto divino de nombrar podemos realmente tener autoridad sobre nuestro entorno. Mediante este astuto punto de vista Cohen dinamita la idea misma de lo literario, dejando en evidencia algo más sobrecogedor: la fractura entre lo real y lo simbólico, pensamos que por poder designarlo poseemos el mundo, y en realidad, nunca como hasta ahora, se hizo tan incuestionable que eso que llamamos realidad, eso de lo que podemos hablar, es algo incontrolable.