Hay escritores que se distinguen porque ponen en circulación el uso de un glosario personal, y todo aquel que quiera ingresar en su universo textual debe aceptarlo como salvoconducto o moneda de cambio; Sergio Chejfec es uno de ellos. Términos como “provisorio”, “incompleto”, “indeterminación”, “extranjería” son los más frecuentes y permiten esbozar una poética elusiva, poco enfática, como le gusta decir a Chejfec, de tono menor. Las piezas que componen Teoría del ascensor insisten en la línea abierta a partir de Baroni: un viaje (2007), que hace de la ambigüedad o la indefinición genérica uno de sus emblemas. El agotamiento de la capacidad persuasiva de la ficción es la invitación a ensayar otra lógica de funcionamiento de lo ficcional. En lugar de sostener la invención en la construcción del verosímil, la mirada documental lo hace a partir de un soporte material. Lo paradójico es que la documentalidad resalta el artificio. Desde este modo se diluyen las barreras entre lo sucedido y lo inventado. De ahí también que no tenga sentido diferenciar entre ficción, crónica o ensayo. El narrador, figura excluyente de la mayor parte de los relatos de Chejfec, es un moroso cavilante de minucias. Todo objeto, por irrelevante que sea, puede despertar en él una suerte de curiosidad desapegada. En ocasiones es el paseo por las periferias de Nueva York, el encuentro de unas postales en Caracas o la visita al taller de Eduardo Stupía. En otras, el rodeo en torno a las guías como dispositivos de “igualación imaginaria de jerarquías”, el cotejo de correspondencias entre escritores y comidas o la función de las imágenes en la obra de Cortázar. De esos trances suele extraer no tanto una enseñanza como decepción o perplejidad; o, en el mejor de los casos, una “promesa de tiempo extraterritorial”. En el trayecto se va dibujando la constelación de afinidades electivas: Juan José Saer, Antonio Di Benedetto, Mercedes Roffé, Igor Barreto, Victoria de Stefano, Mario Bellatin, Lorenzo García Vega, W.G. Sebald, Béla Tarr. No casualmente tienen en común haber limado las ataduras de las clasificaciones y haber vivido entre dos lenguas. La disposición de las piezas (de menor a mayor extensión) sortea tanto el ordenamiento cronológico como la progresión temática y, aunque haya reenvíos solapados, invita a considerarlas como viajes en ascensor, es decir, como “experiencias de la suspensión”. Difusa, fragmentaria, resbaladiza: así es la zona Chejfec. Porque, como se dice por ahí, lo que hace la literatura es “revelar un espacio más que contar una historia”.