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Del caminar sobre hielo
Werner Herzog
112 páginas; 16,5x12 cm.
Entropía, 2015
ISBN: 978-987-1768-22-6

 
+ Werner Herzog en Entropía
     
   
     
 

A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde París y me dijo que LotteEisner estaba muy enferma y que probablemente moriría, a lo que yo dije que eso no podía ser, no en este momento, el cine alemán aún no podía prescindir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera. Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie.

Werner Herzog

 

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Miércoles, 4/12

Quiero comer en un parador de camioneros; una pareja de jóvenes entra en el local y sobre la dupla pende una extraña y sorda acechanza, como en un western. En la mesa de al lado hay un hombre dormido junto a su vino tinto. ¿O se hace el dormido y acecha él también? El pequeño bolso que suelo llevar sobre el hombro izquierdo y que se apoya sobre la cadera al caminar ya me hizo un agujero del tamaño de un puño en el pulóver, por debajo de la campera. Durante el día casi no comí, sólo mandarinas, algo de chocolate; agua bebo de los arroyos agachándome como los animales. La comida debería estar lista; hay liebre y sopa. Un alcalde fue decapitado por un helicóptero en el aeródromo cuando se quería bajar. Un camionero en pantuflas aplastadas en la parte de atrás saca ahora con la mirada acechante un Gauloises completamente torcido y se lo fuma sin enderezarlo. Por estar tan solo, la moza regordeta me obsequia unas palabras interrogativas por sobre el silencio acechante de los hombres. En un rincón de la sala, el filodendro, buscando una raíz aérea, encontró asidero en la caja del parlante de la radio. Hay también una pequeña estatua de porcelana de un indio con la mano derecha estirada apuntándole al sol mientras que la izquierda, doblada, sirve de apoyo al brazo que señala a lo alto. En Estrasburgo dan películas de Helvio Soto y Sanjinés con dos, tres años de atraso, pero algo es algo. Uno de la mesa junto a la barra se llama Kaspar. ¡Al fin una palabra, un nombre!

Debajo de Fouday busqué un lugar para pasar la noche, ya había oscurecido y estaba húmedo y frío. Mis pies tampoco daban más. Forcé una casa vacía, más con violencia que con astucia, aun cuando bien cerca hay una casa habitada. En ésta parecen estar haciendo reformas unos trabajadores. Afuera hace estragos la tormenta y yo acá quemado, cansado y vacío de sentido en la cocina, como un paria, pues sólo acá hay un postigo de madera y puedo encender algo de luz sin que el brillo trascienda enseguida hacia el exterior. Voy a dormir en la habitación de los chicos, porque desde ahí es más fácil huir en caso de que alguien viva acá y vuelva. Lo que es seguro es que mañana temprano van a venir obreros, en algunos cuartos están arreglando los pisos y las paredes y dejaron sus zapatos, herramientas y camperas. Me emborracho con un vino que compré en el parador de camioneros. De tan solo que estaba la voz no me salía bien, sino que era apenas un piar, no encontré el tono justo para hablar y me avergoncé. Entonces me fui a las apuradas. Oh, qué de aullidos y silbidos alrededor de la casa, los árboles braman. Mañana tengo que salir bien temprano, antes de que lleguen los hombres. A fin de despertarme a tiempo con la luz, tengo que dejar abierto el postigo de madera, lo cual es riesgoso porque se ve la ventana rota. Sacudí las esquirlas de vidrio de la colcha; al lado hay una cuna, también juguetes y una pelela. Todo esto es indescriptiblemente absurdo. Que me encuentren durmiendo, acá en la cama, esos albañiles imbéciles. Cómo revuelve el viento al bosque allá afuera.

A las tres de la mañana me levanté y salí a la pequeña galería. Afuera había tormentas y nubes bajas, una escenografía enigmática y artificial. Tras una elevación del terreno relucía muy extraño y pálido el brillo de Fouday. Sensación de sinsentido total. ¿Vive aún nuestra Eisner?

Fragmento
     
   

Autor

 

   
                     

Werner Herzog (Múnich, 1942) es realizador cinematográfico, guionista, productor, actor y escritor. Dirigió más de cincuenta películas, entre las que se destacan NosferatuWoyzeck, El pequeño Dieter necesita volarGrito de piedra,Encuentros en el fin del mundo, El diamante blancoGrizzly Man y Aguirre, la ira de Dios. También ha publicado Conquista de lo inútil, diario de filmación de Fitzcarraldo (Entropía, 2008).

 


   

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[Radar]

El sacrificio

por Mariana Enriquez

En 1974, a los 32 años, Werner Herzog se enteró de que su admirada Lotte Eisner estaba muy enferma en Francia y decidió, en un impulso casi místico que luego se volvería una constante en su carrera, recorrer caminando en línea recta la distancia entre Munich y París con la extraña idea de que si conseguía cumplir la peregrinación, Eisner se recuperaría. Y se recuperó: vivió nueve años más después de que el joven Herzog llegara, con los pies destrozados, a su departamento parisiense. El diario de esos meses invernales, noviembre y diciembre en una Europa rural desolada, es un clásico que increíblemente recién acaba de traducirse al castellano: Del caminar sobre hielo (Entropía) –del cual se anticipan aquí algunos fragmentos– es un viaje por momentos lúgubre e íntimo, salpicado de intensas epifanías y adversidades, profundamente excéntrico y por momentos onírico. Un libro tan intenso, romántico y obsesivo como su autor, donde se recrea una caminata existencial que recuerda en menor escala a las épicas por venir, a los enfrentamientos con el propio cuerpo y la naturaleza que luego se volverían la materia explícita de obras tan excesivas como Fitzcarraldo o Aguirre o la ira de Dios.

Para Werner Herzog, como para toda su generación de cineastas, Lotte Eisner era el faro, la maestra, la mujer que les dio legitimidad. En la laudatio que escribió en ocasión de la entrega del premio Helmut Kaütner (y que Del caminar sobre hielo incluye como epílogo), Herzog dice que Eisner es la conciencia del Nuevo Cine Alemán y repasa la vida de esta mujer fascinante: pionera de la crítica de cine, firma ineludible de Cahiers du Cinéma, autora del fundamental La pantalla demoníaca y de libros sobre F. W. Murnau y Fritz Lang que son considerados clásicos. Eisner escapó del Tercer Reich a Francia en 1933 pero fue atrapada durante la guerra y detenida en un campo de concentración de Aquitania, en el que sobrevivió. Trabajó cuarenta años en la Cinémathèque Française junto a Henri Langlois y restauró miles de películas. Y, sobre todo, su departamento en París era lugar de reunión constante de jóvenes, especialmente de jóvenes cineastas alemanes que la escuchaban con devoción y disfrutaban de su calidez (Wim Wenders, por ejemplo, le dedicó Paris, Texas). Herzog explica: su generación es una generación sin padres. Está quebrada por el horror del nazismo. El puente histórico-cultural para conseguir la legitimidad como cineastas se lo dio Eisner. Una vez ella le dijo: “Escúcheme, la historia del cine no les permite a los jóvenes realizadores alemanes como usted que se den por vencidos”.

Ese invierno de 1974, cuando Lotte Eisner se enfermó gravemente, a Herzog se le antojó una fecha demasiado temprana para la muerte de esta mujer que estaba ayudando a la (re) construcción de una nueva cultura alemana. Por eso, en un impulso, decide ir a visitarla caminando: a pie desde Munich hasta París, donde ella vive. Un exorcismo para alejar la muerte. Si uno hace un sacrificio impresionante, un sacrificio que es como un grito, los dioses escuchan. También si se siguen las reglas más o menos rígidas del ritual. Así, Herzog decide visitar a Lotte Eisner como peregrino y en la línea más recta posible. Cree que, si lo logra, Eisner vivirá. Y sucede lo que típicamente le sucede a Herzog, un hombre que construye su mitología personal con la ayuda de la intuición, la suerte y su enorme talento: Eisner vive, y vivirá nueve años más. El joven peregrino invernal e intenso salva a la anciana sabia.

Del caminar sobre hielo (Entropía, traducción de Ariel Magnus) se escribió como diario en noviembre y diciembre de 1974 y se publicó cuatro años después. Tiene el “tono Herzog”, casi siempre lúgubre, romántico y salpicado de breves epifanías, destellos de luz e incluso de humor. Es un libro hermoso y a veces onírico: por momentos, éstos podrían ser los diarios de Rimbaud, el poeta que alguna vez también recorrió Europa a pie –aunque él lo hizo por motivos misteriosos y con un frenesí más feroz–. Y se ubica en la obra de Herzog a la perfección. Gran parte de la filmografía herzoguiana trata su obsesión por el hombre contemporáneo ubicado en la naturaleza, no necesariamente luchando contra ella sino tratando de conquistarla, y siempre la conclusión es la misma: es imposible hacerlo. Sin embargo, persevera y se fascina con quienes perseveran. Esta relación obsesiva con la naturaleza está en los largos de ficción de Herzog y en sus documentales, en las condiciones de rodaje, en las locaciones, en los temas: los cinco meses de producción de Aguirre o la ira de Dios (1972) sobre el río Amazonas en la selva peruana: los actores y equipo abrieron caminos a machetazos y navegaron en balsas construidas por los aborígenes. Fitzcarraldo (1982) y su barco que hay que hacer pasar sobre una montaña y el sueño de construir una ópera en Iquitos para que cante Enrico Caruso. Grito de piedra (1991), sobre una expedición que escala el Cerro Torre en Patagonia. Hasta Maldito policía en Nueva Orleans, (2009) donde uno de los protagonistas es el Huracán Katrina: la película está filmada con gran parte de la ciudad todavía bajo el agua. Y los documentales: Fata Morgana de 1969, con narración justamente de Lotte Eisner, una visión particularísima del Sahara con recitado del Popol Vuh; Diamante blanco, de 2004, sobre Graham Dorrington, un ingeniero aeronáutico que sobrevuela la selva de Guyana tratando de capturar la fauna que vive sobre los árboles inalcanzables; el extraordinario Grizzly Man, sobre Timothy Treadwell, activista ecologista amateur que termina su vida comido por los osos que quería proteger en Alaska; la maravillosa Encuentros en el fin del mundo, sobre esa frontera de la naturaleza que es la Antártida. Siempre, en cada película, Herzog tiene algo para decir, y siempre negativo, sobre esa naturaleza inasible en la que se sumerge una y otra vez: “Lo que me perturba”, dice en Grizzly Man, con su hermosa voz grave y su inconfundible acento alemán, “es que en las caras de todos los osos que Treadwell filmó no encontré parentesco, ni entendimiento, ni piedad. Sólo veo la apabullante indiferencia de la naturaleza. Sólo veo la mirada ciega que muestra un interés aburrido por la comida”. Y en El peso de los sueños (1982), el documental sobre Fitzcarraldo, después de que Klaus Kinski habla del erotismo de la naturaleza, Herzog apunta: “Yo veo obscenidad. La naturaleza aquí es vil y básica. Sólo veo fornicación y asfixia y estrangulamiento y pelea por la supervivencia y crecimiento... y veo cómo todo se pudre. Por supuesto, hay mucha desdicha. Es la misma que está alrededor de nosotros. Los árboles aquí son desdichados, los pájaros también. No creo que canten, gritan de dolor... No hay armonía en el universo. Tenemos que acostumbrarnos a esa idea. Pero cuando lo digo, lo digo lleno de admiración por la jungla. No la odio, la amo. La amo con locura. Pero la amo en contra de mi mejor juicio”.

Del caminar sobre hielo es el registro de una de las primeras experiencias de Herzog con ese amor contra la razón, con su intencional e invocada falta de juicio. Y también de su personal y vagamente pagana búsqueda de trascendencia.

     
     

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[Perfil]

Werner Herzog y el libro único

por Guillermo Piro

Estamos a fines de 1974. Werner Herzog, de 32 años, es el realizador de Señales de vida (1968), Los enanos también empezaron pequeños (1970), Fata Morgana (1971), El país del silencio y la oscuridad (1971), Aguirre, la ira de Dios (1972), El gran éxtasis del escultor de madera Steiner y El enigma de Kaspar Hauser (ambas de 1974). Lotte Eisner agoniza en un hospital parisino. Lotte Eisner, la historiadora del cine, la autora de La pantalla diabólica, tiene entonces 78 años y en 1974, según Herzog, “el cine alemán no puede prescindir de ella”. Sin una explicación plausible, Herzog, que se encuentra en Munich, decide llegar a París caminando en línea recta. No especifica si el sacrificio obedece a una promesa, no especifica si con ello trata de saldar una deuda de amor o de estirar una agonía con la certeza de que su amada Lotte no se atreverá a cruzar al otro mundo sin haberse despedido de él. Simplemente toma una campera, unas botas nuevas, una brújula y un bolso “con lo estrictamente necesario” y emprende el camino a pie. “Lo que escribí durante el viaje no estuvo pensado para lectores”, escribe Herzog en la breve nota que acompaña la primera edición de ese diario de viaje, en 1978.

Del caminar sobre hielo. Munich-París 23/11 al 14/12 de 1974 acaba de ser editado por Entropía. El libro ya había sido traducido y editado en España en los 80, pero la nueva traducción del argentino Ariel Magnus vuelve a poner a nuestro alcance una pequeña joya sin la tediosa necesidad de tener que estar recurriendo todo el tiempo al diccionario.

El italiano Roberto Bazlen dejó sentadas en 1962 las bases teóricas de lo que él mismo llamó “el libro único”: no una obra, no una serie, sino un único libro con el que el autor sabe que su tarea no consiste en otra cosa que transmitir con la máxima precisión algo que vale la pena ser recordado. La definición se ajusta a la perfección a Del caminar sobre hielo –y la existencia de un libro posterior de Herzog, Conquista de lo inútil, el diario de filmación de Fitzcarraldo, en 1982, no cambia en nada el carácter de “único” de Del caminar sobre hielo: según Bazlen, se puede ser el autor de un libro único habiendo escrito infinidad de libros.

En un momento dos palabras ocupan misteriosamente la mente de Herzog: “mijo” y “robusto”, y se convierte en una tortura tratar de encontrar una relación entre ambas. Hasta que finalmente, inadvertidamente, la encuentra: “Mi producción de humedad es enorme, porque avanzo robustamente y pienso en mijo.”

“¿Es buena la soledad?”, se pregunta Herzog. Y responde: “Sí, lo es. Sólo que aporta miradas dramáticas de lo venidero”. Herzog toma nota de cosas maravillosas e intrascendentes. Lo intrascendente no importa, pero lo maravilloso se parece a esto: “Cuando me acerco a la gente me limpio las comisuras de los labios porque siento que tienen espuma. Escupí en el río Ill y la escupida se fue flotando como sólido copo de algodón”. O a esto: “Veo muchos ratones. Ya no tenemos idea de la cantidad de ratones que hay en el mundo, es inconcebible. Los ratones crujen muy silenciosamente en el césped aplastado. Sólo el que camina ve los ratones. [...] Con los ratones es posible trabar amistad”.


Varias veces, a lo largo de la accidentada caminata (no hay que usar botas nuevas si se piensa caminar mucho), Herzog piensa en emprender la vuelta. Varias veces se pregunta: “¿Vive aún Eisner?”.

Herzog llegará a París y encontrará viva a la “Eisnerin” (así la llamaba Bertolt Brecht). Morirá en 1983, a los 86 años. Sin duda lo hizo porque Herzog se lo permitió. De otro modo, no se explica semejante falta de respeto.

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[Revista Ñ]

Peregrinación de amor

por Roger Koza

Werner Herzog tiene lectores. Sí, lectores, porque este genio del cine con fieles en todo el mundo también escribe. Sus libros son como sus películas: singulares y personales, escritos en un estilo que no remite directamente a ningún escritor específico. Su famoso diario Conquista de lo inútil tenía un obsesivo carácter descriptivo en el que se intercalaban algunas ideas que se pueden “leer” en sus películas. El darwinismo poético del director, por ejemplo. Al recordar al autor de El origen de las especies habría que pensar sobre todo en el corolario más inquietante de su visión del mundo: nosotros, los bípedos implumes, somos una especie entre especies. En cierto sentido, esa visión articula secretamente la obra de Herzog y asoma en sus propios escritos; un poco menos en Del caminar sobre hielo , diario cronológico de su viaje lúdicamente chamánico en dirección a París para visitar a una agonizante Lotte Eisner, la crítica de cine que escribió el magnífico libro La pantalla diabólica y colega de Henri Langlois, deidad cinematográfica a la que Herzog se encomienda y por la cual se sacrifica para salvarla. Y lo logra.

En Herzog sobre Herzog , el director le contaba a Paul Cronin su caminata de Alemania a Francia para ver a Eisner.

Del caminar sobre hielo es el diario cronológico de ese viaje a pie realizado en 1974, precedido por una nota preliminar redactada en 1978 y seguido por un discurso laudatorio de Herzog a propósito de un premio recibido por Eisner en Alemania en 1982, unos ocho años después de su viaje, lo que permite entrever que la brujería imaginaria de Herzog de querer salvar a su admirada Eisner dio resultado.

En dos horas se puede leer esta peregrinación de menos de un mes. Son notas de un viajero que no fueron concebidas en un principio para ser publicadas, algo que Herzog aclara en el inicio. Esto explica el estilo taquigráfico de varios pasajes. Si estas notas fueran imágenes, la escritura seguiría la lógica del registro continuo de una cámara frente a todo lo que sucede a su alrededor. Si esta metáfora formal es válida, la escritura de Herzog desconoce por momentos el punto y aparte y se sostiene en “falsos raccords” en donde no hay aviso alguno de que se ha cambiado de tema. La discontinuidad es programática. He aquí una prueba: “El universo ya no contiene nada, es el vacío más absoluto y oscuro. Los sistemas de la Vía Láctea se han densificado en no-estrellas. Se expande una dicha y de la dicha germina ahora una quimera. Esa es la situación. Una densa nube de moscas y tábanos me zumba sobre la cabeza, tengo que sacudir los brazos y sin embargo me siguen por todas partes, sedientos de sangre. ¿Cómo voy a hacer las compras?”.

Cualquier caminante sabe que todo lo que ve (y oye) predispone a un doble trabajo cognitivo: el caminante observa con detenimiento la puesta en escena de su trayecto y a su vez es imposible que un paisaje, un transeúnte, una peculiar forma arquitectónica o un animal no lo reenvíe a una escena ya vivida. Percepción y asociación. El texto de Herzog suele circunscribirse a una transcripción en papel de lo visto en el día. El inventario diario se reparte democráticamente entre apreciaciones del clima, el ocasional encuentro con personas, la interacción con un animal y el lugar elegido para dormir. El frío no es aquí una mera condición meteorológica sino una variable ontológica por la que el cineasta experimenta su cuerpo con una intensidad apabullante. El 4 de diciembre escribe: “Por primera vez no me di cuenta para nada de que estaba caminando, hasta el bosque de la cima anduve metido en profundos pensamientos. Claridad y frescura absolutas en el aire, más arriba hay un poco de nieve. Las mandarinas me ponen eufórico”.

La hegemonía descriptiva del diario no impide que en ciertos pasajes y frente a ciertos paisajes Herzog vincule lo que está frente a sus ojos con aquello que reside en su memoria, y cuando eso sucede Del caminar sobre hielo se despega de la tierra o más bien su prosa se desliza aún con mayor elegancia sobre la superficie que recorre: “En viejas fotos marrones, los últimos navajos marchan, agazapados sobre sus caballos y envueltos en mantas en la tormenta de nieve, hacia la extinción; la imagen no se me va de la mente y aumenta mi resistencia”.

Percibir, recordar y en ocasiones, pensar. Habría que distinguir aquí la reacción lingüística inevitable frente al mundo exterior, que conlleva una respuesta frente a los estímulos, y la operación de pensar en donde el lenguaje interviene sobre el propio flujo de conciencia y las representaciones del mundo. Hay un momento muy cómico en el que Herzog se ve secuestrado por dos palabras: “mijo” y “robusto”. Su esfuerzo por tratar de unir ambos términos tiene una potencia filosófica ostensible. Cuando Herzog empieza a acercarse a Francia, el cambio de atmósfera lo predispone de otra forma. Su destino ya no es inalcanzable. Es un nuevo espacio y como tal tiene sus efectos físicos y sus propios signos. Un poco después llegará a París. Eisner aún estará con vida.

¿Y en dónde está el cine en estas páginas? Prácticamente en el fuera de campo, excepto en el epílogo, momento en el que se revela el espíritu de esa caminata atlética. Eisner –dice Herzog– “es la conciencia de todos nosotros, la conciencia del Nuevo Cine Alemán y, desde que falleció Henri Langlois, también la conciencia del mundo en el cine”.

De ahí en adelante, las siete páginas que cierran el libro son letras de amor para un ícono de la más alta cinefilia.

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[La agenda Buenos Aires]

Viajes al centro del hombre

por Walter Lezcano

Werner Herzog también prestó su voz a un olvidable capítulo de Los Simpsons: The Scorpion’s Tale. Sin embargo, a diferencia de Waters, Herzog es un director de cine que no es para nada una celebridad. Su figura, respetadísima luego de más de sesenta películas, tiene algo de totémico y milagroso, como si fuese portador de alguna verdad no revelada y cada obra suya fuera una entrega fragmentaria de ese secreto.

Cuando se piensa en Nosferatu, Aguirre, la ira de Dios, Fitzcarraldo o en sus documentales, la imagen es la de alguien que utiliza el arte para llegar hasta los límites de las experiencias humanas, que es donde se desintegra la personalidad y surge la esencia. ¿Cómo escribe alguien que mira y filma de ese modo?

La respuesta llegó en el 2011 cuando se publicó en nuestro país Conquista de lo inútil (Entropía), una obra deslumbrante que nos trajo la voz de un escritor, hasta ese momento, desconocido. {descripción de la imagen}El diario de filmación de Fitzcarraldo es una epopeya donde las voluntades luchan contra la despiadada frialdad de la naturaleza para llegar a buen puerto una película que parecía imposible. El 18 de agosto de 1979, Herzog anota: “El tiempo tira de mí como un elefante y a mi corazón lo desgarran los perros”. Son las palabras de alguien intenso que es capaz, por ejemplo, de ir a pie de Munich a Paris porque piensa que así va salvar de la muerte a una amiga a quien admira. Bueno, eso es lo que cuenta Del caminar sobre el hielo (Entropía).

En noviembre de 1974, Herzog se entera que Lotte Eisner está muy enferma. Decide entonces ir a verla y se convence que ese viaje a pie va ser definitivo para que ella no muera. El libro es el diario de ese peregrinaje. Y al igual que en Conquista de lo inútil, Herzog muestra que la buena escritura tiene, sin importar los géneros, mucho de misterio y también mucho de revelación. En ese aspecto, todo lo que describe Herzog pertenece a un mundo desconocido y fantástico: de otra era y con otro modo de vida. De todas maneras, su escritura es la de alguien que está en la búsqueda de algo superior y es ahí donde, paradójicamente, se logra la conexión con lo terrenal, con la experiencia humana: con la necesidad de creer. 

Al comienzo de la crónica, Herzog escribe: “Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora, no lo tiene permitido. No, no va a morir porque no está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiemble la tierra. Cuando yo camino camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña”. Herzog llegó a París el 14 de diciembre de 1974 y Eisner no solo no había muerto sino que vivió nueve años más.

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[La Nación]

El relato de un hermoso y desmesurado gesto de amor

por Maximiliano Tomas

En 2008 se publicó en la Argentina lo que solo en apariencia se trataba de un diario de rodaje: el libro era febril y por momentos genial como su autor, llevaba por título Conquista de lo inútil, narraba las dificultades y desgracias de la filmación de la película Fitzcarraldo en medio de la selva peruana y estaba firmado por Werner Herzog. ¿Cómo empujar un enorme barco de vapor de un río a otro a través de la selva amazónica? ¿Cómo convivir con cocodrilos, serpientes y mosquitos, cómo sobrevivir a los ataques de furia bipolar de un actor como Klaus Kinski, con el que Herzog estuvo más de una vez al borde de ser asesinado o de cometer un homicidio? ¿Cómo sobornar a los gobiernos locales para conseguir permisos, nutrir de alimento, bebidas y prostitutas a los pobladores y a los trabajadores de la producción, que pasarían meses aislados de todo, a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana? Todo está en esos cuadernos que el director llevó entre 1979 y 1981, y que permanecieron ocultos durante más de veinte años hasta que vieron la luz. Si Fitzcarraldo se convirtió en una película legendaria, ese registro llamado Conquista de lo inútil funciona como un complemento cuyo destino no será, acaso, menos mítico.

Cinco años antes de aquella experiencia, Herzog acometió otra aventura extrema. A fines de 1974 Lotte Eisner, la primera crítica de cine de la historia alemana y cofundadora de la Cinemateca Francesa en el exilio (aquella mujer que escapó de los nazis y puso a resguardo en París un acervo cultural de valor incalculable) se estaba muriendo. Cuando se enteró de la noticia, Herzog estaba en Munich. Conmocionado, enfurecido, decidió ir a su encuentro. Partiría ese mismo día, y haría los 830 kilómetros que separan Munich de París a pie, atravesando campos, bosques y montañas. "Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie. Además, quería estar a solas conmigo". Herzog tardó poco más de veinte días en llegar a París, y también llevó un registro de ese viaje. El libro se publicó en 1978 en Alemania, se llamó Del caminar sobre hielo y ahora acaba de aparecer su versión en castellano.

Como en Conquista de lo inútil, aquí se presenta otro episodio de la lucha desigual entre el hombre y la naturaleza. Si en aquel libro el enemigo que todo lo corrompe había sido la selva, en este lo son los bosques, la lluvia invernal, y sobre todo la nieve. Herzog, su egotismo y su fuerza de voluntad dan como resultado esta vez un libro íntimo, menos anecdótico y más reflexivo. "Al caminar, uno se cruza con muchas cosas desechadas", apunta. "Una bicicleta de mujer casi nueva tirada en el arroyo, largo rato estuve pensando en eso. ¿Un crimen? ¿Una pelea previa? Sospecho que ahí sucedió algo rural, lóbrego, dramático". "¿Cómo puede doler tanto caminar?", se pregunta. "Ando con ritmo acelerado, sin parar, porque estoy mojado hasta la piel y si me quedo quieto enseguida me congelo; así al menos mantengo el calor".

Pasan los días y Herzog se alimenta con leche y mandarinas. Por las noches, asalta graneros y fuerza las puertas de casas tapiadas debido al inminente invierno europeo. Duerme poco, y a la madrugada reemprende camino. Algunas veces su ánimo flaquea y se pregunta si su amiga seguirá con vida. Pasa una que otra noche en un hostal, otras come en estaciones de servicio, e incluso permite que algún auto o camión lo lleve, bajo la tormenta, unos pocos kilómetros. Pero cuando siente que su compromiso está siendo traicionado se baja y sigue caminando bajo el granizo. Con los días y los kilómetros, Herzog se convierte en un vagabundo y en un misántropo. Rara vez habla con alguien. Le escapa al contacto con la gente. "Después nieve, nieve, lluvia con nieve, maldigo la Creación. ¿Para qué es esto? Estoy tan empapado que cruzo los campos embarrados para evitar a las personas, para no tener que mirarlas a la cara. Ante los poblados siento vergüenza. Ante los chicos pongo cara de ser de la zona".


Las páginas están puntuadas por los días que comienzan y acaban, en los que se mezclan pensamientos, sueños y observaciones agudas, que alcanzan muchas veces un registro delicadamente poético y maravilloso: "Veo muchos ratones. Ya no tenemos idea de la cantidad de ratones que hay en el mundo, es inconcebible. Los ratones crujen muy silenciosamente en el césped aplastado. Sólo el que camina ve los ratones. Sobre los campos nevados abrieron pasillos entre la nieve y el pasto, y ahora que la nieve se fue quedan las huellas serpenteantes. Con los ratones es posible trabar amistad". Hay escenas epifánicas, como si uno estuviera leyendo un cuento o una fábula, pero tratándose de Herzog bien sabemos que deben haber sido reales: "En el peor momento de la tormenta de nieve sobre los Alpes de Suabia, unas ovejas congeladas y desconcertadas dentro de un cercado provisorio me miraron y se vinieron apiñadas hacia mí, como si yo les trajera una solución, la solución. Nunca vi tanta confianza como la que me expresaban las caras de esas ovejas en la nieve".
La idea de llevar a cabo un sacrificio como el que narra Del caminar sobre hielo es tan poderosa que el libro bien podría no existir, o haber sido inventado de punta a punta. Lo que importa es que una persona haya sido capaz de semejante gesto de amor: mientras haya gente así, la raza humana tendrá un futuro y una posibilidad. Lotte Eisner murió el 25 de noviembre de 1983 en París. Sobrevivió casi diez años a aquella caminata que alguien, en soledad y en silencio, emprendió en su honor.

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[Revista Veintirés]

Hacia rutas salvajes

por Miguel Zeballos

"Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora. No lo tiene permitido”. Con esta declaración desesperada, Herzog inicia el vía crucis que lo llevará a París, el lugar donde Lotte Eisner, la gran teórica del cine alemán, lo espera moribunda. Hasta acá, nada excepcional, salvo que lo excepcional es una marca que Herzog lleva en la piel escrita con fuego, y salvo que el recorrido Munich-París lo hace caminando.

Herzog es primitivo, su conciencia está ligada al grito del tiempo, a cierta comunión ancestral, un rito que en este caso se refleja en la experiencia de caminar, pero podría ser cualquier cosa con tal de salvaguardar al mito y a la épica (el mito sería Lotte Eisner, él mismo es la épica).

Herzog –y su cine– ha perseguido desde siempre lo imposible: más que un cineasta, es un lobo rondando las cuevas de Altamira, un cuerpo marginado, o marginal, del mismo modo que lo fue Kaspar Hauser, Aguirre o Cobra Verde, por nombrar unos pocos ejemplos: “El hombre de la estación de servicio me dirigió una mirada tan irreal que me fui rápido al baño para cerciorarme frente al espejo de que aún tengo aspecto humano”, dice en unos de sus descansos de pies ampollados.

Herzog es tenaz. Lo que escribe, lo que filma, está unido de manera sanguínea a lo que vive, es prácticamente lo mismo. Para él, el destino es trashumante, se mueve para donde se muevan sus ojos, o sus piernas.

La misma animalidad intrínseca que contiene su cine se esboza en este libro, la misma nube espesa flotando en el aire, esa especie de brusca aventura del silencio.

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[Télam]

En el camino

por Pablo Chacón

En Del caminar sobre el hielo el cineasta, escritor, guionista y actor Werner Herzog recrea su viaje a pie, desde Munich a París, cuando un amigo lo entera de la inminente muerte de Lotte Eisner, la crítica de arte que formó a buena parte de la generación de intelectuales que en la segunda posguerra abrevó en el expresionismo de la primera y se lanzó al mundo abominando de un nacionalismo vergonzante.

El libro, publicado por primera vez en España, apenas se conocía en la Argentina. Ahora, la editorial Entropía, en traducción de Ariel Magnus, recupera aquel formidable diario de viaje que luego este artista exploraría en otros formatos y otras geografías hasta el día de la fecha.

"A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde París y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que probablemente moriría, a lo que yo dije que no podía ser, no en este momento, el cine alemán no podía prescindir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera”, cuenta Herzog. Así las cosas, “agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario (…) Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie”, agrega.

Y así fue: Eisner murió en 1983, y esa suerte de ordalía por la que pasó el director de Nosferatu, lo dejó en un estado -digámoslo, de gracia- imprescindible para acometer otros proyectos en el futuro que sonaban imposibles.

Herzog nació en 1942. Ha filmado documentales, películas de ficción, adaptaciones; ha montado puestas en el Amazonas; ha conversado con asesinos que esperaban condena a muerte, ha recorrido el Golfo pérsico después que los norteamericanos destruyeran todos los pozos de petróleo durante la guerra homónima, etcétera.

Desde Munich a París no hay mucho más de 400 kilómetros. El autor de este libro (que también registró la experiencia en el Amazonas, Conquista de lo inútil, también publicado por la misma editorial), habría que decir que no es un caminante perezoso o un hedonista de esos que ahora proliferan para bajar las panzas atiborradas de cerveza.

En principio, elige senderos más que rutas; está en silencio y avanza; reniega de los lugares muy poblados; habla poco; se concentra en observar, establecer puentes con los diversos animales que todavía resisten en el corazón mismo de Europa; lo suyo, antes que turismo-aventura, o guiones predigeridos, es un homenaje.


Lotte Eisner había corrido la suerte de muchos disidentes en la república de Vichy: trasladada a un campo de concentración en los Pirineos, logró escapar y volver a París, donde Henri Langlois, que estaba poniendo a punto la cinemateca que tanta importancia tuvo durante mayo del 68, le consiguió un trabajo y la protegió.


Allí trabajó hasta un año después del viaje de Herzog: su demostración de generosidad y entrega por el espíritu de Eisner lo acompaña aun hoy, siempre enfebrecido por capturar imágenes imposibles, personajes imposibles, puntos de fuga para recorrer un mundo digitalizado, vigilado, administrado, regimentado, normalizado y escaneado en la mayoría de sus dimensiones.

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[Hacerse la crítica]

Sí, también es un gran escritor

por Gustavo F. Gros

Algunas consideraciones sobre Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog. Supongamos una utopía semiótico-greimasiana pos estructuralista: supongamos que Del caminar sobre hielo no tiene autor (apenas un enunciador); es más, supongamos al mismo tiempo la utopía propuesta por George Steiner en Presencias reales (1989) y asumamos que la obra no tiene ninguna conexión con la crítica, las reseñas, los análisis críticos, e, inclusive, con las voluntades estéticas circundantes con las que se podría relacionar el texto. Digamos que a Del caminar sobre hielo lo escribió algún “anónimo”, en alemán, en el año 1974 supuestamente, y dejó el manuscrito tirado en un bar. Asumamos todas estas utopías y nos preguntemos cuál es, realmente, el valor literario de Del caminar sobre hielo.

Muchos. Todos.

Del caminar sobre hielo es una pequeña joyita literaria. Conjuga un estilo narrativo bien yanqui: oraciones cortas, despojadas, precisas, descriptivas, sin metáforas casi, impresionistas -más que expresionistas lo cual siempre es una virtud en un enunciador alemán- junto a uno de los fetiches literarios más celebrados de todas las épocas: los diarios de viajes. Poco importa si esos casi treinta días que narra el texto son verdad o mentira. Poco importa si un 5, 10, 50, 85, 100% de las situaciones han sido inventadas o realmente vividas. Como ficción plena, es una idea maravillosa llevada a cabo con una imaginación frondosa (similar, quizás, a la que suele exponer Cormac McCarthy cuando construye sus infiernos). Como registro documental de un viaje, es detallista y certero, fotográfico más que cinematográfico. Como manifiesto religioso, es de un misticismo encomiable: un tipo camina desde un país a otro de Europa intentando que, a través de su brutal cansancio (¿sacrificio, martirio, santidad pagana…?), una mujer postrada y enferma no se muera. Como manifiesto político, es el interesante viaje de un hombre de 31 años de edad desde la ciudad más poderosa y rica de Alemania (Munich) hacia la ciudad estrella de la intelectualidad europea por antonomasia, París; es decir, es el viaje desde una ciudad urbano-industrial a otra, treinta años después de la guerra más devastadora de todas, mostrando, en el medio del viaje, todo lo que queda o sigue quedando de esa Alemania-Francia campesina, rural, periférica, primitiva que, en cierta forma, retroalimenta a esa otra Alemania-Francia industrial, intelectual y artística (el pasaje donde el enunciador discute con el dueño de un negocio de fotos de un pueblo que no le quiere vender los rollos de filmación porque cerraba a las 5 de la tarde puntualmente, es un ejemplo más que simbólico al respecto).

A hora bien, anulemos las torpes fantasías semióticas y digamos que el autor existe, no es ningún anónimo, es, quizás, el director de cine vivo más importante del mundo, se llama Werner Herzog, es alemán, es el mismo que filmó la mejor película de todas las épocas, Fitzcarraldo (1982), y es el mismo que con igual tino (talento) escribió un diario de filmación sobre la misma película al que tituló como Conquista de lo inútil (2008). Es decir, resemanticemos el libro a través de lo que el nombre y el peso propio de su autor pueden aportar. Ahí es donde Del caminar sobre hielo se vuelve una suerte de ejercicio íntimo de la voluntad hipnótico; es decir, un documento bien herzoguiano cifrado en un formato literario que, no obstante, guarda una coherencia estética y espiritual absoluta con esos ejercicios íntimos de la voluntad expuestos por Herzog en formato cinematográfico. El mismo Herzog de Fitzcarraldo como escritor y director de cine, es el mismo Herzog que camina entre la ruralidad -por momentos esplendorosa, por momentos decadente- de una Alemania invernal buscando (¿?) que la crítica alemana de cine Lotte Eisner sobreviva a su internación por enfermedad, porque, en palabras del mismo Herzog, “el cine alemán aún no podría prescindir de ella”.

E l mismo Herzog que cinematográficamente siempre se ha destacado como documentalista más que como un creador de ficciones, es el mismo Herzog que como escritor documenta sus dolores, pensamientos, cansancios, hambres, pasiones, obsesiones, fisiologías, visiones, sueños, anécdotas, superficialidades, redenciones, martirios en su solitario caminar de casi un mes por el noreste de Europa.

Del caminar sobre hielo es otro documental de Herzog expresado bajo una estética literaria con eficiente estilo narrativo y una dinámica impresionista sumamente atractiva. Cada pequeña oración, es un hecho. Cada hecho es una persona, un paisaje, un estadio del día, un pensamiento, una añoranza, un pueblo, un árbol, una nimiedad, una casa, una luz, una sombra, un paso más yendo desde Munich a París. Cada pequeña oración es un paso más que Herzog nos invita a dar según él dio aparentemente. Por eso, recién en el año 78, cuatro años después del viaje, Herzog decidió hacer público este documento. Por eso recién después de que se aseguró durante cuatro años que todos estos escritos podrían tener algún valor literario, los hizo literatura.

Sin embargo, a pesar de este valor literario mencionado, la palabra “documental” sigue sobrevolando, mezclando, infectando, intertextualizando y relacionando al Herzog documentalista y cineasta, con el Herzog documentalista y literato. Supongamos, una vez más entonces, que usamos esa voz en off solemne, por momentos irritantemente lenta, impostada y, sobre todo, falsa que Herzog usa en casi todos sus documentales para leer este viaje, este diario de viaje, a este Herzog en primera persona caminando con el tendón de Aquiles inflamado. Supongamos que esa voz en off lee en voz alta, línea por línea, Del caminar sobre hielo. Supongamos que Herzog, con esa voz en off, se lee su propia voz (literaria). El contraste sería, por momentos, devastador. No hay misterios ni revelaciones en Del caminar sobre hielo. No hay viajes místicos ni oníricos -por más que a veces coquetee con los mismos- como sucedió con ese monje con la frente llena de callos en La rueda del tiempo (2003) con el que Herzog se intentó comparar en el documental. No hay suspenso, no hay peligros, no hay selva pornográfica, no hay disparos, no hay flechas indias, no hay enfermedades incurables, no hay expresionismos, no hay óperas, no hay mayor acecho de la muerte, no hay extremismos de ningún tipo. La voz en off con la que Herzog suele imprimir a sus documentales una dosis sobreactuada de objetividad y trascendentalismo aquí nada más serviría para ridiculizar el texto como se lo ha hecho en esa maravillosa parodia de “¿Dónde está Wally?” que se puede ver en youtube*(Aquí se puede ver el “¿Dónde está Wally?” con la recreación paródica de la voz en off de Herzog). Es decir, si Herzog usara su voz documental y cinematográfica para aplicar en este texto documental y literario, el resultado no sería otro más que una hilarante parodia sobre sí mismo.

Y es justamente aquí, en la frontera con la parodia, donde el carácter literario de Del caminar sobre hielo cobra plena importancia: el texto es una obra literaria escrita en clave literaria. Por eso es más bien fotográfica que cinematográfica. Son impresiones más que expresiones. Son impresiones que sólo pueden cobrar un relieve trascendental (simbólico, metafórico y artístico) a través del lenguaje escrito. De allí que haya un poco (mucho) de simulacro de la corriente de la conciencia a lo Faulkner más que a lo Joyce. De allí que haya un poco (mucho) de realismo falseado -elipsis mediante- más que de naturalismo fidedigno.

Sin embargo, hay otro dato que el Herzog documentalista-cinematográfico le puede aportar, en contraste, al Herzog documentalista-escritor para potenciar a este último. En el 2010, Herzog estrenó un documental en 3D llamado La caverna de los sueños olvidados. En este documental, Herzog muestra la famosa Cueva de Chauvet en Francia y las pinturas que ahí adentro se encuentran pintadas desde hace más de treinta mil años. Son, supuestamente, el registro de pinturas más viejas que tiene la humanidad. Sin embargo, cuando uno ve finalmente las pinturas, no hay nada místico o revelador en las mismas. Más allá de la belleza que uno le pueda encontrar o no a las pinturas -y que el 3D de Herzog potencia- no hay nada mayormente trascendental en esas pictografías que las que uno puede encontrar en los graffities pintados en los trenes que encolerizan tanto a Randazzo. Son eso: graffities primitivos del hombre recreando su (medio)ambiente inmediato: animales, ríos, montañas, hombres. Un mero registro de territorialidad. No hay naves espaciales, ni dioses, ni ningún dato simbólico con el que uno podría especular sobre un conocimiento antiguo, vedado y fundamental para la existencia humana del presente. Herzog lo advierte. Sí, las pinturas son lindas y nada más. Por eso comienza a hacer foco en la locura paranoica que se establece alrededor de la caverna: miles de euros se gastan al año para preservar al lugar con las tecnologías de seguridad y aislación más modernas que existen. Apenas una semana al año se abre la cueva para que los especialistas y eruditos científicos más sobresalientes en su área entren a la cueva e investiguen las mismas pinturas que desde hace décadas investigan. De allí que Herzog simula involuntariamente, filmar ese “ridículo” humano en el que se transforman esos “formidables” eruditos al ser entrevistados y mostrar “un conocimiento supremo” que, claramente, no sirve para nada. El ejemplo más patético es cuando muestra a uno de estos científicos intentando usar de manera fallida y grotesca los métodos con los que supuestamente cazaban los antiguos hace treinta mil años. Herzog entiende que lo importante en ese documental no son las pinturas o lo que se dice o puede decir de ellas, si no, en todo caso, la pasión íntima y total con la que cada uno de los involucrados se relacionan con las mismas; es decir, ese apasionamiento conque las investigan, analizan, viven y desviven por más ridículos o sabios que parezcan. El final del documental con el cocodrilo blanco y su retórica es una maravillosa síntesis de este espíritu pasional buscado y su actualización permanente dentro del espíritu humano a pesar de que pasen miles y miles de años.

Pues bien, en Del caminar sobre hielo, el 90% de las situaciones que Herzog va viviendo en su periplo son totalmente intrascendentes. Sentarse a ver un pájaro, tomarse una cerveza en un bar, ver fragmentos de una revista porno, el dolor de una ampolla, la lluvia, la nieve, una casa irrumpida, una brújula perdida, no hay nada mayormente interesante en el sentido trascendental en el que uno espera encontrar en un viaje herzoguiano de este tipo. No es Fata Morgana (1969). No hay descubrimientos ni revelaciones poderosas. No hay aventuras ni personajes descabellados. Hay lo que queda del ruralismo de un país hiper industrial renacido de sus propias cenizas para volverse en tiempo récord, potencia mundial. Si Herzog hubiera filmado este viaje, más allá de algunas bellas imágenes tomadas en algún que otro paisaje, no hubiera encontrado fílmicamente hablando nada mayormente relevante de la condición humana. Siquiera de su condición personal. Sin embargo, esas imágenes intrascendentes, esa acumulación de momentos mínimos al ser registrados en clave literaria, cobran una singularidad poderosa: en vez de viajar por Alemania y Francia, viajamos por dentro de Herzog y su conciencia: vemos el mundo a través de sus ojos. Vemos el mundo construido a través de un lenguaje literario despojado y en esta construcción, es que lo intrascendente se vuelve o puede volver metafórico, simbólico y hasta épico en cierto sentido como bien ya mencionamos.

Del caminar sobre hielo es un texto relativamente corto, bellamente editado, donde caminamos por los campos alemanes y franceses con un director de cine que si bien ya tenía un nombre en aquel año 74, todavía no era la leyenda que es hoy casi 40 años después. Del caminar sobre hielo es una experiencia más del mejor Herzog: el Herzog documentalista que encuentra en su propio lenguaje literario, esa cámara, esa fotografía, ese sonido, esa voz en off propicia para, con la excusa de “salvar” a Lotte Eisner, probarnos una vez más la condición humana; la condición herzoguiana dentro de la condición humana. La que Herzog entiende, más bien, como la misma: esa donde se pasan barcos por una montaña; esa donde se escalan cerros argentinos inalcanzables para demostrar un amor sincero; esa donde él, y solamente él, puede pasar un barco por una montaña y filmar la punta de un cerro argentino alcanzado por amor.

Esa donde después del caminar hasta París, Lotte Eisner vivió nueve años más.

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[La Voz del Interior]

Caminar sobre Herzog

por Pablo Natale

Está esa idea de que se puede hablar de “la mejor obra” de un autor, y luego de sus “obras menores”; está la idea de que las películas, pinturas, poemas de tal o cual en realidad “no eran otra cosa que lo que había vivido”; están los hechos épicos y los hechos insignificantes, y están los “sacrificios” que estamos dispuestos a hacer por nuestros familiares, un dios o un buen amigo. En Del caminar sobre hielo, el cineasta, actor y escritor Werner Herzog deja todo eso en el camino y lo destroza paso a paso. La obra (“literaria”) está a la altura de buena parte de sus producciones cinematográficas: por momentos es intensa, por momentos lenta, casi perdida en el paisaje, y de pronto resulta algo brillante, único.

El libro registra diariamente el periplo que Herzog realizó a pie, en plena temporada invernal y durante tres semanas, entre Munich y París a modo de “promesa” o “peregrinación” por la crítica de cine Lotte Eisner, quien estaba internada en la capital francesa. Mediante frases cortas y frases descriptivas ocasionalmente interrumpidas por reflexiones o máximas, Herzog cuenta lo que ve en cada pequeño pueblo, el modo en que, cada noche, invade una propiedad para pernoctar, las historias que escucha o que inventa, la posible narración escondida detrás de un pequeño detalle.

Ahí está la frase “una lluvia indecisa cae gota a gota, siempre al borde de que me importe”, o la sentencia cartográfica-estética “después de reconocer una decisión errada no tengo el temple para regresar, prefiero corregirla con otra decisión errada”, o un árbol repleto de manzanas en un paraje abandonado, o dos camiones detenidos en un paso de altura, uno casi pegado al otro, los camioneros almorzando juntos sin decirse palabra.


¿Cuál es la obra principal y la obra secundaria de un hombre? ¿En qué momento un artista deja de construir esa obra y simplemente vive, respira y camina? ¿Qué es real y que desearíamos que lo fuese? ¿Qué es un documental y qué es ficción, qué es un diario íntimo y qué es una novela de iniciación? ¿Cuál es el límite entre una persona extravagante, un loco y un héroe?


Difícil resumir las virtudes y las preguntas que genera la obra de Werner Herzog: un grato e incómodo asombro, la sensación de una vitalidad espléndida en un mundo ansioso, desolado y demasiado preocupado por que todos sigan las mismas reglas.

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[Boca de sapo]

Elogio de la fragilidad

por Felipe Benegas Lynch

No son extrañas las incursiones literarias de los directores de cine: Truffaut, David Lynch, Tarkovsky, Woody Allen, etc. El caso de Herzog no deja de ser particular. Del caminar sobre hielo no es un diario de filmación, ni un tratado sobre cine o estética, tampoco un guión adaptado. Escrito a modo de diario de viaje, el texto se vale de una breve nota preliminar para trazar las coordenadas de los fragmentos: Herzog, personaje y autor, camina de Múnich a París para conjurar la posibilidad de que la convaleciente Lotte Eisner muera. Ya en las primeras páginas se lee:

Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora, no lo tiene permitido. No morirá, no. No ahora, no lo tiene permitido. No, no va a morir porque no está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña. ¡Cuidadito! No lo tiene permitido. No lo hará. Cuando llegue a París, ella estará con vida. No será de otra manera porque no está permitido que lo sea. Ella no tiene permitido morir. Más tarde tal vez, cuando nosotros lo autoricemos.
Sobre un campo llovido un hombre agarra a una mujer. El césped está aplastado y sucio.

Este es el tono del texto: oscila entre el adentro y el afuera. La descripción del paisaje y del ejercicio del caminante, así como de sus astucias y angustias, ocupan gran parte de esta breve obra. Los paisajes nunca son telones de fondo: en cuanto se pronuncia la sensibilidad exacerbada de ese cuerpo inmerso en el frío y la humedad el paisaje deviene interno y voz y mundo se transforman a la par: “Reflexionar sobre mi persona saca una cosa a la luz: el resto del mundo rima”.

Como en sus películas, Herzog apela a una verdad más profunda que la de los hechos. Su prosa es poética porque responde a estímulos que van más allá de la verdad lógica y racional, forzando la retórica y la sintaxis del texto. No es, sin embargo una escritura pretenciosa retóricamente ni que busque la vana estetización del paisaje y de las emociones. Herzog avanza, a veces como un bisonte, a veces como un cuerpo a punto de desmoronarse y transformarse en agua congelada: el hielo sobre el que camina es el de su propia fragilidad.

Mirecourt, de ahí seguí rumbo a Neufchateau. Había mucho tránsito y recién después empezó a llover en serio, la lluvia total, una lluvia constante de invierno que me desmoralizó más por aun por ser tan fría, tan poco amable y por meterse en todos lados. Tras unos kilómetros me levantó alguien, fue él quien me preguntó si quería subirme. Sí, dije, quiero. Por primera vez en mucho tiempo volví a masticar un chicle, que me convidó el hombre. Eso me devolvió un poco la confianza en mí mismo. Viajé con él más de cuarenta kilómetros, luego se levantó en mí un terco orgullo y volví a caminar bajo el aguacero. Campo cubierto de lluvia. Grand es sólo un humilde pueblo, pero con un anfiteatro romano. En Chatenois, que en tiempos de Carlomagno era el lugar principal de toda la zona, hay una fábrica de muebles bastante grande. La población está muy exaltada porque el dueño abandonó precipitadamente la fábrica de la noche a la mañana, dejando todo acéfalo y sin instrucciones. Nadie sabe adónde escapó, mucho menos por qué. Los libros están en orden, las finanzas correctas, pero el dueño se fue sin decir palabra.

Las historias están latentes a cada paso: narraciones pasadas, futuras y posibles van completando el entramado rumiante de quien camina. A lo lejos, algo está claro: Eisner no debe morir, ella no puede dejar vacante su lugar sin previo aviso.

Poder volar después de haber batallado tanto contra la muerte y la propia fragilidad, es una verdad que no se puede negar con argumentos lógicos. También es una verdad que trasciende los hechos que vinculan a Herzog y al cine alemán con Lotte Eisner. Herzog lleva las palabras al camino y en ese ejercicio socava su arrogante seguridad. Casi sin aliento, sus palabras son las de alguien desprotegido que a fuerza de exponerse abre un umbral de comprensión:

En el desconcierto me cruzó la cabeza una palabra, y como la situación igual era extraña, se la dije: Juntos, le dije, vamos a cocinar fuego y a detener pescados. Ahí me miró, sonrió muy delicadamente y, como sabía que yo estaba a pie y por eso desprotegido, me entendió. Por un breve y delicado momento algo dulce atravesó mi cuerpo muerto de cansancio. Entonces le dije: abra las ventanas, desde hace unos días que puedo volar.

Vale la pena contextualizar la figura de Lotte Eisner con respecto a Herzog y al Nuevo Cine Alemán. Así la describe el mismo Herzog en las entrevistas con Paul Cronin:

...en el caso del Nuevo Cine Alemán tuvimos la suerte de que Lotte Eisner nos diera su bendición. Ella era el eslabón perdido, nuestra conciencia colectiva, una fugitiva del nazismo y durante muchos años la única persona viva en el mundo que conocía a todos desde la primera hora, un mamut lanudo de pura cepa. Lotte fue una de las más importantes historiadoras del cine mundial de todos los tiempos y conoció personalmente a todas las grandes figuras del cine mudo y los primeros años del cine hablado: Eisenstein, Griffith, Sternberg, Chaplin, Murnau, Renoir y hasta los hermanos Lumière y Georges Méliès. Y también conoció a otras generaciones: Buñuel, Kurosawa, los conocía a todos. Sólo ella tenía la autoridad, la visión y la personalidad para proclamarnos legítimos, y tuvo una importancia vital que insistiera en que lo que mi generación estaba haciendo en aquel momento en Alemania era tan legítimo como la cultura cinematográfica que habían creado Murnau, Lang y los otros directores de Weimar tantos años atrás. (Herzog por Herzog, El cuenco de plata, 2014, p.170)

En ese sentido, es elocuente la “Laudatoria de Lotte Esiner en ocasión de la entrega del Premio Helmut Käutner”, que cierra De caminar sobre hielo a modo de epílogo. Tanto Del caminar sobre hielo como Herzog por Herzog marcan una interesante tendencia en las colecciones de Entropía y El cuenco de Plata.

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[Artezeta]

Batallas ganadas

por Juan Alberto Cresci

Una aproximación

Corría el año 1974. Herzog tenía 32 años. Ya había filmado Aguirre, la ira de Dios (1972) en la selva amazónica peruana. Faltaban aún ocho años para la realización de Fitzcarraldo (1982), filmada en esos mismos escenarios naturales. En la primera, el equipo y los protagonistas escalaron montañas, talaron árboles para abrir rutas y navegaron rápidos en balsas construidas por aborígenes. En la segunda, transportaron un barco fluvial por tierra y lo cruzaron al otro lado de un monte de 500 metros de altura con la ayuda de un gran número de aborígenes que miraban con terror y desconfianza tanto a Herzog como a Klaus Kinski, actor fetiche del director, con quien mantenían una tensa y caótica relación de amistad. Entre esos dos grandes hitos del cine alemán y universal se erige uno no menor y que completa el significado de los otros: el de este sacrificio en clave de viaje, que llega a nosotros a través de la edición de Entropía.


Acto de fe

Herzog salió de Munich, rumbo a París, con un par de botas nuevas, una brújula y un bolso de mano. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie, escribió en el prólogo. Tardó 22 días en recorrer los 800 kilómetros que separan las dos ciudades –trayecto que se recorre en aproximadamente 10 horas en automóvil– y, mientras viajaba, anotaba sus pensamientos e impresiones. Cruzó pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, se internó en bosques, durmió en posadas, en casas de familia, en graneros. La monotonía del paisaje lo llevó a preguntarse si había perdido el juicio. Realizó el viaje sumergido en un aura de irrealidad y sinrazón. Todo lo que lo rodeaba le parecía menos real que las películas que filmaba y miraba. Hizo dedo, pero renunció al mecanismo, con la firme convicción de que debía caminar, de que no debía desviarse de su propósito. La peregrinación era su ofrenda, su sacrificio. Lotte Eisner viviría en tanto él caminase. Y caminó. Y Lotte Eisner vivió nueve años más.


La naturaleza indomable

Europa. Noviembre y diciembre del año 1974. El invierno pegaba fuerte y Herzog caminaba. La peregrinación que destrozaba sus pies y su cordura, al mismo tiempo funcionaba como la voluntad del ser humano por domar los aspectos más crueles de la naturaleza. Herzog, a pesar del padecimiento casi ritual al que se veía sometido por propia elección, intentaba quebrantar el poderío de las fuerzas naturales, como intentó hacerlo en Aguirre, la ira de Dios, en Fitzcarraldo, y en toda su obra fílmica. Caminó con lluvia, con viento, con nieve. Más sufría las inclemencias del clima, más avanzaba. Y no es anecdótica la mención a iglesias, capillas y cruces a lo largo de todas las entradas del diario: Herzog cargaba sobre sus espaldas su propia cruz. Sacrificaba su bienestar para que Eisner viviera.

Hay dos momentos del libro que iluminan esta lucha del ser humano contra la naturaleza. El primero: Herzog ve a dos cisnes con manchas grises en un río, nadando incesantemente contra la corriente. El segundo: A medida que avanza, con el frío cortándole la cara, piensa en los indios navajos marchando sin lamentos hacia su extinción. Herzog sabe que la naturaleza, suceda lo que suceda, ganará la guerra, aunque los hombres ganen batallas.

Un final

Herzog llegó muerto de cansancio a París el 14 de diciembre de 1974 y se desplomó en el departamento de Eisner con la tranquilidad de haber cumplido su cometido. Lotta Eisner vivía, y el futuro del cine alemán estaba a resguardo. Casi 37 años después de su edición original se publica en Argentina este texto, con traducción de Ariel Magnus y editado por Entropía. El tiempo transcurrido pone en perspectiva al libro con la obra fílmica del magnífico director alemán. Casi 37 años después Werner Herzog sigue ganando batallas en sus films. Empresas delirantes, gigantes, en las que se ponen en cuestión los límites de la tolerancia del físico y de la cordura del ser humano. Quizás sea esa la única forma de mantener la cordura: llevándola al límite de lo humanamente imaginable.

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[Libros del pasaje]

La fe del obsesivo

por Lara Segade

En un discurso de homenaje, Werner Herzog destacó la importancia que tuvo la crítica cinematográfica Lotte Eisner como legitimadora del Nuevo Cine Alemán -del que Herzog fue uno de los más notables representantes-, en tanto este no pudo legitimarse, como otras escuelas en otras épocas, a través de una filiación con sus antecesores. La Segunda Guerra Mundial y en especial el Tercer Reich abrieron un agujero de veinticinco años en la cultura alemana, de modo que lo nuevo parecía haber nacido de la nada. El Nuevo Cine alemán, dice Herzog en ese discurso, tiene abuelos, pero no padres.

Es por eso que Eisner no podía morirse en 1974. Ella, que el mismo día del ascenso de Hitler, comprendiéndolo todo, había dejado Alemania, era la única madre posible y debía sobrevivir lo suficiente para terminar de criar a sus hijos antes de lanzarlos al mundo.

Eisner se fue a París. En 1974, Herzog, que estaba en Múnich, se enteró de que estaba muy enferma. Inmediatamente pensó que si él llegaba caminando hasta París, Lotte Eisner no moriría. Y así fue que el 23 de noviembre de ese año emprendió la marcha. Del caminar sobre hielo, recientemente editado por Entropía (con traducción de Ariel Magnus), es una especie de diario de ese viaje solitario, doloroso, helado, a pie.

Bajo la lluvia o la nieve, sobre hielo, contra los vientos, con los pies y las piernas cada vez más lastimados, Herzog avanza. Unas veces, a través de pueblos; otras, pareciera que por el medio de la nada. Los campos están desolados, vacíos. Los maíces se están pudriendo de tanta agua que cayó del cielo, y absorbieron. Cuando puede, se mete en alguna casa de veraneo desocupada y pasa allí la noche; cuando no, pide asilo o paga por pequeñísimas habitaciones, donde al final ya ni siquiera consigue dormir, tal es la fuerza de lo que lo empuja hacia París.

Pero, ¿qué es exactamente eso que lo empuja? En una parte cuenta Herzog: "Un montículo de desperdicios en la llanura no se me quiere ir de la cabeza. Lo vi de lejos y caminé cada vez más rápido, al final como atacado por un miedo mortal de que me sobrepasara un auto antes de alcanzarlo. Jadeando por la corrida llegué a la montaña de basura y necesité algo de rato para recuperarme, aunque el primer auto recién me pasó minutos después de mi llegada".

Es algo similar a la convicción que alienta las promesas o a la determinación que tenemos a veces de no pisar las líneas donde se juntan las baldosas de la vereda: un recurso extendido de la obsesión, ligado a esa forma del pensamiento mágico según la cual "lo semejante produce lo semejante o los efectos semejan a sus causas" (tal como ha definido Frazer a la magia mimética en La rama dorada). En su caminar sobre hielo, Herzog se enfrenta a la naturaleza, busca sobreponerse a su adversidad. Y cada tanto se pregunta: ¿Cómo le estará yendo a Lotte Eisner? ¿Vive? ¿Avanzo con la suficiente rapidez? Creo que no".

Pero por más potente que pueda ser la fe del obsesivo, no es en este caso lo único que empuja. Está también la fuerza de cada pie poniéndose adelante del otro, el impulso de andar: caminar tiene una lógica y una temporalidad propias, diferentes a las de la quietud sedentaria, pero también a las de los modernos medios de transporte. Por otra parte, este caminante en particular se distingue del flâneur urbano, de ese "hombre de la multitud" de los comienzos de la modernidad que narró Edgar Allan Poe y analizó Walter Benjamin. Se parece más al caminante solitario que recorría enormes distancias por los caminos rurales, antes del desarrollo urbano e industrial -las ciudades, dice Herzog, se caracterizan por ocultar la mugre y también por tener mucha gente gorda-. Caminar tiene la fuerza de una experiencia recuperada que trae, además, una nueva manera de mirar: al caminar se ven los restos, los despojos, la mugre que la civilización oculta. Al caminar, se mira con extrañamiento eso que estábamos acostumbrados a dar por sentado.

Pensamiento mágico -que se percibe, también, en cierta sensibilidad para lo onírico-, caminar, concebir las relaciones sociales como relaciones familiares: pareciera haber, en Del caminar sobre hielo, una especie de vuelta atrás en el tiempo pero que se realiza, paradójicamente, avanzando: "Seguramente tomé muchas decisiones erradas, una tras otra, respecto a la ruta, lo que en retrospectiva se fue sumando hasta llegar al ritmo correcto".

En su discurso de homenaje a Lotte Eisner, Herzog habla de la grieta que abrieron en la cultura alemana el Tercer Reich y la Segunda Guerra. En el diario de su viaje, se advierte la verdadera extensión de esa grieta: de Múnich a París, el paisaje hace pensar en alguna catástrofe. Recorrer ese trecho, pero sobre todo hacerlo a pie, implica en parte volver a dibujarlo: achicar la grieta; corregir, humanamente, el camino que la civilización alguna vez erró; reencontrarse con los abuelos, con los antepasados. Tal vez sea por eso que, para Herzog, los monumentos de guerra son un "lugar de descanso": en esos documentos de la civilización que tan claramente exhiben su reverso de barbarie, la marcha se detiene, pero solo para recobrar fuerzas y continuar. Es posible, entonces, que la fuerza de ese andar, que es también la enorme fuerza de este texto, sea, en última instancia, la de un gesto de redención. En cualquier caso, Herzog llegó a París.  El 14 de diciembre de 1974 visitó a Eisner y le dijo: "abra las ventanas, desde hace unos días que puedo volar".  Ella -creer o reventar- no moriría hasta 1983.

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[Bazar Americano]

El gran Werner necesita caminar

por José Miccio

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Esto escribió Herzog en el punto número siete de su Declaración de Minnesota, un manifiesto acerca de la verdad y los hechos en el documental: “El turismo es pecado y el viaje a pie, virtud”. No es la única ocasión en la que hizo referencia a lo que en su vida y su cine significa caminar. Anoto otras tres. 1) En una larga entrevista realizada por Hervé Aubron y Emmanuel Bordeau en 2008, publicada con el título de Manual de supervivencia, considera que caminar es una experiencia tan decisiva como pasar hambre y estar preso. 2) En una de las declaraciones reunidas por Paul Cronin en Herzog por Herzog dice: “El volumen, la intensidad y la profundidad del mundo son cosas que solo experimentan los que viajan a pie”. 3) En el autorretrato de media hora que filmó a mediados de los 80 afirma que sus películas nacen de apuntes que toma mientras camina. Herzog es el Bruce Chatwin de los cineastas. Una de sus frases más famosas dice: Filmar películas es un asunto atlético, no estético.

Del caminar sobre hielo es un diario de viaje a pie: el que Herzog hizo de Munich a París a fines de 1974 para ver a Lotte Eisner, entonces muy enferma. O mejor dicho: no para verla sino para salvarla, como si sus pasos pudieran demorar los de la muerte. Un acto absoluto de amor absoluto. Eisner no era solo una mujer a la que Herzog quería, y a la que por quererla le dedicó su esfuerzo y El enigma de Kaspar Hauser. Escribió un estudio clásico sobre el cine expresionista (La pantalla diabólica), fundó junto a Henry Langlois la Cinemateca de Francia e impulsó el Nuevo Cine Alemán. Una anécdota ilustra su importancia cultural y el papel que cumplió en la vida de Herzog. Fritz Lang le dijo una vez que no creía que se volvieran a filmar películas alemanas. Eisner le contestó que ya había una: Señales de vida, el debut en el largometraje de un jovencito llamado Werner.

El librito -cien páginas, tamaño chico- se inscribe perfectamente en la filmografía de Herzog. Hay en él nubes, obstinación, energía, misterio, humor, onirismo, riesgo, visión. Imposible para quien tenga la fortuna de haberlas visto no recordar durante la lectura imágenes de sus películas. La materialidad hiriente de la nieve y el frío, por ejemplo, es tan palpable como la selva amazónica de Aguirre, el volcán de La Soufrière o las montañas de Grito de piedra. La visión de un tren que arde en el espacio y de estrellas y planetas que colapsan difiere en contenido pero no en vigor poético de las visiones del pastor Hias en Corazón de cristal. Incluso algunas personas que se cruza en el camino, y que ocupan apenas unos renglones, parecen salidas de sus películas. Ahí están la mujer que perdió a todos sus hijos y junta leña y el molinero al que su esposa y el amante de su esposa encerraron durante años en el altillo, y que aceptó su suerte con conmovedora entrega: “Lo taponaron con tablas y él no se resistió, porque le alcanzaban sopa para comer”. El propio Herzog es un personaje de Herzog: un tipo que se traza un objetivo titánico y no se detiene hasta alcanzar la locura, el éxtasis o una derrota a la vez épica y ridícula. Escribe casi al comienzo del diario: “Cuando yo camino, camina un bisonte”. Y también: “Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito”.

 

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Herzog escribe maravillosamente, tal como muestran Del caminar sobre hielo y Conquista de lo inútil, el diario de filmación de Fitzcarraldo que Entropía editó en 2008, también con traducción de Ariel Magnus. Los dos libros se pueden leer con independencia del cine: tienen una vida propiamente literaria, y por eso son tan buenos. El estilo fragmentario y veloz de Del caminar sobre hielo, en ocasiones casi fotográfico pero ligado siempre a lo que Herzog llama paisajes interiores, trae a la memoria versos y poetas, además de palabras no muy confiables y alemanísimas, como romántico y expresionista. (Curiosamente, es casi imposible no pensar en el primer Girondo cuando se leen cosas como esta: “Cornejas que se pelean por algo y una que cae al agua. Sobre una pradera mojada yace olvidada una pelota de fútbol de plástico. Los troncos de los árboles humean como seres vivos”). Un autor inevitable teniendo en cuenta el tema del que hablamos es Robert Walser, de quien Herzog es una encarnación punk. (“Mientras cagaba, un conejo me pasó a un manotazo de distancia, sin verme”). Otro es Kerouac. El modo en que la lluvia, los animales, los hombres y las montañas comparten en el diario nivel ontológico es admirable, y está en sintonía con algunos textos del gran beat, como los reunidos en Viajero solitario (un título muy herzoguiano, por cierto).

De todos modos, Herzog es fundamentalmente un director de cine, y es en sus películas que podemos encontrar las claves de su modo de entender la naturaleza, la cultura y el lugar que ocupa el hombre en ese desastre infinitamente cruel e infinitamente cómico que llamamos universo. Se puede notar en casi toda su obra: bajo cualquier orden o contrato hay caos, y si algo falta en este mundo es armonía, proporción y sentido. Las acciones mayúsculas que acometen tantos de sus personajes son intentos por gobernar lo ingobernable, absurdos y gloriosos. El Stroszek de Señales de vida lanza un desafío cósmico que nadie escucha, y su visión no consigue más que un burro muerto. Aguirre quiere ser Cortez y termina monologando con un mono. Fitzcarraldo –el conquistador de lo inútil, tal su hermoso epíteto– cruza un barco por una montaña después de descomunales esfuerzos y al día siguiente el río lo devuelve al lugar del que partió. No todo es derrota (si es que en verdad la hay). El ingeniero de El diamante blanco logra volar sobre la selva de Guyana en su globo después de que un documentalista perdiera la vida en el intento. El atleta de El éxtasis del escultor de madera Steiner es campeón mundial de salto en esquí. El propio Herzog siempre vuelve de sus aventuras con una película. Pese a estos triunfos (si es que lo son), el universo permanece fuera de quicio. Es algo que de una manera u otra terminan por saber tanto los mesurados como los megalómanos, dos modos de ser que conviven en el propio Herzog, aunque su fama prefiera solo el segundo. Del caminar sobre hielo deja ver algo con claridad: lo que Herzog comparte con sus protagonistas no es lo que persiguen sino la voluntad con la que tratan de alcanzarlo, y en ocasiones el riesgo. Por recurrir a su película más famosa: para llegar a El Dorado o al cine es necesario sobreponerse a una naturaleza que demuele y asusta, pero eso no significa que el loco Aguirre sea el loco Herzog. Sucede más bien al contrario: no hay personaje que le sea más ajeno. Aguirre quiere oro y poder, y reduce a nada todo lo que se interpone entre él y su objetivo. Es un conquistador: la selva es solo un obstáculo a vencer. Herzog quiere imágenes verdaderas y conmovedoras. Es un cineasta: la película no está más allá de la selva sino en su mismo corazón cruel.

El fracaso o la victoria son meros resultados, lo que importa no pasa por ahí. El ralenti magistral con el que Herzog filma el salto de Steiner es equivalente a las palabras del aviador alemán que se incorporó a la fuerza aérea estadounidense porque quería volar, no importaba la bandera ni la ideología. (Su historia se cuenta en El pequeño Dieter necesita volar. El verbo del título es más adecuado que querer). Es el hecho de estar en el aire, la suspensión del tiempo y el universo que significa una acción absoluta lo que le interesa a Herzog. El instante en el que alguien se despoja de todo lo que lo ayuda o somete, y alcanza entonces el éxtasis, la locura o cualquier forma de revelación. Aguirre, Fitzcarraldo, Gesualdo, Stroszek, Dieter, Steiner, Kinski, Woyzeck, Cobra Verde: las películas de Herzog que tienen un nombre propio en el título (siempre de varón, para quienes quieran acusarlo de algo) son las que ilustran mejor este punto. El clímax de Nosferatu es un verdadero drama de absolutos: el amor de una mujer que se entrega al vampiro para salvar a su esposo y la delectación del propio vampiro, perdido para siempre en un cuello blanco y prerrafaelita.

La excepcionalidad de los personajes de Herzog puede nacer del arrebato o de la disciplina más estricta, pero siempre acceden a un lugar que no existe más que para ellos. En esa tierra de revelaciones, Fitzcarraldo, Aguirre y Dieter tal vez se crucen al menos por un instante con otras criaturas igual de herzoguianas: las que en vez de sobrepasar ciertos límites se mantienen siempre ajenas a ellos. El ejemplo más acabado es Kaspar Hauser, que no acepta ninguno de los modos de comprender propios de la civilización, y cuya existencia termina por alterar los fundamentos de la sociedad, la lógica y la religión. Contra sus maestros, Kaspar dice: Dios no puede haber creado todo de la nada, la ventana de una torre es más grande que la torre, hay voluntad en la manzana, la polis es peor que la mazmorra en la que viví hasta los dieciséis años. El cine es un instrumento para indagar en los límites de la experiencia. Lo que está más allá o más acá de la percepción y la cultura: a eso apunta Herzog. Su filmografía es una ciudad poblada por condenados a muerte, sordociegos, atletas, hombres-oso, hombres del bosque, asesinos, sobrevivientes, místicos. Hay algo inexplicable en todos ellos, incluso algo monstruoso, pero de ningún modo inhumano. Sean quienes sean. La dulcísima sordociega Fini Straubinger (protagonista de la notable País del silencio y la oscuridad) tiene una experiencia del mundo a la que no podemos acceder, y que ella misma no puede comunicar a pesar de intentarlo con palabras que recuerdan a las iluminaciones románticas (y que probablemente haya escrito el mismo Herzog). El artista-asesino Gesualdo, que mató a su esposa, al amante de su esposa y compuso una música infinitamente triste que parece prefigurar a Wagner, es un misterio para todos los que hablan de él, no importa si son eruditos, cocineros o fantasmas.

 

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Del caminar sobre hielo es Herzog en estado puro. Esto es, un lugar para la maravilla. Lo primero que salta a la vista es qué significa caminar: no una actividad calma y contemplativa sino un esfuerzo, un gasto de energía, un trato permanente con el dolor. Ampollas en los talones y en los dedos gordos, un tobillo hinchado, molestias en las rodillas y el tendón de Aquiles, en las piernas y en la ingle. En dos momentos Herzog se pregunta: “¿Cómo puede doler tanto caminar?” También el clima pone el cuerpo en primer plano. Alguna vez hay sol y brisa. Pero la regla es otra: niebla, viento, nieve, tormenta, granizo y aire constantemente húmedo. Es casi invierno. Herzog duerme en casas vacías o en reparación, en casas rodantes, en graneros, alguna vez en un hotelito o como invitado de una familia generosa. Se cansa, tiembla, está intranquilo. Tiene que ser así, se dice. No hay otro modo. Necesidad es capricho más visión. Cuando se siente débil piensa herzoguianamente: “En viejas fotos marrones, los últimos navajos marchan, agazapados sobre sus caballos y envueltos en mantas en la tormenta de nieve, hacia la extinción; la imagen no se me va de la mente y aumenta mi resistencia”. Como el aviador Dieter, que en la selva de Laos huyó y huyó de sus captores hasta que la misma muerte decidió dejarlo, Herzog parece poseído por una fuerza tenaz e inevitable. La conciencia duda, la voluntad no. Un automovilista lo levanta en la ruta, bajo una lluvia total: “Viajé con él más de cuarenta kilómetros, luego se levantó en mi un terco orgullo y volví a caminar bajo el aguacero”.

La prosa de Herzog compite con sus propias películas en fortaleza material y poder alucinatorio. Su propio lenguaje piensa a veces en el cine: “Pasa caminando un hostal de montaña” / “Entran en cuadro las piedritas” / “Mirar cómo se tambalean los abetos sacudidos en cámara lenta”. En Conquista de lo inútil Herzog sugiere que sus textos pueden ser leídos no como informes de filmación sino como paisajes interiores nacidos del delirio de la jungla. En Del caminar sobre hielo podría decir: esto no es un diario, son visiones que vienen del frío y de los pies. “Primeros problemas con las botas, todavía son tan nuevas que me aprietan” / “Pensar flamígeramente en hielo hace que el hielo se forme con la rapidez del pensamiento. Siberia se creó de esa manera, las aureolas boreales constituyen sus últimos fogonazos. Esa es la explicación”. Como el de su cine, el espacio que va de Munich a París es al mismo tiempo material y mental, físico y metafísico. Caminar es una actividad aeróbica pero sobre todo un modo de conocimiento sensible. El pensamiento es iluminación y zapatos: “Tras estos pocos kilómetros a pie sé que no estoy cuerdo; la certeza me viene desde las suelas”.

No solo en la literatura y el cine se sostiene Herzog. En su autorretrato de 1986 muestra algunas pinturas de Caspar David Friedrich, entre ellas El caminante sobre el mar de nubes, su obra más famosa. La soledad, el paisaje alucinado, las dimensiones de la naturaleza y el ser humano: todo lo que se ve en el cuadro tiene relación con Del caminar sobre hielo. Ahí arriba, en el borde, solo ante los elementos, grande y pequeño, orgulloso, el hombre de Friedrich bien podría ser Herzog. Habría que cambiarle la ropa, demasiado dandy, por una camiseta de fútbol y una capa de plástico, y habría que dotar a la imagen de humor, o buscar un segundo cuadro, igual pero burlón, tal vez con esta talla, tomada del punto diez de la Declaración de Minnesota: “La Madre Naturaleza no llama, no te habla, aunque de tanto en tanto un glaciar se tire un pedo”. El humor de Herzog –tan fundamental en su obra– no reniega del espíritu de trascendencia: lo protege de sus malos sacerdotes, empeñados en desconocer cuánto le debe al ridículo con el que marcha. En un momento de Del caminar sobre hielo escribe, abismado: “Comiendo un sándwich me tragué por error la punta de la bufanda”.

 

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Herzog caminó de Munich a París en 1974, veintidós días, entre el 23 de noviembre y el 14 de diciembre. Lotte Eisner, cuya vida estaba en riesgo, murió nueve años después, cerca de los noventa. Explicaciones posibles: o el diagnóstico estaba errado, o Eisner era un búfalo, o los pies de Herzog la salvaron. En la Laudatoria con la que termina el libro, pronunciada en 1982 con motivo de la entrega a Eisner del premio Helmut Käutner, Herzog le dice a su amiga: “Tiene permiso para morir”. En Herzog por Herzog cuenta más extensamente: “Yo caminaba contra la muerte de Lotte. Sabía que si viajaba a pie ella estaría viva cuando llegara. Unos años después de aquella caminata mía estaba casi ciega, no podía caminar ni leer ni tampoco ir al cine, y me dijo: ‘Werner, estoy bajo un hechizo que no me deja morir. Estoy cansada de la vida. Ahora sería un buen momento para mí’. Y yo le dije en broma: ‘De acuerdo, Lotte, aquí y ahora te libero del hechizo’. Lotte murió tres semanas después”.

No habría que desestimar esta historia entregándola a la probabilidad o la suerte. Estamos hablando de Herzog. En un momento, agotadísimo, con dificultades para sostenerse en pie, escribe en el diario: “Transformo un caer hacia adelante en caminar”. Debería haber memes con su cara como los que hay con la de Mascherano.
Cuando Herzog se corta sangra el cuchillo.

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[Quid]

Herzog: se hace camino al andar

por Christian Kupchik

Entre los muchísimos méritos que acumula el cineasta alemán Werner Herzog, hay uno que resulta incontrastable: ha agotado varias vidas sin, por fortuna, dar por terminada la presente. Nos remitimos a las pruebas. A saber, ha filmado con enanos y actores bajo hipnosis; convirtió en estrella a Bruno S., un muchacho hasta entonces encerrado en su autismo; tomó como escenarios para sus obras la Antártida y Siberia, el desierto de Australia Central y el Amazonas (donde se animó a subir un barco por una montaña), incluso las cuevas prehistóricas de Chauvet. Por si fuera poco, viene resistiendo relativamente bien a Hollywood y ha conseguido sobrevivir a su actor fetiche, Klaus Kinsky, a quien lo unía una irreparable relación de amor odio (en verdad, más odio que amor).

Herzog parece estar siempre un paso más allá de todo, de cualquier límite, de cualquier frontera, incluida la muerte. La primera señal que dejó de ello fue un breve diario de viaje o cuaderno de apuntes que escribió antes de llegar a la treintena. En noviembre de 1974 el alemán recibió la llamada de un amigo de París que le comunicaba que Lotte Eisner, una institución del cine alemán (la primera difusora del expresionismo) además de mentora y amiga de Herzog, estaba al borde de la muerte. La respuesta no se hizo esperar: el director tomó una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario y salió a la carretera para unir los casi mil kilómetros que separan a Munich de París. Pero le añadió a su travesía un sentido místico: cubriría la distancia a pie y durante el tiempo que demandara el camino él tendría la certeza que su amiga se mantendría con vida.

Era pleno invierno y el conjuro suponía un duro esfuerzo, además, en virtud del clima. La experiencia iba siendo documentada por Herzog en un pequeño cuaderno que accedió a editar por primera vez en 1978 bajo el título de Del caminar sobre hielo (Entropía, 2015). Se trata, en verdad, de un relato formidable, con una escritura bella y poética, lleno de agudas observaciones y reflexiones que exceden lo subjetivo y la anécdota personal. Habla en realidad de lo que la marcha ofrece, cómo potencia las capacidades de ver y pensar. Habla de lo que significa el sentido de las pruebas que muchas veces se autoimponen los hombres y la forma de superarlas. El periplo no fue fácil: debió enfrentar el frío, el viento, la tempestad violenta, las nubes bajas, la lluvia, el agua que chorrea, el granizo menudo y duro y la nieve ardiendo plena en el rostro, exponer el cuerpo al dolor, el agotamiento, y, en ocasiones, la tentación de volver atrás, de rendirse, de interrumpirlo todo, de abandonar una convicción puesta en marcha por un sueño insensato y cambiar los lechos de heno en un granero por la seguridad de una cama cálida. No obstante, Herzog siguió adelante, a pesar de los peligros latentes y la inseguridad propia.

Y no lo hizo únicamente por esa fidelidad que sentía por su vieja amiga. El paisaje comenzó a hablarle, lo invitó a la reflexión. Las impresiones nacidas de esta marcha larga y peligrosa son exquisitas, en la medida que exaltan la cantidad y variedad de ideas que sorprenden al caminante, estímulos imposibles de asimilar para el sedentario. Al caminar se redescubren formas y volúmenes invisibles, el olor de los campos resulta algo poderoso y nuevo a los sentidos. Surgen sonidos invisibles, el aire se llena de silbidos. El caminante redescubre en soledad la infinita capacidad del silencio. Herzog confiesa volver a sentirse vivo hundido en lo profundo de un bosque tenebroso, donde el silencio sepulcral sólo era interrumpido por una ráfaga de viento. Se pregunta por los beneficios de la soledad y la respuesta se abre a intuiciones dramáticas del futuro. Los instantes de armonía perfecta, de euforia con él mismo, donde comprueba que el aire es de una pureza y de una frescura perfecta, ponen al lector también en camino.

En este diario de viaje, el paso de lo real a lo imaginario se sucede sin continuidad. Quizás sirva como clave para observar allí varias de las vidas que Herzog sigue agotando. Por momentos lo asalta una sed tan poderosa que siente sólo puede entregarse a ella: la sed por recorrer. El hombre que camina es soberano, irreductible, libre y, al mismo tiempo, frágil, anacrónico, mecánicamente imperfecto, físicamente hundido. Volátil, se vuelve inútil, pues comienza a ser.

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[Brando]

Destello de genialidad

por Fernanda Nicolini

Quienes esperan ansiosamente lo nuevo de Werner Herzog porque saben que siempre, pero siempre, hay un destello de genialidad en lo que este alemán produce –puede ser un falso documental sobre el monstruo del Lago Ness, una maravilla metafísica como La cueva de los sueños olvidados, una remake lisérgica de Bad Lieutenant o el mejor diario de filmación y por qué no diario íntimo que alguien pudo haber escrito como Conquista de lo inútil– saldrán a las librerías en busca de Del caminar sobre hielo. Con el mismo formato que aquel diario de filmación de Fitzcarraldo, pero con una brevedad contundente, Herzog registra el viaje que hizo a pie en el invierno de 1974 desde Múnich hasta París. Su motivación era una promesa: su amiga y directora Lotte Eisner estaba muy enferma en la capital francesa y él creía que si unía las dos ciudades caminando, podía evitar su muerte. Como aclara en un prólogo de 1978 –el año de su primera publicación–, este diario había nacido como algo privado, sin intención de ser mostrado. Pero en su relectura, a su autor le pasó lo mismo que le va a pasar a cada futuro lector: la emoción que genera lo allí escrito merece ser compartida. Que lo disfruten.

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[Revista Marcha]

Herzog de Munich a París... caminando

por Laura Cabrera

La editorial Entropía lanzó Del caminar sobre hielo (1978), obra del realizador cinematográfico Werner Herzog, compuesta por crónicas de su viaje a la ciudad francesa a fines 1974, en lo que podría decirse la búsqueda de un milagro.
 
“Lo que escribí durante el viaje no estuvo pensado para lectores. Ahora, casi cuatro años más tarde, al volver a tomar en mis manos el pequeño anotador, me vi embargado por una rara emoción, y el deseo de mostrarles el texto también a otros, desconocidos, para mí pesó más que la timidez por abrir tanto la puerta a miradas extrañas. Sólo suprimí algunos pasajes muy privados”. Así habla el realizador cinematográfico Werner Herzog de su libro, Del caminar sobre hielo, compuesto por anotaciones personales, casi de diario íntimo, escritas en 1974 y publicadas por primera vez en 1978. La obra fue editada y lanzada hace algunos meses en Argentina por Entropía.

Del caminar sobre hielo pertenece a la literatura de no ficción, esa que fusiona hechos reales con figuras que corresponden al campo de lo literario. Es que en su génesis no existe el hecho de pensar en escribir un libro, ya que fue una experiencia real que intentó guardar en su memoria: la crítica de arte Lotte Eisner, enfermó. Ella en París, Herzog en Munich. El cineasta, preocupado por la situación decidió viajar de allí hasta la ciudad francesa caminando. Creyó que si lo hacía de esa forma ella lo esperaría, se mantendría con vida y le evitaría una gran tristeza al mundo, ya que él consideraba que las personas no estaban preparadas para la pérdida de la mujer que formó a muchos intelectuales de la segunda posguerra.

Emprendió su viaje con una brújula, abrigo, un bolso y unos zapatos nuevos que creería que serían cómodos. No lo fueron. Pasó frío, lluvias, hambre. Conoció a muchas personas y observó paisajes, todo en poco menos de un mes, todo plasmado en crónicas tan descriptivas que al leerlas uno puede pensarlas en imágenes. El resultado es un libro interesante desde la experiencia contada y desde la forma, tan puntillosa como apasionada en cada relato.

La historia, que tuvo un buen final para Eisner, da como resultado en el papel un riquísimo libro. Es evidente que este Werner esperanzado describió lo vivido desde los sentimientos y desde las experiencias sensoriales, quizá no con el objetivo de que algún otro pueda aproximarse a lo que él vivió sino con el de recordar él mismo aquella historia en otro momento de su vida. Como sea, el resultado es brillante.

Si bien Del caminar sobre hielo se dio a conocer en 1978 y la historia ya es conocida por quienes suelen inclinarse por los libros vinculados al cine, ésta es la primera edición nacional. Sin dudas, esta reedición viene acompañada con el crecimiento de la producción cinematográfica nacional, tanto a nivel independiente como en el circuito más comercial.

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[Indie Hoy]

Herzog de Munich a París... caminando

por Gabriel Baigorria

Lotte Eisner ocupa uno de los lugares más importantes en la historia del cine alemán y mundial. Fue crítica y teórica, fundadora de la Cinemateca Francesa, coleccionista y recuperadora de filmes. En palabras del mismísimo Herzog, es a través de ella que se le concedió legitimidad al cine alemán y a su generación de directores.

Pero en el caso de Del caminar sobre hielo (Entropía, 2015), poco importan estos datos. Porque aquí, Lotte Eisner es una excusa. O más bien, su posible muerte.

Al enterarse de que está muy enferma y probablemente muera, Werner Herzog toma una decisión desesperada: viajar inmediatamente de Munich a París para verla. Lo extraño (o no tanto, si revisamos un poco la locura con la que encaró algunos de sus proyectos, empresas disparatadas, rozando a veces la insanía) es que decide hacerlo a pie, con la firme convicción de que eso alargará la vida de su amiga, hasta que él llegue. Así que agarra un bolso, una campera, una brújula, se calza unas botas nuevas y transforma lo que podrían ser noventa minutos en avión en una travesía de 20 días a pie, 830 kilómetros en las peores condiciones, caminando bajo el invierno más crudo, asolado por tormentas de nieve, lluvias, barro y granizos.
Apenas comienza la aventura ya se dice a sí mismo “Solo si fuera una película creería que esto es real”. Avanza y se convence: “Tras estos pocos kilómetros a pie sé que no estoy cuerdo”. Le escapa a la poca gente con la que se cruza, campesinos sobre todo, “para no tener que mirarlas a la cara” por la vergüenza que le da su aspecto.

Solo puede adivinar los días de la semana, sin saber si su amiga ya murió, y por las noches fuerza la entrada de casas de vacaciones para dormir, embarrado y congelado hasta la médula.

La sed se vuelve insoportable. Las ampollas en los pies y los dolores en las pantorrillas, intolerables. La locura y los cuervos revoloteándolo como sombras, esperando que su mente y su cuerpo caigan rendidos, atravesados en el camino.

Praderas, bosques, miradores, cosechas, niebla, nieve, lluvias. Los paisajes van cambiando a cada paso. Y sus impresiones también. La importancia de las cosas parecen ir reduciéndose a planos detalle: ahora el verdadero valor se encuentra en la sal gruesa de los pretzels, en un remolino de papeles en el viento o en las primeras vacas que divisa cruzando la frontera con Francia.

Del caminar sobre hielo es un diario de viaje, el de un hombre con su animalidad a flor de piel, que parece accionar por impulso, que hace sin pensar mucho previamente, pero piensa mucho sobre lo que está haciendo. Un diario que sabe que la peor soledad es la que te obliga a estar con uno mismo. Un diario que plantea una incógnita: ¿Qué es lo que lleva a un hombre a internarse en la soledad más absoluta y en las peores condiciones, luego de enterarse que una amiga va a morir? Incógnita que, por suerte, no termina de responder.

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[Escrituras Indie]

Voluntad y visión

por Manuel Pedrosa

Estamos en 1974. Werner Herzog, de 32 años, ya habia producido y dirigido películas como Fata Morgana (1971), Aguirre, la ira de Dios (1972) y El enigma de Kaspar Hauser (1974). A fines de noviembre de ese año recibe la noticia de que Lotte Eisner, la historiadora del cine, la autora de La pantalla diabólica, “la conciencia del Nuevo Cine Alemán”, esta gravemente enferma en Paris. Sin dudar, Herzog decide ir desde Munich a Paris caminando en línea recta, solo con un par de botas nuevas, una campera, una brújula y un bolso de mano. Dos motivos empujan esta decisión: el convencimiento de que Eisner seguirá con vida si recorre a pie la distancia hasta Paris y la imperiosa necesidad de estar a solas con él mismo.

Durante esta travesía de 800 km, Herzog lleva un cuaderno donde anota las impresiones, sensaciones y observaciones que le despiertan el caminar. “¿Es buena la soledad?”, se pregunta en un momento del viaje. Y se responde: “Sí, lo es. Sólo que aporta miradas dramáticas de lo venidero”. El caminar posibilita una nueva experiencia, un extrañamiento en la mirada. Las observaciones se presentan como un registro continuo donde lo desechado, la mugre que oculta la civilización, se intercala con lo maravilloso. La fascinación que despierta un paquete de cigarrillos puede alternarse con la visión de un tren en llamas que “sale directamente hacia el oscuro universo”, donde “ocurren inconcebibles colapsos de estrellas, planetas enteros se derrumban sobre un único punto”.

Bajo la lluvia constante del invierno europeo, castigado por tormentas de nieve y ráfagas de viento, con los pies cada vez más lastimados y el cuerpo llevado al límite, Herzog avanza. Recorre campos desolados, pierde el rumbo en bosques laberínticos, pernocta en casas abandonadas o, cuando el riesgo es demasiado, duerme en pequeños alojamientos. Cada tanto la duda aparece: “¿Vive aun nuestra Eisner?”, pero la fuerza del caminar (“Cuando yo camino, camina un bisonte”) aleja todo momento de recapitulación y mantiene a Herzog en movimiento.

Herzog llegó a París el 14 de diciembre de 1974 y Eisner no solo no había muerto sino que vivió nueve años más. Una vez mas, la voluntad y visión de Herzog lo llevan a encontrar el arte en los límites de las experiencias humanas.

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[El Observador - Uruguay]

Cuando la brújula estaba en las suelas

por Valentín Trujillo

Dice un viejo proverbio inglés que todo viaje de mil millas siempre empieza con un paso. Caminar, pensar, escribir. Tres verbos en modo infinitivo que han sabido poblar esta columna a lo largo de los años. De alguna forma secreta y semántica, los tres verbos son primos hermanos. Cuando un libro los reúne se produce una rara fiesta para los sentidos, empezando por la vista, por la lectura.

Esa reunión se produce en Del caminar sobre hielo, un librito que acaba de publicar la editorial argentina Entropía y que conseguí en una escapada a Buenos Aires. Digo librito en el sentido cariñoso y físico del término, porque el volumen cuenta con 106 páginas en formato reducido. Este pequeño gran objeto es un diario de viaje.

Expliquemos. El autor del libro es el cineasta alemán Werner Herzog, quien se hizo famoso en el séptimo arte por haber dirigido Aguirre, la ira de Dios, El enigma de Caspar Hauser, Fizcarraldo y Cobra Verde, entre muchas otras obras maestras, de la ficción y del documental. En el invierno de 1974, Herzog (que todavía no era lo famoso que fue después, pero ya poseía ese espíritu de la acción poética y de las aventuras quijotescas en su alma), se enteró de que la crítica alemana Lotte Eisner, estaba internada en un hospital de París, con la vida pendiendo de un hilo.

Eisner había sido la mano derecha de Henri Langlois, el célebre crítico de cine francés, creador de la Cinemateca Francesa, que sirvió como ejemplo de tantas otras réplicas en el mundo. Pero para Herzog, Eisner era una admirada maestra y una mentora en el cine, una mujer que le había enseñado un criterio, una sensibilidad, que lo había introducido en la historia del cine de su país, y que entonces fungía para Herzog casi como hada madrina. Cuando Herzog había acudido a ella lleno de dudas sobre su vocación y sus ganas de dejar el cine, la señora Eisner le contestó: "No lo hagas. La historia del cine no se lo podría permitir".

Ante la noticia de la enfermedad de la mujer, Herzog reaccionó con su genial determinación irracional: se convenció de que la forma en que Eisner se recuperaría sería si él emprendía un viaje a pie hasta su sanatorio en la capital francesa.

Con ese convencimiento, el cineasta partió desde Múnich el sábado 23 de noviembre de 1974 con rumbo a París. Con 32 años y un hijo, Herzog decidió acometer solo esta empresa, que vista en retrospectiva agregaría sentido a otros hechos de su biografía como artista. No tenía idea del camino más cercano ni de los atajos que debía tomar. Tampoco sabía dónde dormiría y de qué forma subsistiría, porque para el caminante la imprevisión y la apertura a la aventura es un tesoro. Sí tenía unas buenas botas y la brújula en las suelas. Con este espíritu digno de un peregrino a Santiago, Herzog salió de su casa con el objetivo entre ceja y ceja de salvarle la vida a una septuagenaria amiga.

El resultado del libro es delicioso. Herzog anota en orden cronológico las sucesivas etapas de su odisea de casi 900 kilómetros y narra con lujo de detalles las situaciones que vive, desde apuntes del natural, como paisajes y climas (es pleno invierno) a los personajes que conoce, las familias que lo acogen o las casas vacías a las que entra para refugiarse. Así, de día en día, el caminante quema cada una de sus etapas, en un recorrido que es tan interior como geográfico a través de Alemania y Francia.

El sábado 14 de diciembre, Herzog por fin encuentra a Eisner, quien ya estaba en su casa, en proceso de recuperación. El narrador, con las piernas reventadas, siente vergüenza de decirle que viene caminando desde Múnich. La proeza había llegado a su fin. Parafraseando a otra gran mujer del cine alemán, el viaje a pie hasta París para Herzog fue el triunfo de su voluntad. Y la edición por parte de Entropía representa la posibilidad de que los lectores vivamos en esas páginas el triunfo de un artista.

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[Esto no es una revista]

Viaje al corazón salvaje

por Martín Jali

Lo único que parece importar, en Werner Herzog, es el instinto, entendido desde su matriz animal pero también inflamado por su peculiar falta de juicio, por cierto paganismo religioso, por un extravío programático. Como si todos, en este mundo feroz, violento y desordenado, acecharan. Por eso su encanto rabioso y esa propensión tan suya hacia las zonas salvajes del corazón humano. A Herzog no solo le disgustan los estudios por su particular mirada corporativa, sino por su adoctrinamiento sensible, por su acartonamiento, por el artificio y el molde. Como si no hubiera maneras, o cada uno, para convertirse en artista, escritor, músico o cineasta, debiera encontrar las propias. Por eso la recorrida vital y el aprendizaje no se alcanzan desde la academia, sino a través del cruce de fronteras. Para el director alemán la clave del proceso creativo reside en las dificultades, mejor si son mayores, más profundas y excesivas, a las que somete su cuerpo, su visión, su sensibilidad e inteligencia a la hora de proyectar un film. Una pregunta: ¿A Herzog le importa el dinero? A medias: lo necesita para hacer películas, no mucho más. 

Los decorados, las escenografías, la caustica comodidad de los interiores de plástico y metal, no sirven. Herzog necesita meterse en la selva, ponerse en peligro. El instinto de supervivencia funciona para sí mismo, para su proyecto, pero también para la posterioridad que ansía: sus películas, y el mito de sus películas, valen tanto por sus logros en la pantalla como también por lo que ocurrió en el detrás de escena. Por eso los intelectuales lo adoran, por eso siempre mencionan sus películas. Es un Aira que, en lugar de escribir con caligrafía hermosa en pequeños cuadernos rayados, pone en riesgo su vida. Y lo mejor: sobrevive. Así, Herzog se mete en las cavernas antiguas donde nuestros antepasados se congelaron, sueña con camaleones, se obsesiona con un hombre que convivía con los osos y muere destrozado por sus garras. 

En Conquista de lo inútil (Entropía, 2004, con formidable traducción de Ariel Magnus) anota sus impresiones durante la filmación de Fitzcarraldo. Más que diario de cine, es un diario de cómo la vida en la selva penetra el corazón de un director de cine. Pero entonces: ¿qué lugar ocupa la literatura? Editorial Entropía acaba de editar De caminar sobre el hielo, un diario que Herzog escribió en noviembre y diciembre de 1974 – sorprendentemente jamás editado en español – cuando cruzó la distancia que separa Munich de Paris en una suerte de caminata delirante y mística: Herzog creía que, de lograrlo, salvaría la vida de LotteEisner, la guía y maestra de aquella generación de cineastas alemanes. Lo logró: atravesó los paisajes desolados de Europa para llegar a Francia con sus pies deshechos. LotteEisner viviría nueve años más. Su prosa es oscura, brutal, por momentos alucinada. Casi todo parece un delirio onírico pero, a la vez, realista.  

En Conquista de lo inútil, Herzog escribe: “Cuesta acometer este trabajo, esta enorme carga de los sueños. Sólo los libros dan algún consuelo.” Y también ha dicho, como un consejo fatal y hermosísimo para sus aprendices, que se multiplican cada año: "Viajen a pie, el mundo se deja comprender para los que caminan. Esto tiene mucho más valor que pasar cuatro años en una escuela de cine. Manténganse alejados de los Estudios. La Academia es el enemigo. Va a matar sus instintos. En lugar de ir a la escuela trabajen como chofer de taxi o como guardaespaldas en un club porno, hagan lo que sea para ganar el dinero para hacer películas. Pero sobre todo lean. Tienen que leer. Lean y lean y lean. Pero no teoría del cine: lean poesía, libros que enseñen sobre la profundidad del mundo. Si no leen, nunca serán cineastas". 

¿Cómo no enamorarse de Herzog? ¿Cómo no querer ser él mismo, y sufrir por no conseguirlo? ¿Cómo no sentir el embate de los sueños y querer alcanzarlos, dejando todo en el camino para perderse en aquel universo salvaje? 

Herzog lee, escribe, argumenta que la lectura es esencial en la formación creativa. Pero se dedica a filmar, trabaja en un arte concebido a través de máquinas, donde todo es copia. Busca la verdad y el salvajismo, y filma en 3D, y da conferencias que pueden seguirse vía streaming en todo el mundo, y llega a Río de Janeiro, y, en la jungla, no sabe cómo resolver un ataque de caimanes que ha devorado parte de sus rollos de filmación. Herzog, entonces, apela al instinto, confiando que todo, tarde o temprano, se resolverá, y si no es así, mejor, tomará otro rumbo. 

Cuando narrar las grandes ciudades y la vida en ellas alcanza un nivel de saturación estético que linda con lo imposible, Herzog va a la periferia, cruza las fronteras, viaja al futuro, donde el paisaje se desgrana de urbe para potenciarse. De nuevo: ¿Cómo no querer ser Herzog, y sufrir por no serlo?   

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